El nombre adorable de Jesús, que significa “Salvador”, es el más grande, el más venerable, el más poderoso de todos los nombres: el más grande, porque es el nombre propio del Hijo de Dios; el más venerable, porque recuerda cuanto por nuestra salvación hizo y padeció; el más poderoso, porque con su invocación se han obrado y se obran los más estupendos milagros. “Al nombre de Jesús, dice San Pablo, doblan la rodilla, todas las criaturas del cielo, de la tierra y del infierno”.
Todos los Santos han venerado siempre el nombre santísimo de nuestro Salvador, pero entre los propagadores más celosos de esta devoción es fuerza recordar a San Bernardo y San Bernardino de Sena. Se cuenta de este último, que, para más imprimir en el corazón de los fieles esta devoción, hizo grabar con caracteres de oro en una pequeña tabla la sigla del nombre de Jesús: J. H. S. (Jesús Hóminum Salvátor), circundada de rayos luminosos, y mostrándola al pueblo al fin de sus fogosos sermones, le invitaba a la adoración de lo que le ponía delante.
(Los que tengan la piadosa costumbre de invocar este santísimo nombre, ganan indulgencia de trescientos días; plenaria al mes, con las condiciones acostumbradas, invocándolo todos los días; e indulgencia plenaria en el articulo de la muerte, invocándolo con el corazón, de no poder hacerlo con los labios, confesando y comulgando, y aceptando la muerte en expiación de los pecados).
El mes de enero en honor del santo nombre de Jesús. (Siete años de indulgencia una vez al día; plenaria al mes, con las condiciones acostumbradas, para los que cada día honraren con alguna práctica de devoción al Santísimo Nombre de Jesús).
EL MATRIMONIO
Según el catecismo del Concilio de Trento, se entiende por matrimonio: “La unión conyugal del hombre y la mujer, contraída por dos personas capaces, y por la cual se obligan a vivir juntos durante toda la vida.” El matrimonio entre dos personas que no están bautizadas no es más que un contrato; pero si los que contraen matrimonio están bautizados, entonces el contrato se identifica con el sacramento. La materia y la forma de este sacramento están contenidas en el contrato mismo, a saber: el mutuo consentimiento expresado con palabras y señales exteriores. Los ministros del sacramento son los mismos que contraen matrimonio. El sacerdote no es más que el testigo oficial de la Iglesia. Esta exige que los matrimonios de los católicos se celebren delante de un sacerdote autorizado y de dos testigos, so pena de la validez (canon 1094).
OBJECION:
¿Cómo me prueba usted por la Biblia que el matrimonio es realmente un sacramento? ¿Hubo acaso algún Padre de la Iglesia que incluyese el matrimonio entre los siete sacramentos?
RESPUESTA:
Según el Concilio de Trento, “el matrimonio es propia y verdaderamente un sacramento de la nueva ley y, por tanto, confiere gracia” (sesión XXIX, can 2). Aunque el carácter sacramental del matrimonio se prueba principalmente por la tradición de los Padres y Concilios, pruébase también por la autoridad de San Pablo, que aludió a él en su epístola a los efesios (V, 25-32). Dice San Pablo: “Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se sacrificó por ella para santificarla, limpiándola en el bautismo de agua con la palabra de vida… Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos… Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se juntará con su mujer, y serán los dos una carne. Sacramento es éste grande, mas yo hablo con respecto a Cristo y a la Iglesia.” En estas palabras del apóstol están contenidos los tres requisitos esenciales para el sacramento, conviene, a saber: un signo exterior, instituido por Jesucristo, para dar gracia. Decimos que estos tres requisitos se encuentran claramente en el contrato matrimonial tal como lo explica San Pablo. Veámoslo: la unión de Cristo con la Iglesia es una unión sagrada que tiene lugar por la gracia santificante y mediante un influjo continuo de gracias. Por consiguiente, aquello que sea una representación perfecta de esta unión debe contener algo que corresponda a las gracias que Jesucristo derrama sobre su Esposa. Ahora bien: según el apóstol, el matrimonio cristiano es signo grande de la unión entre Jesucristo y la Iglesia. Luego el matrimonio cristiano es un signo externo instituido por Jesucristo para conferir gracia a los que lo contraen, a fin de que puedan sobrellevar mejor las cargas anejas a su estado. Y, ciertamente, las obligaciones contraídas por los esposos son de tal calidad, que no es fácil cumplirlas con la perfección debida sin una gracia especial de Dios. Esa gracia es la que confiere a los esposos el sacramento del Matrimonio.
Todos los Padres de la Iglesia insisten en la santidad del matrimonio. Citemos sólo a San Agustín (354-430), que le llama sacramento en varios pasajes de sus escritos. “No sólo la fecundidad, cuyo fruto es la prole; ni sólo la castidad, cuyo vínculo es la fidelidad, sino también el sacramento, es lo que recomienda el apóstol a los fieles cuando, hablando del matrimonio, dice: “Esposos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. No cabe duda de que la sustancia de este sacramento está en que el hombre y la mujer que se juntan en el matrimonio deben vivir sin separarse todo el tiempo que les dure la vida” (De Nupt et Concup 1, 10). Y en otro lugar: “La excelencia del matrimonio es triple: fidelidad, prole y sacramento. La fidelidad exige que ninguno de los dos viole el vínculo conyugal; la prole demanda que se la reciba con amor, que se la alimente con cariño, y que se la eduque religiosamente, y, finalmente, el sacramento pide que el matrimonio no sea disuelto, y que, en caso de divorcio, ninguno se junte con un tercero, aunque parezca que así lo exige el cuidado de la prole” (De Gen ad Lit 9, 7, 12).
OBJECION:
Parece que el Evangelio permite la poligamia, pues así lo enseñaron Lutero y los reformadores, que permitieron al landgrave de Hesse vivir con dos mujeres, ¿Y qué me dice usted de Calvino, que condenó como, adúlteros a los patriarcas por sus matrimonios polígamos?
RESPUESTA:
Los dos, Lutero y Calvino, incurrieron en la herejía al tratar sobre la poligamia. Aun cuando el matrimonio es por su naturaleza monógamo, como lo declaró expresamente el Papa Nicolás (858-867) (Ad Cons Bulg). Dios dispensó a los patriarcas y les permitió tomar varias mujeres (Deut XXI, 15-17). El Evangelio prohíbe en absoluto la poligamia, como consta por las palabras expresadas de Jesucristo y San Pablo (Mateo XIX, 4-6; Rom VII, 2; Efes V, 23-31). El Concilio de Trento condenó la doctrina de los reformadores, según los cuales “a los cristianos se les permite tener varias mujeres, pues no hay ley divina en contra” (sesión XXIV, canon 2). Asimismo, la poligamia fue condenada por los Padres de la Iglesia sin excepción. Dice San Ambrosio (340-397): “Mientras viva tu mujer, no te es lícito tomar otra; si lo haces, cometes adulterio” (De Abraham 7).
Lutero, Melanchton y Bucero escribieron al landgrave Felipe de Hesse diciéndole que no había ninguna ley divina contra la poligamia. En virtud de este consejo, el landgrave tomó una segunda mujer, Margarita de Sale. Como esta decisión podía originar algún escándalo, y por ir, además, contra las leyes del Imperio, los reformadores le aconsejaron que guardase secreto este segundo matrimonio. Bucero no dudó en aconsejar a Felipe que si por este acto le venía alguna dificultad por parte del emperador, se desembarazase del negocio mintiendo simplemente.
El historiador protestante Kostlin dice, hablando de este asunto: “La bigamia de Felipe es el mayor borrón en la historia de la Reforma, y sigue siendo un borrón en la vida de Lutero, por más que se aleguen excusas en su defensa” (Grisar, Lutero, 4, 13-70).
OBJECION:
¿Por qué es llamado el matrimonio “sacramento de los legos”?
RESPUESTA:
Porque en la celebración del matrimonio se administran mutuamente el sacramento las partes contrayentes. El sacerdote no es más que el testigo oficial de la Iglesia, a la que representa, y testigo también oficial del sacramento del Matrimonio. Su presencia durante la ceremonia es necesaria, y él es el que da la bendición nupcial en la misa que celebra por los esposos; bendición que todos los católicos debieran recibir, si cómodamente pueden. Pero como, en último término, el contrato matrimonial se identifica con el sacramento, y la materia y la forma están contenidas en el mismo contrato, siguese que el sacerdote no puede ser el ministro de este sacramento.
OBJECION:
¿Qué se entiende por matrimonio morganático?
RESPUESTA:
Se llama morganático el matrimonio contraído entre un príncipe y una mujer de linaje inferior, con la condición expresa de que la mujer y los hijos no heredarán más que cierta porción de los bienes paternos. Es un matrimonio válido como otro cualquiera, diferenciándose sólo en los efectos civiles, que envuelven una renuncia del rango, títulos y posesiones del esposo.
OBJECION:
¿Por qué se arroga la Iglesia un dominio absoluto sobre el matrimonio cristiano? ¿Con qué derecho legisla la Iglesia sobre la validez o invalidez del matrimonio independientemente del Estado?
RESPUESTA:
El matrimonio cristiano es un sacramento, y ya sabemos que Jesucristo encomendó los siete sacramentos al cuidado de la Iglesia. La Iglesia nunca se entremete en las consecuencias civiles del matrimonio, pues éstas pertenecen al Estado; pero, como representante que es de Jesucristo, tiene derecho a decidir si el contrato matrimonial ha sido o no anulado por error, fraude o violencia. Tiene asimismo derecho a limitar la competencia de ciertas personas al matrimonio, como son, por ejemplo, los menores de edad, los parientes próximos y los que han recibido las sagradas Ordenes; como también tiene derecho a evitar que sus hijos contraigan matrimonios de resultado dudoso, impidiendo para ello la disparidad de cultos, el rapto y el crimen.
He aquí lo que definió el Concilio de Trento sobre esta materia: “Si alguno dijere que la Iglesia no tiene facultad para establecer impedimentos que diriman el matrimonio, o que al establecerlos se equivoca, sea anatema.” “Si alguno dijere que las causas matrimoniales no son incumbencia de los jueces eclesiásticos, sea anatema” (sesión XXIV, cánones 4 y 12). La Iglesia ha venido ejerciendo dominio sobre el matrimonio desde sus principios independientemente del Estado, y al hacerlo así ha librado a los fieles de la tiranía de la legislación civil anticristiana. No hace esto la Iglesia por ambición de poderío, sino por cumplir el encargo que le confió Jesucristo, y se ha mantenido fiel en este cumplimiento a despecho de la oposición y opresión de gobernantes poderosos.
Los no católicos que lamentan el estado de descomposición en que se encuentra actualmente el matrimonio civil, oigan las palabras del inmortal Pontífice León XIII en su Encíclica Arcanum: “No hay duda de que la Iglesia católica ha contribuido notablemente al bienestar de los pueblos por su defensa constante de la santidad y perpetuidad del matrimonio. La Iglesia merece plácemes y enhorabuenas por la resistencia que opuso a las leyes civiles escandalosas que sobre esta materia fueron promulgadas hace un siglo; por haber anatematizado la herejía protestante en lo que se refería al divorcio y la separación; por condenar de diversas maneras la disolución del matrimonio que admiten los griegos; por declarar nulos e inválidos todos los matrimonios contraídos con la condición de que no han de ser perpetuos, y, finalmente, por haber rechazado, ya desde los primeros siglos, las leyes imperiales en favor del divorcio y de la separación. Y cuando los romanos Pontífices resistieron a príncipes potentísimos, que recurrían a las amenazas para que la Iglesia aprobase sus divorcios, no luchaban sólo por salvar la religión, sino también por salvar la civilización. Las generaciones venideras admirarán la valentía de los documentos que publicaron Nicolás I contra Lotario, Urbano II y Pascual II contra Felipe I de Francia, Celestino III e Inocencio III contra Felipe II de Francia, Clemente VII y Paulo III contra Enrique VIII, y, finalmente, Pío VII contra Napoleón I, precisamente cuando éste se hallaba en el cénit de su poder y gloria.”
BIBLIOGRAFIA
Pío XI, Encíclica sobre el matrimonio.
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Ferreres, Los esponsales y el matrimonio.
Id., Derecho sacramental.
García Figar, Matrimonio y familia.
Gomá, La familia según el derecho natural cristiano.
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Monegal, Exhortaciones matrimoniales.
Razón y Fe, El matrimonio cristiano.
Schmidt, Amor, matrimonio, familia.
Vauencina, Preparación para el matrimonio.
Vilariño, Regalo de boda.
Bujanda, El matrimonio y la Teología católica.
Blanco, Ya no sois dos.
