Quinto Mandamiento. Suicidio. Pena capital. Vivisección. La guerra.

 ¿Es legal el suicidio cuando, por ejemplo, pretende uno defender el propio honor? Yo he oído decir que muchos santos se suicidaron. Además, parece que todos los suicidas están locos. Si, pues, están locos, ¿con qué derecho les niega la Iglesia sepultura eclesiástica, condenándolos al infierno por el mero hecho? Por fin, ¿no es cierto que a veces el suicidio es un acto de valentía?
     Suicidarse es quitarse la vida libremente, bien sea de una manera directa y violenta, como disparándose un tiro o tomando veneno; bien indirectamente, como sería exponerse a una muerte cierta sin causa que lo justifique. Aunque es cierto que muchos suicidas padecen de enfermedades mentales, es falso afirmar que todos ellos están locos. Tampoco es cierto que el suicidio sea un acto de valor como creían los estoicos paganos; al contrario, es un acto de cobardía, y va contra el quinto Mandamiento: “No matarás”. En general, el suicidio es fin de una vida de despilfarro, crímenes y otros vicios. El suicidio nunca es lícito, pues es contrario a la ley natural, en virtud de la cual todos estamos obligados a preservar la vida como el mayor de los dones recibidos de Dios, y es también contrario a la ley divina, que nos dice que Dios es el único que “tiene poder sobre la vida y sobre la muerte” (Sab. XVI, 13). Sólo Dios puede limitarla dándole principio y poniéndole fin. Además, el suicidio es un crimen contra la sociedad. El hijo, el padre, el esposo, el ciudadano que se suicida se niega cobardemente a prestar su prójimo los servicios que le debe. Ni vale la excusa de que las miserias de esta vida son con frecuencia intolerables. El Evangelio nos manda abrazarnos con la cruz para imitar más de cerca a Jesucristo y seguirle luego en la gloria. Los padecimientos de esta vida, bien llevados, son fuentes de gloria en el cielo.
     Es falso que los santos cometieran suicidio. Hubo mártires, como Santa Apolonia de Alejandría (249), y otros muchos de que nos habla el Martirologio, que saltaron gozosos a las llamas sin aguardar a ser arrojados en ellas por los verdugos; pero estos actos heroicos sólo se pueden hacer por inspiración de Dios, ni merecen el nombre de suicidios.
     Es cierto que la Iglesia niega sepultura cristiana a los que “se quitan la vida deliberadamente” (canon 1240) “desesperados y con ira” (Decreto del Santo Oficio, 16 de mayo de 1866); pero se abstiene de condenarlos al infierno. Esto pertenece a Dios únicamente.

    ¿No es cierto que la pena capital es un homicidio? ¿Por qué se ha de castigar el crimen cometiendo otro crimen?
La Iglesia católica ha mantenido siempre que el Estado tiene derecho para castigar con pena de muerte ciertos crímenes graves, perseverando así el orden y la seguridad dentro de las fronteras. Santo Tomás dice expresamente que “tal género de muerte no es homicidio”. Y el Papa Inocencio III declaró contra los valdenses que “el poder secular puede imponer pena de muerte sin pecar por ello gravemente”. El catecismo del Concilio de Trento dice que “los magistrados que condenara a muerte…, no sólo no son reos de homicidio, sino que obedecen perfectamente a esta ley (el quinto Mandamiento), que condena el homicidio”.
     El Antiguo Testamento prescribió la pena de muerte para ciertos crímenes (Gén. IX, 6; Ex. XXI, 12, 14, 23; Levítico XX, 2; Deut. XIX, 12). El Nuevo Testamento presupone que el Estado tiene derecho a condenar a muerte a los criminales (Juan XIX, 10-11; Hech. XXV, 11) “porque es el ministro de Dios, el vengador que castiga a los que obran el mal” (Rom XIII, 4). Pero la Iglesia, aunque defienda el derecho que le asiste al Estado para ejecutar a los criminales, no cree que la aplicación de la ejecución es el único medio para evitar los crímenes. Eso lo deja al arbitrio de los ciudadanos. De hecho, son frecuentes los casos en que los obispos han pedido al Estado que indulte a criminales condenados ya a muerte, y el Derecho Canónico condena con irregularidad a cualquier clérigo que coopere en la ejecución de un condenado a muerte (canon 984). El argumento apodíctico que se suele aducir para probar que el Estado tiene derecho a imponer la pena de muerte es el derecho que tiene a la defensa propia. Así como el individuo tiene derecho a matar al adversario que le quiere quitar la vida, así el Estado tiene derecho a defenderse contra los enemigos externos (la guerra) y contra los enemigos internos (pena capital), que con sus crímenes amenazan echar por tierra los cimientos del orden social.
      Como dijo Santo Tomás“La ejecución de un malhechor es lícita, pues tiene por fin el bienestar de toda la comunidad” (2, 2, q. 64, a. 3). Hay quienes niegan la licitud de la pena capital; pero se fundan en un principio falso, pues creen que el crimen es una enfermedad hereditaria o nacida del ambiente en que uno se cría, y niegan, además, la libertad de la voluntad. Estos tales separarían a los criminales como separamos a los atacados de viruela y los ponemos en una casa de apestados. Para ellos, la cárcel es castigo más que suficiente aun para los crímenes más atroces. Hay otros que opinan que cadena perpetua es peor aún que la pena de muerte. Creemos que para la mayoría de los criminales la pena de muerte es mucho peor que cadena perpetua. El condenado a muerte pierde toda esperanza para siempre, mientras que el condenado a cadena perpetua ve en lontananza un indultillo o una “fuga”. Mientras uno vive, siempre queda la esperanza. Por eso decimos que, en general, la pena de muerte es un castigo mucho más eficaz que la cadena perpetua. A estos segundos les decimos que si el Estado tiene derecho a imponer un castigo más duro que la pena de muerte, se colige necesariamente que también tiene derecho para imponer esta pena.
     En varias naciones de Europa, Bélgica, Holanda, Italia, Portugal y Rumania, en algunos cantones suizos y en algunos Estados de Norteamérica, se ha abolido la pena de muerte. Es muy discutible el resultado de esa abolición. Desde luego, abolir la pena de muerte no quiere decir que el Estado no tenga derecho a imponerla; a lo sumo, se seguiría que el Estado suspende temporalmente el ejercicio de un derecho. Ciertamente, está más en armonía con el espíritu del Evangelio restringir la pena de muerte a ciertos crímenes más horrendos, como el homicidio, la piratería y la traición. El inglés Blackstone condenó, y con razón, la legislación inglesa del siglo XVIII, en la que se contenían ciento sesenta delitos punibles con la pena de muerte.

     Parece que la vivisección es inmoral, por la crueldad que supone contra los animales. ¿O es que no estamos obligados a tratar bien a los animales?
     La vivisección es lícita y moral. Los animales fueron criados por Dios para servicio del hombre (Gén. IX, 3; salmo VIII, 8); por tanto, como dijo Santo Tomás, el hombre puede usar de ellos libremente, ya matándolos, ya de otra manera sin hacerles por eso injuria alguna (Contra Gentiles 50, 3, c. 112, n. 7). Hablar de los derechos de los animales y de nuestros deberes para con ellos es, por no decir otra cosa, ridículo. Oigamos al cardenal Newman: “Nosotros no tenemos deberes algunos para con los brutos, ni hay relación alguna de justicia entre ellos y nosotros. Claro está que no tenemos derecho a maltratarlos porque sí, que la crueldad es algo repugnante y contra la ley natural que Dios ha escrito en nuestros corazones; pero absolutamente hablando, los animales no tienen derecho a exigirnos nada. Dios los crió y los puso a nuestra disposición. Podemos, pues, valernos de ellos como nos plazca; podemos divertirnos con ellos y emplearlos en oficios duros para nuestro provecho; podemos, incluso, matarlos cuando y como nos parezca, con tal que lo hagamos de manera racional, no por crueldad o ensañamiento, pues, al fin y al cabo, tendremos que dar cuenta de todas nuestras acciones” (Omnipotente in Bonds).  
     La vivisección ha ayudado considerablemente al progreso en todos los ramos de la Medicina y Cirugía, y, gracias a ella, se han podido hacer descubrimientos importantísimos, como la circulación de la sangre, los efectos de ciertas drogas y venenos, la manera de conseguir la cicatrización de ciertas heridas; y, finalmente, los tratamientos en los animales han salvado muchas vidas humanas. En la vivisección no se somete a los animales a tormentos innecesarios, y, cuando es posible, se les da un anestésico, como a los pacientes más delicados.

    ¿No es cierto que la Biblia condena la guerra? En el Antiguo Testamento vemos que Dios no dejó que David edificase el templo “por ser hombre de guerra” (Paral. 28, 3), y Miqueas e Isaías afirmaron que la guerra cesaría con la venida del Mesías (Miq. IV, 3; Isaías II, 4; XI, 13). En el Nuevo Testamento vemos que Jesucristo nos manda “ofrecer la mejilla izquierda al que nos hiera en la derecha” (Mat. V, 39). Asimismo reprendió a San Pedro por querer hacer uso de la espada (Mat XXVI, 52). Y San Pablo: “No os queráis vengar, sino dad lugar a que pase la cólera” (Rom XII, 19). Finalmente, ¿no es cierto que los Padres primitivos condenaron la profesión militar?
     La Biblia no condena la guerra como inmoral intrínsecamente. Al contrario, en ella leemos que Dios: 
1.° aprueba la guerra y la aconseja (Ex. XVII, 11; Deut. VI, 1; Judit IV, 6); 
2.° hace milagros para que triunfen los hebreos (Gen. XIV, 19; Josué X, 11); 
3.° es el Dios de los ejércitos y castiga a veces los pecados de los hombres mandando guerras (Isaí. III, 1; Deut XXVIII, 40; Jeremías V, 14).

      El texto aducido en los Paralipómenos no condena la guerra, sino que se refiere al castigo de David por haber sido causa de la muerte de Urías (2 Rey XI, 17). Las predicciones pacíficas de Miqueas e Isaías se refieren, según unos, a la paz que había de traer a los hombres la redención, o, según otros, a las armas de paz que habrán de usar los cristianos para extender el Evangelio por el mundo. El primer Mandamiento de Nuestro Señor fue que amásemos a Dios y al prójimo por amor de Dios. Si todos cumpliésemos este Mandamiento, las guerras cesarían al punto. Pero flota sobre el mundo todo un nacionalismo pagano que rechaza los principios cristianos de caridad y justicia. 
     En el Nuevo Testamento, San Juan Bautista da consejos saludables a los soldados en su tiempo (Luc. III, 14), y Jesucristo alaba la fe del centurión (Mat. VIII, 10); pero ni San Juan, ni Jesucristo les mandan que abandonen su profesión por ser inmoral. En cuanto a las palabras de Jesucristo en el sermón de la montaña, hay que hacer notar que son consejos de perfección dirigidos al individuo, y San Pablo prohibe la venganza privada bajo pena de pecado mortal. La reprensión de Jesucristo a San Pedro no tiene nada que ver con la licitud o ilicitud de la guerra. Le reprendió sencillamente por su imprudencia en querer usar allí de violencia, ya que, como el mismo Señor dijo, podía llamar en su ayuda nada menos que doce legiones de ángeles.
     Los padres primitivos nunca condenaron la guerra como intrínsecamente inmoral. Orígenes y Tertuliano aconsejaban a los cristianos que no fuesen de voluntarios, pues corrían grave peligro de apostatar. A la hora menos pensada, el soldado cristiano podía recibir una orden que llevaba consigo un acto de pública idolatría.
La Iglesia católica, aunque cree que la guerra es una de las peores calamidades que puede caer sobre un pueblo, sin embargo, si la guerra es justa, no la condena, antes sostiene que es lícita y moral. Condena el pacifismo de los cuáqueros, que no entienden cómo puedan ser compatibles la guerra y el cristianismo, y condena también el principio pagano de que una nación tiene derecho a agredir cuando le convenga. Hay guerras justas, y en tal caso la declaración de guerra es lícita. 
     Para que una guerra sea justa, tiene que reunir las condiciones siguientes: 
 los derechos del Estado han sido violados por otro Estado, o están, en grave peligro de ser violados; 
 la causa que motiva la guerra es proporcional a los males que se prevén; 
 ya se han agotado todos los medios pacíficos de un arreglo;
 hay esperanzas fundadas de que una declaración de guerra mejorará la situación. 
     Si estas condiciones que exigen los moralistas católicos para justificar la guerra se cumpliesen en todos y cada uno de los casos, rarísima vez se han cumplido, las guerras serían un fenómeno raro. Pero hay hoy día un obstáculo gravísimo que impide una paz duradera. Nos referimos a ese nacionalismo exagerado, fomentado por la prensa, controlado por sociedades secretas o partidos interesados, a lo cual hay que añadir el espíritu de militarismo pagano moderno, que cree que las guerras son inevitables. Cada día leemos en revistas y libros que la próxima guerra echará por tierra la presente civilización, tanto material como espiritual. Es menester que el amor a la paz se arraigue en todos los corazones para evitar lo que sería una catástrofe sin precedentes. 
     Su Santidad Pío XI, en su primera encíclica, hizo un llamamiento general en favor de la paz universal, y la divisa de su pontificado es: “La Paz de Cristo en el Reinado de Cristo.”

BIBLIOGRAFIA.Apostolado de la PrensaDecálogo de los diez Mandamientos.
Id.,El quinto, no matar. 
DevineLos Mandamientos explicados. 
C. CorroEl suicidio.
MárquezFilosofía moral. 
MarxuachEtica o moral. 
MendiveElementos de Etica general. 
SalicrúAnálisis del suicidio. 
Castro AlbarránEl derecho a la rebeldía.

Cuarto mandamiento. La Iglesia y la cuestión social. Salario familiar. Huelgas. El comunismo en la primitiva Iglesia. Soberanía del pueblo. La propiedad privada.

Parece que la cuestión social es una cuestión puramente económica. ¿No sería, pues, conveniente que la Iglesia se abstuviera de tomar cartas en este asunto? 

La cuestión social es algo más que una cuestión económica. En la encíclica que escribió León, XIII sobre la Democracia cristiana, leemos que la cuestión social es una cuestión eminentemente moral y religiosa que debe ser resuelta a la luz de los principios de moralidad y conforme a los dictados de la religión. La Iglesia condena igualmente a los que dicen que los clérigos deben meterse en la sacristía y a los que dicen que los problemas económicos deben ser arreglados única y exclusivamente por la jerarquía eclesiástica.  Es cierto que Jesucristo nunca se metió a político, condenando, por ejemplo, la esclavitud u otros males sociales de la época; pero delineó con toda claridad una serie de principios de caridad y justicia capaces por sí solos de formar al mundo entero si los hombres los aplicaran. Su misión divina era espiritual sobre todo. Por eso insistió en que salvar el alma era de más provecho que ganar todo el mundo, y no se cansaba de encomendar el amor a Dios, el amor mutuo y la vida de la gracia que El nos ganó con su Pasión y muerte. Pero conoció muy bien que la solución de la cuestión social dependía de la aceptación de sus enseñanzas morales y religiosas. La Iglesia, lo mismo que su divino Fundador, tiene una misión divina, y es la gracia de Jesucristo. Por eso no está ligada a ninguna forma particular de gobierno, ni entra a tomar parte en partido alguno político social. Pero es incumbencia suya defender puros e ilesos ciertos principios cristianos, que si se cuarteasen amenazarían con el derrumbamiento general de la sociedad. Por eso se opone doctrinalmente al socialismo y al comunismo, que se basan en métodos puramente materialistas y condenan la propiedad privada, y al individualismo frío, que exalta la plutocracia y el encumbramiento de unos pocos con mengua de la mayoría, sin parar mientes en las exigencias de la caridad y justicia social. Los Papas Pío XI, y Pío XII han seguido la misma línea.

¿Qué opina la Iglesia sobre el llamado “salario familiar”? ¿No son acaso libres los obreros y los patronos para fijar el salario que a ellos les parezca? ¿No es justo el contrato libre?

 A esta dificultad contestó, el año 1891, León XIII en su encíclica Rerum novarum. No está la injusticia sólo en que el patrono no pague al obrero lo convenido, ni en que el obrero no haga la obra que se comprometió a hacer. Si el trabajo fuese algo meramente personal, el trabajador podría aceptar cualquier salario; pero, además de personal, es necesario, porque el hombre no puede vivir sin los resultados del trabajo (Gén III, 19). Por tanto, un contrato libre efectuado bajo una presión económica, ni es libre ni es justo. También da libremente la bolsa el caminante a quien los bandoleros echan el alto en descampado. Dice asi León XIII“Aunque es cierto que, generalmente hablando, los patronos y los obreros pueden convenir libremente en un salario determinado, sin embargo, por encima de todo contrato está el dictado de la justicia natural, que exige que la paga del obrero sea tal, que con ella viva razonablemente desahogado. Si el obrero, o por necesidad, o por miedo a un mal mayor, acepta salarios miserables, porque el patrono rehusa darle mas, este obrero es víctima de opresión, e injusticia.” No perdamos de vista que la mayoría de los obreros están casados y tienen familia. Debe, pues, el obrero ganar lo suficiente para llevar adelante su casa con decoro y para meter en la hucha algunas monedas extra que le saquen de apuros un día que llueva, o no pueda trabajar, o tenga una desgracia en casa. El apóstol Santiago dice en su epístola que negar la paga a los obreros es un pecado “que clama al cielo” (V, 4). Pío XI y Pío XII han sancionado y urgido aún más esta misma doctrina.

¿Son legales las huelgas de los obreros? ¿Qué opina la Iglesia católica sobre las huelgas llamadas generales?

Entendemos por huelga el paro voluntario de los obreros de ciertos ramos que se niegan a continuar el trabajo hasta que el patrono acceda a sus demandas. Desde luego, los hombres son libres para trabajar o para pasarse el día en el café; y esto lo mismo el individuo que el grupo de individuos. Si tienen en su favor una razón justa y proporcionada, tienen derecho a declarar la huelga, con tal que no cometan actos de violencia contra los que no se adhieren a la huelga o contra los que se ofrecen a tomar sus empleos para evitar el paro. Entre las causas que justifican una huelga pueden mencionarse: salarios miserables, demasiadas horas de trabajo, circunstancias de insalubridad, el reconocimiento de una asociación, etc. Asimismo, los obreros tienen derecho a declarar la huelga, no sólo para que se les pague un salario mínimo, que es de justicia, sino también para que se les pague un salario decente. Pero las huelgas deben obedecer a motivos proporcionados a la gravedad de sus efectos. La huelga, en fin de cuentas, no es más que una guerra industrial, y no se debe declarar una guerra sin esperanzas fundadas de que el triunfo final pagará con creces los daños inherentes a ella.