EPISCOPADO. LAS ÓRDENES DE LOS ANGLICANOS SON INVÁLIDAS. POR QUÉ NO ORDENA LA IGLESIA A LAS MUJERES. POR QUÉ SE LLAMA “PADRE” A LOS RELIGIOSOS Y SACERDOTES
OBJECIÓN:
¿Qué es lo que constituye el sacramento del Orden en la Iglesia? ¿Cómo se prueba que Jesucristo instituyó este sacramento? ¿Cuándo y con qué ceremonia se estableció el sacerdocio? A mí me parece que todo aquel que esté lleno del espíritu de los apóstoles tiene derecho a predicar el Evangelio. ¿No dice la Biblia que cada cristiano es un sacerdote?
RESPUESTA
Dice así el Concilio de Trento: “Si alguno dijese que el Orden u Ordenación sagrada no es propia y verdaderamente un sacramento instituido por Jesucristo, o que es una invención humana trazada por hombres inexpertos en asuntos eclesiásticos, o que no es más que un género de rito con el que se seleccionan los ministros de la palabra de Dios y de los sacramentos, sea anatema” (sesión 23, can 3). “Si alguno dijere que cuando Jesucristo dijo a los apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (Lucas XXII, 19), no los constituyó sacerdotes, o no mandó que tanto ellos como otros sacerdotes ofreciesen su Cuerpo y su Sangre, sea anatema” (sesión 22, canon 2).
En la última Cena, Jesucristo, el Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, según el orden de Melquisedec (Salmo 109, 4; Hebr VII, 11), instituyó como acto oficial y permanente de culto el sacrificio eucarístico que entonces acababa de ofrecer; y al mandar a sus apóstoles que hiciesen lo que El acababa de hacer, les dio plenos poderes para que ofreciesen el mismo sacrificio en calidad de representantes y participantes de su sacerdocio eterno. Y para completar esta comunicación de su sacerdocio, dio también a los apóstoles, apenas resucitado, otro poder estrictamente sacerdotal, a saber: el poder de perdonar y retener los pecados (sesión 22, can 1). Aunque es muy probable que Jesucristo ordenó a sus apóstoles sin ceremonia alguna particular, sin embargo, en los Hechos de los apóstoles y en las epístolas de San Pablo se mencionan todos los elementos del sacramento del Orden: el rito simbólico de la imposición de manos, la oración, la gracia interna que da este rito y su institución por Jesucristo. “Llevaron (a los siete diáconos) a los apóstoles, y éstos, naciendo oración, les impusieron las manos” (Hech VI, 6). “Entonces, después de haber ayunado y orado, y después de haberles impuesto las manos, los despidieron” (XIII, 3).
Los santos Pablo y Bernabé, en sus giras apostólicas, ordenaban sacerdotes en diferentes iglesias: “Luego, habiendo ordenado sacerdotes en cada una de las iglesias, orando y ayunando, los encomendaron al Señor, en quien habían creído” (XIV, 22).
Y San Pablo, escribiendo a Timoteo, le dice: “No impongas de ligero las manos sobre alguno” (1 Tim V, 22).
En otro lugar le dice que la imposición de las manos confiere gracia santificante: “No malogres la gracia que tienes, la cual se te dio en virtud de la revelación particular, con la imposición de las manos de los presbíteros” (IV, 14).
“Por esto te exhorto que avives la gracia de Dios, que reside en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim 1, 6).
Escribiendo a los efesios, San Pablo menciona la institución divina del Orden. Dice que Jesucristo “constituyó a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en la perfección de los santos en las funciones de su ministerio, en la edificación del Cuerpo (místico) de Cristo” (Efes. IV, 11-12).
Ninguno tiene derecho a predicar el Evangelio con autoridad ni a desempeñar las funciones del sagrado ministerio si no ha sido antes escogido por Dios para suceder a los apóstoles o para participar en el sacerdocio de Jesucristo: “Ni nadie se apropie esta dignidad, si no es llamado de Dios, como Aarón” (Hebr V, 4).
El Concilio de Trento declara que “las Escrituras, la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los Padres” prueban que las Ordenes son un sacramento (sesión 23, cap 3).
Nada tan absurdo como la opinión de algunos protestantes que creen que la distinción entre los clérigos y los legos no tiene más razón de ser que la necesidad de guardar orden y disciplina en la Iglesia, y para este fin el pueblo eligió sacerdotes, como quien dice, oficiales, que reciben su autoridad del pueblo. Ya en tiempo de los apóstoles había obispos, sacerdotes y diáconos (Hech XX, 17-28; Filip I, 1; 1 Tim III, 2, 8, 12; Tito 1, 5-7).
SAN CLEMENTE (90-99) escribe: “Jesucristo es de Dios, y los apóstoles son de Jesucristo. Yendo de ciudad en ciudad y por todo el país, los apóstoles nombraban de entre sus convertidos los obispos y diáconos para cuidar de los futuros cristianos, después de haberlos probado en el espíritu” (Ad Cor 43, 2-4).
Luego reprende con severidad a los cristianos de Corinto, que trataban de “expulsar del ministerio eclesiástico a los que habían puesto en este oficio los apóstoles o sus sucesores con aprobación de toda la Iglesia”. Los corintios tomaron muy bien esta reprensión, pues, según nos dice Eusebio en su Historia eclesiástica, guardaron la carta y la tenían en tanta estima como la Biblia misma, leyéndola en las iglesias alrededor de setenta y cinco años consecutivos. Las didascalias o doctrina de los doce apóstoles (290) mandan al lego que “honre y respete al obispo como a un padre y a un rey; como al sacerdote e intermediario entre Dios y el hombre, al cual no debe pedir cuenta de sus actos, para que no se ponga frente a Dios y ofenda al Señor” (cap IX).
SAN GREGORIO NISENO (395) escribe: “El mismo poder de la palabra hace sublime y honorable al sacerdote, el cual, al ser ordenado, es separado de la multitud, de suerte que el que ayer no era más que uno de tantos, hoy tiene ya derecho a mandar y presidir y enseñar lo recto, y es dispensador de los misterios ocultos” (Orat In Bapt Christi).
SAN JUAN CRISÓSTOMO (344-407): “Si el Espíritu Santo no hubiera cumplido lo que nos prometió, a estas horas no tendríamos ni bautismo ni remisión de los pecados… Ni tendríamos tampoco sacerdotes, pues sin esa continuidad las Ordenes serían imposibles” (De ress mort 8).
Finalmente San Agustín pone a las Ordenes y al Bautismo en el mismo plano. “Los dos —dice— son un sacramento, y los dos se dan al hombre mediante cierta consagración: el del Bautismo, cuando uno es bautizado; el otro, cuando uno es ordenado; y por esta causa, en la Iglesia católica ninguno se puede repetir” (Contra Epist Parmen 2, 13).
Es cierto que, tanto San Pedro (1 Pedro II, 9) como San Juan (Apoc 1, 6), llaman a los cristianos sacerdotes; pero esto necesita interpretación. Los llaman sacerdotes, porque en la misa ofrecen el sacrificio a una con el sacerdote que la celebra; porque aunque el sacerdote es el único que, por ordenación divina, puede consagrar el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, esto lo hace como representante del pueblo cristiano. Asimismo, el cristiano puede ser llamado sacerdote porque ofrece sacrificios espirituales: el sacrificio del propio cuerpo (Filip IV, 18), el de la oración (Hebr XIII, 15), el de la limosna y el de la fe en Jesucristo (Hebr XIII, 16; Filip II, 17).
OBJECIÓN:
¿Cómo se prueba que el episcopado existía ya en la primitiva Iglesia? ¿No es cierto que los vocablos obispo y presbítero son sinónimos en el Nuevo Testamento?
RESPUESTA:
El Concilio de Trento declara que existe en la Iglesia una jerarquía divinamente constituida, y que esa jerarquía consta de obispos, sacerdotes y diáconos; que los obispos son superiores a los sacerdotes y tienen el poder de confirmar y ordenar (sesión 13, cánones 6 y 7).
Como Jesucristo hizo del sacerdocio una institución permanente, dio a ciertos sacerdotes, es decir, a los obispos, el poder de comunicar a otros ese sacerdocio. El Nuevo Testamento nos dice claramente que los apóstoles eran obispos, pues nos dice con frecuencia que ordenaban, y ordenar es la función característica del obispo. Estamos de acuerdo en que los vocablos “obispo” y “presbítero” se usan indistintamente en el Nuevo Testamento; pero no es difícil atinar con la razón de este fenómeno.
A mediados del siglo II vemos ya en cada Iglesia un obispo con sacerdotes y diáconos. Hasta entonces parece que no había más que delegados apostólicos, que tenían a su cargo todo un distrito o territorio, como vemos por Tito y Timoteo, a quienes les fueron confiadas las Iglesias de Creta y Efeso, respectivamente. Por ciertos pasajes bíblicos vemos que las Iglesias de Efeso y Filipos (Hech 20, 17; Filip 1, 1) tenían un cuerpo o colegio de obispos sujetos, ya a un apóstol, ya a su delegado.
El episcopado monárquico del siglo II no era novedad alguna, pues la Iglesia metropolitana de Jerusalén tenía por obispo a Santiago desde los días en que los apóstoles se dispersaron. Y es que los obispos eran los sucesores de los apóstoles, bien hubiese un solo obispo en cada iglesia, bien un colegio o grupo de ellos.
Las cartas de San Ignacio de Antioquía (98-117) mencionan distintamente los tres órdenes, obispos, sacerdotes y diáconos, y hablan con toda claridad del origen divino del episcopado y su superioridad sobre el simple sacerdocio. El obispo es el centro de la unidad de la Iglesia, y tiene en sus manos todos los poderes religiosos. “Sin él no hay ni bautismo ni Eucaristía ni ágape. Los presbíteros se adhieren al obispo como las cuerdas a la lira” (Ad Efes 4, 1). “Donde esté el obispo, allí está la multitud de los creyentes; como donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica” (Ad Smirn 8, 2).
Eusebio nos dice en su Historia eclesiástica (4, 22) que Hegesipo escribió un tratado polémico contra los gnósticos de entonces (190), demostrando con evidencia la tradición eclesiástica y recalcando el hecho de que ésta se transmite por la sucesión ininterrumpida de obispos. Asimismo, San Ireneo (Adv Haer 3, 3) empalma al obispo de Roma con los apóstoles Pedro y Pablo, y Dionisio de Corinto empalma a los obispos de Atenas con San Dionisio.
OBJECIÓN:
¿Por qué declaró León XIII nulas e inválidas las órdenes de los anglicanos? Desde luego, los católicos se gozaron en esparcir el rumor falso de que Parker había sido consagrado arzobispo en la taberna de la “Cabeza del Caballo” con un rito a todas luces impropio
RESPUESTA:
Las razones que motivaron la condenación de las órdenes anglicanas no son históricas, sino dogmáticas. En el nuevo rito que se implantó en Inglaterra en tiempo del rey Eduardo, con el que se consagró arzobispo a Parker en 1559, la forma es defectuosa, a lo cual hay que añadir la falta de intención en los que le ordenaron.
Escribe así el Papa León XIII: “Las palabras “recibe el Espíritu Santo” que los anglicanos creían hasta hace poco que constituían la forma de la ordenación sacerdotal, no expresan, ni mucho menos, el Orden sagrado del sacerdocio ni su gracia y poder, que es principalmente el poder de consagrar el verdadero Cuerpo y Sangre del Señor en aquel sacrificio que no es una “mera conmemoración del sacrificio ofrecido en la cruz” (Trento, sesiones 23, can 1; 22, can 3).
Aunque más tarde (en 1662) se añadieron a esa forma las palabras “para el oficio y trabajo propios del sacerdote”, etc.; sin embargo, no se dio ningún paso adelante, pues lo único que prueba es que los mismos anglicanos cayeron en la cuenta de lo defectuosa e inadecuada que era la primera forma (de 1552). Además, aun cuando esta adición diese a la forma el verdadero significado, vino muy tarde, pues hacía ya un siglo que se venía usando el rito establecido en tiempo del rey Eduardo, con el que se puso fin a la jerarquía y al poder de conferir válidamente nuevas órdenes. Son inútiles todas las demás oraciones que se añaden en la ordenación a fin de que ésta sea válida, pues, para no citar más que un argumento en contra, en el rito anglicano se ha suprimido deliberadamente todo aquello que en la Iglesia católica da a entender el oficio y dignidad del sacerdocio.
Por tanto,“debe ser considerada insuficiente e inadecuada para el sacramento esa forma que omite lo que debiera esencialmente significar”. Dígase lo mismo de la consagración episcopal, pues las palabras “para el oficio y trabajo propios del obispo” no fueron añadidas a la fórmula “recibe el Espíritu Santo” hasta mucho más tarde (1662); y, además, estas palabras deben ser entendidas en un sentido totalmente diferente de como las entendemos los católicos. No hay duda de que el episcopado, al ser instituido por Jesucristo, debe pertenecer al sacramento del Orden, y constituye el sacerdocio en un grado superior…
Por eso, como el rito anglicano eliminó el sacramento del Orden y el verdadero sacerdocio de Jesucristo, y en la consagración episcopal no confiere verdadera y válidamente ese sacerdocio, siguese que tampoco puede conferir verdadera y válidamente el episcopado, tanto más, que entre los deberes principales del episcopado hay que consignar la ordenación de ministros para la santa Eucaristía y para el sacrificio.
“En cuanto a la intención, la Iglesia la presupone si ve que en la administración de los sacramentos se pone la materia y la forma con toda seriedad, pues ya esto es muestra de que quiere hacer lo que la Iglesia manda. Por eso decimos que un hereje o uno que no esté bautizado puede administrar debidamente ciertos sacramentos si se vale para ello del rito católico. Pero cuando se cambia este rito por otro no aprobado por la Iglesia, y, lo que es peor, con intención de rechazar lo que la Iglesia hace y lo que pertenece a la naturaleza del sacramento por institución de Jesucristo, entonces ya no hay duda no sólo de que falta la intención debida, sino también de que esa intención se opone al sacramento y lo destruye” (Apostolicae Curae, 13-IX-1896).
Añade León XIII que sus predecesores los Papas Julio III y Paulo IV habían decidido esto mismo sobre la invalidez de las órdenes anglicanas cuando se discutió el asunto en tiempo de María Tudor, y que durante más de trescientos años la Iglesia católica ha venido ordenando absolutamente a todos los ministros anglicanos convertidos. Lo cual prueba claramente la actitud de la Iglesia respecto a las órdenes anglicanas, porque jamás permite que se repita el sacramento del Orden, y en este caso, no sólo lo permite, sino que lo exige.
Por lo que se refiere a la consagración de Parker en la taberna arriba mencionada, hay que decir que es una de tantas leyendas. Probablemente salió de la pluma de algún controversista de buen humor que no sabía explicarse el porqué del silencio misterioso que se guardaba en los círculos oficiales sobre la consagración de Parker.
Cuando están en su cénit la persecución y la tiranía, el pueblo cree a carga cerrada todo lo que se diga contra los contrarios, por absurdo que ello sea. Lo que no consta es que Barlow, el que ordenó a Parker, fuese jamás consagrado obispo; lo cual quiere decir que tenemos derecho a dudar de la validez de sus ordenaciones. En el rito que se fabricó en tiempo del rey Eduardo se evitó cuidadosamente toda mención de sacerdocio, y esto se debió a aquel movimiento general protestante que dio por resultado la destrucción de los altares en toda la nación y su sustitución por las llamadas mesas de comunión, “con el fin de apartar al pueblo de las opiniones supersticiosas de la misa papista”. Aun hoy no es raro oír de labios de muchos obispos anglicanos que cuando ordenan no tienen intención de hacer sacerdotes que puedan decir misa.
OBJECIÓN:
¿Por qué no ordena la Iglesia católica a las mujeres lo mismo que a los hombres? ¿No había diaconisas ordenadas en la primitiva Iglesia?
RESPUESTA:
Consta por los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, que Dios se ha opuesto siempre a tal género de ordenaciones. Jesucristo escogió doce apóstoles, y éstos, a su vez, escogieron sucesores entre los hombres. San Pablo excluyó a las mujeres de todas las funciones litúrgicas y les prohibió enseñar y aun dirigir la palabra a los fieles reunidos (1 Tim II, 12; 1 Cor XIV, 34-35).
Las diaconisas de la primitiva Iglesia recibían una bendición especial, pero nunca fueron ordenadas, como lo declaró expresamente San Epifanio a fines del siglo IV (Haer 79, 3). Su oficio se reducía a mantener el orden en la iglesia entre las mujeres y a instruirlas en la fe, como hacen hoy día muchas religiosas de la enseñanza, y, sobre todo, a asistirlas en el bautismo, que entonces era por inmersión, Dejaron de existir hacia el siglo VIII.
OBJECIÓN:
¿Por qué llaman los católicos “padre” a los sacerdotes? Jesucristo dijo: “No llaméis a nadie padre sobre la tierra; uno sólo es vuestro Padre, que está en los cielos” (Mat XXIII, 9).
RESPUESTA:
En algunos países sólo llaman Padres a los religiosos que son sacerdotes; en otros llaman Padres a todos los sacerdotes indistintamente. La razón de este nombre es muy sencilla: el sacerdote es el ministro ordinario del bautismo, y por el bautismo renacemos a la vida de la gracia (Juan III, 5). Jesucristo no se opuso absolutamente al uso de los vocablos “Rabbí” o “Padre”, sino que nos quiso dar a entender que sólo Dios es nuestro Padre común y la fuente y origen de toda autoridad. Además, nótese que cuando el Señor pronunció esas palabras estaba reprendiendo severísimamente el orgullo de los escribas y fariseos que ambicionaban demasiado esos títulos honoríficos. Si hubiese que interpretar a la letra las palabras del Señor, no podríamos llamar padre al que nos engendró, ni maestro al que nos enseña. San Pablo llama hijo a Timoteo (1 Tim 1, 2), y se llama a sí mismo padre espiritual de todos los que había convertido “Pues aun cuando tengáis millares de ayos o maestros en Jesucristo, no tenéis muchos Padres. Pues yo soy el que os ha engendrado en Jesucristo por medio del Evangelio” (1 Cor IV, 15).
Y San Jerónimo nos dice que en Egipto y Palestina los monjes del siglo IV se llamaban “padre” unos a otros.
BIBLIOGRAFIA
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Capron, Excelencias del sacerdocio.
Dubois, El sacerdote santo.
Gentilini, La mies evangélica.
Id., Llamamiento divino al apostolado sacerdotal.
Mannin, El sacerdote eterno.
DEVOCIÓN AL NIÑO JESÚS
A JESÚS NIÑO
“¡Ah! ¿Cómo es posible que no ame y no invite a todos a amarlo el que considera con fe a un Dios hecho niño, llorando y gimiendo sobre la paja de una cueva, del mismo modo que San Francisco de Asís invitaba a todos a amarlo diciendo: Amemos al Niño de Belén? Es niño, no habla, sólo gime; pero, oh Dios mío, que aquellos gemidos son otras tantas voces de amor con que nos invita a amarlo y nos pide el corazón.” (San Alfonso de Ligorio)
“Por la tristeza de los tiempos no se recomienda jamás bastante la devoción hacia el Niño Jesús, del que sólo podemos esperarnos la verdadera paz, habiendo venido El a traerla desde el cielo”. (Pío XI.)
Novena de Navidad.
Indulgencia de diez años cada día. Plenaria al que asiste al ejercicio público de la novena a lo menos cinco días, confiesa comulga y reza según las intenciones del Sumo Pontífice.
OFRECIMIENTO EN HONOR DE LA SANTA INFANCIA DE JESÚS
Para la novena de Navidad y la anterior al 25 de cada mes
I.- Ofrenda. Eterno Padre, yo ofrezco para vuestro honor y gloria, y por mi salud y la de todo el mundo, el misterio del Nacimiento de nuestro Divino Redentor. Gloriapatri.
II.- Ofrenda. Eterno Padre, yo ofrezco para vuestro honor y gloria, y por mi salud eterna, los padecimientos de la Santísima Virgen y de San José en aquel largo y fatigoso viaje de Nazaret a Belén, y la angustia de su corazón por no encontrar lugar donde ponerse a cubierto, cuando estaba para nacer el Salvador del mundo. Gloriapatri.
III.- Ofrenda. Eterno Padre, yo ofrezco para vuestro honor y gloria, y por mi salud eterna los padecimientos de Jesús en el pesebre donde nació, la dura paja que le sirvió de cama, el frío que sufrió, los pañales que lo envolvieron, las lágrimas que derramó, y sus tiernos gemidos. Gloriapatri.
IV.- Ofrenda. Eterno Padre, yo ofrezco para vuestro honor y gloria, y por mi salud eterna, el dolor que sintió el divino Niño Jesús en su tierno cuerpecito cuando se sujetó a la Circuncisión; os ofrezco aquella sangre preciosa que entonces derramó por primera vez para la salvación de todo género humano. Gloriapatri.
V.- Ofrenda. Eterno Padre, yo ofrezco para vuestro honor y gloria, y por mi salud eterna, la humildad, la mortificación, la paciencia, la caridad, las virtudes todas del Niño Jesús, y os agradezco, amo y bendigo infinitamente por este inefable misterio de la Encarnación del Verbo divino. Gloriapalri.
V.- El Verbo se hizo carne.
R.- Y habitó entre nosotros.
Oremos. Oh Dios, cuyo Unigénito compareció entre nosotros en carne mortal; haced que merezcamos ser reformados en nuestro interior, por El, que en el exterior se dignó mostrarse semejante a nosotros. MI que vive y reina con Vos por los siglos de los siglos. Así sea.
(Indulgencia de siete años cada día; plenaria al terminar la novena, con las condiciones acostumbradas).
OBSEQUIO A JESÚS NIÑO
Amabilísimo Señor nuestro Jesucristo, que hecho niño por nosotros, quisisteis nacer en una gruta para librarnos de las tinieblas del pecado, para atraernos a Vos y encendernos con vuestro santo amor, os adoramos por nuestro Creador y Redentor, os reconocemos por nuestro Rey y Señor, y por tributo os ofrecemos todos los afectos de nuestro pobre corazón. Amado Jesús, Señor y Dios nuestro, dignaos aceptar esta ofrenda, y para que sea digna de vuestro agrado, perdonadnos nuestras culpas, iluminadnos, inflamadnos en aquel santo fuego que habéis venido a traer al mundo, para encenderlo en nuestros corazones. Llegue a ser de este modo nuestra alma un sacrificio perpetuo en vuestro honor; haced que ella siempre busque vuestra mayor gloria aquí en la tierra para que llegue un día a gozar vuestras infinitas bellezas en el cielo. Así sea.
(Indulgencia de tres años; plenaria al mes por su rezo diario, con las condiciones acostumbradas).
ORACIÓN AL NIÑO JESÚS
Os adoro, Verbo encarnado. Hijo verdadero de Dios desde toda la eternidad, e Hijo verdadero de María en la plenitud de los tiempos. Adorando vuestra divina persona y la humanidad que os está unida, me siento movido a venerar también vuestra pobre cuna, que os acogió siendo niño, y fue verdaderamente el primer trono de vuestro amor. Pueda yo postrarme delante de ella con la simplicidad de los pastores, con la fe de José, con la caridad de María. Pueda más bien inclinarme a venerar tan precioso monumento de nuestra salud con el espíritu de mortificación, de pobreza y de humildad, con el que Vos, siendo el Señor del cielo y de la tierra, lo elegisteis para receptáculo de vuestros miembros un pesebre. Y Vos, oh Señor, que niño todavía en esta cuna os dignasteis descansar, dignaos también derramar en mi corazón una gota de aquella alegría que debía producir la vista de vuestra amable infancia y de los prodigios que acompañaron vuestro nacimiento; en virtud de la cual os conjuro concedáis a todo el mundo con la buena voluntad, la paz, y deis, en nombre de todo el género humano, toda clase de gracias y de gloria al Padre y al Espíritu Santo que con Vos, único Dios, vive y reina en los siglos de los siglos. Así sea.
CELIBATO ECLESIÁSTICO
OBJECIÓN:
Parece que el celibato es imposible, como puede verse por lo que los penitentes declaran en la confesión. Además, ¿no es cierto que el celibato es contra la naturaleza? A mí me parece que los sacerdotes debieran casarse, pues en el padre se desarrolla más el sentido de ternura y cariño, y con su experiencia personal, puede enseñar la religión con más eficacia.
RESPUESTA:
Es falso que el celibato sea imposible. Ahí están para desmentirlo las legiones, siempre en aumento, de sacerdotes seculares, religiosos y religiosas, que adornan con su virginidad a la Iglesia, especialmente en el Occidente. No queremos decir que no haya habido ningún escándalo en este particular, pues debajo de la sotana y del hábito religioso se esconde el hombre de carne y hueso con sus pasiones y malas inclinaciones; pero deleitarse en escarbar y ahondar en los casos aislados que forzosamente tienen que ocurrir, dada la miseria humana, es, por no decir otra cosa, imitar al escarabajo, que busca el estiércol para alimentarse.