Mas si los obreros han hecho un contrato libre y justo con los patronos, aquéllos no tienen derecho a declarar la huelga, pues, como dice León XIII en su encíclica: “La religión y el bien común demandan que tales contratos se guarden inviolablemente.” Sin embargo, hay casos en que estos contratos cesan de obligar, bien porque los patronos no cumplan su parte, bien porque en el contrato mismo se encierran cláusulas injustas que lo invalidan. De la llamada huelga general, no hay que decir sino que es injustísima, tanto en su fin último—que es acabar con el capitalismo—como en sus medios violentos y criminales. Los obreros no tienen derecho alguno a privar a los dueños de sus posesiones ni a inutilizar o destruir sus propiedades. A veces los obreros declaran la huelga porque algunos de sus “camaradas” son tratados con injusticia. Si la huelga es parcial, puede permitirse; pero si es general, no se ve cómo deba permitirse, pues trae consecuencias gravísimas y causa daños incalculables a la sociedad. Además, se suelen violar con ella tratados justos contraídos libremente por las dos partes. Los obreros se adhieren a la huelga simplemente porque sus compañeros declararon la huelga. Este principio no puede ser más absurdo.

 ¿No es cierto que Jesucristo y los primitivos cristianos de Jerusalén fueron comunistas? Además, los Padres de los siglos IV y V negaron el derecho a la propiedad privada, por ejemplo, los santos Juan Crisóstomo, Basilio, Ambrosio, Agustín y Jerónimo.

Esta dificultad la ponen algunos socialistas, pero no tiene fundamento alguno. Jesucristo nunca dijo que la propiedad privada fuese injusta. Pintó, sí, con vivos colores los peligros a que están expuestos los ricos y la dureza de corazón que a veces trae la riqueza; pero no negó que fuese imposible la salvación para los ricos (San Mateo XIX, 26). Si Jesucristo hubiese tenido por injusta la propiedad privada, no hubiera aconsejado al joven rico que vendiese lo que tenía (San Mateo XIX, 21), ni se hubiera contentado con que Zaqueo diese solamente la mitad de los bienes a los pobres (San Lucas XIX, 8). En vez de condenar la propiedad privada, insistió en la limosna y obras de caridad como medio adecuado para ganar el reino de los cielos (San Maeo XXV, 35-36).  En cuanto al comunismo de los cristianos primitivos, decimos que era similar al comunismo que vemos hoy en las comunidades religiosas, pero en modo alguno negaba el derecho a la propiedad privada. Además, no era cosa obligatoria, sino de supererogación. Por eso dijo San Pedro a Ananías: “¿Quién te quitaba el conservarlo? Y aunque lo hubieses vendido, ¿no estaba el precio a tu disposición?” (Hechos V, 4).  Dígase lo mismo del comunismo atribuido a los Santos Padres. Condenaron, ciertamente, a muchos ricos de su tiempo por adquirir injustamente sus riquezas, e insistieron en que se debía dar lo superfluo a los pobres. Pero no condenaron la propiedad privada. Los santos Ambrosio y Basilio retuvieron la propiedad de parte de sus posesiones, y San Jerónimo no vaciló en afirmar que “las riquezas no son obstáculo si el rico usa de ellas como es debido”.

¿No es cierto que la Reforma trajo consigo esta democracia moderna que ha dado al traste con aquellas ideas medievales del derecho divino de los reyes?

No, señor. La Reforma, tanto en, Inglaterra como en el continente, basó la autoridad de los Tudores y de los príncipes alemanes en el llamado derecho divino, para combatir la autoridad divina del Papa. San Roberto Belarmino (1542-1621), el gran teólogo jesuíta del siglo XVI, defendió la soberanía del pueblo contra la teoría del derecho divino a que se agarraba el déspota Jacobo I de Inglaterra. Según él, la ley natural o divina que creó el poder político en general, pone a éste, no en manos de un individuo o de un rey, sino en la multitud o en el pueblo, considerado como una unidad política. El derecho a gobernar no está vinculado a una forma particular de gobierno (León XIII, Immortale Dei), sino que es determinado por el consentimiento del pueblo o por la ley de las naciones. “Es incumbencia del pueblo —dice el Papa— elegir para sí, bien un rey, bien un cónsul o cualquier otro magistrado; y si hay razones que lo justifiquen, el pueblo puede cambiar la forma de gobierno, de aristocracia en democracia, y viceversa.” Y termina citando a Santo Tomás, según el cual, “los dominios humanos y los principales no son de derecho divino, sino humano”.

Otro teólogo eximio de aquel período, el jesuíta Suárez (1548-1617), fue de la misma opinión que Belarmino, y condenó la teoría del derecho divino de Jacobo I, llamándola “doctrina nueva y peregrina, inventada para exaltar el poder temporal y empequeñecer el espiritual”. Ahora bien: como no hubo ningún escritor inglés que favoreciese la democracia en todo el período que corrió entre Lutero y Suárez, es razonable creer que la concepción de un gobierno demócrata les vino a los ingleses por los escritos de Suárez y Belarmino, y dígase otro tanto de los Estados Unidos. En el siglo XVII se inició una reacción contra la teoría y práctica protestantes de despotismo por derecho divino, y se volvió a admitir, al menos en parte, la teoría medieval de los derechos naturales, soberanía popular y libertades de los gremios y cuerpos municipales. Hoy, en el siglo XX, no se ha hecho más que adoptar con más amplitud aquellas ideas políticas.

Parece que el cardenal Belarmino, con su teoría sobre la soberanía del pueblo, fue el responsable de la Revolución francesa. Por lo menos, influyó en ella tanto como Rousseau con su teoría acerca del contrato social.

Las causas de la Revolución francesa fueron, entre otras, la doctrina de Rousseau y la tiranía, extravagancia y absolutismo de los reyes franceses Luis XIV y Luis XV. Hay una diferencia esencial entre la doctrina de Belarmino y la de Rousseau. Según Belarmino, el poder político es una institución natural y divina, necesario para el bienestar de la sociedad. En cambio, Rousseau sostenía que el poder no era más que una conveniencia humana, que no existía más que porque los hombres habían convenido en crearlo. Belarmino derivaba el poder inmediatamente del pueblo, considerado como un todo, pero mediatamente, de Dios; mientras que Rousseau basaba ese poder únicamente en un contrato entre el súbdito y el soberano. Belarmino declaró que los subditos estaban obligados en conciencia a obedecer a todas las autoridades legales. Rousseau no vaciló en afirmar que “cada uno está unido a los demás, pero no obedece más que a sí mismo, y queda tan libre como antes”. Se ve, pues, que Rousseau facilitó el advenimiento de la Revolución francesa, y Belarmino echó los cimientos de la democracia moderna bien entendida.

La Iglesia católica defiende acérrimamente la propiedad. ¿No es esto ponerse al lado de los ricos y aplastar al pobre? ¿A qué viene esa oposición de la Iglesia al socialismo? El socialismo es el remedio más eficaz contra los males del sistema industrial moderno.

La Iglesia condena el socialismo no porque se incline a los ricos más que a los pobres, sino porque tiene que defender el derecho que todos tenemos a poseer, cosa que el socialismo no admite. Como dijo León XIII en su encíclica Rerum novarum (1891): “Los postulados del sacialismo son injustísimos, pues, al destruir la propiedad privada, robarían al poseedor legítimo, elevarían el Estado a una esfera que no es la suya y causarían una confusión espantosa en la sociedad.” Esto no quiere decir que la Iglesia apruebe, ni mucho menos, los males sin cuento del capitalismo moderno. Los moralistas católicos condenan su avaricia y ambición, su desprecio de toda justicia, la tiranía con que esclaviza a los pobres, el control que ejerce sobre los Gobiernos, los excesos de sus juegos de bolsa, su intrusión odiosa en la prensa, etcétera, etc. Pero aunque admiten de grado la existencia de estos males, creen, sin embargo, que los males que traería el socialismo serían mucho peores. Porque el socialismo es una cura falsa, como es cura falsa el suicidio. Por otra parte, la moral católica sostiene y defiende que el derecho a poseer es un derecho fundado en la naturaleza humana. La posesión de cosas materiales no es patrimonio exclusivo del Estado, sino que compete igualmente a las corporaciones, a la familia y aun, al individuo. Este derecho que el hombre tiene a poseer se extiende no sólo a objetos de consunción diaria, como la comida, el vestido y la vivienda, sino también a objetos productivos, como fincas, minas, almacenes, ferrocarriles, fábricas, bancos, etc. Los monopolios del Estado no son socialismo si se extienden sólo a ciertos ramos administrativos, como el petróleo, el tabaco, los ferrocarriles, etc., cosa que con frecuencia demanda el bien común de la sociedad. Lo que podría hacer el Estado sin cometer una injusticia gravísima sería, por ejemplo, incautarse de las minas, ferrocarriles, centros docentes, etc., de particulares, sin la debida recompensa. Pero no se vaya a creer que la Iglesia no pone limitaciones al derecho de propiedad. Las pone, y bastante estrictas. El dueño no puede hacer lo que se le antoje con su propiedad. Puede, sí, disponer de ella como le plazca, pero no puede destruirla sin cometer una injusticia. El propietario no es más que administrador de los bienes que posee. Estos pertenecen a Dios. Ya lo dijo San Juan Crisóstomo en el siglo IV: “¿No es del Señor la tierra y todo lo que en ella se contiene? Si, pues, nuestras posesiones son un don común que recibimos del Señor, sigúese que pertenecen también a nuestros prójimos.” El propietario debe disponer de su riqueza de modo que el trabajador gane un salario decente y el consumidor pueda comprar lo que necesite a un precio razonable. Tan pronto como se dé cabida a la injusticia, el Estado tiene derecho a intervenir para limitar hasta cierto grado la propiedad privada. Lo dijo León XIII en su encíclica Rerum novarum“Cuando el bien común o una clase particular de la sociedad sufren o se ven amenazados de injusticia, si no hay otra manera de llegar a un, arreglo, la autoridad pública tiene derecho a intervenir y debe intervenir.”

BIBLIOGRAFIA.

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M. PrietoEl derecho de los trabajadores a vivir.
AzpiazuPatronos y obreros.
IdemProblemas sociales de actualidad. 
BeaulieuCristianismo y democracia. 
CarbonellEl colectivismo y la ortodoxia católica. 
Carrillo de Albornoz, El más “socialista” de los Santos Padres.
CathreinSocialismo y catolicismo.

Mandamientos segundo y tercero. Juramentos. Descanso dominical.

¿No es cierto que Jesucristo (Mat. V, 33-37) y Santiago prohibieron los juramentos absolutamente?

No hay que tomar aquí a la letra las palabras de Jesucristo, como han hecho los cuáqueros sectarios y como hicieron los albigenses en la Edad Media. Sabemos por la tradición divina y por la práctica de la Iglesia que los juramentos son lícitos en ciertas circunstancias y con las debidas condiciones. Al decir Jesucristo que “no jurásemos”, quiso decirnos que fuésemos tan veraces que no necesitásemos confirmar con juramentos nuestros asertos. Cuando Caifas le preguntó con juramento si era Hijo de Dios. Jesucristo respondió con toda mansedumbre que sí (Mat. XXVI, 63).  San Pablo puso repetidas veces a Dios por testigo de lo que decía (Romanos I,. 9; 2 Cor I, 25; XI, 31), y declaró que el fin de toda controversia es un juramento en confirmación de lo que se defiende (Hebr. VI, 16).  
San Jerónimo, citando a Jeremías (IV, 2), afirma que para que el juramento sea válido se necesitan tres condiciones: verdad, justicia y necesidad. El perjurio es siempre pecado mortal por su misma naturaleza, pues, además de ir contra el precepto divino (Lev. XIX, 12), implica menosprecio de Dios. Por eso lo castigan severamente lo mismo las leyes civiles que las eclesiásticas (cánones 1743, 1757 y 2323). Si el perjurio fuese lícito, nadie se fiaría de nadie, y la sociedad padecería grave detrimento. 
Los albigenses medievales, que condonaban el juramento en todas sus formas, eran mirados a la vez como enemigos del Estado y de la Iglesia, ya que la sociedad feudal de entonces descansaba enteramente en el juramento de fidelidad. 

¿Por qué y cuándo sustituyó el domingo al sábado? ¿No mandó Dios que guardásemos el sábado? ¿Con que derecho lo cambió el Papa? ¿Por qué están los católicos obligado a ir a misa todos los domingos bajo pena de condenación eterna? ¿Por qué se divierten tanto los católicos los días de fiesta? No parece esa buena manera de guardar las fiestas. ¿Creen acaso los católicos que si van a misa por la mañana ya pueden hacer durante el día todo lo que se les antoje?

El tercer mandamiento de la Ley Antigua dice así: “Acuérdate de que tienes que santificar el día del sábado” (Ex. XX, 8). Hay en este mandamiento dos partes: la moral, pues todos estamos obligados por la ley natural a dedicar ciertos tiempos al servicio exclusivo de Dios, y la ceremonial, en cuanto que en él se determinan el tiempo y los detalles de su observancia. Es evidente que la Iglesia no tiene autoridad para abrogar la ley natural; pero los apóstoles, como maestros infalibles de la Iglesia de Jesucristo, pudieron cambiar y cambiaron el día, los motivos y los detalles de la observancia del domingo. Sustituyeron el séptimo día -el sábado- por el primero -el domingo- para conmemorar la resurrección de Jesucristo en vez de la creación del mundo (Ex. 20, 11). Mitigaron en gran manera la dureza de la ley judía, aboliendo, por ejemplo, la pena de muerte (Ex XXXI, 15) y ciertas prohibiciones (XXXV, 3). Al principio, la observancia del domingo no fue más que un como suplemento o añadidura a la observancia sabatina; pero a medida que el golfo entre la iglesia y la sinagoga se ensanchaba, el sábado perdía importancia, hasta que terminó por desaparecer. 
Ya San Pablo y San Juan llamaban al primer día de la semana el día del Señor (Hechos XX, 7; 1 Cor X, 2; Apoc I, 10), y San Justino mártir (105), en su primera Apología (65), le llama domingo. San Ignacio de Antioquía nos dice que en él se conmemoraba la resurrección de Jesucristo (Ad Magnos 9), y lo mismo leemos en la epístola de Bernabé (capítulo XV).La Iglesia católica manda a sus hijos que santifiquen el domingo oyendo misa y absteniéndose de todo trabajo servil. La asistencia a la misa del domingo es mencionada por San Pablo (Hech. XX, 7) y por la Doctrina de los doce apóstoles, escrita al fin del siglo I, donde leemos: “Reunios el día del Señor para partir el pan (comulgar). Ofreced la Eucaristía después de haber confesado vuestros pecados, para que vuestro sacrificio sea puro” (capítulo 14).  
San Justino describe la misa del domingo con sus oraciones, sermón y lectura de ciertos pasajes bíblicos (Apol. 65). La Iglesia obliga a sus hijos a que oigan misa los domingos si pueden, bajo pena de pecado mortal, porque considera como un insulto a Jesucristo abstenerse, deliberadamente, de asistir a los cultos del domingo. 
Jesucristo está real y verdaderamente presente en nuestros altares, y en el sacrificio de la misa. El es el sacerdote y la Víctima que continúa la obra del Calvario, aplacando la ira divina y alcanzando para nosotros, pecadores, misericordia y perdón. ¿Diríamos que ama a su madre el hijo casado que vive cerca de ella, y no la visita una vez a la semana? Pues Jesucristo vive en el sagrario, es nuestro Padre y nuestro amigo, y quiere que le visitemos para llenarnos de sus gracias. Aunque no nos obligase la Iglesia, deberíamos acudir con frecuencia a participar en el santo sacrificio de la misa. En la primitiva Iglesia, como los cristianos acudían con tanto fervor al templo, no fue necesario legislar nada sobre la asistencia a los divinos oficios. 
El año 300, en el Concilio que se celebró en Elvira, de España, ya se decretó que a “los que se quedasen en la ciudad durante tres domingos sucesivos sin ir a la iglesia, se les negase la comunión hasta nueva orden” (21).  
Es evidente que la Iglesia no obliga en absoluto a todos a ir a misa. Están excusados los enfermos y convalecientes, los soldados cuando están de guardia o en ocupaciones de su profesión, los que durante la misa tienen que cuidar de la casa y de los niños, los que viven lejos de la iglesia, etc., etc. 
Tertuliano (160-240) menciona la abstención del trabajo servil los días festivos (De Orat 23).  
En cuanto al descanso dominical, hay que confesar que responde a una necesidad humana, como lo prueban el hecho de haber perdurado a través de los siglos y el fracaso de la Revolución francesa, que intentó en vano sustituir el día séptimo por el décimo.
La Iglesia prohibe a sus hijos todo trabajo servil los días festivos. Por trabajo servil hay que entender aquí el trabajo duro que hoy día hacemos todos, pero que antiguamente sólo hacían los esclavos. De esa manera, tienen oportunidad de oír misa y recibir los sacramentos los pobres jornaleros que tienen que trabajar y sudar toda la semana para ganar el pan que comen. Pero una vez que se ha oído misa la Iglesia no nos prohibe que nos recreemos honestamente los domingos y días festivos. 
Calvino no nos permitiría hoy jugar a la pelota los domingos. La Iglesia es más Madre y más humana que los falsos reformadores protestantes que “colaban el mosquito y tragaban, el camello”.

BIBLIOGRAFIA.

Apostolado de la PrensaCuatro palabras sobre el baile.
Id.El descanso dominical.
Id., Las diversiones. 
IdemEl tercero, santificar las fiestas. 
Id.,Las fiestas cristianas. 
IdemLa iglesia y la taberna. 
Id., Las lenguas maldicientes. 
GaumeProfanación del domingo. 
MazoCatecismo explicado.
ReigElementos de religión y moral.

El primer mandamiento de la ley de Dios. la oración. Por qué y cómo debemos orar.

¿Por que hemos de hacer oración a Dios, como si tratáramos de informarle de lo que El ya sabe? ¿No es cierto que Dios conoce de antemano nuestras necesidades? ¿Por qué, pues, se las hemos de declarar en nuestras peticiones? 

No hacemos oración para informar a Dios de nuestras necesidades, ni para dictarle lo que deba hacer, pues Dios todo lo sabe, y conoce hasta los secretos más recónditos del corazón humano, con todas sus necesidades. Hacemos oración a Dios porque queremos reconocer su poder y su bondad; porque comprendemos que dependemos de El todo, y porque El mismo nos enseñó a orar con su ejemplo y con su palabra. Jesucristo nos mandó que santificásemos el nombre de Dios; que hiciésemos la voluntad de Dios en la tierra, así como la hacen los bienaventurados en el cielo; que pidiésemos al cielo favores, tanto espirituales como temporales, por ejemplo, gracia para resistir a las tentaciones, el perdón de nuestros pecados y la gracia de la perseverancia final (Mat. VI 9-13; Luc. XI 1-4).   Prometió escuchar las plegarias que salgan de un corazón humilde, y lo aseveró diciendo: “Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán” (Mateo VII, 7). Porque si “vosotros sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, con mayor razón vuestro Padre celestial dará el buen Espíritu a los que se lo pidan” (Luc. XI, 1-3).   Finalmente, dijo: “Cualquiera cosa que pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá…, como os concederé todo lo que me pidáis en mi nombre” (Juan XIV, 13-11). Asimismo, Jesucristo, antes de dar comienzo a sus ministerios, gastó en oración nada menos que cuarenta días (Marc. I, 35); pasaba también las noches en oración durante la vida pública (Luc. VI, 12); oraba antes de obrar un milagro, oró en el huerto de Getsemaní, y en la cruz pidió por Sí y por sus verdugos. San Pablo escribe a los fieles de Tesalónica que “oren sin cesar” (1 Tes V, 17), y a los corintios les dice que rueguen contra los enemigos de su salvación (2 Cor. XII, 27). Nada tan agradable como la conversación. Pues bien: la oración no es más que una conversación con Dios. Cuando oramos, no solamente pedimos a Dios favores, sino que le adoramos también y le alabamos y le agradecemos los favores que nos hace, y le pedimos humildemente perdón por nuestros pecados.

Parece que la oración y la plegaria implican un cambio por parte de Dios. Por otra parte, es evidente que Dios no puede cambiar. 

A esta dificultad respondió Santo Tomás con la sabiduría que le caracteriza. Dice así el angélico doctor: “La divina Providencia conoce no solamente los efectos que tendrán lugar, sino también las causas que han de producir tales efectos. Ahora bien: los actos humanos son la causa de ciertos efectos. Por tanto, los hombres pueden ejecutar ciertas acciones, no para cambiar con ellas la disposición divina, sino para obtener ciertos efectos según el orden de la disposición divina, y dígase lo mismo de las causas naturales. Este es, ciertamente, el caso en la oración. Oramos, no para cambiar la disposición divina, sino para obtener lo que Dios ha dispuesto que alcanzaremos si oramos, es decir, que—como escribió San Gregorio— “Los hombres, orando, puedan recibir lo que Dios todopoderoso dispuso desde toda la eternidad que daría (Summa 2, 2, q. 83, a. 2).

El Señor prometió conceder lo que le pidiésemos (Juan XIV, 13). Sin embargo, es un hecho que muchas de las cosas que pedimos no se nos conceden. 

A esta dificultad hay que responder haciendo algunas distinciones. Si con humildad y perseverancia pedimos bendiciones espirituales con las que aseguremos nuestra salvación, como gracia para resistir a las tentaciones, perdón de nuestros pecados y la gracia de la perseverancia final, no hay duda de que Dios despachará nuestra oración favorablemente. Si pedimos eso mismo para otros, Dios derramará a manos llenas sus gracias sobre ellos; pero, en último término, el pecador puede obstinarse y resistir a esas gracias hasta la muerte. Dios no forzará jamás la voluntad del hombre, pues no quiere en su servicio forzosos, sino voluntarios. Si le pedimos cosas temporales, como salud, dinero, éxito en los negocios, etcétera, Dios puede concedernos lo que pedimos precisamente negándonoslo. No olvidemos que debemos orar en armonía con el plan divino. Jesucristo nos enseñó esto cuando oró así a su Padre en el huerto de los Olivos: “Padre, si es posible, que pase de Mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mat. XXVI, 39). San Pablo también pidió a Dios que le librase del aguijón de la carne, y oyó que Dios le decía que “la virtud se perfecciona en la enfermedad” (2 Cor XII, 7, 9).   Si la enfermedad nos acerca a Dios, y la salud hace que nos olvidemos de El; si los fracasos nos hacen más humildes y los éxitos más soberbios; si la pobreza es causa de que imitemos más de cerca a Jesús pobre, y con las riquezas nos ponemos a punto de perder la misma fe, ¿no sería crueldad por parte de Dios concedernos lo que le pedimos? No hay madre que dé a su niño la navaja de afeitar del padre, por mucho que llore el nene que quiera jugar con ella. No hay médico sensato que dé al paciente lo que pide si está cierto de que ello le causaría la muerte.

Por qué no rezan los católicos según les dicte el corazón, en vez de repetir siempre las mismas oraciones vocales? ¿Tenían acaso los primitivos cristianos cierto número de oraciones fijas en sus libros, como la tienen hoy los sacerdotes en la misa? 

En los tiempos apostólicos no se decía la misa por un misal, como ahora, sino que se decían ciertas oraciones compuestas, en parte, por el obispo que oficiaba. La opinión general hoy día es que las oraciones de la liturgia católica datan del siglo II. Desde luego, ciertas palabras, como las de la fórmula de la consagración, eran repetidas por los mismos apóstoles (San Justino, Apol 1, 05) y sus sucesores, siguiendo el mandato de Jesucristo (Luc. XXII, 19). Las lecciones, salmos, preces y sermones que se introdujeron en la misa no fueron más que una cristianización de las funciones religiosas de la sinagoga.San Pablo nos habla de la lectura de las Escrituras, de la recitación de himnos y salmos y de la respuesta Amén (1 Tim IV, 13; 1 Cor XIV, 26; 16) y San Lucas nos habla de las oraciones que seguían a la consagración (Hech II, 42). Cuando uno de los discípulos dijo a Jesucristo: “Señor, enséñanos a orar”, el Señor le satisfizo pronunciando la más hermosa de todas las oraciones y la que se ha venido repitiendo con más frecuencia, el Padrenuestro (Luc. XI, 1).  Por tanto, cuando la Iglesia aprueba ciertas oraciones, no hace más que imitar la conducta del Salvador, que aprobó la oración cristiana por antonomasia. Además, las oraciones de la Iglesia no pueden ser más hermosas si se leen y meditan con, sosiego y recogimiento. Las más comunes son el Credo, el Yo pecador, el Avemaria, el Angelus y el Rosario. Pero los católicos son libres para decir al Señor lo que crean oportuno y en la forma que mejor les cuadre. La Iglesia aprueba y alaba la oración mental. En ella se da rienda suelta a los efectos sin repetir vocalmente ninguna oración escrita en los libros. También ha florecido siempre en la Iglesia la contemplación u oración de silencio y recogimiento, como puede verse leyendo los escritos de los autores místicos. Léase a Santa Teresa de Jesús, o a San Juan de la Cruz, o a San Pedro de Alcántara, o a tantos otros que han sobresalido en esta contemplación privilegiada. San Juan de la Cruz dice que para llegar a esta oración, el alma debe estar despegada de todas las criaturas y debe estar indiferente para las sequedades o para las dulzuras que en ella pueda sentir, pues Dios exige al espíritu tal libertad, que el menor gusto o disgusto a una cosa impide la paz y recogimiento de esa contemplación sublime e interrumpe el silencio que necesita el alma para oír la voz de Dios, que habla al alma en la soledad. La Iglesia es la primera en oponerse a todo formulismo rutinario. Lo que ella quiere es que sus hijos se acerquen a Dios y vivan vida de fe, esperanza y caridad. Las oraciones que nos da escritas no son para que nos ciñamos a ellas exclusivamente, sino para que nos sirvan como de guía para encontrar a Dios, que habla al alma en la oración y en el silencio. Una vez que hemos encontrado a Dios, cesa la oración vocal, y el alma habla a su Señor sin las ataduras de palabras fijas, aprendidas tal vez de memoria. 

BIBLIOGRAFIA

CorralEl alma de todo apostoladoErmoniSan Pablo y la plegariaGubunasLa oración dominicalGranadaOración y meditaciónHerediaUna fuente de energíaMaumignyLa práctica de la oraciónNeumayrCompendio de Teología ascéticaSanta Teresa,Camino de perfección.SorazuLa vida espiritual.

Los mandamientos de la iglesia. Días festivos. Ayuno y abstinencia. La cuaresma. Comulgar por pascua florida. Limosna a los sacerdotes.

¿Por qué pone la Iglesia en el mismo plano las leyes eclesiásticas y las del Sinaí?

 No las pone. El perjurio, la calumnia y otras leyes divinas obligan siempre y sin excepción, o a que no se hagan, como las dos aducidas, o a que se hagan, como honrar a los padres. En cambio, las leyes eclesiásticas son condicionales. Así, por ejemplo, están exentos del ayuno los que obtienen dispensa por justas razones, y no están obligados a ir a misa los domingos los que estén legítimamente impedidos, como los enfermos y otros. La Iglesia, como representante que es de Jesucristo, tiene derecho a promulgar leyes para custodia de la fe (como la condenación de la masonería), y para promover la piedad y devoción de los fieles (como las leyes referentes a oír misa los domingos, la abstinencia, el ayuno, etc.). Para cumplir mejor este oficio de guardiana e intérprete de la revelación, la Iglesia promulga las leyes, autorizándolas con la sanción mayor que se puede imaginar, a saber, el pecado mortal; pero, repetimos, las leyes eclesiásticas dejan de obligar tan pronto como uno tiene una excusa válida para no observarlas.

¿Por qué se obliga a las mujeres a estar en la iglesia con la cabeza cubierta?Porque es una costumbre apostólica, como leemos en la epístolaprimera de San Pablo a los corintios (XI, 3-16). El apóstol reprende a las mujeres de Corinto por presumir entrar en la iglesia descubiertas, y las acusa de orgullo y arrogancia. La mujer debe estar sujeta a su marido por mandato de Dios, y, en señal de esta dependencia, lleva velada la cabeza. “El hombre —dice San Pablo— es cabeza de la mujer” y “la mujer es la gloria del hombre”. La mujer fue criada para el hombre. Rezar en la iglesia con la cabeza descubierta es insultar a los ángeles, y equivale a raparse el pelo, cosa que sólo hacían los esclavos griegos y las bailarinas de Roma. Después de alargarse bastante el apóstol en estos conceptos, termina con estas palabras: “Si alguno de vosotros no puede seguir el hilo de mi raciocinio en este punto, conténtese con saber que en ninguna parte se permite a las mujeres estar en la iglesia con la cabeza descubierta.”

¿No es cierto que la Iglesia en la Edad Media celebraba lo menos cincuenta días festivos? Y ¿no es esto fomentar la holgazanería? Ya San Pablo puso el veto a esta demasía de días festivos al escribir así a los cristianos de Galacia: “Vosotros guardáis días y meses y tiempos y años” (Gál IV, 10).

Es cierto que en la Edad Media los días festivos en Hungría llegaban a cuarenta y en Francia a cincuenta; pero los obispos se proponían con estas fiestas aliviar a los pobres en sus trabajos pesados, haciendo que descansasen, se recreasen y, sobre todo, cumpliesen con los preceptos de la Iglesia. Más tarde, llegaron quejas a Roma sobre el número excesivo de fiestas, y los Papas redujeron notablemente ese número, hasta que en el Concordato con Francia (1801) sólo se fijaron cuatro días de precepto, en los que se había de oír misa y no se había de trabajar. Estos días eran Navidad, la Ascensión, la Asunción y Todos los Santos. Dice así el Papa Urbano VIII en su bula Universa“Un número excesivo de días festivos origina tibieza entre los fieles. Más aún: los pobres se quejan de que con tantas fiestas no ganan lo suficiente para mantenerse. En cambio, otros se entregan esos días al ocio, que es la raíz de todos los vicios. Las fiestas se crearon para facilitar la salvación eterna; pero muchos se entregan en ellas a placeres mundanos y perniciosos, de suerte que hacen, de la triaca ponzoña y ponen en peligro su salvación.” San Pablo no condenó la guarda de las fiestas recomendadas en la Ley Antigua, como el sábado, la luna nueva, la Pascua, los Tabernáculos, el Jubileo y otras fiestas. Lo que condena el apóstol en su carta a los fieles de Galacia es el espíritu de los judaizantes, que insistían en que los cristianos debían guardar las fiestas y prácticas de la ley judía, que había sido anulada por la ley de gracia. Por eso les dice: “¿Por qué volvéis a los elementos débiles y vacíos, los cuales deseáis guardar de nuevo?” (Gál IV, 9).
La Pascua de los judíos tenía por fin conmemorar la salida de los hebreos de Egipto bajo la dirección de Moisés. Se guardaba el 14 de nisán, y cada año caía en el día siguiente al del año anterior. La Pascua de los cristianos, desde los tiempos apostólicos, tenía por fin conmemorar la Resurrección del Señor, y siempre caía en domingo (Eusebio, Hist ecles 5, 23). El Concilio de Nicea decretó que este domingo debía ser el que seguía al día 14 de la luna pascual, es decir, la luna cuyo día 14 seguía al equinoccio primaveral. En virtud de este decreto, el domingo de Pascua es siempre el primer domingo después del día 14 de la luna que sigue al 21 de marzo. Así que el domingo de Pascua nunca puede caer antes del 22 de marzo ni después del 25 de abril.

¿Cómo es que los católicos no comen carne los viernes? Jesucristo dijo que “no lo que entra por la boca mancha al hombre” (Mat XV, 11). Y San Pablo dice que “abstenerse de comer carne es doctrina de demonios” (1 Tim IV, 3). Y en otro lugar dice: “Todo lo que se venda en el mercado podéis comerlo —incluso la carne— sin hacer pregunta alguna por razones de conciencia” (1 Cor X, 25).

En la Iglesia católica tenemos una ley en virtud de la cual los que no estén dispensados de ella por bulas u otros documentos legítimos, han de abstenerse de carne todos los viernes del año, en conmemoración de la crucifixión del Señor. Esta ley puede verse mencionada en La doctrina de los doce apóstoles, 8; en Tertuliano, De Jejunio, 14, y en Clemente de Alejandría, Strom., 6, 75. Claro está que comer carne no es en sí pecaminoso, ya que “todas las criaturas de Dios son buenas y no hay que rechazar nada que se recibe con acción de gracias” (1 Tim IV, 4); pero comer carne contra la ley de la Iglesia de Dios es un pecado grave de desobediencia a una institución divina que prescribe la abstinencia para nuestro bien espiritual. San Agustín dice de la abstinencia que “purifica el alma, eleva la mente y sujeta la carne al espíritu” (De Orat et Jej. serm 230). Abstenerse de comer carne por creer, con los gnósticos, que la carne es un mal, o por temor de comer en ella a la abuela, al estilo de los brahmanes, es, ciertamente, pecaminoso (1 Tim IV, 3). En el pasaje de San Mateo (XV, 11) arriba aducido, Jesucristo reprende a los fariseos, que todo lo ponían en ceremonias externas; que “limpiaban la parte externa del vaso y por dentro estaban llenos de rapiña y suciedad” (Mat XXIII, 25). La malicia del pecado está en la corrupción del corazón y en la desobediencia de la voluntad (Mat XV, 19). Gran parte de la carne que se vendía en los mercados de Corintio venía de los sacrificios de los paganos. Si los judíos o los paganos se escandalizaban de ver a los cristianos comer esta carne, los cristianos debían abstenerse de “comerla, en atención al que los había avisado y a la conciencia” (1 Cor X, 28).

 ¿A qué viene eso del ayuno? Las leyes eclesiásticas sobre el ayuno son muy severas y piden demasiado a la pobre naturaleza, ¿Qué diferencia hay entre el ayuno y la abstinencia?

Abstinencia es lo mismo que privación de comer carne ciertos días prescritos; ayuno quiere decir que no se toma más que una comida al día, aunque se pueden tomar dos onzas en el desayuno y por la noche una colación que no exceda de ocho onzas. Los cristianos primitivos, siguiendo el ejemplo de los judíos, adoptaron la costumbre de no tomar alimento más que una vez al día —al atardecer—; pero luego se vio que este ayuno era excesivo para el promedio de los hombres. En vista de esto, la Iglesia moderó el ayuno, acomodándolo a las circunstancias modernas. Están dispensados del ayuno los que no han cumplido veintiún años, los que ya cumplieron sesenta y los que tienen razones justas para ser dispensados. El ayuno está recomendado lo mismo en el Antiguo que en el Nuevo Testamento. (Baste citar, entre otros pasajes, los siguientes: Ex XXXIV, 28; Deut IX, 18; 2 Rey XII, 16; 3 Rey XIX, 18; Mat III, 4; IV, 2; Hech XIII, 3; XIV, 22). Ayunar por ayunar no es cosa que agrade a Dios (Luc XVIII, 12); pero ayunar cuando y porque lo manda la Iglesia es meritorio por dos razones: porque en eso nos negamos a nosotros mismos y porque imitamos a Jesucristo, que ayunó cuarenta días en el desierto. Además, el ayuno hace que la carne se sujete al espíritu, como dice San Pablo (1 Cor IX, 27), y prepara el alma para recibir la gracia del Espíritu Santo (Hech XIII, 2-3). San Ambrosio llama al ayuno “muerte del pecado, raíz de la gracia y cimiento de la castidad”.

¿Qué me dice usted de las llamadas cuatro témporas?

Por precepto de la Iglesia, los católicos deben observar el ayuno y la abstinencia en los tres días de una semana, que son miércoles, viernes y sábados, al principio de cada una de las cuatro estaciones del año. Esta práctica, aunque de origen incierto, parece haber sido introducida en contraposición a las costumbres paganas de la Roma del siglo V. Al principio de la siembra y de la recolección, los romanos practicaban ciertas ceremonias religiosas para implorar la ayuda de los dioses: en junio, para que la cosecha fuera buena; en septiembre, para tener una vendimia abundante, y en diciembre, para que la sementera resultase bien.La Iglesia cristianizó esta costumbre pagana, y escogió estos días de las diversas estaciones como días dedicados de una manera especial a la oración y a la mortificación.
Las menciona por primera vez San León Magno (440-461), quien afirma que son de origen apostólico, aunque no conocemos prueba alguna en favor de esta aserción. En su tiempo se introdujo la costumbre de ordenar a los clérigos durante esos días. También eran días de órdenes el sábado anterior al Domingo de Pasión y el Sábado Santo.

¿Qué se entiende por Cuaresma?