Es de todos sabido que ha habido en la Historia algunas épocas un tanto decadentes, como, por ejemplo, la que sucedió a la desmembración del Imperio de Carlomagno. Debido a las circunstancias anormales del feudalismo y otros males naturales, el celibato padeció menoscabo en Europa, y no eran pocos los clérigos que vivían en concubinato. Pero aun entonces, la voz de los Papas resonó en todos los ámbitos de la cristiandad condenando implacablemente el concubinato de los clérigos e iniciando la reforma que tuvo lugar más tarde.
Merecen mención honorífica entre los Papas de entonces San Gregorio VII (1073-1085), Urbano II (1088-1099) y Calixto II (1119-1124). El I Concilio de Letrán (1123) declaró inválidos todos los matrimonios contraídos después de las sagradas Ordenes, y éste fue el principio de la renovación del celibato en Occidente. No es menester saber mucha Historia para ver que en Occidente se ha observado con fidelidad el celibato eclesiástico para la mayor parte de los clérigos desde el siglo IV hasta nuestros días. Los únicos que han dicho que el celibato es imposible y contra la naturaleza, fueron aquellos señores feudales, mitad obispos y mitad príncipes, a quienes siguieron más tarde Lutero y los seudorreformadores del siglo XVI.
El sermón que predicó Lutero sobre el matrimonio (Grisar, Lutero, 3, 242) es una muestra clara de la indecencia que se había apoderado del monje apóstata.
No, el celibato no es imposible, pues Dios da con abundancia gracia a los sacerdotes para que vivan castamente. La celebración diaria de la misa, el rezo diario del Oficio divino, la meditación frecuente de las verdades eternas, los consuelos que se derivan del confesonario, el ayudar a morir y otros ejercicios de caridad y devoción, son ayudas eficaces que mantienen al sacerdote fiel a sus votos. Además, el sacerdote no es un cualquiera, sino que ha sido probado y ejercitado en ciencia y virtud durante los años de su carrera sacerdotal, vigilado de cerca por superiores celosos que sólo dan su voto de aprobación cuando el joven seminarista ha dado pruebas inequívocas de solidez en la virtud.
A decir verdad, basta dar un adarme de sentido común para refutar a los que dicen que el celibato es imposible. Porque, vamos a ver: ¿son impuros los jóvenes solteros de uno y otro sexo, los que por una razón o por otra nunca se han casado, los viudos y viudas? ¿Están obligados a cometer adulterio los esposos que por negocios o por otros motivos tienen que vivir largos períodos de tiempo separados de sus esposas? ¡Si el celibato es imposible! Decir que sí a estas preguntas es tildar de inmundos al hermano, a la hermana, al tío, a la tía, al padre y a la madre. Y no creemos que nadie toleraría semejante insulto a un miembro tan cercano de la familia. Sin embargo, nos hacemos cargo perfecto cuando oímos estas acusaciones de boca de un vicioso e impuro. Ya dice el refrán “que piensa el ladrón que todos son de su condición”.
Otros dicen que el celibato es contra la Naturaleza. Tienen toda la razón si por naturaleza entienden la naturaleza baja del hombre, con sus inclinaciones sensuales y corrompidas, esa naturaleza de la que dijo San Pablo que está haciendo guerra perpetua “a la ley de la mente” (Rom VII, 23); pero se equivocan de medio a medio si creen que para ser uno puro no tiene más remedio que casarse. Se cuentan a millares los hombres y las mujeres que han renunciado al matrimonio por fines que no son puramente espirituales, y, sin embargo, han vivido una vida pura y ejemplar. Todos conocemos y hemos conocido a hombres que no se han casado por ayudar a su madre viuda y con hijos pequeños, y mujeres que han hecho otro tanto ayudando a su padre viudo con familia numerosa. ¿Sería justo calumniarlos por haber violado las leyes de la Naturaleza?
Y no olvidemos que la virginidad ha sido tenida siempre en gran estima aun por los paganos, como puede verse con sólo abrir los anales de Roma, Grecia, las Galias, etc.
Los escándalos aislados que han ocurrido a través de las edades no prueban nada contra lo que venimos diciendo, pues tampoco han faltado escándalos entre clérigos casados, ya sean éstos cismáticos rusos, luteranos alemanes o pastores de cualquiera de las sectas norteamericanas.
La experiencia de muchos años y muchos siglos ha enseñado a la Iglesia que el clero célibe puede hacer, y de hecho hace, por la gloria de Dios mucho más que el clero casado. La mujer y los hijos restan muchas energías al sacerdote, energías que pueden ser empleadas en negocios puramente espirituales. Esto es tan evidente, que parece mentira que haya quien lo pueda poner en duda. Por eso han sido muchos los protestantes que me han confesado ingenuamente la superioridad del celibato, especialmente cuando se trata de misioneros entre infieles.
En cuanto a la última dificultad, remitimos a los lectores a las decisiones de los tribunales civiles. Es falso que el casado tenga un carácter más amable y cariñoso que el célibe. Tantos crímenes y atropellos comete el casado como el soltero. El sacerdote fiel a sus votos y obligaciones es la persona más amable y caritativa de todos los mortales; le quieren con desinterés lo mismo los niños que los viejos, y le veneran y admiran los ricos y los pobres, los rústicos y los instruidos. Finalmente, decir que el sacerdote debiera casarse para enseñar la religión con más eficacia, es como decir que el médico debiera gustar y saborear todas las medicinas antes de prescribírselas a los enfermos.
OBJECIÓN:
¿No es cierto que Dios nos mandó “crecer y multiplicarnos”? (Gén 1, 23).
RESPUESTA:
Estas palabras que Dios dijo a nuestro primer padre Adán son una bendición universal sobre el género humano, que se había de propagar y cubrir el globo merced a la institución divina del matrimonio. Es un mandato general, no individual. Nadie tema que se acabe el mundo por el celibato de los sacerdotes. Las naciones más prolíferas han sido siempre las naciones católicas, por la estima grande que tienen al sacramento del Matrimonio y por la santidad con que lo guardan. El verdadero peligro está en contraer matrimonio con intención expresa de no tener hijos. Las palabras del Génesis, como no van dirigidas a cada individuo en particular, no condenan, ni mucho menos, al hombre o a la mujer que se abstenga de casarse.
OBJECIÓN:
¿No es cierto que San Pedro estaba casado? (Mateo VIII, 14).
RESPUESTA:
Supongamos que la palabra ambigua penzera está bien traducida y que San Pedro estuvo casado; bien, ¿y qué? Ya dijimos que el celibato no es ley divina, sino ley eclesiástica, que no fue puesta en vigor hasta el siglo IV. San Pedro se casó antes de ser apóstol, y Jesucristo vino precisamente a decirnos, entre otras cosas, que, aparte de los mandamientos, hay otros preceptos de más subidos quilates. Ahora bien: la Iglesia ha creído siempre que el celibato voluntario por el reino de los cielos es una imitación de Cristo, más perfecta que el matrimonio, y por eso ha querido que sus clérigos sean célibes. Además, sabemos por San Jerónimo que San Pedro ya no vivía con su mujer desde que fue llamado por Cristo al apostolado (Epist 48, ad Pamm). San Pedro mismo dijo de sí que había dejado todas las cosas (Mat XIX, 27). También cree San Jerónimo que la mujer de San Pedro ya había, probablemente, fallecido cuando ocurrió el milagro referido por San Mateo (VIII, 14-15), pues de lo contrario debía haber sido, por fuerza, mencionada por el evangelista.
OBJECIÓN:
¿No dijo San Pablo: “Evitad la fornicación, y tenga para ello cada uno su mujer”? (1 Cor VII, 2)
RESPUESTA:
San Pablo no quiso decir con esto que todos debiéramos casarnos. Muchos comentadores, siguiendo a Santo Tomás, creen que lo que el apóstol pretendió fue urgir el matrimonio a los que no se sienten con fuerzas para vivir continentes. Parece, sin embargo, más probable que no habla aquí el apóstol de contraer o no matrimonio, sino que manda a los cristianos que usen del matrimonio como Dios manda y eviten los pecados del adulterio y otros pecados contra la Naturaleza (1 Cor VII, 2-7). “Tener mujer” nunca significa en la Biblia “tomar mujer”. Pues, en cuanto a las palabras “su mujer”, se ve claro que ésta ya está casada. “Tenga cada uno su mujer” equivale a “sea cada uno fiel a su mujer”.
OBJECIÓN:
San Pablo dice que “es mejor casarse que abrasarse” (1 Cor VII, 9).
RESPUESTA:
Así es, ciertamente. Habla aquí el apóstol con los solteros y las viudas, y los aconseja que, si se sienten con fuerzas para seguir a Cristo en el celibato, como hace él, que no se casen; pero si no se casan para vivir más a sus anchas en toda clase de vicios sin las trabas de la mujer y los hijos, o si el no casarse es para ellos cosa tan pesada que pasan la vida abrasados en deseos impuros y carnales, entonces, ciertamente, “mejor es casarse que abrasarse”. Pero ¿dónde está aquí el mandato expreso de que todos debemos casarnos?
OBJECIÓN:
¿No dijo expresamente San Pablo que él estaba casado? (1 Cor IX, 5)
RESPUESTA:
No, señor. Al contrario, en el capítulo VII, versículo 8 de la misma epístola, dice positivamente que él no está casado. La palabra latina mulier de este pasaje, en el griego no significa “esposa”, sino mujer a secas. San Jerónimo, refutando a Joviniano (1, 14), dice que el apóstol se refiere aquí a las santas mujeres que, según la costumbre judía, adoptada por el mismo Jesucristo, acompañaban a los maestros religiosos y los servían y ayudaban.
OBJECIÓN:
¿No dijo San Pablo que los obispos y los diáconos deben estar casados? (1 Tim III, 12; Tito 1, 6)
RESPUESTA:
San Pablo no quiso decir que todos los obispos y diáconos debían estar casados, ya vimos que él no lo estaba, sino que no debían ser ordenados si habían contraído matrimonio en segundas nupcias. Aun hoy día es impedimento para las Ordenes haber estado casado dos veces.
Dice San Pablo que prohibir el matrimonio es doctrina del demonio (1 Tim IV, 1-3).
San Pablo está aquí hablando contra los gnósticos de su tiempo, que condenaban el matrimonio como si éste fuese un mal en sí, y decían que el hombre podía hacerse señor de la materia si se dejaba por completo a la voluntad y capricho de sus pasiones. Si San Pablo viviese hoy, condenaría implacablemente como doctrina satánica el celibato del vicioso y libertino, y no tendría más que alabanzas para el celibato de los que son continentes por el reino de los cielos.
OBJECIÓN:
Parece que la ley eclesiástica del celibato empequeñece el matrimonio.
RESPUESTA:
De ninguna manera. Aunque la Iglesia ensalza el celibato, no por eso tiene en poco al matrimonio; al contrario, lo tiene y considera como uno de los siete sacramentos, instituido por Jesucristo. Por eso condena con tanta severidad el adulterio, el divorcio, la poligamia y el control de la natalidad, vicios todos opuestos a la verdadera doctrina del matrimonio.
La virginidad es para la flor y nata de la sociedad, mientras que el matrimonio es para la mayoría; los dos estados son santos, aunque de manera diferente. Las sectas protestantes, al desechar el consejo evangélico de la virginidad, no han parado en sus tumbos cuesta abajo hasta degradar el mismo matrimonio con las doctrinas paganas del divorcio y de la limitación de la familia. En cambio, la Iglesia católica ha sido siempre fiel a la doctrina de Cristo. “Lo que Dios juntó, que no lo separe el hombre” (Mat XIX, 6). “Se salvará la mujer criando hijos” (1 Tim II, 16). “Se han hecho eunucos por el reino de los cielos. El que quiera entender, que entienda” (Mat XIX, 12).
BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, Para qué sirven los curas.
Debrel, Vocación de los jóvenes.
Hoornaert, El combate de la pureza.
L. Bayo, La castidad virginal.
Merino, Cura y mil veces cura.
Valls, Manual de Pedagogía eclesiástica.
Bertrans, El celibato eclesiástico.
LAS ORDENES RELIGIOSAS Y SUS VOTOS
OBJECIÓN:
¿Dónde nos habla la Biblia de Ordenes religiosas? ¿Son acaso algo esencial al cristianismo? Desde luego, es cosa ininteligible que tantos hombres y mujeres se retiren del mundo y vivan en el claustro, apartando el hombro a las cargas y responsabilidades de la vida; y Jesucristo mismo nos dijo: “Así brille vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras” (Mat V, 16).