La Iglesia, desde los principios, introdujo la costumbre de prepararse para la Pascua ayunando los dos días precedentes, o sea, el Viernes Santo y el Sábado Santo. Para conmemorar la Pasión y muerte de Jesucristo en la cruz, se introdujo la práctica de ayunar cuarenta días, los mismos que ayunaron Moisés (Ex XXIV, 28), Elias (3 Rey XIX, 8) y Nuestro Señor Jesucristo (Mat IV). Vemos mencionada por primera vez la Cuaresma en el canon quinto del Concilio de Nicea (325) y en las cartas festivales de San Atanasio. (Véase la carta al obispo Serapión de Thumis, escrita desde Roma el año 341) Entonces el ayuno era rigurosísimo. No se permitía más que una comida al día, que se tenía a las cuatro de la tarde. Los clérigos y los fieles de Roma se reunían en procesión, recorrían las estaciones de la ciudad y luego oían la misa del Papa, en la que recibían la comunión. Los penitentes hacían penitencia pública durante la Cuaresma, y el día de Jueves Santo eran reconciliados por el obispo. Los catecúmenos eran instruidos entonces para estar bien dispuestos el Sábado Santo, día destinado para los bautismos. La liturgia de la Cuaresma, recopilada entre los años 461 y 596, muestra en cada una de sus páginas las pruebas y sufrimientos a que estaban sometidos los cristianos de Roma. Esta era por entonces presa de los vándalos, godos, hunos y lombardos, que la sitiaban y saqueaban con excesiva frecuencia. A estas devastaciones se añadían el hambre, la pestilencia y las inundaciones. Esas exclamaciones que vemos en la liturgia implorando piedad y misericordia, perdón de los pecados y liberación de los enemigos, salían de labios de clérigos y obispos, probados en el crisol de los sufrimientos y atribulados hasta el extremo. Durante la Cuaresma, ningún católico debiera dejar de las manos el misal, traducido a la lengua del país. En él están contenidas las plegarias más sublimes que se pueden concebir, y su lectura y meditación sirven de consuelo y de refrigerio. La Cuaresma empieza el Miércoles de Ceniza y termina el Sábado Santo. La ley general de la Iglesia es que hay que ayunar todos los días de la Cuaresma, excepto los domingos, y hay que abstenerse de carne y caldo de carne los miércoles y viernes de la misma.

¿Cuándo están obligados los católicos a confesar y comulgar? 

Conforme a los cánones 906 y 859, todo católico que tenga uso de razón está obligado a confesar y comulgar, por lo menos una vez al año, durante el tiempo pascual, o sea, desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo in Albis, aunque de ordinario este período se extiende por concesión eclesiástica desde el Miércoles de Ceniza hasta el domingo de la Santísima Trinidad, ambas fechas inclusive. Hay que hacer notar que sólo los pecados mortales son materia necesaria de confesión. Por tanto, si alguno es de vida tan pura e inocente que no peca mortalmente en todo el año, no está obligado a confesarse este año. Si no peca nunca, nunca está obligado a confesarse. En cambio, la comunión pascual obliga a todos. Si alguno, por descuido o por malicia, deja pasar el período pascual sin comulgar, está obligado a comulgar lo antes posible dentro del año. El precepto de la confesión anual data del Concilio de Letrán (1215), y fue confirmado por el Concilio de Trento (sesión XIV, canon 8), que condenó a los protestantes por defender que el sacramento de la Penitencia había tenido origen en el Concilio de Letrán.

¿Con cuánto dinero están obligados a contribuir los católicos para el sostenimiento del párroco y de la iglesia parroquial? Si un católico se niega a pagar al sacerdote, ¿puede éste negarse a administrarle los sacramentos? 

Consta por la Biblia que los sacerdotes tienen derecho a ser mantenidos por los fieles a quienes sirven en sus funciones sacerdotales. Dice San Pablo: “¿No sabéis que los que sirven en el templo se mantienen de lo que es del templo, y que los que sirven en el altar participan de las ofrendas?” (1 Cor IX, 13, 14).  En, países donde el Gobierno no paga a los sacerdotes, éstos viven exclusivamente de las limosnas de los fieles. Los católicos están obligados por precepto divino a sostener con sus limosnas a los sacerdotes. La cantidad con que debe contribuir depende de las necesidades de la parroquia y de la riqueza del feligrés. A ningún sacerdote le está permitido negar los sacramentos o los servicios eclesiásticos a los pobres, ni puede cobrar nada a nadie por entrar en la iglesia a oír misa (canon 1181). 

BIBLIOGRAFIA.

AgustíLa comunión diaria.
Apostolado de la Prensa, El cuarto, ayunar.
Id., La santa Cuaresma.
Id., A cumplir con la Iglesia.
Id., Los mandamientos de la Santa Iglesia.
GillinLa Semana Santa.
JardíLa ley del ayuno y abstinencia.
NievasEl párroco de la Cuaresma. 
Rignal, Oficio de la Semana Santa.
RojoPascua y el tiempo pascual.
SepúlvedaLa reforma de la vida

¿Es el cielo un lugar, o un estado del alma? ¿Qué es lo que sabemos acerca del cielo? ¿Reconocemos allí a nuestros amigos y parientes?

El cielo es, a la vez, la felicidad eterna y la morada donde habitarán eternamente los justos en la vida de ultratumba. En la Biblia recibe los nombres de reino de los cielos, reino de Dios, reino del Padre, vida eterna (Mat. V, 3; XIII, 43; XIX, 16; Marc. IX, 46), reino de Cristo, ciudad de Dios, paraíso, corona de vida de justicia, de gloria y nuestra herencia eterna (Luc. XXII, 30; Hebr. XII, 22; 2 Cor. VI, 4; Santiago I, 12; Hebr. IX, 15). 
La bienaventuranza sobrenatural del cielo consiste en la visión intuitiva de la esencia divina. “Ahora vemos confusamente, como en un espejo; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; entonces conoceré plenamente (a Dios) a la manera que yo soy conocido” (1 Cor XIII, 12). 
Esta doctrina fue definida primero por Benedicto XII en 1336 y luego por el Concilio de Florencia, en 1349. El Concilio de Viena nos dice que para que nuestro entendimiento pueda ver a Dios, es perfeccionado sobrenaturalmente por el lumen gloriae o luz de la gloria. Nadie puede entrar en el cielo a no ser que esté en estado de gracia (Apoc. XXII, 27). 
La felicidad suprema que allí se goza excluye forzosamente todo mal, sea éste moral o físico. “Y Dios les enjugará todas sus lágrimas; ni habrá ya muerte, ni alarido, ni llanto, ni habrá más dolor, porque las cosas de antes son ya pasadas” (Apoc. XXI, 4). 
Pero esa felicidad eterna será susceptible de grados. “Quien escasamente siembra, cogerá con escasez; y quien siembra a manos llenas, a manos llenas cogerá” (2 Cor IX, 6). 
La intimidad que el alma tendrá con Dios en el cielo, sus relaciones con los santos, su inmunidad contra todo pecado, son gozos que nuestro entendimiento no puede alcanzar. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman” (1 Cor. II, 9). 
No cabe duda que en el cielo conoceremos a nuestros amigos y parientes, y por cierto con más intimidad; de donde se seguirá un amor muy superior al que les tuvimos acá en la tierra. Uno de los mayores goces del hombre en esta vida es el amor de los amigos y familiares. Dios, en vez de destruir en el cielo ese amor, le sobrenaturalizará. En el cielo todo es sobrenatural, sin que por eso sea antinatural. Al fin y al cabo, del amor y la amistad acá en la tierra son plantas excesivamente delicadas. No es raro ver amistades cambiadas en odios, y por cosas bien insignificante. Dígase lo mismo de las familias donde por desgracia abundan las riñas y las desavenencias. En la otra vida, cuando el alma está confirmada en gracia, los efectos del corazón serán mejorados y aumentados el ciento por uno. Amaremos a los nuestros en Dios y por Dios.

¿Cómo es posible que se encuentre feliz en el cielo el que tenga noticia de que sus parientes y amigos están en el infierno, y para siempre?
El cielo no es otra cosa que la visión beatífica, lo cual equivale a decir que los santos lo verán todo desde el punto de vista de Dios. Los sufrimientos de los condenados no pueden afectar a los bienaventurados más de lo que afectan a Dios, que es infinitamente feliz, a pesar de los padecimientos de sus criaturas en el infierno. Hay una diferencia grandísima entre la manera de habernos en esta vida y en la otra. Acá lloramos desconsolados si sospechamos que un miembro de nuestra familia está en el infierno. Por eso hay en la Iglesia tantas Ordenes y Congregaciones religiosas que se dedican con todo ardor a la salvación de los hombres. El deseo de convertir a los pecadores espolea vivamente a estos siervos de Dios y hace que ayunen y se destierren a tierras lejanas, exponiéndose continuamente a mil peligros por salvar a las ovejas extraviadas. Pero en la otra vida nuestros sentimientos tienen que cambiar necesariamente. Entonces tendremos por los condenados la misma simpatía que ahora tenemos por los demonios, porque nos haremos perfecta cuenta de que están en el infierno justísimamente. Rehusaron obedecer a Dios, murieron impenitentes y en el infierno odian y odiarán a Dios eternamente. Esto despoja a los condenados de todo aquello que acá en la tierra los hacía amables a nuestros ojos.

¿Qué quieren decir aquellas palabras: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”? (Marc. XIII, 31).
No es difícil el sentido de estas palabras. Jesucristo acababa de hablar de la destrucción del templo de Jerusalén, que se avecinaba, y del fin del mundo. A continuación añadió que, aun cuando el mundo y todas las cosas terrenas son fugaces y perecen, su Evangelio es eterno. Ya había expresado esta misma idea el profeta Isaías: “Los cielos se desharán como humo, y la tierra se consumirá como un vestido, y perecerán como estas cosas sus moradores. Pero la salud (el Salvador) que Yo envío durará para siempre, y nunca faltará mi justicia” (Isaí. 51, 6).

¿Qué se entiende por la “comunión de los santos”?
La comunión de los santos es el lazo espiritual que une a los fieles de la tierra a las almas del purgatorio y a los bienaventurados del cielo en un Cuerpo místico, cuya cabeza es Jesucristo y la participación de todos en una misma vida sobrenatural. Los santos, por su proximidad a Dios, obtienen de El gracias innumerables, tanto por nosotros los fieles como para las almas del purgatorio. Los fieles, acá en la tierra, con sus plegarias y buenas obras, honran y aman a los santos y con sus sufragios socorren a las almas del purgatorio. De este modo, todos constituimos un Cuerpo místico, cuya cabeza es Jesucristo.
Los Evangelios abundan en textos que nos hablan del reino de Dios, y dicen que es un reino divino y espiritual establecido por Jesucristo y unido por el vinculo de la caridad (Mat. III, 2, 11, 48; XII, 28; Luc. XVII, 20; XII, 49; Marc. 1, 5). Son ciudadanos de ese reino los justos de acá abajo, los santos y los ángeles (Mat. XIX, 29; Apoc. XXI, 10-27). San Juan dice de esta comunión que es “la unión entre nosotros y nuestra unión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1, 3). San Pablo, hablando de este Cuerpo místico, dice que todos los fieles son miembros de él (Rom. XII, 5; Colos. 1, 18). Todos participan de las mismas bendiciones espirituales (1 Cor. XII, 13), de los mismos méritos (Rom. XII, 4-6; Efes. IV, 7-13) y de las mismas oraciones (Rom. XV, 30).

¿Dónde habla la Biblia del purgatorio o de las oraciones por los difuntos? ¿Creyeron los cristianos primitivos en un estado intermedio entre el cielo y el infierno? ¿No es más razonable suponer que, a la muerte, el alma va directamente, o al cielo, o al infierno?
La Iglesia ha definido la existencia del purgatorio en dos Concilios ecuménicos: el de Florencia y el de Trento. Dice así este último: “La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, basándose en las Escrituras y en la tradición de los Padres, ha declarado en otros Concilios sagrados, y recientemente en este Sínodo ecuménico, que existe un purgatorio y que las almas allí detenidas pueden ser ayudadas por los sufragios de los fieles y principalmente por el aceptable sacrificio del altar” (sesión 25). 
Fundándose en la Sagrada Escritura, el mismo Concilio declaró (sesión 14, canon 12) que Dios no siempre remite toda la pena temporal debida por los pecados ya perdonados (Núm. XX, 12; 2 Rey. XII, 13-14). 
El Apocalipsis nos dice que en el cielo no puede entrar nada que esté manchado (XXI, 7). Ahora bien: a nadie se le oculta que muchos cristianos mueren con pecados veniales. Siguese, pues, que todos aquellos que mueran manchados con pecados veniales o con pena temporal no remitida aún, tienen que expiar eso en el purgatorio. 
La doctrina del Antiguo Testamento sobre el purgatorio puede verse clara y precisa en el libro segundo de los Macabeos (XII, 43-46). Después que Judas Macabeo venció a Gorgias, volvió con sus compañías a sepultar a los judíos que habían perecido en el campo de batalla. Tenían los muertos en sus vestidos algunos amuletos tomados de los ídolos de Jamnia, contra lo preceptuado por el Deuteronomio (VII, 25). Cuando Judas los vio, hizo oración a Dios para que perdonase ese pecado a los difuntos (12, 31-42), y, “juntando doce dracmas de plata, las envió a Jerusalén para que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los muertos”. No creyó que éstos habían pecado mortalmente, “pues consideró que los que habían muerto piadosamente tenían asegurada una paz muy grande”. Luego añade el escritor sagrado: “Es, pues, un pensamiento santo y saludable el rogar por los difuntos, para que sean libres (de las penas) de sus pecados.” 
Los protestantes no admiten los libros de los Macabeos, sino como apócrifos; pero eso lo hacen para no verse obligados a admitir estos textos que condenan su doctrina sobre el purgatorio. Aun cuando no hubieran sido inspirados, estos libros nos muestran lo que creían los judíos mucho tiempo antes de la venida de Jesucristo.
Nuestro Señor habla en el Evangelio de pecados que pueden ser perdonados “en el otro mundo” (Mat. XII, 32), lo cual se refiere al purgatorio, como afirman San Agustín (De Civ Dei 21, 24) y San Gregorio Magno (Dial 4, 39). 
San Pablo habla de pecados veniales que serán borrados por el fuego y del alma que será salva, pero así como por fuego (1 Cor. III, 11-15). 
Orígenes, San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín dicen que en este pasaje el apóstol se refiere al purgatorio. Asimismo, todos los Padres, los de Oriente lo mismo que los de Occidente, mencionan la costumbre apostólica de rogar por los difuntos. 
Tertuliano (160-240) habla dos veces sobre las misas que se decían el día del aniversario del difunto. “Ofrecemos sacrificios por los muertos una vez al año, como si celebrásemos su onomástico” (De Cor Mil 3). “La viuda fiel hace oración por el alma de su esposo difunto, pidiendo para él, primero, refrigerio, y luego, unión y compañía con ella después de resucitados: y con este objeto hace oblaciones el día del aniversario de su muerte” (De Monog 10). 
San Cipriano (200-258) decretó que no se dijesen misas por el sacerdote que hubiese desempeñado el oficio de ejecutor en los testamentos (Epist. 66). 
San Ambrosio, en las honras fúnebres del emperador Teodosio, decía: “Dad, Señor, descanso perfecto a tu siervo Teodosio, ese descanso que habéis preparado para vuestros santos… Yo le he amado, y por eso quiero estar con él en la tierra de los vivos; ni descansaré hasta que con mis lágrimas y oraciones le lleve allá a donde sus buenas obras le reclaman, al monte santo del Señor.” 
A San Agustín le dijo su madre, Santa Mónica, momentos antes de morir: “Entierra este cadáver donde quieras; no te aflija en modo alguno su cuidado. Lo que sí te encarezco es que dondequiera que estés te acuerdes de mí ante el altar del Señor” (Confes 11, 27). 
San Cirilo de Jerusalén (315-386) escribe así: “Luego rogamos por los santos Padres y por los obispos que nos han precedido, así como por todos los que han muerto en comunión con nosotros, pues creemos que las almas por las cuales se ruega reciben gran ayuda mientras se celebra el santo y tremendo sacrificio” (Cath Myst 5, 9).
San Juan Crisóstomo (334-407): “No son vanas las oblaciones que se hacen por los difuntos; no son vanas las súplicas, no las limosnas” (Act. Apost XXI, 4). También son de mucho valor en este punto las oraciones de las liturgias más antiguas, tanto orientales como occidentales. 
Dice así la liturgia romana: “Acuérdate, ¡oh Señor!, de tus siervos, que nos han precedido con el sello de la fe y duermen el sueño de la paz. Te suplicamos, Señor, que les concedas un lugar de refrigerio, luz y paz, por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.” Estas palabras, “refrigerio, luz y paz” pueden verse en no pocas inscripciones de las catacumbas. En muchas tumbas cristianas de los tres primeros siglos se encuentran estas frases por demás significativas: “En paz”, “Tenga luz eterna en Cristo”, “Que Dios te dé el refrigerio.” Hoy día solemos escribir R. I. P., o sea: Descanse en paz. 
Toda esta serie de testimonios no pesan nada en la balanza protestante. La doctrina cristiana está tan entrelazada toda ella, que la negación de un dogma lleva forzosamente a la negación de muchos otros. Al afirmar Lutero que la fe sola nos justificaba, se vio forzado a negar la distinción entre pecado mortal y venial, la pena temporal, la necesidad de las buenas obras, la eficacia de las indulgencias y la utilidad de las oraciones por los difuntos. Efectivamente, si el pecado no es, en realidad, perdonado, sino sólo cubierto; si el “hombre nuevo” del Evangelio es Jesucristo imputando su propia justicia al que aún es pecador, siguese lógicamente que rogar para que los difuntos sean libres de la pena temporal de sus pecados es un contrasentido. La negación luterana del purgatorio implica dos hechos a cual más absurdos, a saber: o que la mayoría de los cristianos se condenan, o que Dios, “por un cambio repentino y mágico”, purifica el alma a la hora de la muerte para que se salve. Para Lutero no hay términos medios. En cambio, los católicos tenemos una doctrina más consoladora y más conforme a razón. Hay que admitir que muchos mueren con pecados veniales y con la pena temporal debida por los pecados ya perdonados en, cuanto a la culpa. 
De ordinario cometemos muchos pecados veniales, de los cuales nos olvidamos pronto, sin que se nos pase por las mentes arrepentimos de ellos, porque los tenemos en poco. Hay pecadores que viven apartados de la religión años y más años, y, por fortuna, se convierten a Dios en el lecho de muerte. Estos tales mueren de ordinario con mucha pena temporal, que habrán de pagar en la otra vida “hasta el último cuadrante”
Aun el filósofo pagano Platón distinguió entre las ofensas curables e incurables que han de ser castigadas en la otra vida; unas, temporalmente; las otras, eternamente. Yo me he encontrado con protestantes—algunos de ellos luteranos— que me han confesado sin ambages que rezan a menudo por sus parientes difuntos, aunque los pastores les dicen lo contrario; porque, según me han dicho, los difuntos no eran ni tan perversos que merecieran el infierno, ni tan buenos que pudieran entrar en el cielo pronto. Me acuerdo de una señora de Baltimore, luterana, que todos los días rezaba por su esposo difunto. Sin haber leído en su vida a San Agustín, estaba cumpliendo a la letra lo que dijo el santo, a saber: “Que hay muchos que salen de esta vida ni tan malos que no merezcan ser mirados con misericordia, ni tan buenos que tengan derecho a entrar en seguida a gozar de la bienaventuranza” (De Civ. Dei 24). Esta doctrina sobre el purgatorio es, además, tan conforme a razón, que muchos escritores no católicos se han visto forzados a admitirla. Mallock dice que, “lejos de ser ésta una superstición superflua, es ni más ni menos lo que la razón y la moralidad piden a una”.

Bibliografia
Apostolado de la Prensa, El Purgatorio y los sufragios
Id. Acto heroico en favor de las benditas almas.
Bilbao, Pláticas sobre el cielo.
Castaño, El dogma del purgatorio.
Drexiellus, El cielo, ciudad de los bienaventurados.
Electo, El cielo.
Garau, El purgatorio.
Ruiz Amado, El cielo.
Vidal, ¡Pobres almas!.
Vilariño, El cielo.
Id. El purgatorio.

EL DEMONIO. EL INFIERNO. JUSTICIA DE DIOS EN CONDENAR ETERNAMENTE AL IMPÍO.

OBJECIÓN:
¿Están obligados los católicos a creer en un demonio personal? ¿Por qué creó Dios al demonio? Si Dios es bueno y la misma bondad, ¿por qué no destruye al demonio?
RESPUESTA:
Dice así el IV Concilio de Letrán: “El diablo y otros demonios fueron creados buenos por Dios, pero ellos se hicieron malos por su culpa.” El diablo no es otro que aquel espíritu maligno. Lucifer (Isaí. XIV, 12), que, lleno de malicia y de soberbia, se rebeló contra su Hacedor, y fue por El condenado al infierno con toda la multitud de ángeles que sedujo (Luc. X, 18; Judas I, 6; 2 Pedro II, 4; Apoc. XII, 7-9). Las Escrituras dicen que él tentó a nuestros primeros padres (Gén III, 1), a David (1 Paral. XXI, 1), a Nuestro Señor en el desierto (Mat. IV, 10), a Judas (Luc. XXII, 3) y finalmente tienta a todo el género humano (Luc. XXII, 31; Juan VII, 44; 1 Pedro V, 8). Si Dios hubiera sido forzado a cambiar su plan divino por la conducta de una de sus criaturas, por ejemplo, destruyendo al demonio, estaría por el mero hecho sometido a la voluntad de una criatura, y su acción, por tanto, dependería de la acción de una criatura; es decir, que entonces Dios no sería Dios. No cabe duda de que el poder que tiene Satanás y los espíritus malignos para tentarnos es grande, como confiesa el apóstol (Ef. VI, 11-12); pero, “fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros” (1 Cor X, 13).

OBJECIÓN:
¿Puede la razón sola probar que existe un infierno eterno? ¿No es cierto que la palabra judía sheol significa la tumba? ¿Por qué creen los católicos que hay un infierno eterno? ¿No fueron acaso universalistas muchos Padres primitivos?
RESPUESTA:
La razón, por sí sola, no puede probar que el infierno es eterno; lo que sí puede probar es que la eternidad del infierno no envuelve contradicción alguna. Si sabemos que hay un castigo eterno, es porque Dios nos lo reveló. Ahora bien: si Dios lo reveló, la Iglesia católica no fue la que inventó que los que mueren en pecado mortal se condenan para siempre. Las definiciones, pues, de la Iglesia en este punto no son más que una aceptación de la revelación divina (Trento, sesión 14, canon 5). Es cierto que la palabra hebrea sheol. en el Antiguo Testamento, significa, en general, la sepultura, o también la otra vida, sea buena o mala. A veces significa esto mismo aun en el Nuevo Testamento (Hech. II, 27; Apoc. XX, 13). Los judíos, en un principio, tenían una idea muy vaga acerca de la otra vida, aunque Dios tomó a su cargo protegerlos contra los errores paganos entonces en boga, como el panteísmo, el dualismo y la metempsicosis. Creían, sí, en la otra vida, pero estaban demasiado pegados a ésta, siempre solícitos por el bienestar personal y por el engrandecimiento de su país. 
En los libros del Pentateuco, Josué, los Jueces y los Reyes no se hace una distinción clara entre la suerte que correrán en la otra vida los buenos y los malos. Job es el primero que nos habla del premio que espera al justo en la otra vida, de donde se puede colegir que al malvado le esperará pena y castigo (Job XIV, 16, 8). Nos hablan de un juicio universal y divino los salmos (48, 72, 91, 95 y 109), el Eclesiastés (XI, 12), los Proverbios (10, 11, 14, 24) y los profetas Joel (III, 1-21) y Sofonías (I, 3); con lo cual indican que los reos serán castigados en la otra vida. Pero los que mencionan ya expresamente el castigo eterno que les espera a los malos son los profetas Isaías (76), Ezequiel (32) y Daniel (12). 
El Nuevo Testamento no puede ser más explícito en este punto. San Juan Bautista ponía ante los ojos de sus oyentes el fuego del infierno para moverlos a hacer penitencia por sus pecados (Mat. III, 10-12; Juan III, 36). Jesucristo, al invitar a los hombres a que le siguiesen y creyesen en su Evangelio, los avisaba que mirasen por su salvación; pues si morían en sus pecados, se condenarían para siempre. Así, por ejemplo, los avisaba que se guardasen de pecar contra el Espíritu Santo (Mat. XII, 32) y que no escandalizasen (XVIII, 8); que fuesen caritativos con sus hermanos (V, 32) y que viviesen castamente. Los que desobedeciesen estos mandatos se condenarían para siempre. A los que hacen la voluntad del Padre celestial les espera el reino de los cielos; a los inicuos y perversos les espera el castigo del infierno (Mat. VII, 21-23). Muchas de las parábolas del Señor terminan con la condenación de los malos al infierno; por ejemplo, la parábola del trigo y la cizaña, la de la red de pescar, la de las fiestas nupciales, la de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias, la de los talentos (Mat. XIII, 24-30; 47-50; XXII, 1-14; XXV, 1-13; 14-30), la del rico Epulón y Lázaro, la de la gran cena (Luc. XVI, 18-31;XIV, 16-26). En la descripción que hizo Jesucristo del juicio final pintó con vivos colores la separación de los malos y de los buenos. A los malos les dirá: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno” (Mat. XXV, 41). Algunos han creído que el Evangelio de San Juan contradice lo que Cristo había dicho sobre este punto en los sinópticos. Nada más falso. En el cuarto Evangelio se pinta el destino futuro del hombre con la misma alternativa: vida eterna, perdición eterna (Juan III, 3; XV, 16; 12, 25, 48, 50). Los apóstoles no se cansan de repetir la misma doctrina del Maestro. San Pedro dice que los profetas falsos y los maestros mentirosos perecerán y serán atormentados en el infierno como los ángeles rebeldes (2 Pedro II, 1, 4, 9, 12). San Judas habla de los impíos y de los que niegan a Jesucristo, los cuales, a imitación de los ángeles malos y de las ciudades nefandas Sodoma y Gomorra, sufrirán el castigo del fuego eterno y serán arrojados en las tinieblas eternas (Judas 4, 6, 7, 8, 12). San Pablo consuela a los tesalonicenses con la promesa del gozo venidero y del premio que les espera por su fe y su paciencia; y de sus perseguidores dice que serán desterrados del Señor para siempre, privados eternamente de su gloria, y reos de tribulación y castigo eterno para su destrucción (2 Tes I, 6-9). Los malvados no poseerán el reino de los cielos (1 Cor. VI, 9-10; Gál V, 19-21; Efes V, 5).
Según los universalistas, la palabra griega aionios no significa eterno, sino un período de duración muy largo (Mat. XXV, 46). Merece notarse que esa misma palabra griega es la que se usa para “vida eterna” y “castigo eterno”. Como no se ha opinado jamás que el premio de los buenos ha de tener fin, no hay motivo para suponer que el castigo de los malos lo tendrá. Desde luego, si Jesucristo quiso decirnos que el castigo de los malos ha de ser eterno, no lo pudo haber dicho con palabras más claras y expresivas. Y, al contrario, si quiso decirnos que no será eterno, no pudo haber escogido palabras más a propósito para engañar a sus seguidores generación tras generación. 
Es cierto que algunos Padres, como San Gregorio de Nisa (395), y, probablemente, San Gregorio Nacianceno (330-390), negaron la eternidad del infierno, engañados por Orígenes (185-255), que creyó en la apokatastasis o “restauración de todas las cosas”. Pero no hay que olvidar que Orígenes fue condenado el año 543 en un sínodo de Constantinopla, y más tarde fue de nuevo condenado oficialmente en el V Concilio ecuménico, que tuvo lugar en Constantinopla el año 553. Dejadas a un lado estas excepciones, la regla fue que todos los Padres y escritores primitivos defendieron unánimemente con la Escritura la eternidad del infierno. San Ignacio de Antioquía (98-117) escribió que “los maestros falsos que corrompen la fe serán privados del reino de los cielos, e irán al sueño inextinguible” (Ad Eph 16, 2). San Justino, mártir (165), declara que si, por una suposición, no hubiese infierno, “o no existía Dios o, si existía, no se cuidaba de los hombres, o la virtud y el vicio eran cuentos de hadas” (Apol 2, 9). Tertuliano (160-240), refutando a Marción, dice que hay un infierno y que tiene que haberlo para que los hombres teman y practiquen la virtud. San Basilio (331-379) habla en muchos pasajes del castigo eterno del infierno, e insiste en la pena de daño y en la pena de sentido. “Los pecadores—dice—pretenden dudar de su existencia para seguir así pecando impunemente; pero nos certificaron de su existencia Jesucristo y los apóstoles” (De Sancto Spiritu 16).
San Juan Crisóstomo (344-407), además de condenar el universalismo de Orígenes, respondió valientemente a las objeciones de los herejes y paganos contra la eternidad del castigo. Nadie en todo el Oriente habló con tanta claridad sobre este punto como él, ni insistió tanto como él en sus sermones y homilías a la sociedad corrompida de Antioquía y Constantinopla. Basta leer algunas de sus homilías para convencerse de esta verdad.
San Agustín (354-430) prueba la doctrina del infierno por la Escritura y por la razón, y responde sapientísimamente a las dificultades que estaban en boga en su tiempo.
También prueba la existencia del infierno el convencimiento universal de todo el género humano que siempre ha creído, y cree, que los malos serán justamente castigados en la otra vida. Si quitamos el infierno, nos vemos obligados a tener que admitir una serie infinita de absurdos. El principal de ellos sería éste: que el hombre podría blasfemar a su antojo y odiar a Dios con la certidumbre de que Dios estaba obligado a perdonarle. Dios, en tal caso, sería impotente para hacerse obedecer y respetar por estas criaturas miserables que sacó de la nada.

OBJECIÓN:
Parece que hay contradicción en estos dos conceptos: Dios nos ama con amor infinito, y, sin embargo, nos condena a los tormentos eternos del infierno. Si es cierto esto del infierno, Dios tiene unas entrañas tan crueles que no hay hombre tan desalmado que se le pueda comparar. ¿Dónde se han visto padres tan crueles que atormenten de esa manera a sus hijos, por perversos que éstos sean? Además, la doctrina del infierno implica el triunfo de Satanás sobre Jesucristo Redentor. 
RESPUESTA:
El infierno es un misterio, y, como todos los misterios, está sobre el alcance de nuestra razón, que es finita. Los católicos sabemos que es un dogma revelado por Dios, y lo aceptamos sin dudar un momento de la palabra de Jesucristo, Hijo de Dios. Ya dijo el apóstol: “¡Cuán incomprensibles son los juicios de Dios, y cuán insondables son sus caminos!” (Rom XI, 32). ¿Acaso los científicos niegan un hecho porque no saben cómo explicarlo? Para los incrédulos, Dios es, o muy malo, o muy bueno. Hoy preguntan altivos: “¿Cómo va a ser Dios tan cruel que mande al infierno a sus criaturas?” Mañana preguntarán escépticos: “¿Cómo va a ser hechura de Dios, infinitamente bueno y sabio, este mundo villano que chorrea maldad y miseria?” De esta manera, el incrédulo cree poder negar impunemente hoy el infierno y mañana la divina Providencia. Y, sin embargo, en Dios todas las perfecciones están identificadas en una, su misericordia, su justicia, su poder y su amor, todas. La pequeñez de nuestro entendimiento es la que ve en Dios atributos que se contradicen. Las perfecciones en Dios no pueden estar más equilibradas. Ni la misericordia es mayor que la justicia o viceversa, ni puede apartarse un punto de lo recto sin dejar de ser Dios. El es la misma misericordia y la justicia misma. Es evidente que Dios pudo haber creado un mundo tal que el alma, por naturaleza, nunca cediese a la tentación. Los bienaventurados en el cielo, por ejemplo, son libres, y, sin ¿embargo, no pueden pecar. Pero la realidad es que Dios no creó mundo semejante. Dios ha prometido al mundo felicidad eterna si le sirve y obedece sus mandatos, y el mundo se ha empeñado en apartarse de Dios y en seguir los apetitos de la carne. ¿Quién podrá contar el número de pecados que se han cometido desde que Adán y Eva pecaron en el Paraíso? Y, sin embargo, el pecador es siempre libre para pecar o no pecar. Si peca, que no se queje después que Dios es injusto. Ahí está Jesucristo en el sagrario día y noche esperando al pecador. Si éste, en vez de enderezar sus pasos a la Iglesia, sale a dar rienda suelta a sus pasiones, que no se queje después que Dios es injusto. La misericordia de Dios es infinita; por eso espera año tras año al pecador para que se arrepienta y pueda así perdonarle. Si el pecador se olvida de Dios, si se ríe y mofa de la divina misericordia, que no se queje después que Dios es injusto. Esto es tan claro, que un ciego lo ve.
La Iglesia no se cansa de repetir que el que va al infierno es porque quiere y porque lo merece. Si pudiera disculparse delante de Dios diciendo que no supo que tal o cual cosa era pecado, o que la hizo por necesidad, Dios —nótese bien esto—no le condenará. “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim II, 4). Por tanto el que va al infierno, va porque quiere. Yo me he encontrado con hombres tan perversos, que, a ciencia y conciencia, han corrompido a jóvenes inocentes de uno u otro sexo, enseñándoles a cometer los pecados más abominables. También he conocido a hombres que en la guerra se divertían y mataban el tiempo ejercitando la puntería en los prisioneros, a quienes ponían por blanco. He conocido a hombres que por pura malicia han arruinado la felicidad de una familia amiga, y hombres que se han complacido en apropiarse tramposamente los bienes de menores, dejándoles en la calle sin un céntimo. Ahora bien: supongamos que estos hombres mueren sin arrepentirse y sin pedir perdón a Dios por sus pecados. ¿Cómo van a esperar que el día del juicio les diga Jesucristo: “Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os tengo preparado desde el principio del mundo”? (Mat XXV, 24). Nada tan volteriano como pintar a Dios complaciéndose desde el cielo en los tormentos atroces de sus víctimas en el infierno, como si se negase con crueldad refinada a escuchar los ayes de perdón y misericordia de los condenados. Jamás ha habido ni habrá condenado alguno que levante sus ojos al cielo implorando perdón. La voluntad del condenado está confirmada en el mal para siempre. En cuanto al triunfo de Satanás sobre Jesucristo, decimos que lo sería ciertamente si Satanás pudiera prometer el cielo a los que han llevado una vida pecaminosa. La existencia del infierno está pregonando día y noche la derrota de Satanás y la supremacía de Jesucristo y de la ley divina, que no puede ser violada impunemente.

OBJECIÓN:
¿Cómo va a predestinar al infierno a un alma que es todo bondad? Parece que este decreto de Dios nos quita la libertad de escoger. Además, si Dios previó que yo me había de condenar, ¿por qué me crió?
RESPUESTA:
Jamás ha dicho la Iglesia que Dios predestine a nadie al infierno. El que dijo esto fue Calvino, quien no vaciló en afirmar que una parte de los hombres nacía predestinada para el cielo y otra para el infierno, doctrina a todas luces impía, que tuvo que condenar el Concilio de Trento (sesión 6, canon 17). Dijo más Calvino: dijo que Dios, para que los predestinados al infierno no se pudiesen salvar, los predestinaba para que pecasen. Si esto fuese cierto, ningún hombre de razón se determinaría a adorar a un Dios autor del pecado, o a un Dios que nos quitaba la libertad de despojarnos de la facultad de merecer o desmerecer. A Calvino le condena la Escritura, que insiste en la misericordia de Dios y en los deseos que tiene de perdonar a los pecadores más empedernidos (Rom. II, 4; 2 Pedro III, 9). Jesucristo murió por todos los hombres (2 Cor. V, 15; Juan 1, 29; I Juan II, 2). Asimismo, “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim II, 4). Absolutamente hablando, para Dios no hay ni pasado ni futuro; no hay más que un presente eterno: “Yo soy el que soy” (Exodo III, 14). Como es omnisciente, todo lo sabe. Si, pues, lo sabe todo, tiene que saber también lo futuro antes que suceda. Antes que hagamos una cosa, ya sabe que la vamos a hacer; pero —nótese bien esto—no la hacemos porque Dios previo que la haríamos, sino porque libremente la quisimos hacer. Si un individuo que apenas sabe nadar me dice a mi que va atravesar a nado un río de un kilómetro de ancho, y yo le digo que no haga semejante disparate, porque se ahoga, y él insiste y se lanza y perece ahogado, ¿con qué derecho se me va a culpar a mí de que fui la causa de su muerte, pues preví que se ahogaría? Una cosa es prever y otra muy distinta ser la causa. Dios avisa de mil modos al pecador que no se aventure a pecar, que resista a las tentaciones, porque “el que ama el peligro perecerá en él”. Si el pecador se ríe de Dios y escoge libremente el pecado, ¿qué culpa tiene Dios de que este pecador se condene? Si alguno replica que la comparación no es exacta, sepa que en todas las comparaciones hay alguna inexactitud. Yo no pude impedir que el nadador se lanzase al agua y se ahogase; mientras que Dios pudo impedir que el pecador pecase dándole, por ejemplo, una gracia eficacísima, o para que no cayese, o para que se arrepintiese. ¿Por qué no se la dio? Esta pregunta no tiene respuesta. No sabemos cómo distribuye Dios su gracia. Esto es para nosotros un misterio impenetrable. Lo que sí sabemos con toda certeza es que Dios da al pecador gracia suficiente para que se salve si quiere, y que el que se condena es porque quiere. Aquí entra de lleno el problema de la libertad. Es ésta un don tan precioso, que por ella el hombre se parece a Dios más que por ninguna otra facultad. Es tal el respeto que Dios tiene a nuestra libertad, que antepone este respeto al deseo que tiene de nuestra felicidad. Al obrar libremente mostramos la caballerosidad o la villanía de nuestro corazón. Somos libres para amar a Dios sobre todas las cosas, y somos también libres para blasfemar y renegar de nuestro Hacedor; es decir, somos libres para escoger a Dios y salvarnos, y no somos menos libres para huir de Dios y condenarnos. No culpemos a Dios; culpémonos a nosotros mismos. Supongamos que Dios no pudiese crear un alma que previo se había de perder por el abuso de su libre albedrío y por su terquedad en resistir a la gracia divina. La consecuencia entonces sería ésta: todos los hombres, por el mero hecho de haber sido creados, y sin esfuerzo. alguno por su parte, estarían infaliblemente seguros de que se habían de salvar. En tal caso, correrían parejas la virtud y el vicio. No habría entonces sanción alguna por la ley moral.