RESPUESTA:
Claro está que la Biblia no habla expresamente de Ordenes religiosas, pero las ideas y principios que motivaron su fundación están sacados de la Biblia, es decir, de las enseñanzas de Jesucristo, a quien las Ordenes religiosas se esfuerzan por seguir e imitar. Mientras que la gran mayoría de los cristianos se contentan con guardar los diez mandamientos, nunca han faltado ni faltarán jamás almas privilegiadas que, no contentas con los mandamientos, se proponen guardar los consejos de perfección tan alabados por Jesucristo en el Evangelio. “Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mat V, 48), dijo Jesucristo, y señaló particularmente a la castidad y a la pobreza como dos pináculos de perfección religiosa. “El que sea capaz de eso, séalo.” “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás Un tesoro en el cielo; luego ven y sigúeme” (Mat XIX, 12, 21). Absolutamente hablando, las Ordenes religiosas no son necesarias en la Iglesia, y el Papa las podría suprimir todas mañana mismo si quisiera, como Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús en 1773, sin que por eso dejara de existir la Iglesia con toda su doctrina, sus leyes y su culto. Pero, de hecho, las Ordenes religiosas son floración espontánea del campo de la Iglesia. Nunca han faltado ni faltarán hombres y mujeres que se ofrezcan a vivir bajo una Regla aprobada por la Santa Sede, con el fin único de amar a Dios con más perfección y al prójimo por amor de Dios. El texto citado en la dificultad no va contra lo que venimos diciendo. Lo que el Señor quiso decir a sus discípulos con esas palabras fue que la mejor prueba de la verdad del Evangelio es una vida cristiana y santa. Los santos sin número de tantas Ordenes religiosas han alumbrado con los rayos de su doctrina y santidad la noche tenebrosa de este mundo envuelto en el pecado, glorificando de ese modo a su Padre celestial, que está en, los cielos.
OBJECIÓN:
Parece que los votos religiosos son contrarios a la libertad evangélica. Además, ¿quién va a negar que esos votos son una esclavitud degradante, pues con ellos se prometen a Dios cosas imposibles de guardar?
RESPUESTA:
Precisamente, el fin que el religioso se propone al hacer los votos es libertarse de las cadenas y tiranías del dinero, de la sensualidad y del orgullo. Contra el dinero, pobreza; contra la sensualidad, castidad; contra el orgullo, obediencia. Cuando a Lutero se le ocurrió decir que los votos religiosos son una esclavitud degradante, los religiosos tibios y aseglarados le siguieron batiendo palmas; pero los prudentes y virtuosos empezaron a mirarle con recelo, y no pararon hasta declararse abiertamente contra él. No, no hay tal esclavitud; ni es libertad volverse atrás y ser infiel a los votos, sino ligereza e inconstancia propias de gente imbécil y para poco. El religioso, al hacer los votos, hace a sabiendas un acto de heroísmo parecido, aunque superior en calidad, al de Cortés, que quemó las naves para convencer a los soldados que ya no tenían más remedio que vencer o morir. Pues ¿por qué vamos a regatear a los religiosos ese heroísmo que la Historia venera en Cortés y su gente? Y el mérito del voto está en que a nadie se le obliga a hacerlo. En las religiones no hay más que voluntarios. Los religiosos no se obligan a nada imposible. Cuando Jesucristo dijo al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres…, ven y sigúeme” (Mat XIX, 21), exigió, ciertamente, una cosa difícil, pero no imposible. La gracia de Dios está siempre a merced del que la pide con humildad y confianza. “Con Dios todas las cosas son posibles” (Mat. XIX, 26).
La modalidad más reciente, introducida por el Papa Pío XII, y que tan extraordinaria aceptación ha tenido en toda la Iglesia, es la de los Institutos Seculares. Sus miembros aspiran a la plena perfección evangélica con la obligación de guardar castidad perfecta, con la dependencia de sus Superiores para la actitud personal y el uso de los bienes exteriores. Se incorporan a su Instituto por medio de un vínculo estable, mutuo y pleno. No tienen hábito distintivo, ni tampoco vida común permanente o normal. No se rigen por las normas de los Religiosos, sino por las establecidas para ellos por la Santa Sede y las propias Constituciones. Tratan de santificarse continuando su vida dentro de las actividades propias de los seglares o no religiosos.
OBJECIÓN:
¿No es verdad que los monjes de la Edad Media eran holgazanes, ignorantes e inmorales?
RESPUESTA:
No, señor; no es verdad. Por fortuna, se van desvaneciendo poco a poco las calumnias increíbles que los seudorreformadores protestantes levantaron contra los monjes de la Edad Media. Son legión los historiadores protestantes que, lejos de dar oídos a esas calumnias, ensalzan a porfía a los monasterios medievales. Maitland dice de ellos que eran “refugio de paz para la infancia y la senectud desamparadas; asilo incomparable para la joven huérfana y para la viuda desconsolada; punto céntrico de donde emana la agricultura, que desde las tapias del monasterio se esparcía por colinas pedregosas, por valles lodosos y por llanuras estériles, proporcionando con ello pan a millones que eran presa del hambre, con sus terribles consecuencias. Eran los monasterios centros de cultura, los únicos donde entonces se cultivaba la ciencia, y por los cuales, como por canales, se nos comunicó el saber a las generaciones venideras; pues en ellos hallaron abrigo y ambiente propicio el artista de mano delicada y el sabio de entendimiento penetrante. Finalmente, los monasterios fueron como el núcleo de la vida y de la ciudad que había de crecer y desarrollarse hasta verse surcada de calles con plazas y palacios dominados fácilmente por la cruz de la esbelta catedral. A mi juicio, esto no tiene vuelta de hoja” (The Dark Ages 2).
Y ésa es, ciertamente, la verdad. Los monjes medievales convirtieron en tierra fértil extensiones inmensas de terreno estéril y pantanoso dondequiera que se establecieron; copiaron miles de manuscritos de la Biblia, de los Santos Padres y de los clásicos griegos y latinos; fundaron escuelas de fama mundial en diferentes ciudades de Europa; formaron bibliotecas valiosísimas; practicaron la caridad en todos sus aspectos, con el pobre, con el enfermo, con el leproso, con el prisionero; gracias a ellos, la Iglesia fue conocida y abrazada en Irlanda, Inglaterra, Escocia, Francia, Alemania, Flandes y gran parte de Italia. Cerremos, pues, los oídos a las calumnias, y juzguemos el árbol por su fruto, como dijo Jesucristo. Claro está que algunas veces algún que otro monasterio se entibiaba en el fervor, especialmente cuando los reyes y los nobles ambiciosos ponían al frente de la comunidad a favoritos indignos; pero la vigilancia de los Papas y obispos aplicaba pronto la segur a la raíz del mal, y a la relajación sucedía una reforma eficaz y benéfica. La civilización nunca podrá pagar a los monjes lo que les debe.
OBJECIÓN:
¿Por qué se opone la Iglesia a que el Gobierno inspeccione los conventos? ¿No es cierto que las monjas están encerradas en los conventos contra su voluntad?
RESPUESTA:
Los conventos son casas privadas. Enhorabuena que el Estado inspeccione las cárceles, los hospitales, las universidades, los cuarteles, los manicomios y todas las demás instituciones que dependen de él, para que se cerciore de que hay en ellas aseo, orden y bienestar, y para que vea que el dinero aplicado a esas instituciones no es malgastado por los agentes ni robado. Pero no tiene derecho a irrumpir sin más ni más en la casa privada del ciudadano, a no ser que haya sospecha bien fundada de que en ella se ha cometido un crimen o de que en ella se guardan armas contra la orden de la autoridad. Los conventos son visitados periódicamente por los obispos de las diócesis y por los superiores de las comunidades respectivas. Pueden asimismo ser visitados por todas las personas de buena voluntad, respetando, claro está, la clausura los que la tengan. Los católicos aceptan a más no poder las leyes que han votado algunos Estados protestantes, en virtud de las cuales la autoridad pública tiene derecho a inspeccionar los conventos de las religiosas. Esas leyes son hijas del fanatismo y del odio a la Iglesia. Parece mentira que personas, por otra parte, sensatas, den oídos a las calumnias de monjes y monjas apóstatas que venden las mentiras por dinero. La raíz hay que buscarla en los prejuicios que tienen contra todo lo que se refiera a la Iglesia católica. Tampoco es cierto que las monjas viven encerradas en los conventos contra su voluntad. Así como no se obliga a ninguna a que entre, así tampoco se la detiene por la fuerza si quiere salir. En muchas congregaciones, las religiosas renuevan los votos cada cierto número de años, para que las que no se sientan con fuerza para seguir no los renueven y se vayan tranquilamente a su casa; y aun en las Ordenes más estrictas y severas, las religiosas pueden obtener dispensa de los votos solemnes si rehúsan absolutamente continuar en el convento. Muchos que no son católicos creen que en los conventos no se recogen más que las fracasadas. Vemos todos los días entrar en conventos jóvenes finas y educadas que han dicho adiós a los novios, a las riquezas, a la familia y al mundo en general, y se ofrecen Ubérrimamente a trabajar toda la vida en las misiones de China y Japón, cuidando y sirviendo a los leprosos o enseñando los rudimentos del catecismo a los negros del Africa Central. En la religión no perseveran más que los llamados por Dios.
Y ésta es una de tantas notas características de la verdadera Iglesia, a saber: que, a través de los siglos, haya podido mantener tantos conventos con tantas mujeres heroicas que, con la santidad de su vida, expían los pecados y mundanidad de este mundo villano. El que quiera conocer un poco la clase de vida que llevan las religiosas y lo que hacen por el pueblo en general, que lea la historia de las diferentes Ordenes y congregaciones o las biografías de las fundadoras, y no dé crédito a las mentiras y calumnias.
OBJECIÓN:
¿No es verdad que en la Edad Media eran encerradas vivas entre cuatro paredes las monjas impuras, y allí morían sin alimentos y sin ser visitadas por nadie?
RESPUESTA:
Esta calumnia, además de ser muy vieja, es demasiado gruesa para que la crea nadie en el siglo XX. Se la puede ver en letras de molde en el poema Marmion, de Walter Scott, y de ahí la han tomado no pocos conferenciantes anticatólicos. Nada tan fácil como levantar una calumnia. La dificultad está en probar que no es calumnia. Por eso los que se complacen en repetir ésta, deben, ante todo, mostrarnos un ejemplar de las Constituciones de aquellas Ordenes religiosas en que aparezca mencionado semejante castigo. Deben asimismo citar documentos contemporáneos que hablen de ese castigo y de que, efectivamente, era aplicado; y si fue aplicado, cuántas veces, dónde, contra quiénes, etc. Nos explicamos perfectamente el desarrollo de esta calumnia fabricada y aumentada por el fanatismo de los que odian a la Iglesia católica con todas sus instituciones. Por fortuna, este fanatismo va siendo cada vez menor, pues notamos con satisfacción que muchos historiadores protestantes van dejando a un lado las calumnias levantadas contra la Iglesia, y entre esas calumnias relegadas al olvido está esta de que tratamos.
OBJECIÓN:
¿Por qué disolvió Enrique VIII los monasterios en Inglaterra, sino porque eran todos ellos focos de corrupción e inmoralidad?
RESPUESTA:
¿De veras? ¿No sería más exacta y más conforme con la verdad decir que Enrique mismo inventó eso de corrupción e inmoralidad como un pretexto para entrar a saco en los conventos y robarles todas sus propiedades? Porque sabemos que los visitadores que mandó a los monasterios para averiguar el estado en que se hallaban eran todos gente infame que profería más mentiras que palabras. Ya los supo escoger el rey, y a fe que no se equivocó. Podemos afirmar sin temor a ser desmentidos que no había un solo fraile en todos los monasterios ingleses tan canalla como Layton, Leigh, Ap Rice y London, los principales acusadores de los monjes. Las mentiras que escribían al rey y el sarcasmo con que las cuentan hacen indignarse al lector moderno más desapasionado. Ya no hay historiador que dé fe a semejantes documentos, escritos con el fin expreso de halagar al monarca y poner en sus manos una excusa para disolver los monasterios y apropiarse los bienes. El sentido común y la justicia piden a voces que no se juzgue a los monjes por lo que de ellos digan sus calumniadores.
BIBLIOGRAFIA
Apostolado de la Prensa, El clericalismo.
Idem, Los fieles y sus detractores.
Id., Frailes, curas y masones.
Idem, La labor de los sectarios.
Id., La sopa de los conventos.
Buitrago, Las Ordenes religiosas y los religiosos.
Albers, El espíritu de San Benito.
Aznar, Ordenes monásticas.
Fabo, Los aborrecidos.
Jorgensen, San Francisco de Asís.
Pérez de Urbel, Semblanzas benedictinas.
Id., Los monjes de la Edad Media.
Guana. Qué debe España a los religiosos.
Tarín, La real Cartuja de Miraflores.