OBJECIÓN:
¿Cuál es la doctrina de la Iglesia en lo referente a los tormentos del infierno?
RESPUESTA:
La Iglesia no ha definido nada acerca de la naturaleza de los tormentos que los condenados padecen en el infierno. Los teólogos convienen en que los condenados padecen un doble tormento, a saber: la pena de daño y la pena de sentido. La pena de daño consiste en la separación eterna que media entre Dios y el condenado, y en la convicción que éste tiene de que se condenó porque quiso (Mat. XXV, 41; Luc. XIII, 27; Apoc. XXII, 15). 
Este es el tormento más angustioso, como dicen los Santos Padres. San Agustín dice que no conocemos un tormento que se le pueda comparar; y, según San Juan Crisóstomo: “El fuego del infierno es insoportable, y sus tormentos atroces; pero aunque se junte en uno el fuego de mil infiernos, no es nada comparado con el tormento que causa la convicción de que está uno excluido de Dios y de la visión beatífica en el cielo, odiado de Cristo, y obligado a oír de sus labios el “no te conozco” (Hom in Hat 23, 8). 
La pena de sentido consiste en el tormento del fuego, tan frecuentemente mencionado en la Escritura (Mat. XIII, 30-50; XVIII, 8; Marc. IX, 42; Lucas XVI, 24; 2 Tes 1, 8; Apoc. XIX, 20). Se cree que el fuego del infierno, aunque real, no es material como el nuestro. Sabemos que las almas de los condenados estarán separadas de sus cuerpos hasta el día del juicio universal, y que los cuerpos serán entonces de tal naturaleza, que no los podrá destruir el fuego. Discutir la naturaleza de esos cuerpos me parece perder el tiempo en divagaciones. Mejor es confesar de una vez nuestra ignorancia. El cuerpo en sí es incapaz de padecer. Lo que padece es el alma, por ser el principio vital del cuerpo.

OBJECIÓN
¿No le parece a usted que es injusto castigar unos años de pecado con un castigo eterno?
RESPUESTA:
No, señor. No debemos establecer la comparación entre la cortedad de esta vida y la eternidad, sino entre la obstinación eterna del pecador y la santidad de Dios, “cuyos ojos son demasiado puros para contemplar el mal” (Habacuc 1, 13). Aunque viviese el pecador diez mil años en este mundo, el problema seguiría lo mismo, pues diez mil años son un soplo comparados con la eternidad. En realidad de verdad, deberíamos dar gracias a Dios por la cortedad de esta vida, gracias a la cual el peligro de caer es menor. No es el tiempo, sino la voluntad la que juega en esto el papel principal. Basta un minuto para escoger entre Dios y Satanás. Díganlo, si no, la conversiones a la hora de la muerte. Dios nos está diciendo en todo momento: “Te doy a escoger entre la vida o la muerte, entre la maldición y la bendición. Escoge, pues, la vida” (Deut. XXX, 19).

OBJECIÓN:
¿No sufre el hombre bastante en esta vida sin que sea necesario que Dios le sepulte luego en el infierno? ¿No bastaría un castigo temporal en la otra vida? 
RESPUESTA:
Nadie niega que el hombre tiene que pasar por una serie de pruebas, algunas muy costosas y dolorosas. El gusano de la conciencia nunca se cansa de roer cuando las cosas no van bien con Dios. Los mismos vicios son un manantial perenne de enfermedades, y las consecuencias de la mala vida son siempre desastrosas. Pero no es imposible mellar el aguijón del gusano de la conciencia para que no nos molesten más sus rejonazos, ni faltan medios para neutralizar los malos efectos del vicio, ni escasean los recursos con que podamos salir airosos de la posición vergonzosa en que nos precipitó nuestra vida silenciosa (cf. Balmes, Cartas a un escéptico, capítulo 3). 
Precisamente una de las pruebas de la inmortalidad del alma es el hecho de que la maldad no castigada en esta vida exige que Dios la juzgue y la castigue en la otra. “Ay de vosotros los ricos (malos), que tenéis acá vuestra consolación” (Luc. VI, 24). “Hijo, acuérdate de que tú recibiste durante tu vida las cosas buenas y Lázaro las cosas malas; pero ahora él es consolado y tú eres atormentado” (Luc. XVI, 25). Con estas palabras nos enseña Jesucristo que los malos pueden vivir muy contentos en esta vida, pero que les espera el castigo en la otra. 
Es curioso que los protestantes del siglo XVI negaron el purgatorio e insistieron ahincadamente en los tormentos del infierno, y los protestantes del siglo XX rechazan el infierno y quisieran que todos los castigos de la otra vida se pagasen en el purgatorio. Las dos negaciones van igualmente contra la Escritura y contra la tradición. El purgatorio no es sanción suficiente. Si el hombre supiera que no había condenación eterna, este mundo sería un caos. Un porcentaje elevadísimo de hombres se daría al vicio sin restricción alguna. Es, pues, menester que haya un infierno eterno para que el hombre, si no por amor, por el temor al menos, guarde la ley moral y se someta a Dios, su Creador y Redentor.

OBJECIÓN:
Parece que esta doctrina del infierno va contra el espíritu moderno.
RESPUESTA:
De acuerdo. Supongo que por “espíritu moderno” entenderá usted el espíritu de estos incrédulos de nuestros días, que niegan la existencia de un Dios personal, que rechazan la divinidad de Jesucristo y su muerte redentora, que ponen en tela de juicio la libertad de la voluntad y la existencia del pecado, y, finalmente, se mofan de la autoridad divina, desconociendo la Escritura y la tradición apostólica. Los Estados modernos tienden a ser cada vez más indulgentes con los criminales, y si el reo es persona influyente, o por sus riquezas o por su situación política, se hace la vista gorda y se le deja en libertad. Ninguna nación toleraría hoy las mazmorras donde gemían los presos en épocas anteriores y con razón. Asimismo, se está haciendo mucho ambiente contra la pena de muerte, abogando por castigos meramente correctivos. Las leyes humanas están sujetas a cambios y mudanzas. La ley eterna de Dios no cambia con las leyes de los hombres. La doctrina sobre el infierno no nació de cabezas educadas en un ambiente de crueldad y fanatismo, sino que nos fue revelada por Jesucristo como la sanción y reivindicación de la ley moral. Los católicos no caerán jamás en la tentación de cambiar el significado de la revelación de Jesucristo por el mero hecho de que los nervios de los sentimentalistas modernos enfermen y se descompongan.

OBJECIÓN:
¿Qué quieren decir aquellas palabras del Credo de los apóstoles: “Bajó a los infiernos”? ¿Bajó Jesucristo al infierno de los condenados? ¿Qué cosa es el limbo?
RESPUESTA:
Dice así el catecismo del Concilio de Trento: “Profesamos que inmediatamente después de la muerte de Jesucristo su alma bajó al infierno, y habitó allí todo el tiempo que el Cuerpo estuvo en el sepulcro; y que la única Persona de Jesucristo estuvo al mismo tiempo en el infierno y en el sepulcro… Hay que entender aquí por infierno aquellas moradas secretas donde estaban detenidas las almas que no habían obtenido aún la felicidad celeste.” 
Esta doctrina, definida formalmente por el cuarto Concilio de Letrán, está claramente contenida en la Escritura. “Pero Dios le ha resucitado, librándole de los dolores del infierno, siendo, como era, imposible quedar Él preso en tal lugar” (Hech. II, 24). “Mas ¿por qué se dice que subió, sino porque antes había descendido a los lugares más ínfimos de la tierra?” (Efes. IV, 9). “En el cual (en el Espíritu de Dios) fue también a predicar a los espíritus encarcelados” (1 Pedro III, 19). Nuestro Señor mismo se refirió con frecuencia a este limbo de los Padres, donde estuvieron detenidos los justos hasta el día de la Ascensión, bajo la figura de un banquete (Mat. VIII, 11) o de una fiesta nupcial (Mat. XXV, 10). También lo llamó “seno de Abraham” en la parábola de Lázaro y el rico Epulón (Luc. XVI, 22), y “paraíso” en las palabras que dirigió al buen ladrón desde la cruz (Luc. XXIII, 43). Al presentarse allí Jesucristo, aquellas almas juntas empezaron a gozar de la visión beatífica, y el limbo quedó de repente cambiado en cielo. Por limbo de los niños se entiende el estado de felicidad natural de que gozan los que mueren en pecado original sin haber cometido jamás pecados personales graves. Santo Tomás opina que los niños gozan de felicidad positiva, estando unidos con Dios por un conocimiento y un amor proporcionados a su capacidad. 

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, El dogma del infierno.
Id., Eternidad de las penas del infierno. 
Bonett, La filosofía de la libertad.
Bremond, Concepto católico del infierno.
R. Amado. ¡Si habrá infierno! 
Portugal, La bondad divina. 
Rosignoli, Verdades eternas. 
Sutter, El diablo. 
Martínez Gómez, El infierno. 
Bujanda, Teología del más allá. 
Id., Angeles, demonios, magos… y Teología Católica.

LOS NOVISIMOS. EL JUICIO FINAL. EL JUICIO PARTICULAR. LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE. MILENARISMO.

OBJECIÓN:
¿Es cierto que hemos de ser probados después de muertos? ¿Podría usted probarme por la Biblia que, de hecho, a continuación de la muerte viene un juicio? Porque si en realidad somos juzgados individualmente al morir, ¿a qué viene el juicio universal? (Mat XXIV, 37). 
RESPUESTA:
Que todos hemos de morir, nos lo dicen a una la experiencia y la Biblia (Hebr IX, 27). La muerte es un castigo que nos vino por el pecado de Adán (Gén. II, 17; III, 19; Rom. V, 13). Con la muerte se termina el tiempo de prueba, y se termina asimismo el tiempo de merecer o desmerecer (Ecles. XI, 3; 2 Cor. V, 10). 
Aunque es cierto que la Biblia no menciona expresamente el juicio particular, sin embargo, éste no es más que una conclusión lógica de los textos que nos hablan del premio y castigo que tienen lugar inmediatamente después de la muerte. Jesucristo, en la parábola del rico Epulón, dice que el rico fue sepultado inmediatamente en el infierno, y Lázaro, por el contrario, fue al punto llevado al seno de Abraham (Luc. XVI, 22). Asimismo, en la cruz, prometió al buen ladrón que aquel mismo día le llevaría al Paraíso (Luc. XXIII, 43). 
San Pablo también habló explícitamente de la gloria en que entrarían inmediatamente los bienaventurados (2 Cor V, 6-8).
Escribe SAN AGUSTÍN (354-430): “Las almas son juzgadas cuando salen del cuerpo, antes que llegue aquel juicio (el juicio final) en el que serán juzgadas unidas ya al cuerpo, para ser atormentadas o glorificadas en aquella misma carne en que habitaron acá en la tierra” (De anima et ejus origine 2, 8). 
El año 1336 definió BENEDICTO XII, en la Bula Benedictus Deus, que “las almas de los que salen de este mundo en pecado bajan al infierno inmediatamente después de la muerte, y allí están sujetas a tormentos infernales”, y que los que mueren en estado de gracia “ven la Esencia Divina intuitivamente y cara a cara”. 
Esta fue también la doctrina del Concilio de Florencia, en 1439. 
En cuanto al juicio final, baste decir que es un artículo de fe contenido en los credos antiguos -el de los apóstoles, el de Nicea, y el de Atanasio—. 
Los profetas del Antiguo Testamento le llaman “el día del Señor” (Joel II, 31; Ezequiel XIII, 5; Isaí II, 12). Jesucristo le describe con detalles y pormenores (Mat. XXIV, 27; XXV, 31) y los apóstoles nos hablan de él en muchísimos pasajes. 
El fin del Juicio universal es manifestar a todo el genero humano la misericordia y la justicia de Dios. Allí saldrá a relucir todas nuestras acciones, buenas y malas sin que queden excluidas ni las palabras ociosas, ni los más secretos pensamientos (Mat. XII. 36; 1 Cor. IV, 5). 
Entre los acontecimientos más notables que le han de preceder, figuran: la predicación del Evangelio en todo el orbe (Mat XXIV, 14), la conversión de muchos judíos (Rom XI, 25); una apostasía grande y la venida del anticristo (2 Tes. II, 3), y, finalmente, trastornos notables en la Naturaleza (Mat. XXIV, 29; Pedro III, 10).

OBJECIÓN:
¿No es contra la razón el dogma, de la resurrección de la carne? ¿Cómo va a ser posible que resucitemos un día con los mismos cuerpos que ahora tenemos? ¿No es cierto que nuestras cuerpos están cambiando constantemente?
RESPUESTA:
El dogma de la resurrección de la carne es muy conforme a razón, y se verificará merced a un milagro de Dios omnipotente. La razón por sí sola jamás hubiera pensado en semejante cosa; pero lo creemos firmemente porque la iglesia, maestra infalible de la revelación divina, lo ha enseñado así, fundándose para ello en la Biblia y en la tradición. Allí están sino el Credo de los apóstoles, el de Nicea, el de San Atanasio y los Concilios de Constantinopla (553) y el IV de Letrán (1215). 
Este último Concilio dice que “todos los hombres resucitarán de nuevo con sus propíos cuerpos, para recibir conforme a sus obras.” Esta doctrina puede verse ya en el Antiguo Testamento, que empieza por iniciarla y acaba por definirla. Los profetas predijeron la restauración de Israel valiéndose de la figura de una resurrección general (Oseas VI, 3: XIII, 14; Ezeq XXVII, 11), y se refirieron a la resurrección de Jesucristo, prenda de nuestra resurrección (salmo XV, 10). Los padres primitivos citan con frecuencia varios textos en confirmación de esta verdad (Isaías XX, 19; Dan. XII, 2 y el famoso de Job: “Y en mi carne veré a Dios”, XIX, 25-27).
Pero el éxito inequívoco del Antiguo Testamento es el del libro segundo de los Macabeos (VII, 10-11). 
Nuestro Señor Jesucristo habló con frecuencia acerca de la resurrección de la carne, y a los saduceos, que la negaban, les echó en cara que ignoraban las Escrituras (Juan V, 28-29; VI, 39-40; XI. 23, 26; Mat. XXII, 29). 
La resurrección de Jesucristo con su mismo cuerpo no es más que una confirmación de la resurrección de la carne. San Pablo, en Atenas, predicó la resurrección de los muertos como una de las doctrinas fundamentales del cristianismo (Hech. 17, 18, 31, 32), y lo mismo hizo en Jerusalén (XXIII, 6), delante de Félix (XXIV, 15), y delante de Agripa (XXVI, 8), además de mencionarla constantemente en sus epístolas. 
Prueba por la resurrección de Jesucristo que también nosotros hemos de resucitar, diciendo que “si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó” (1 Cor XV, 13).
Los Padres de la Iglesia defendieron acérrimamente esta doctrina contra los paganos, que negaban la inmortalidad, y contra los gnósticos, que decían que la materia era un mal. Al mismo tiempo que afirmaban que esta doctrina la conocemos sólo por revelación, aseveraban que no es imposible en modo alguno a la omnipotencia de Dios y que, más aún, es muy conforme a razón que resucite este cuerpo que fue templo del Espíritu Santo, alimentado con la Sagrada Eucaristía, y, finalmente, que es muy justo que también el cuerpo participe en el premio o castigo que se ha de dar al alma. 
A veces se valían de analogías para explicar esta doctrina, como el grano de trigo, que primero se corrompe en el seno de la tierra y luego aparece de nuevo mejorado en la espiga; la sucesión de las estaciones del año, y la señal del profeta Jonás (Mat XII, 39-40). 
El dogma de la resurrección de los muertos implica algo más que la inmortalidad del alma; implica una resurrección real y completa del hombre en la plenitud de su naturaleza. Hay en el hombre resucitado una identidad triple que hace que éste sea la misma persona humana que fue desde que nació, a saber: identidad del alma, identidad de vida corporal e identidad de la última sustancia material del cuerpo. 
Todos los teólogos católicos convienen en admitir la identidad del alma, pues ésta es el factor principal en la determinación de la identidad personal. También convienen en que la médula de este misterio y de este milagro está en que de hecho se devuelva al hombre la vida corporal. En lo que discrepan es en si de hecho es o no idéntica la materia del cuerpo en los dos estados, pues algunos opinan que no es necesaria tal identidad. Sabemos perfectamente que la sustancia corporal de que se compone el cuerpo está cambiando continuamente; pero la razón y la experiencia nos dicen que este proceso continuo no interrumpe en modo alguno la identidad vital del cuerpo desde la infancia hasta la senectud. 
San Pablo nos dice que al cuerpo resucitado le serán dadas cualidades que antes no tenía (1 Cor XV, 42-44); pero estas cualidades no excluyen la igualdad sustancial. El cuerpo resucitado será impasible, es decir, inmortal e incorruptible: “Resucitará en incorrupción.” “Ni podrán morir otra vez” (Luc XX, 36). “Resucitará en gloria”, es decir, “brillará como el sol en el reino de su Padre” (Mat. XIII, 43). “Resucitará en poder”, es decir, no estará ya sujeto a las limitaciones del espacio. “Resucitará en cuerpo espiritual”, es decir, adornado con propiedades espirituales y sobrenaturales.
En toda resurrección vemos un acto directo de Dios que produce una vida que ya no existe en forma alguna, y que la hace idéntica a la vida que antes existió. La identidad de la vida corporal no tiene otro origen ni otra fuente que la omnipotencia de Dios, el cual puede restituir el reino de los vivos seres que habían dejado ya de existir. 

OBJECIÓN:
¿Qué opina la Iglesia católica acerca del período milenario, o los mil años que habrá de reinar Jesucristo después del fin del mundo? (Apoc 22, 4-7). 
RESPUESTA:
La Iglesia no ha definido nada acerca de este período, ni ha dicho jamás que lo hayan enseñado la Biblia o la tradición apostólica. Algunos escritores de la primitiva Iglesia —Papías, Tertuliano, San Ireneo y San Justino— hablaron en favor del milenarismo, guiados, a lo que parece, por la interpretación literal de algunos textos bíblicos. 
El gnóstico Cerinto, que creía en un paraíso sensual y terreno, no fue menos hereje que los anabaptistas alemanes del siglo XVI. 
Ni los Evangelios ni las epístolas hacen la más mínima alusión a este período singular. Al contrario, dicen que a la resurrección de los muertos seguirá inmediatamente el Juicio universal, excluyendo así el mito de que Jesucristo ha de reinar mil años en la tierra con sus santos antes del día del juicio. Aunque el texto del Apocalipsis, arriba citado, es muy oscuro, parece que se refiere al combate espiritual de Cristo y su Iglesia contra Satanás y los poderes del mal. 
San Agustín interpretó las palabras de San Juan en sentido alegórico. La primera resurrección representa la Redención y el llamamiento a la vida cristiana; el reino de Jesucristo con los santos representa la Iglesia y su trabajo apostólico sobre la tierra; los mil años significan, o los mil años que precederán al juicio, o la duración total de la Iglesia (De Civitate Dei 20, 6. 7). 

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, Muerte, juicio, infierno y gloria. 
Bougaud, Los dogmas del Credo.
Baubraud, Cuidados del alma penitente.
Gazaznel, El destino del alma después de la muerte.
Félix, El juicio final.
Ligorio, Preparación para la muerte.
Nierenberg, Diferencia entre lo temporal y eterno.
Bujanda. Teología del más allá.

LOS SANTOS. SUS IMÁGENES Y RELIQUIAS. RELIQUIAS DE LA CRUZ. PEREGRINACIONES.

OBJECIÓN:
¿Por qué rezan los católicos a la Virgen y a los santos? El unico Mediador entre Dios y los hombres es Jesucristo (I Tim. II, 5). El es también el único Abogado con el Padre (I Juan II, 1). 
RESPUESTA:
La Doctrina de la Iglesia sobre la invocación de los santos fue resumida así por el Concilio de Trento: “Los santos que ahora reinan con Jesucristo ruegan a Dios por los hombres. Es bueno y provechoso invocarlos con preces y encomendarnos en sus oraciones e intercesión para que nos alcancen de Dios beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro único Redentor y Salvador. Los que condenan la invocación de los santos, que gozan de eterna bienaventuranza en el cielo; los que niegan que los santos pidan por nosotros; los que afirman que pedir a los santos que rueguen por cada uno de nosotros es idolatría, opuesto a la palabra de Dios y al honor debido a Jesucristo, único Mediador entre Dios y los hombres, esos tales son impíos” (sesión XXV). 
Los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo, abundan en pasajes donde se recomienda la práctica de encomendarnos en las oraciones de nuestros hermanos, especialmente cuando éstos son justos. Dios mandó a Abimelec que pidiese oraciones a Abraham: “El pedirá por ti, y tú vivirás” (Gén. XX, 7, 17). Gracias a los ruegos de Moisés, Dios miró con ojos de misericordia a los israelitas que habían pecado en el desierto (Salm. XV, 23). Dijo Dios a los amigos de Job: “Mi siervo Job pedirá por vosotros; Yo aceptaré su oración” (Job XLIII, 8). Finalmente, en las cartas de San Pablo vemos que el apóstol pedía constantemente a sus hermanos que rogasen a Dios por él (Rom. XV, 30; Efes. 6, 18; 1 Tes. V, 25).
¿No es absurdo pensar que el cristiano que en esta vida se esmeró en rogar caritativamente a Dios por sus hermanos va a perder todo interés por ellos una vez que sube al cielo y está delante del Omnipotente? La tradición cristiana nos dice todo lo contrario. Los santos, en el cielo, conocen mejor nuestras necesidades y los deseos que Dios tiene de despachar favorablemente sus súplicas. 
Oigamos a San Jerónimo: “Si los apóstoles y los mártires rogaban tanto por otros cuando aún estaban acá en la tierra y necesitaban rogar por sí mismos, ¿qué harán ahora en el cielo, seguros ya como están, pues han sido coronados por sus triunfos y victorias? Moisés, un hombre sólo, alcanza de Dios perdón para seiscientos mil hombres armados, y Esteban ruega por sus verdugos. ¿Serán acaso menos poderosos cuando estén con Jesucristo? San Pablo nos dice que sus oraciones en el navio salvaron a ciento setenta y seis tripulantes. Una vez muerto, ¿va a cerrar sus labios y no va a rogar por todos aquellos que acá y allá han creído en el evangelio, que él predicó? (Adv Vigil 6). 
Sabemos que los ángeles ruegan a Dios por los hombres (Zac I, 12-13).
Dijo el ángel Rafael a Tobías: “Cuando rogabas con lágrimas…, yo ofrecía tu oración al Señor” (Tob. XII, 12). El mismo Jesucristo nos dijo que los ángeles se interesaban por nosotros: “Se alegrarán los ángeles de Dios cuando un pecador haga penitencia” (Luc. XV, 10). En otro lugar nos manda que no escandalicemos a los niños, porque tienen ángeles que interceden por ellos en el cielo (Mat. XVIII, 10). Pues si los ángeles interceden por nosotros, con mayor motivo lo harán los santos, que están unidos con nosotros por el vínculo de la misma naturaleza humana, y por el vínculo sobrenatural de la comunión de los santos, tienen el mismo poder y el mismo privilegio. Esta doctrina sobre la intercesión de los santos puede verse desarrollada en los escritos de los Santos Padres, que la defienden unánimemente. No citaremos más que algunos testimonios.
Escribe San Hilario (366): “A los que hagan lo que está de su parte para permanecer fieles, no les faltará ni la vigilancia de los santos ni la protección de los ángeles” (In Ps 124). 
San Cirilo de Jerusalén (315-386): “Conmemoramos a los que han dormido en el Señor, a los patriarcas, a los apóstoles, a los mártires, para que Dios, por su intercesión, despache favorablemente nuestras peticiones” (Muys 5, 9).
San Juan Crisóstomo (344-407): “Cuando veas que Dios te castiga, no te pases al enemigo… Acude más bien a los amigos de Dios, a los mártires, a los santos y a los que le agradaron, porque éstos tienen ahora gran poder” (Orat 8; Adv Jus 6).
Los católicos estamos firmemente persuadidos de que el único Mediador es Jesucristo (I Tim II, 5), y el Concilio de Trento hace especial hincapié en esto al hablar de la invocación de los santos. La Iglesia católica enseña que el único que nos redimió fue Jesucristo, que murió por nosotros en la cruz y nos reconcilió con Dios, haciéndonos participantes de su gracia en esta vida y de su gloria en la otra. 
Ningún don divino nos puede venir si no es por Jesucristo y por su sagrada Pasión. Por tanto, nuestras oraciones todas, así como las de la Santísima Virgen y las de los ángeles y santos, tienen eficacia sólo por medio de Jesucristo. Lo que hacen los santos es unir sus plegarias a las nuestras. Ahora bien: esas plegarias no pueden menos de ser agradables a los ojos divinos, por la amistad íntima que los santos tienen con Dios. Sin embargo, la eficacia de esas plegarias está vinculada a los méritos del único Mediador. Nuestro Señor Jesucristo. 

OBJECIÓN:
¿Por qué adoran los católicos a las imágenes y oran delante de ellas? Dios prohibió las imágenes y demás obras de escultura (Exodo XX, 5). ¿No es cierto que los católicos suprimieron el segundo mandamiento, porque en él se prohibían las imágenes? ¿Por qué dividen los católicos los mandamientos de diferentes maneras?
RESPUESTA:
Es falso que los católicos adoren a las imágenes y se encomienden a ellas. 
Dice así el Concilio de Trento: “Las imágenes de Jesucristo, las de la Virgen Madre de Dios y las de otros santos deben ser guardadas en las iglesias, donde se les debe tributar especial honor y veneración; no porque creamos que haya en ellas divinidad o virtud alguna por la cual las debamos adorar o pedir favores, pues no queremos imitar en esto a los gentiles de la antigüedad, que ponían toda su confianza en los ídolos, sino porque al honrar a las imágenes honramos a los que las imágenes representan; de suerte que, cuando besamos la imagen o nos arrodillamos o descubrimos ante ella, adoramos a Jesucristo y veneramos al santo retratado en su imagen” (sesión XXV). 
Estas palabras son repetición de las del segundo Concilio de Nicea (787), que condenó a los iconoclastas orientales por decir que la reverencia tributada a las imágenes era obra del demonio y una nueva forma de idolatría. 
En cuanto al texto del Exodo, decimos que, aun cuando Dios hubiera prohibido a los judíos esculpir imágenes, esa prohibición no rezaba con los cristianos, pues la ley de Moisés quedó abrogada por la ley de Jesucristo (Rom. VIII, 1-2; Gál. III, 23-25). No hay maldad intrínseca en la escultura de imágenes. La ley eterna no puede ser abrogada jamás; siempre será pecaminoso “adorarlas y servirlas”. Sabemos que los judíos no interpretaron esa prohibición en sentido absoluto, pues vemos que tenían en el templo bastantes imágenes. Por ejemplo, tenían la serpiente de bronce (Núm. XXI, 9), el querubín de oro (III Rey. VI, 23), las guirnaldas de flores, frutos y árboles (Núm. VIII, 4), los leones que sostenían los lebrillos y el trono regio (III Rey. VII, 24) y el efod o vestidura sacerdotal (Jueces VIII, 27; III Reyes XIX, 13). 
Los judíos dispersos, a pesar del odio innato que tenían a la idolatría, decoraban sus cementerios con pinturas de pájaros, bestias, peces, hombres y mujeres. 
Los cristianos primitivos adornaban las catacumbas con frescos de Jesucristo, la Virgen y los santos, y describían en ellos escenas y pasajes de las Sagradas Escrituras. Entre estos frescos merecen especial mención Moisés, hiriendo la roca, el arca de Noé, Daniel en la cueva de los leones, el Nacimiento, la venida de los Reyes Magos, las bodas de Caná, la resurrección de Lázaro y Jesucristo, el Buen Pastor. Las estatuas escaseaban mucho, por la sencilla razón de que eran muy costosas y los cristianos eran pobres. Cuando la Iglesia salió triunfante de las catacumbas y empezó a esparcirse por la faz de la tierra, cobijando bajo su manto a todos, patricios y plebeyos, comenzó a decorar los templos con mosaicos de mucho precio, esculturas, pinturas y estatuas artísticas. 
Ahora bien: ninguno se atreverá a llamar idólatras a aquellos cristianos primitivos que daban gustosos su vida antes que consentir en adorar a los dioses del Imperio. La Iglesia no ha suprimido jamás el segundo mandamiento: lo que ha hecho es resumirlo abreviándolo en los catecismos para el pueblo, imitando en esto a la Biblia (IV Reyes XVII, 35), donde también se resume este mandamiento. El Antiguo Testamento nos dice que los mandamientos son diez (Exodo XX, 1-17; Deut V, 6-11), pero no da regla ninguna sobre la manera en que se han de dividir. 
Los católicos, siguiendo a San Agustín, comprenden en el primer mandamiento la idolatría y el culto falso, y en los mandamientos nono y décimo comprenden los pecados de lujuria y avaricia, respectivamente. 
En la división hecha por los protestantes no hay más que un mandamiento para los dos pecados de adulterio y robo; en cambio, ponen dos mandamientos para el culto falso. Esta división está basada en Filón, Josefo y Orígenes. 
Hablemos con claridad: los protestantes se hicieron iconoclastas por las ansias que tenían de incautarse de las múltiples obras artísticas encerradas en las iglesias católicas y en los monasterios. Los luteranos, en el continente, y los príncipes Tudores, en Inglaterra, confiscaron con gran alborozo todos los tesoros que poseía la Iglesia católica. No se movieron, pues, por religión, sino por avaricia. La religión ocupaba un lugar secundario. Lutero, por ejemplo, odíaba a las imágenes, porque creía falsamente que el pueblo las erigía para ganar méritos delante de Dios y para ejecutar obras buenas que él abominaba. Asimismo se propuso atacar a la Iglesia en un punto que le pareció vital. En realidad, nunca comprendió el carácter profundamente moral y religioso de la veneración de las imágenes ni su influencia consoladora que se reflejaba en las peregrinaciones de su tiempo.

OBJECIÓN:
¿No es superstición venerar las reliquias de los santos? ¿Qué eficacia pueden tener los huesos de hombres y mujeres ya difuntos, o los vestidos que llevaron cuando vivían?
RESPUESTA:
Según el Concilio de Trento, “solamente se ha de venerar a los santos cuerpos de los mártires y otros santos que ahora viven con Jesucristo —los cuales cuerpos fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo— y han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados; pero por estos cuerpos, Dios concede muchos beneficios a los hombres, de suerte que los que afirman que a las reliquias de los santos no se les debe honor ni veneración, o dicen que los fieles honran inútilmente a estos monumentos sagrados y visitan en vano los templos dedicados a su memoria para obtener su ayuda, esos tales son reos de condenación” (sesión XVI). 
Jamás ha dicho la Iglesia que la reliquia misma tenga virtud mágica de eficacia alguna curativa, sino que dice, apoyada en las Escrituras, que Dios se vale a veces de las reliquias para obrar milagros. Leemos en el Antiguo Testamento la veneración en que tenían los judíos a los huesos de José (Exodo XIII, 19; Josué XXIV, 32) y a los del profeta Eliseo, que resucitaron a un muerto (IV Reyes XII, 21). 
En el Nuevo Testamento leemos que una mujer enferma sanó con sólo tocar las vestiduras del Señor (Mateo IX, 20-21), que la sombra de San Pedro sanó a un enfermo (Hech V, 15-16) y que sanaban los enfermos al ser tocados por los pañuelos y delantales que habían tocado a San Pablo (Hech XIX, 12).
La veneración de las reliquias de los santos empezó, por lo menos, en el siglo II. Cuando los verdugos quemaron a San Policarpo, los discípulos del santo “recogieron sus huesos, más valiosos que las piedras preciosas y de quilates más subidos que los del oro refinado, y los colocaron en un lugar apropiado donde el Señor permite que nos juntemos con gozo y alegría para celebrar el aniversario de este martirio” (Mart. Polyc). 
Muchos Padres de la Iglesia, al mismo tiempo que anatematizaban la idolatría, ponían por las nubes el culto a las reliquias; entre otros, San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo, San Gregorio de Nisa, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo. 
Citemos sólo a San Jerónimo: “No damos culto ni adoramos ni nos inclinamos ante la criatura, sino ante el Creador; y si veneramos las reliquias de los mártires, lo hacemos para adorar mejor a Aquel por cuyo amor los mártires padecieron” (Ad Riparium 9).
Los católicos guardamos y veneramos todo aquello que perteneció a los santos, como la madre guarda y besa la trenza de cabello de su hijita difunta; como los norteamericanos guardan la espada de Jorge Washington, los españoles la de Carlos V y los hispanoamericanos las de San Martín y Bolívar. 
La Iglesia nunca ha declarado que esta o aquella reliquia es auténtica; lo que hace es vigilar cautelosamente para que en modo alguno se venere una reliquia cuya autenticidad no esté razonablemente probada. 
En último término, importa poco que la reliquia sea o no auténtica, ya que la reverencia es no para la reliquia material, sino para el santo. Véase cómo las naciones, después de la guerra europea, han levantado monumentos al Soldado Desconocido, para fomentar el espíritu de patriotismo. Tal vez el soldado a quien allí honran fue un cobarde y un canalla. La nación no le tributa honor a él en particular, sino a todos los soldados que murieron por la patria.

OBJECIÓN:
¿Qué pruebas históricas hay que nos convenzan de que Santa Elena encontró la misma cruz en que murió Nuestro Señor Jesucristo? ¿No es cierto que si se juntasen todas las reliquias que se dicen ser de la verdadera cruz, se podrían formar, por lo menos, trescientas cruces del tamaño de la original?
RESPUESTA:
No nos consta con toda certeza que Santa Elena misma descubriese la verdadera cruz; pero sabemos por muchos escritores contemporáneos que la verdadera cruz fue hallada a principios del siglo IV (327). 
San Cirilo de Jerusalén menciona este hecho en las catequesis que tuvo el año 347 en el sitio en que fue hallada (Cat 4, 10), y una inscripción del año 395 encontrada en Tixter de Mauritania habla de la “madera de la cruz”
Aunque Eusebio menciona el descubrimiento del Santo Sepulcro, nada dice del descubrimiento de la cruz. Sin embargo, en su Vida de Constantino (3, 39) inserta una carta del emperador a Macario, obispo de Jerusalén, en la que parece se alude a ella. Ciertamente, mencionan este hecho San Paulino de Nola, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, Sulpicio Severo, Sócrates y Sozomeno.
El año 335, Constantino erigió la basílica del Santo Sepulcro en el sitio mismo del sepulcro de Nuestro Señor, y los orientales celebraban la fiesta de su dedicación el 13 de septiembre. El leño de la verdadera cruz era venerado públicamente en Jerusalén, y de él tomaron fragmentos que enviaron a diversas partes de la cristiandad. 
San Paulino de Nola (353-431) envió una reliquia de la cruz a su amigo Sulpicio Severo, recomendándole que la conservase para que le sirviese de “protección en esta vida y de prenda para la vida eterna” (Epist 31). 
Rohault de Fleury, en 1870, después de hacer un detenido estudio sobre las reliquias de la cruz, halló que todas juntas no formarían más que dos quintos de un pie cúbico. Ahora bien: se calcula que en la cruz habría unos seis pies cúbicos de madera, más cinco octavos de pie cúbico. 