GIGANTES
Vemos en el Génesis, VI, 1, que cuando los hombres llegaron a multiplicarse, los hijos de Dios se apasionaron de la belleza delas hijas de los hombres, las tomaron por esposas, y que ellas dieron al mundo los gigantes y una casta de hombres robustos, poderosos y viciosos. Para castigar sus crímenes, envió Dios la plaga del diluvio universal. Como los poetas paganos hablan también de una raza de gigantes, que vivieron en las primeras edades del mundo, deducen de aquí los incrédulos que esta narración de Moisés y la de los poetas son igualmente fabulosas.
En una disertación que se halla en la Biblia de Aviñon, t. 1,p. 372, se ha reunido una multitud de pasajes, de historiadores y viajeros que prueban que hubo verdadero gigantes. Sin animo de contradecir el hecho ni sus pruebas, pensamos que no es necesario recurrir a ellos para justificar la narración de Moisés. En efecto, es muy natural y común entender por los hijos de Dios los descendientes de Seth y de Enoch, que se distinguieron por su fidelidad hacia Dios, y por las hijas de los hombres, las mujeres de la descendencia de Cain. La palabra nephilim, que se traduce por gigantes, puede significar simplemente hombres fuertes, violentos y ambiciosos. Este sentido lo indica bastante Moisés añadiendo: “Tales fueron los hombres de fama que se hicieron poderosos sobre la tierra: Hi sunt potentes a saeculo viri famosi”. Por lo mismo no hay necesidad de informarnos si hubo en las primeras edades del mundo hombres de una estatura superior a la de los hombres de la edad presente.
El historiador Josefo, Filón, Orígenes, Teodoreto, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría y otros SS. PP. pensaron como nosotros, que los gigantes de que habla Moisés eran mas bien unos hombres fuertes y de un carácter feroz, que hombres de una talla superior a la de los demás. Nada se sigue aquí contra la existencia de muchos hombres de una estatura extraordinaria, de que hacen mención los autores sagrados, como Og, Rey de Basan, Goliath, etc. Hist. de la Acad. las Inscripc.
Algunos hábiles comentadores modernos tradujeron el pasaje del Génesis en cuestión del modo siguiente: Los hijos de los grandes viendo que había bellas jóvenes entre la gente común, escogieron y robaron aquellas que les agradaban. De este comercio nacieron bandoleros que se hicieron célebres por sus hazañas. Esta aplicación conviene bastante bien con la continuación y orden del texto. La palabra hebrea Elohim, que unas veces significa Dios, otras significa los grandes;y las hijas de los hombres pueden muy ser las hijas del común y de la plebe.
FORMAS DE GOBIERNO Y SISTEMAS POLÍTICOS
Hoy en día se hace necesario hablar a la vez de formas de gobierno y de sistemas políticos, porque los términos clásicos: monarquía, república, democracia, aristocracia, se combinan en la realidad de las más varias maneras.No es exacto que las formas de gobierno sean meros continentes en las que quepan toda clase de contenidos políticos. Pero tampoco es cierto que a una determinada forma política le sea consustancial un sistema determinado; v.gr.: a la monarquía, un régimen de autoridad; a la república, un sistema de democracia radical. Ejemplos hay de toda suerte de combinaciones en los regímenes políticos vigentes.Quizá por eso la terminología papal ha variado, en este capítulo, al compás de los tiempos. León XIII hablaba de formas de gobierno. Pío XII emplea, además, la expresión sistemas políticos. En todo caso, los textos de los Pontífices se refieren a una misma cuestión y la doctrina es perfectamente coherente en todos ellos. Con poca propiedad se ha calificado la doctrina de la Iglesia como de indiferencia de las formas de gobierno. Más exacto sería llamarla de su licitud. Porque no se defiende que todas las formas de gobierno sean igualmente buenas, sino que todas pueden ser lícitas si cumplen determinadas condiciones. Por ello lo que se predica a los católicos no es que deban cruzarse de brazos, indiferentes ante los varios sistemas políticos, sino que quedan libres en conciencia para preferir el que crean que mejor se acomode a su país en un momento dado.
LICITUD DE TODAS ELLAS: La Iglesia, en efecto, aprueba todas las formas de gobierno, con tal de que queden a salvo la religión y la moral. No estando ligada a una más que a otra, si se salvan los derechos de Dios y los de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones políticas, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas. Todas son moralmente válidas, siempre que tiendan rectamente a su fin, es decir, al bien común, razón de ser de la autoridad política; siempre que sean aptas por sí mismas para la utilidad de los ciudadanos, asegurando la prosperidad pública. La Iglesia ha dejado siempre a las naciones el cuidado de darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses. La causa de tal inhibición es clara. Si bien el poder es de origen divino, la designación de las formas contingentes que el poder revista pertenece al arbitrio humano. Por esto, sea cual sea en una nación la forma de gobierno, de ningún modo puede tenerse por tan definitiva que haya de permanecer por siempre inmutable, aun cuando ésta hubiera sido la voluntad de quienes los establecieron. En razón de ello, los católicos son libres en cada caso de preferir la que hicet nunc juzguen mejor. En el ámbito del valor universal de la ley divina hay amplio campo y libertad de movimiento para las más variadas formas de concepciones políticas. Pero esta libertad de elección se refiere al orden especulativo; porque, en la práctica, la elección de un sistema político o de otro vendrá más o menos determinada por un conjunto de causas concomitantes, las cuales hacen de un determinado sistema de gobierno el más apto y conveniente para la manera de ser de un pueblo y el más en armonía con las instituciones de su pasado y con las costumbres de sus mayores. Diriase que, en su larga y serena experiencia, la Iglesia ha aprendido a no fiar tanto en la perfección técnica de los sistemas políticos como en la formación moral de los gobernantes. En la práctica —escribía León XIII a los franceses en la encíclica en que les invitaba al ralliement con la República—, la calidad de las leyes depende más de la calidad moral de los gobernantes que de la forma de gobierno establecida. Y así puede ocurrir —añadía— que en un régimen cuya forma sea, quizás, la más excelente de todas, sea la legislación detestable.Dos sistemas políticos son objeto de atención preferente por parte del magisterio pontificio: la democracia y el totalitarismo. Se pasa a examinarlos.
LA DEMOCRACIA: La democracia, entendida como gobierno de muchos, en contraposición al gobierno de uno solo, es en sí misma legítima. No hay razón, en efecto, para desaprobar el gobierno de muchos, con tal de que sea justo y atienda a la común utilidad. También es lícita si se entiende por democracia el sistema según el cual los gobernantes son elegidos por la voluntad y el juicio de la multitud. Porque ya queda dicho que la designación de los titulares del poder se deja al arbitrio humano. Es más: principio es de buena doctrina que el pueblo tenga alguna suerte de participación en el gobierno, la cual puede no sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los ciudadanos. El pueblo, en todo caso, tiene derecho a hacer valer su voluntad singularmente por dos medios: expresando públicamente su opinión y usando del voto. De un modo paladino, León XIII declaró que era lícito preferir para el Estado una forma de gobierno que estuviese moderada por el elemento democrático. Y Pío XII reconoce que, en la hora presente, la forma democrática de gobierno parece a muchos como un postulado natural impuesto por la razón misma. Sería, sin embargo, una injuria a las restantes formas de gobierno afirmar que la democracia es la única que inaugura el reino de la perfecta justicia. Declarada, pues, la legitimidad, en principio, de los sistemas democráticos, importa distinguir en seguida las distintas formas de democracia, porque no todas son igualmente válidas. Puede hablarse de una democracia sana, que es la moderada, y de una democracia viciosa, que es la radical. La democracia sana o verdadera exige determinados requisitos. Debe estar investida de una autoridad firme y eficaz. Ha de contar con las clases directoras. Debe respetar la tradición nacional. Necesita capacitar moralmente a los ciudadanos, y en singular a los que ejercen cargos de representación para la vida cívica. Debe contar a la hora del sufragio con la familiar y profesional de los ciudadanos. Tendrá sus raíces en una democracia económica y moral. Estará, en fin, libre de los errores que vician a la democracia radical.
Los falsos dogmas de ésta son los siguientes: la voluntad del pueblo es ley suprema; la autoridad emana de la multitud; el número es fuerza decisiva, y la mayoría o la prevalente voluntad de un partido, creadora exclusiva del derecho. Item más: la nivelación mecánica de los hombres tomados como masa; la artificiosa agrupación de los ciudadanos, según tendencias egoístas; la prepotencia de partidos que defienden intereses parciales antes que el bien de todos. La democracia radical, a la postre, degenera en tiranía, que acaba con la dignidad humana y con los derechos del hombre como persona. En un Estado democrático, abandonado al arbitrio de la masa, la libertad se transforma en una pretensión tiránica, la igualdad degenera en una mecánica nivelación. Y el ciudadano no es otra cosa que una mera unidad numérica cuya suma total constituye una mayoría o una minoría que puede invertirse por el desplazamiento de algunas voces o quizás de una sola, cambiando con ello ilícitamente la suerte de la justicia o del bien público. En conclusión, si el porvenir ha de pertenecer a la democracia, una parte esencial en su realización habrá de corresponder a la religión de Cristo y a su Iglesia.
LOS SISTEMAS TOTALITARIOS: En la explotación de la masa se da la mano con la democracia radical el totalitarismo, que maneja con habilidad su tuerza elemental sin el menor respeto a la persona. El Estado totalitario, abusando automáticamente del poder, reduce al hombre a una mera ficha en el juego político, una pieza de sus cálculos económicos. Para él, la ley y el derecho no son más que instrumentos en manos de los círculos dominantes. El totalitarismo, ya sea comunista o burgués, es incompatible con la doctrina cristiana, y también con una auténtica democracia. Es, por naturaleza, enemigo de la verdadera opinión pública. Constituye un sistema contrario a la dignidad del hombre y opuesto al bien del género humano. Representa, en fin, un continuo peligro de guerra. El totalitarismo comunista, además, abusa criminalmente del poder público para ponerlo al servicio del terrorismo colectivo. Y, en cuanto forma moderna del imperialismo, hace al hombre siervo de las fuerzas que desencadena para el dominio del mundo.
LA PARTICIPACIÓN DEL PUEBLO: El pueblo tiene derecho a participar de algún modo y en grado mayor o menor en el gobierno. Lo hace, singularmente, manifestando su opinión y haciéndose representar en los cuerpos electivos, mediante el ejercicio del voto. En el Estado moderno, sin embargo, la participación real del simple ciudadano en la vida pública es cada vez más hipotética, aun dentro de los sistemas auténticamente democráticos. Con visión realista, Pío XII lo denuncia con las siguientes palabras: la estructura de la máquina moderna del Estado, el encadenamiento casi inextricable de las relaciones económicas y políticas, no permiten al simple ciudadano intervenir eficazmente en las decisiones públicas. Todo lo más, con su voto libre, puede tener alguna influencia en la dirección general de la política, y aun esto en medida limitada.Importa singularmente exponer la doctrina acerca del respeto debido a una auténtica opinión pública. Al refutar, condenándolos, los errores totalitarios, Pío XII desarrolla toda una teoría de lo que debe ser la opinión pública y cuál sea el papel de la prensa al servicio de ésta.
LA OPINIÓN PÚBLICA: Patrimonio de toda sociedad normal formada por hombres conscientes de su conducta personal y moral, la opinión pública es como el eco natural que los acontecimientos de la vida pública provocan en sus espíritus. La existencia de una auténtica opinión pública es un gran bien para el Estado y una señal de salud colectiva. Allí donde no apareciese manifestación alguna de la opinión pública —piénsese, singularmente, en los países oprimidos por el comunismo— debería verse un vicio, una enfermedad, un mal de la vida social que pone en peligro la paz y la tranquilidad pública. Ahogar la voz de los ciudadanos, reducirla a un silencio forzado, es, a los ojos de todo cristiano, un atentado contra el derecho natural del hombre, una violación del orden del mundo tal como Dios lo ha establecido. Y es más funesta todavía la situación de los pueblos donde la opinión pública permanece muda, no por haber sido amordazada por una fuerza exterior, sino porque le faltan aquellos presupuestos intrínsecos que deben darse en toda comunidad de hombres. Cuando se habla de opinión pública, sin embargo, entiéndese que se trata de una manifestación auténtica y espontánea de la voluntad colectiva. Porque se da en los Estados modernos una falsa y engañosa opinión pública que se forja artificiosamente mediante el artilugio de la propaganda. Se da lo mismo en los regímenes democráticos cuando el vocerío de los partidos prepotentes suplanta a la auténtica voz del pueblo, como en los sistemas totalitarios en que la opinión se finge o se contrahace desde el poder. El crear artificiosamente, por medio del dinero o de una censura arbitraria, vertiendo juicios unilaterales y falsas afirmaciones, una seudo opinión pública que mueve el pensamiento y la voluntad de los electores como cañas agitadas por el viento, nada tiene que ver con ese eco espontáneo despertado en la conciencia de la sociedad que es la opinión pública verdadera, que el gobernante debe siempre escuchar. La pretendida opinión pública, superficial y artificiosa, que hoy se conoce en muchas partes, está dictada o impuesta por la fuerza de la mentira o del prejuicio, por el artificio del estilo oratorio, los efectos de voz y gesto, la explotación de los sentimientos, todo un conjunto de malas artes que hacen ilusorio el derecho personal al propio juicio. Se trata de una verdadera técnica de elaboración de una fingida opinión pública, acomodada al servicio de una determinada política, con olvido de todo sentido moral y sin respeto a la verdad ni a la conciencia.