OBJECIÓN:
¿Que bienes pueden sacar los católicos de las peregrinaciones, si Dios está presente en todas partes? ¿O es que no se puede honrar a los santos si no es viajando kilómetros y más kilómetros, para visitar sus santuarios? ¿No nació más bien esta idea del concepto pagano de que el dios no tiene poder más que en ciertos lugares, como leemos en el libro primero de los Reyes, cap. 20, v. 23?
RESPUESTA:
No cabe duda de que las peregrinaciones son algo que pide el corazón humano, pues las hallamos en todas las edades y en todas las naciones. Era y es costumbre entre los paganos visitar los lugares donde el supuesto dios nació o murió, o donde se dice que tienen lugar milagros y otras maravillas. Los egipcios consultaban el oráculo de Ammón en Tebas, como los griegos acudían al oráculo de Apolo en Delfos, o esperaban ser curados mientras dormían en el templo de Asclepio. El budista aún va a Benares, y el mahometano a la Meca. 
Sabemos de sobra los católicos que Dios está en todas partes. Ya notó San Jerónimo que “las puertas del cielo están abiertas lo mismo para los habitantes de Jerusalén que para los de Bretaña”. Pero ya que Jesucristo se dignó santificar los confines de Palestina con su presencia, sus milagros sin cuento y su sagrada Pasión, los cristianos de todo el mundo han sentido siempre una devoción especial a estos Santos Lugares, y han acudido a ellos en peregrinación. 
Este mismo espíritu de devoción los mueve a visitar tantos otros santuarios de la Virgen y de los santos y mártires, como lo testifican Roma, Loreto, Lourdes, Santiago de Compostela, Guadalupe y otros lugares no menos célebres. Nadie negará que Dios se ha complacido en obrar muchos milagros en estos santuarios y ha concedido favores sin número, tanto espirituales como temporales, a los peregrinos que han acudido con espíritu de fe y devoción. El resultado de esas peregrinaciones ha sido, en general, excelente, pues ellas han motivado muchas confesiones, muchas comuniones y muchas preces y oraciones.
Sabemos por la Biblia que Elcana y Ana iban todos los años a orar a Silo (1 Rey 1, 3) y que Nuestro Señor Jesucristo tomaba parte en las peregrinaciones anuales que los judíos hacían a Jerusalén (Luc II, 41). Aquellas discípulas de San Jerónimo, las santas Paula y Eustaquia, escribieron desde Jerusalén a Marcela, que estaba en Roma, rogándola que imitase el ejemplo de tantos cristianos que iban por devoción a visitar los Santos Lugares. 
San Juan Crisóstomo ensalza la piedad de los cristianos “que visitaban los lugares donde habían vivido los santos”, y afirmaba que si no fuera por sus muchas ocupaciones, visitaría gustoso la ciudad de Roma para entrar a ver la cárcel donde había estado preso San Pablo (In Eph Hom 8). 
San Agustín nos habla de los milagros que tenían lugar en los santuarios de los santos Gervasio y Protasio (Epist 87). 
Aparte de la devoción y de otros bienes espirituales, las peregrinaciones o romerías trajeron consigo muchos bienes materiales. Gracias a ellas se levantaron en la Edad Media ciudades de importancia, se construyeron caminos de gran servicio, se fomentaron las relaciones entre países distintos, ampliándose así los conocimientos geográficos; se fundaron Ordenes religiosas, como los caballeros de San Juan y los Templarios, y, finalmente, libraron del mahometismo a Europa con las Cruzadas. Claro está que como lo malo sigue siempre de cerca a lo bueno, entre tantos bienes no faltaron algunos males. 
San Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, y Erasmo en el siglo XVI, nos hablan de los abusos que a veces se cometían con motivo de una peregrinación; pero eso no quita para que las peregrinaciones en sí fuesen buenas. Erasmo dice así en el coloquio 35: “Yo no disuadiría a ningún peregrino que se mueva a serlo por motivos piadosos”.

Bibliografia
Apostolado de la prensa, Santos y santones.
Aracil, Santa Elena, en Tierra Santa. 
Bayle, Santa María en Indias.
Eguia, Los Santos
G. Villada, Rosas de martirio.

LA SANTÍSIMA VIRGEN. ES MADRE DE DIOS. NUNCA PECÓ. LOS CATÓLICOS NO LA “ADORAMOS”.

OBJECIÓN:
¿Por qué llaman los católicos a la Virgen Madre de Dios, en vez de Madre de Jesús? ¿Puede acaso un ser humano ser Madre del Dios eterno?
RESPUESTA:
La Sagrada Escritura dice terminantemente en varios lugares que la Santísima Virgen es la Madre de Dios. El ángel San Gabriel habló así a María: “He ahí que concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre Jesús… El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con tu sombra. Y, por tanto, el (fruto) santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios” (San Lucas I, 31, 35). Santa Isabel saludó a María con estas palabras: “¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a visitarme?” (San Lucas I, 43). San Pablo dice que “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer” (Gál IV, 4). Finalmente, en el Credo de los apóstoles se nos manda creer “en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo, y nació de la Virgen María”. 
El CONCILIO DE EFESO (431) declaró que esta verdad había sido revelada por Dios, y excomulgó a Nestorio, que la negaba. Los no católicos que hacen a María la Madre de Jesús, lo hacen porque siguen ideas erróneas en lo concerniente al dogma de la Encarnación, pues niegan que Jesucristo, siendo una Persona divina, posee dos naturalezas, una divina y otra humana. Jesucristo no fue nunca una persona humana. Jesucristo es la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que tomó nuestra naturaleza humana en el seno materno de la Virgen María. Sigúese, pues, que la Virgen es la Madre de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es decir, que es la madre de Dios. Así como nuestras madres no son solamente Madres de nuestros Cuerpos, sino Madres simplemente, porque el alma que cría Dios directamente se une al cuerpo en una persona humana, así también, la Santísima Virgen no es solamente Madre de la naturaleza humana de Jesucristo, sino que es Madre de Dios a secas, porque la naturaleza divina, engendrada de Dios Padre desde toda la eternidad, está unida a la naturaleza humana en la personalidad divina de Jesucristo. Muchos protestantes creen erróneamente que Lutero y Calvino negaron el dogma de la maternidad divina. Oigamos a Lutero: “No hay honor ni bienaventuranza comparables a la prerrogativa excelsa de ser la única persona de todo el género humano que fue digna de tener un Hijo en común con el Eterno Padre.” Y Calvino: “Al agradecer al cielo las bendiciones que nos trajo Jesús, no podemos menos de apreciar cuán inmensamente Dios honró y enriqueció a María al escogerla para Madre de Dios.”

OBJECIÓN:
¿Con qué fundamento dicen los católicos que María fue siempre virgen, si la Escritura nos habla con frecuencia de los hermanos de Jesús? (San Mateo XII, 46-50; San Marcos III, 31-36; San Lucas VIII, 19-21; Juan VII, 3,10; Hech I, 14).
RESPUESTA:
El dogma de que María permaneció siempre virgen aun después del parto, fue definido en el quinto Concilio general tenido en Constantinopla en 553, reinando el Papa Virgilio, y luego lo volvió a definir el Concilio de Letrán, celebrado en Roma el año 649 bajo el Papa Martín I. Este dogma fue siempre admitido unánimemente por los Padres de la Iglesia y está fundado en textos inequívocos, tanto del Viejo como del Nuevo Testamento.
El profeta Isaías predijo que Jesucristo había de nacer de una madre virgen. Dice así el profeta: “He ahí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y se le pondrá por nombre Manuel” (Isaías VII, 14). La palabra que usa el profeta para decir virgen es almah, palabra que siempre significa virgen en el Antiguo Testamento (Gen XXIV, 43; Exo II, 4; Cant I, 2; 6, 7; Prov XXX, 19). Los Setenta, en la traducción que hicieron del Antiguo Testamento, tradujeron almah por parcenos, palabra griega que siempre significa virgen que no ha sido violada. No son menos explícitos en el Nuevo Testamento los Evangelios de San Mateo y San Lucas. “No temas tomar por esposa a María, pues lo que se ha engendrado en su vientre es obra del Espíritu Santo” (San Mateo I, 20). “El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una virgen desposada con un hombre llamado José” (San Lucas I, 26-27). Entre los Padres de los cuatro primeros siglos que más se señalaron en defender este dogma, merecen citarse San Justino, mártir (Apolog 31, 46; Dial cum Tryph 85); Arístides (Apol.), San Ireneo (Adv Haer 5, 19), Orígenes (Hom 7, in Lucam), San Hilario (In Math I, 3), San Epifanio (Adv Haer 78, 1-7). San Jerónimo (Adv Helv).
Aunque algunos Padres, como San Epifanio, San Gregorio Niseno y San Cirilo de Alejandría, creyeron que los “hermanos del Señor” fueron hijos que había tenido San José en un matrimonio anterior, la inmensa mayoría opinó, con San Jerónimo, que no se trata aquí de “hermanos”, sino de primos. Los Padres dan cuatro razones para probar que éstos no fueron hijos de María:
La virginidad de María está sobrentendida en las palabras que dirigió al ángel: “¿Cómo se hará esto porque no conozco varón?” (San Lucas I, 34). 
Si María tuvo otros hijos, ¿por qué es llamado con tanto énfasis Jesús “el Hijo de María” (San Marcos VI, 3), y por qué no se llama nunca a María Madre de los hermanos del Señor? 
Los textos del Evangelio dan a entender que los hermanos tenían más edad que Jesús. Le tenían envidia por su popularidad; le reprendían y le daban consejos; más aun quisieron prenderle creyendo que estaba loco. 
Si María tenía más hijos, ¿por qué se la encargó Jesús al discípulo amado desde la cruz? Nunca llegaremos a descubrir con toda certeza qué clase de parentesco había entre Santiago y José, hermanos, y los hermanos Simón y Judas. Perdura la duda de si María Cleofás era la esposa o la hermana de Cleofás. En ambos casos, Santiago y José, sus hijos, eran primos de Jesús, aunque no sabemos si por parte de su madre o por parte de su padre. Ignoramos también si Santiago, el hermano del Señor, es Santiago, apóstol, el hijo de Alfeo, y si este Alfeo es Cleofás (Alfeo-Cleofás), el hermano de San José. Si ambas hipótesis son ciertas, y a nosotros nos parece que lo son, entonces Judas era primo del Señor por ambos lados, a saber: por parte del padre y de la madre. 
Desde luego, la palabra “hermano” no significa entre los judíos lo que significa entre nosotros. En el Antiguo Testamento la encontramos con significados diversos. A veces significa parientes en general (Job XIX, 13-14); a veces significa sobrinos (Gén XIII, 18; XXIV, 15), primos lejanos (Lev. X, 4) y también primos carnales (1 Paral XXIII, 21-22). Además, ni en hebreo ni en arameo existía la palabra “primo”; por eso los escritores del Antiguo Testamento se vieron obligados a usar la palabra Ah, hermano, para describir diferentes grados de parentesco. Así, por ejemplo, Jacob, hablando de su prima Raquel, se llama a sí mismo hermano de su padre de ella, en vez de llamarse hijo de la hermana del padre de Raquel, por ser la única manera como podía describir en hebreo su verdadero parentesco (Gén XX, 12). En resolución: ni Jesús tuvo primos, y si éstos, a su vez, eran hermanos, esos tales, en lengua aramea, tenían que ser forzosamente “hermanos” de Jesús, por no haber en esa lengua una palabra apropiada para “primo”.

OBJECIÓN:
Parece que ese dogma católico de la virginidad de María no es más que un concepto importado del paganismo, pues sabemos que, según la Mitología pagana, los dioses Mithra de Persia, Adonis de Siria, Osiris de Egipto y Krisna de la India, nacieron de madres vírgenes.
RESPUESTA:
Esta dificultad no tiene fundamento alguno. Aunque es cierto que a veces se encuentran semejanzas entre algunos puntos del cristianismo y del paganismo, éste no es uno de ellos. Dice el racionalista Harnack: “La conjetura de Usener de que el nacimiento de una virgen es un mito pagano recibido por los cristianos, va contra todo el desarrollo de la tradición cristiana.” Mithra ni siquiera tuvo madre, sino que se le consideraba como hijo de una roca, representada por una piedra cónica que figuraba la bóveda celeste en la cual apareció por primera vez el dios de la luz. Adonis o Tammus (Ezeq. VIII), era un semidiós que representaba la luz del sol. Varios mitos le hacen hijo de Ciniras, de Fénix y del rey Teyas de Asiria y su hija Mirra. Osiris es hijo, ya de Seb y Nuit (la tierra y el firmamento), ya del corazón de Atum, el primero de los dioses y de los hombres. Krisna, el más popular entre las encarnaciones de Vishnu, no nació de una virgen, pues, antes que él naciera, su madre había dado varios hijos a su esposo, Vasudeva. Las leyendas que le hacen semejante a Jesucristo están tomadas de documentos posteriores varios siglos a los Evangelios.
Los mitos paganos de la antigüedad están tomados de la naturaleza, y representan la sucesión del día y de la noche, la sucesión de las estaciones del año, el misterio de la vida y su transmisión de una criatura a otra. Ninguno lleva fecha ni lugar fijo, y pertenecen, en general, a un período vago e imaginado, anterior a la aparición del hombre. Por el contrario, en relación del nacimiento de Jesucristo tiene todas las características, no de mito, sino de historia; porque en ella se especifican la fecha, el lugar, las personas contemporáneas y los hechos más salientes que tuvieron lugar a su alrededor desde el día que nació hasta hoy, pues su evangelio ha sido y es un acontecimiento del que no puede prescindir la Historia universal. Nada tan ridículo como suponer que los evangelistas, a ciencia y conciencia, incluyeron en sus narraciones mitos importados del paganismo, pues los hechos narrados por ellos estaban tan reciente que no había transcurrido tiempo suficiente para que se formara una leyenda en derredor de ellos.

OBJECIÓN:
¿No es cierto que las palabras “antes que se juntasen” y “hasta que dio a luz a su Hijo primogénito” prueban con toda evidencia que el matrimonio de José y María fue realmente consumado más tarde? (San Mateo I, 18, 25).
RESPUESTA:
No, señor; no prueban eso. Esta misma dificultad fue puesta en el siglo IV por Elvidio, y fue magistralmente resuelta por San Jerónimo. Citó el santo otros muchos pasajes de la Escritura en los que las palabras “antes” y “hasta que” no exigen que de hecho sucedan los acontecimientos a que se refieren. “Noé, abriendo la ventana que tenía hecha en el arca, envió un cuervo, el cual, habiendo salido, no volvió hasta que las aguas se secaron sobre la tierra” (Gén VIII, 6-7), es decir, el cuervo no volvió. Asimismo: “Y ningún hombre ha sabido de su sepulcro hasta hoy” (Deut XXXIX, 6); es decir, nadie ha descubierto el sepulcro de Moisés.

OBJECIÓN:
Las palabras “dio a luz a su Hijo primogénito”, ¿no prueban que, al menos, tuvo dos hijos la Virgen María?
RESPUESTA:
De ninguna manera. Ya tuviera un solo hijo la madre, ya tuviera más, la ley mosaica llamaba “primogénito” al primero que nacía (Exodo XXXIV, 19-20). Es evidente que si una madre muere del primer parto, no puede tener más hijos. Ahora bien: a ese hijo único, así nacido, los judíos le llamaban primogénito.

OBJECIÓN:
¿Puede usted probarme por la Escritura que la Virgen María fue concebida milagrosamente? La doctrina católica sobre la Concepción Inmaculada de la Virgen, ¿no es cierto que contradice a la Escritura, según la cual todos murieron en Adán? (1 Cor XV, 22; Cf, Rom V, 12). ¿Y no es ésta una verdad nueva, proclamada por primera vez el año 1854?
RESPUESTA:
El que fue concebido milagrosamente fue Jesucristo, no la Virgen María, que tuvo padre y madre como los demás hombres. ¿Quién no sabe que fue hija de San Joaquín y de Santa Ana? Cuando decimos que la Santísima Virgen fue Inmaculada, queremos decir que el primer instante de su ser, es decir, desde que se unieron su cuerpo y su alma en el vientre de su santa madre, la Virgen María fue santificada por la gracia de Dios, de modo que su alma nunca estuvo sin gracia santificante. O si se quiere más claro, el alma de la Virgen María, por especial privilegio, nunca fue tiznada con el pecado original, con el cual son tiznadas al unirse al cuerpo las almas de todos los hijos de Adán. 
El 8 de diciembre de 1854. Pío IX definió que “es doctrina revelada por Dios, y, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles la doctrina que declara que la bienaventurada Virgen María en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de pecado original” (Ineffabilis Deus). 
Los racionalistas y las sectas de manga ancha niegan este dogma, porque niegan sencillamente la existencia del pecado original. Otras sectas protestantes más ortodoxas también lo niegan por las nociones erróneas que tienen acerca de ese pecado. Creen, al parecer, que el pecado original viene a ser prácticamente lo mismo que el pecado actual. No es ésa la doctrina católica. El pecado original es el pecado de Adán en cuanto que nos fue transmitido a sus descendientes, o el estado al cual nos reduce el pecado de Adán. Para los católicos, ese pecado es algo negativo; para los protestantes, es algo positivo. Creen que es algo así como una enfermedad, un cambio radical de la naturaleza, un veneno activo que corroe el alma y la corrompe inficionando sus elementos primarios y desorganizándola; por eso se imaginan que atribuimos a la Santísima Virgen una naturaleza distinta de la de sus padres y distinta de la de Adán caído. Los católicos no opinamos así. Decimos que María murió en Adán como todos los demás, y que fue incluida en la sentencia pronunciada contra Adán juntamente con todo el género humano; que contrajo la deuda como nosotros; pero que, en atención a los méritos del futuro Redentor, esa deuda se la perdonó Dios anticipadamente. Tampoco se cumplió en ella la sentencia general, si se exceptúa la muerte natural, pues la Virgen María también murió como los demás hombres. 
Al afirmar esto, negamos que la Virgen contrajera el pecado original; pues, como dijimos arriba, el pecado original es algo negativo que nos priva de aquella gracia sobrenatural e inmerecida de que gozaron Adán y Eva luego de ser criados, a la cual privación hay que añadir una serie larga de consecuencias. María no mereció la restitución de esa gracia, como tampoco la merecieron nuestros primeros padres; pero Dios, por su infinita bondad, se la restituyó desde el primer momento de su existencia, de modo que María nunca incurrió en la maldición del pecado original, la cual maldición consiste en la pérdida de esa gracia. Es cierto que la Sagrada Escritura no habla expresa y categóricamente de esta doctrina, pero hay en ella textos, como los dos que cita Pío IX, que, mirados a la luz de la tradición católica, la indican con bastante claridad. “Pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la suya; ella quebrantará tu cabeza, y tú pondrás asechanzas a su calcañar” (Gén III, 15). “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre las mujeres” (San Lucas I, 28). Jesucristo y su Madre aparecen como enemigos de Satanás y del pecado. Jesucristo, absolutamente sin pecado, por ser Hijo de Dios; y María, también sin pecado, o llena de gracia, por donación y prerrogativa especial de Dios.
La Santísima Virgen ocupa un puesto de preeminencia en los escritos de los Santos Padres, los cuales le han tributado alabanzas a porfía y han dicho de ella tales grandezas, que sonarían increíbles o muy exageradas si hubiera sido concebida en pecado con los demás hombres. Insisten en llamarla segunda Eva, libre de todo pecado, que deshizo lo que hizo Eva en el Paraíso cuando comió la manzana y dio a comer de ella a su marido.
Escribe San Ireneo (140-205): “Así como Eva por su desobediencia fue la causa de la muerte para sí y para todo el linaje humano, así María, Madre del Hombre predestinado, y siendo aún Virgen, por su obediencia fue la causa de salvación para sí y para todo el género humano” (Adv Haer III, 22). Expresiones parecidas pueden verse en los escritos de San Justino, mártir; Tertuliano, San Cirilo de Jerusalén, San Efrén de Siria; San Epifanio, San Jerónimo y otros que cita el cardenal Newman en la carta que escribió al doctor Pusey. Digamos, para no citar más que uno, el testimonio de San Efrén (306-373); “María fue tan inocente como Eva antes de la caída, Virgen ajena a toda mancha de pecado, más santa que los serafines, la fuente sellada del Espíritu Santo, semilla pura de Dios, siempre pura e inmaculada en cuerpo y mente” (Carmina Nisibena).