PRENSA Y REPRESENTACIÓN: El papel de la prensa es servir a la opinión pública, no dirigirla. ¿Cómo? Educándola y orientándola. A la prensa incumbe, en efecto, un papel decisivo en la educación de la opinión pública, no para dictarla o dirigirla, sino para servirla útilmente. Periódicos y publicaciones tienen la noble tarea de ayudar a esa opinión colectiva a encontrar la senda de la verdad y de la justicia y a mantenerse en ella; deben servir a la justa libertad de pensar con juicio propio. Más en particular, la prensa católica tiene por misión expresar en fórmulas claras el pensamiento del pueblo, confuso, vacilante y embarazado ante el complicado mecanismo moderno de la legislación positiva. Y debe luchar para que se mantenga y consolide la sana opinión pública, oponiendo un obstáculo infranqueable a los intentos que tratan de minar sus fundamentos. Los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, esto es, del pueblo. Pero en el sufragio popular deben contar la posición social del ciudadano y su papel en la familia y en la profesión. He aquí un principio de representación orgánica.Constituidas de este modo las corporaciones públicas, y singularmente los cuerpos legislativos, reunirán en su seno una serie de auténticos representantes de todo el pueblo, imagen verdadera de su vida multiforme, los cuales deben de poseer juicio justo y seguro, sentido recto y práctico, doctrina sana y clara y, en fin, propósitos firmes y rectilíneos.
LA COMUNIDAD DE LOS ESTADOS
Complemento necesario de la doctrina sobre el orden interno del Estado es el magisterio pontificio acerca del orden internacional. Iniciado por Pío X y Benedicto XV con ocasión de la primera gran guerra europea, corresponde singularmente a Pío XII el mérito de haber desarrollado la doctrina sobre la comunidad de los Estados en términos de intrépida precisión. Arranca el pensamiento papal de este principio supremo: la unidad del género humano: uno en su origen común, que es Dios; uno en su naturaleza racional y en el fin próximo y en el último de todos los hombres; uno en su misma habitación sobre la tierra… Esta unidad, de hecho y de derecho, de la Humanidad, viene requerida por el orden absoluto de los medios y de los fines como exigencia moral y coronamiento de la vida social misma y se alimenta por el unificante precepto del amor de Dios y del prójimo, en el que se apoya la ley universal de la mutua solidaridad humana. Ahora bien, de la unidad del género humano deriva la unidad de la familia de pueblos que lo forman y constituyen, la cual hay que referirla también a una exigencia y a un impulso de la misma naturaleza, que le da carácter de necesidad moral. Si, históricamente, los pueblos se van diferenciando unos de otros, no por eso deben romper la unidad sustancial de la familia humana; antes bien, deben enriquecerla con la mutua comunicación de sus peculiares dotes espirituales y el recíproco intercambio de sus bienes y riquezas. Hoy, más que nunca, dado el gran progreso de la civilización y el maravilloso incremento de las comunicaciones, están los pueblos entrelazados por el doble vínculo de una común indigencia y de una benevolencia común. Jamás se han necesitado tanto unos a otros y nunca han podido ayudarse de tan eficaz manera.La misma ley de caridad que rige las relaciones entre los hombres, rige también el trato entre las naciones. De aquí que el odio entre los pueblos sea siempre de una injusticia cruel, absurda e indigna del hombre. Y del mismo modo que los hombres viven fraternalmente unidos en sociedad, también las naciones forman una comunidad natural que los liga con vínculos morales y jurídicos, tiene como designio el bien de todas las gentes y se regula por leyes propias. Esta comunidad universal de los pueblos es fruto de la voluntad divina, está querida como tal por el Creador, y por eso se ofrece y aun se impone como un hecho ineluctable al que las naciones se someten como a voz de la naturaleza y se esfuerzan por darle una regulación externa de carácter estable, una organización capaz de asegurar la independencia de cada una a la vez que la colaboración de todas en beneficio de la Humanidad.
EL DERECHO INTERNACIONAL: El consorcio entre las naciones se ve sujeto, como todo lo humano, a una norma universal de rectitud moral, en la cual, a la postre, se encuentra la única garantía sólida de colaboración entre los pueblos. Todo el orden internacional ha de alzarse sobre la roca inconmovible de esta ley moral, manifestada al hombre por el mismo Creador mediante el orden natural. Nada se puede asentar sobre la movediza arena de normas efímeras inventadas por el utilitario egoísmo de las naciones, más cerrado y temible, a veces, que el de los individuos.Sobre este subsuelo de orden moral se afirman los fundamentos jurídicos del orden supranacional, esto es, el derecho natural, que ha de servir de base, a su vez, a todo derecho de gentes positivo. La ley natural es para los pueblos la sólida base común de todo derecho y de todo deber, el lenguaje jurídico universal necesario para cualquier acuerdo, el fundamento de toda organización de Estados. Las relaciones normales y estables entre éstos exigen que todos y cada uno de ellos reconozcan y observen los principios normativos del derecho natural en cuanto regulador de la convivencia entre las naciones.Separar el derecho de gentes del derecho natural y divino, para apoyarlo en la voluntad autónoma de los Estados, es privarle de su asiento verdadero. La voluntad concorde de los Estados puede formular normas jurídicas que se impongan como obligatorias, pero ha de ser a condición de que respeten esa ley natural que es común a todos los pueblos, de la cual deriva toda norma de ser, de obrar y de deber, y cuya observancia asegura a la vez la convivencia pacifica y la mutua colaboración.Por su parte, el derecho positivo de los pueblos, indispensable a la comunidad de los Estados, tiene una doble misión: definir con mayor exactitud las exigencias de la naturaleza, acomodándolas a circunstancias concretas, y adoptar, por la vía de los convenios, otras disposiciones ordenadas siempre al bien de la comunidad.
SOBERANÍAS Y AUTORIDAD SUPRANACIONAL: Entrando ya en los problemas del orden internacional, se ofrece como el primero de ellos la conciliación de la soberanía de los Estados con la autoridad supranacional, y la concordancia de los derechos de las naciones con los propios derechos de la comunidad. Porque también las naciones, en cuanto personas morales, tienen sus derechos fundamentales, que guardan un cierto paralelo con los derechos individuales. Helos aquí enunciados en una cita de Pío XII, quien los califica de exigencias del derecho de gentes: el derecho a la existencia, el derecho al respeto y a la buena reputación, el derecho a una manera de ser propia y a una cultura peculiar, el derecho al propio desenvolvimiento, el derecho a la observancia de los tratados internacionales… La conciencia de una universal solidaridad fraterna, que la doctrina cristiana suscita y favorece, no se opone al amor de la tradición y de las glorias de la propia patria ni al fomento de la prosperidad nacional. No se trata de abolir las patrias ni de fundir arbitrariamente las razas. Se trata sólo de que cada nación muestre comprensión y respeto hacia los sentimientos patrióticos de las demás. El amor a la patria no debe significar jamás desprecio a las otras naciones ni menos enemistad hacia ellas, porque no puede ser obstáculo al precepto cristiano de la caridad universal. La ley natural nos impone la obligación de amar singularmente el país en que hemos nacido hasta dar la vida por él; si además nos manda amar a la comunidad de las naciones, se entiende que ha de ser sin detrimento del amor a la propia patria.Las relaciones internacionales y el orden interno de los Estados se hallan, por otra parte, estrechamente unidos, porque el equilibrio y la armonía entre las naciones dependen del interno equilibrio y de la madurez intrínseca de cada uno de los Estados, así en el orden económico como en el moral y el intelectual. No deben, pues, ser tratados como cosas separadas y mucho menos contrapuestas.
LIMITES: Se trata de potestades y de derechos perfectamente conciliables, si el concepto de soberanía del Estado y el de autoridad supranacional se mantienen en su acepción verdadera. Porque ni uno ni otro concepto son absolutos; ambos conocen límites.Soberanía, en el orden internacional, significa autarquía y jurisdicción exclusiva dentro del territorio nacional y en las materias de la competencia interna, sin dependencia alguna del ordenamiento jurídico interior de cualquier otro Estado. Esta soberanía estatal, así entendida, ya se ve que es perfectamente compatible con una autoridad supranacional que refiera exclusivamente su jurisdicción a las relaciones de esos Estados soberanos entre sí y a la vida colectiva de la comunidad que todos ellos formen. Porque, en esta comunidad de los pueblos, cada Estado queda encuadrado dentro del común ordenamiento del derecho internacional, en el cual su soberanía exterior encuentra sus límites. Por decirlo todo, el Estado, en realidad, no ha sido nunca soberano en el sentido de una ausencia total de limitaciones. No lo ha sido en el orden interno; mucho menos en el exterior. Pero tampoco la autoridad supranacional puede tener pretensiones de soberanía. En primer lugar, porque ha de respetar íntegramente esa esfera de interior supremacía de cada uno de los Estados miembros. Pero, además, porque su autoridad en la esfera internacional está condicionada al bien común de la colectividad de las naciones. Por eso, la futura organización política mundial, de que más adelante se habla, gozará de una autoridad efectiva en la medida que salvaguarde y favorezca la vida propia de una comunidad internacional cuyos miembros todos concurran conjuntamente al bien de la humanidad entera.
EL NACIONALISMO EGOCÉNTRICO: Es, en cambio, incompatible del todo con la solidaridad internacional el nacionalismo intransigente y egocéntrico, que la buena doctrina condena por eso mismo, porque niega o conculca los deberes de solidaridad para con la gran familia de las naciones. A este propósito, es necesario distinguir entre vida nacional y política nacionalista. La vida nacional, derecho y gloria de un pueblo, es el conjunto operante de todos aquellos valores de civilización que son propios y característicos de un determinado grupo humano. Debe ser promovida, porque, lejos de estorbar a la vida internacional, la ayuda y enriquece. Pero el nacionalismo, en cuanto mentalidad egocéntrica al servicio de las ambiciones ilimitadas de uno de esos grupos nacionales, debe ser reprimido, porque desconoce o viola la convivencia internacional y es la causa preponderante de los conflictos internacionales y aun de las conflagraciones bélicas.Profesa el nacionalismo una concepción hegeliana de la soberanía, según la cual ésta equivale a la omnipotencia del Estado, por lo que, entregadas al arbitrio de los gobernantes las relaciones internacionales, la prepotencia casi infinita del Estado rompe la unidad que vincula entre si a todos ellos, abre camino a la violación de los derechos ajenos y hace casi imposible la convivencia pacífica y más aún la colaboración entre las naciones. Contra las desviaciones del nacionalismo intransigente, los Papas predican de modo cada vez más apremiante la solidaridad internacional, sometida a un ordenamiento jurídico, el cual tanto abarca las relaciones normales entre Estados como las situaciones de crisis y conflicto.
REGULACIÓN JURÍDICA CONVENCIONAL: Esa regulación jurídica de las relaciones entre Estados, en épocas de convivencia normal, ve formuladas sus normas por vía de pactos y tratados. Base común del propio régimen convencional son los siguientes postulados fundamentales: el respeto íntegro de la independencia y libertad de todos los Estados, así como de sus derechos fundamentales; la justicia y equidad en los tratos, de modo que aquello que una nación reivindique para si deba concederlo, en igualdad de situaciones, a las otras; la aceptación de los deberes inherentes a los derechos que se invocan y ejercen, puesto que van deberes y derechos tan íntimamente unidos, que constituyen una sola y única totalidad jurídica; la observancia inviolable de los pactos estipulados y la fidelidad a la palabra que se empeña; la equitativa, prudente y leal revisión conjunta de sus tratados cuando el transcurso del tiempo y el cambio de situación lo exigiere o simplemente lo aconsejare; la denuncia previa en forma clara y regular del tratado cuya resolución estuviese prevenida; la apelación formal a las instituciones encargadas de garantizar el sincero cumplimiento de los contratos… Importa singularmente afianzar la seguridad jurídica merced al respeto de los pactos; porque considerar los convenios ratificados como cosa efímera y caduca y atribuirse la tácita facultad de rescindirlos o quebrantarlos unilateralmente cuando la propia utilidad parezca aconsejarlo, es proceder que echa por tierra toda confianza.
LOS CONFLICTOS, SUJETOS A DERECHO: Pero no sólo las relaciones normales de los Estados han de sujetarse al derecho; también los conflictos internacionales deben tener un tratamiento jurídico, en lugar de ser entregados a la decisión de las armas.Se entra, con esto, a exponer la doctrina pontificia sobre la guerra, doctrina que avanza audazmente con relación a las teorías tradicionales de filósofos y teólogos, puesto, que trata de conducir la mentalidad cristiana a la plena reprobación de toda guerra que no sea la puramente defensiva.Parece, en efecto, llegada la hora en que la Humanidad, dado el progreso alcanzado, se pregunte francamente —dice Pío XII— si debe resignarse a lo que en el pasado pareció una dura ley histórica o si, por el contrario, debe buscar caminos y hacer esfuerzos para librar al género humano de la pesadilla perpetua de los conflictos bélicos.El precepto de la paz es de derecho divino, y su fin es la protección de los bienes de la Humanidad en cuanto son bienes del Creador. Por eso hay que salvar la paz a toda costa, haciendo que, sobrevenido un caso de conflicto, la fuerza material de las armas sea sustituida por la fuerza moral del derecho. Viejos errores sobre la amoralidad de la guerra resucitados en los últimos años han tenido que ser explícitamente condenados por los Papas. Así, la proposición de que la guerra es un hecho ajeno a toda responsabilidad moral, por lo cual el gobernante que la declara, si bien puede incurrir en un error político cuando la guerra se pierde, no puede ser acusado de culpa moral ni de delito. Así también la simple condenación de la guerra por sus horrores y no, además, por su injusticia. Así, en fin, la tesis de que la guerra es una fase más de la acción política y tan natural y admisible corno cualquiera otra de ellas. La teoría que juzga la guerra como medio apto y proporcionado para resolver los conflictos internacionales está ya sobrepasada. Otros medios existen y otros procedimientos para vindicar los propios derechos, si hubiesen sido violados.
GUERRA DE AGRESIÓN Y DEFENSIVA: Conviene, llegado este punto, distinguir la guerra de agresión y la guerra defensiva. En cuanto a la primera, su inmoralidad aparece cada día más evidente. Toda guerra de agresión contra aquellos bienes que el ordenamiento divino de la paz obliga a respetar es pecado, delito, atentado contra la majestad de Dios, creador y ordenador del mundo. Es más, la guerra ofensiva, aun cuando sólo revista la forma de la llamada guerra fría, debe ser condenada absolutamente por la moral. La conciliación, el arbitraje, son las instituciones jurídicas a que se debe acudir en caso de conflicto. Y deben hacerse obligatorias, hasta el punto que se impongan sanciones al Estado que rehúse someterse a ellas o se niegue a aceptar sus decisiones. En fin, para evitar la guerra de agresión deben ser limitados los armamentos, con lo cual se esquivarán la tentación y el riesgo de que la fuerza material, en vez de servir para tutelar el derecho, apoye la tiránica violación de éste. Con la limitación de los excesivos armamentos quedarán, además, liberados los pueblos de la pesada servidumbre económica que hoy les aflige a causa de los grandes dispendios militares. Pero no todo se remedia con la restricción de los armamentos. Cae en un materialismo práctico o en un sentimentalismo superficial quien considera, en el problema de la paz, única o principalmente la amenaza de las armas y no da valor alguno a la ausencia del orden cristiano, que es la verdadera garantía de la paz. Otro es el caso de la guerra defensiva, la cual es lícita y hasta puede ser obligada si es el único medio que queda al pueblo atacado para repeler la agresión. Contra el moderno irenismo y contra la propaganda pacifista, que abusa de la palabra paz para ocultar designios nada pacíficos, los Papas recuerdan que ni la sola consideración de los dolores y males que derivan de la guerra ni la ponderación cuidadosa del daño y de la utilidad que de ella puedan seguirse valen para determinar si es moralmente lícito e incluso, en algunas concretas circunstancias, obligatorio rechazar con la fuerza al agresor. Porque algunos de los bienes que constituyen el patrimonio de las naciones son de tanta importancia para la convivencia humana, que su defensa bélica contra la injusta agresión es, sin duda, plenamente legítima. Por otra parte, una propaganda pacifista que provenga de quien niega la fe en Dios es un simple medio de provocar efectos tácticos de excitación y confusión.Vale igualmente esta doctrina para la guerra fría, y, cuando se produce, el atacado tiene no solamente el derecho, sino también el deber de defenderse. Porque ningún Estado puede aceptar impasible la esclavitud política o la ruina económica. Hay que ir más lejos. El deber de resistir la agresión puede alcanzar a los demás Estados que no son el agredido. Se da como una suerte de obligación general de venir en socorro del atacado. Ante una injusta agresión, la solidaridad que une a la familia de los pueblos prohíbe a los demás comportarse como simples espectadores en una actitud de impasible neutralidad. La comunidad de las naciones tiene el deber de no abandonar al pueblo agredido.
LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES: Para garantía de una paz justa y durable, la Comunidad de las Naciones debe organizarse jurídicamente. Punto esencial de todo futuro arreglo del mundo, según el Papa Pio XII, es la existencia de un órgano para el mantenimiento de la paz, órgano investido, por consentimiento común, de una suprema autoridad y cuyo oficio será sofocar en su raíz cualquier amenaza de agresión, aislada o colectiva, y tratar luego de resolver el conflicto por medios pacíficos. El tema de la autoridad supranacional es siempre el más difícil. Esta deberá ser verdadera y efectiva sobre los Estados miembros, pero de tal forma que todos conserven igual derecho a su soberanía relativa. El común consenso de todos, ellos será el sostén de esta autoridad. Otro punto delicado es el de la sanción al Estado rebelde. Se apunta en la doctrina pontificia algo como un juicio internacional y una condena de ostracismo. El violador del derecho en la comunidad de los pueblos debe ser condenado como criminal y, en tal concepto, llamado a rendir cuentas de sus acciones. Y debe ser apartado, como perturbador de la paz, en infamante soledad, lejos de la sociedad civil. Por el método, tan usual en los Papas, de enunciar deseos y aspiraciones, se contienen en los diversos mensajes del Pontífice reinante algunos juicios muy concretos sobre la Organización de las Naciones Unidas: ¡Ojalá que la Organización de las Naciones Unidas pueda llegar a ser la plena y pura expresión de la solidaridad internacional de la paz! Claro que para ello habrá de borrar antes de sus instituciones y de sus estatutos todo vestigio de su origen, que fue, por necesidad, una solidaridad de guerra. Y, para comenzar esta transformación, deberá asociar gradualmente a los vencidos a la obra de reconstrucción general, reconociéndoles la misma consideración y los mismos derechos que a los demás Estados.
LA UNIFICACIÓN DE EUROPA: Sin detrimento de la organización universal de los Estados, pueden y deben determinadas naciones asociarse en familias de pueblos. Tal es singularmente el caso de Europa, cuya unidad se hace cada vez más necesaria y apremiante. Muchos discursos ha dedicado al tema europeo el Papa Pío XII. He aquí sus ideas principales:La unidad de Europa es necesaria, y es, por tanto, acertada la política de unificación. Hay todo un cúmulo de razones que invitan hoy a las naciones europeas a federarse. La Europa maltrecha y decaída siente la necesidad de unirse para poner fin a las rivalidades seculares; ve los territorios antes sujetos a su tutela llegar a la edad de su emancipación: comprueba que el mercado de primeras materias ha pasado de la escala nacional a la continental: siente, en fin, y el mundo entero con ella, que todos los hombres son hermanos y están llamados a unirse para acabar con el escándalo del hambre y la ignorancia de la pobre Humanidad.Una común política exterior europea, susceptible, por otra parte, de admitir diferenciaciones, se hace indispensable en un mundo que tiende a agruparse en bloques más o menos compactos. Los países europeos que han admitido el principio de delegar una parte de su soberanía en un organismo supranacional, entran en una vía saludable, de donde puede salir, para ellos y para Europa, una vida nueva en todos los órdenes, no solamente en el económico y el cultural, sino también en el espiritual y religioso. El designio de la Europa unida será garantizar la subsistencia de cada uno de sus miembros y la del todo constituido por ellos, de suerte que su poder político pueda hacerse respetar como conviene en el concierto de las potencias mundiales. La comunidad europea, bajo forma federal o de otro modo —el Papa no se asusta de hablar de la constitución de un organismo político único—, es,esencial que cuente con una verdadera autoridad supranacional, aunque se entienda fundada en una delegación parcial de la soberanía de sus miembros. Es punto decisivo, del que depende la constitución de una comunidad en sentido propio, la presencia de este poder real, responsable, y su encarnación en un órgano ejecutivo.
SOBRE BASES CRISTIANAS: Más que la técnica política de la unión europea, es natural que al Papa le preocupe el espíritu que debe animar la nueva comunidad. Esta ha de ser la fe cristiana, que constituye la base de su civilización y cuya difusión en el mundo ha sido y es la misión histórica de Europa. Era la religión el alma de Europa en sus siglos de esplendor, y cuando la cultura europea se separó de ella, la unidad de Europa quedó rota. Por eso, hoy, por encima del fin económico y del político, la Europa unida debe asumir como misión propia la afirmación y la defensa de los valores espirituales que en otro tiempo constituyeron el fundamento de su existencia, y que ella tenía la vocación de transmitir a las restantes partes de la tierra. Porque el mensaje cristiano permanece, hoy como ayer, el más genuino de los valores de que Europa es depositaría y sigue siendo capaz de mantener en su integridad y en su vigor las libertades fundamentales de la persona humana, la función inviolable de la familia y los fines de la sociedad nacional; y de garantizar en el ámbito de una comunidad supranacional el respeto de las diferencias culturales y el espíritu de conciliación y de elaboración entre todos sus miembros. La misión civilizadora de Europa abarca al mundo entero, sobre el cual distribuye las riquezas espirituales acumuladas por cada una de las naciones que la forman. Hay, sin embargo, una mención especial para el continente africano. Nos parece necesario -ha dicho Pío XII— que Europa mantenga en África la posibilidad de ejercer su influencia educativa y de aportar una ayuda material amplia y comprensiva que contribuya a elevar el nivel de vida de los pueblos africanos y a revalorizar las riquezas materiales de aquel continente. He aquí una orientación y un consejo de actualidad palpitante.
LA PLEGARIA DEL HOMBRE POLÍTICO
De S. S. Pio XII
Para que sea rezada por los políticos católicos.
Oración: «Dios grande y eterno, Creador y Señor de todas las cosas, sumo Legislador y Rector supremo, de quien emana y depende todo poder y en cuyo nombre los que tienen la misión de legislar determinan lo que es justo e injusto como un reflejo de tu divina sabiduría: nosotros, hombres políticos católicos, sobre quienes gravita el peso de una responsabilidad que nos sitúa en el centro de la nación, imploramos tu ayuda para el desempeño de un oficio que creemos aceptar y pretendemos ejercer para el mayor bien espiritual y material de nuestro pueblo. Concédenos, Señor, aquel sentido del deber que nos induzca a no omitir preparación ni esfuerzo para conseguir un fin tan alto y la objetividad y el sano realismo que nos permitan percibir claramente lo que en cada momento es lo mejor. Haz que no nos apartemos de la imparcialidad con que debemos buscar, sin injustas preferencias, el bien de todos y que no nos falten nunca la lealtad hacia nuestro pueblo, la fe en los principios que abiertamente profesamos y la elevación de espíritu para mantenernos por encima de todo peligro de corrupción y de todo mezquino interés. Haz que nuestras deliberaciones sean serenas, sin otra pasión que la inspirada por el santo anhelo de la verdad; que nuestras resoluciones sean conformes a tus preceptos, aun cuando el servicio de tu voluntad nos imponga renuncias y sacrificios, y que, en nuestra pequeñez, procuremos imitar aquella rectitud y santidad con que tú mismo gobiernas y diriges todo para tu mayor gloria y para el verdadero bien de la sociedad humana y de todas tus criaturas. Escúchanos, Señor, a fin de que nunca falte tu luz a nuestra mente, tu fuerza a nuestra voluntad y el calor de tu caridad a nuestro corazón, que debe amar tiernamente a nuestro pueblo. Aparta de nosotros toda humana ambición y toda ilícita ansia de lucro; infúndenos un sentimiento vivo, actual y profundo de lo que es un orden social sano guardador del derecho y de la equidad, y haz que un día, juntamente con aquellos que estuvieron confiados a nuestros cuidados, podamos gozar de tu presencia beatífica, como premio supremo, por toda la eternidad. Así sea.»