FORMAS DE GOBIERNO Y SISTEMAS POLÍTICOS

Hoy en día se hace necesario hablar a la vez de formas de gobierno y de sistemas políticos, porque los términos clásicos: monarquía, república, democracia, aristocracia, se combinan en la realidad de las más varias maneras.No es exacto que las formas de gobierno sean meros continentes en las que quepan toda clase de contenidos políticos. Pero tampoco es cierto que a una determinada forma política le sea consustancial un sistema determinado; v.gr.: a la monarquía, un régimen de autoridad; a la república, un sistema de democracia radical. Ejemplos hay de toda suerte de combinaciones en los regímenes políticos vigentes.Quizá por eso la terminología papal ha variado, en este capítulo, al compás de los tiempos. León XIII hablaba de formas de gobierno. Pío XII emplea, además, la expresión sistemas políticos. En todo caso, los textos de los Pontífices se refieren a una misma cuestión y la doctrina es perfectamente coherente en todos ellos. Con poca propiedad se ha calificado la doctrina de la Iglesia como de indiferencia de las formas de gobierno. Más exacto sería llamarla de su licitud. Porque no se defiende que todas las formas de gobierno sean igualmente buenas, sino que todas pueden ser lícitas si cumplen determinadas condiciones. Por ello lo que se predica a los católicos no es que deban cruzarse de brazos, indiferentes ante los varios sistemas políticos, sino que quedan libres en conciencia para preferir el que crean que mejor se acomode a su país en un momento dado.

LICITUD DE TODAS ELLAS: La Iglesia, en efecto, aprueba todas las formas de gobierno, con tal de que queden a salvo la religión y la moral. No estando ligada a una más que a otra, si se salvan los derechos de Dios y los de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones políticas, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas. Todas son moralmente válidas, siempre que tiendan rectamente a su fin, es decir, al bien común, razón de ser de la autoridad política; siempre que sean aptas por sí mismas para la utilidad de los ciudadanos, asegurando la prosperidad pública. La Iglesia ha dejado siempre a las naciones el cuidado de darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses. La causa de tal inhibición es clara. Si bien el poder es de origen divino, la designación de las formas contingentes que el poder revista pertenece al arbitrio humano. Por esto, sea cual sea en una nación la forma de gobierno, de ningún modo puede tenerse por tan definitiva que haya de permanecer por siempre inmutable, aun cuando ésta hubiera sido la voluntad de quienes los establecieron. En razón de ello, los católicos son libres en cada caso de preferir la que hicet nunc juzguen mejor. En el ámbito del valor universal de la ley divina hay amplio campo y libertad de movimiento para las más variadas formas de concepciones políticas. Pero esta libertad de elección se refiere al orden especulativo; porque, en la práctica, la elección de un sistema político o de otro vendrá más o menos determinada por un conjunto de causas concomitantes, las cuales hacen de un determinado sistema de gobierno el más apto y conveniente para la manera de ser de un pueblo y el más en armonía con las instituciones de su pasado y con las costumbres de sus mayores. Diriase que, en su larga y serena experiencia, la Iglesia ha aprendido a no fiar tanto en la perfección técnica de los sistemas políticos como en la formación moral de los gobernantes. En la práctica —escribía León XIII a los franceses en la encíclica en que les invitaba al ralliement con la República—, la calidad de las leyes depende más de la calidad moral de los gobernantes que de la forma de gobierno establecida. Y así puede ocurrir —añadía— que en un régimen cuya forma sea, quizás, la más excelente de todas, sea la legislación detestable.Dos sistemas políticos son objeto de atención preferente por parte del magisterio pontificio: la democracia y el totalitarismo. Se pasa a examinarlos.

LA DEMOCRACIA: La democracia, entendida como gobierno de muchos, en contraposición al gobierno de uno solo, es en sí misma legítima. No hay razón, en efecto, para desaprobar el gobierno de muchos, con tal de que sea justo y atienda a la común utilidad. También es lícita si se entiende por democracia el sistema según el cual los gobernantes son elegidos por la voluntad y el juicio de la multitud. Porque ya queda dicho que la designación de los titulares del poder se deja al arbitrio humano. Es más: principio es de buena doctrina que el pueblo tenga alguna suerte de participación en el gobierno, la cual puede no sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los ciudadanos. El pueblo, en todo caso, tiene derecho a hacer valer su voluntad singularmente por dos medios: expresando públicamente su opinión y usando del voto. De un modo paladino, León XIII declaró que era lícito preferir para el Estado una forma de gobierno que estuviese moderada por el elemento democrático. Y Pío XII reconoce que, en la hora presente, la forma democrática de gobierno parece a muchos como un postulado natural impuesto por la razón misma. Sería, sin embargo, una injuria a las restantes formas de gobierno afirmar que la democracia es la única que inaugura el reino de la perfecta justicia. Declarada, pues, la legitimidad, en principio, de los sistemas democráticos, importa distinguir en seguida las distintas formas de democracia, porque no todas son igualmente válidas. Puede hablarse de una democracia sana, que es la moderada, y de una democracia viciosa, que es la radical. La democracia sana o verdadera exige determinados requisitos. Debe estar investida de una autoridad firme y eficaz. Ha de contar con las clases directoras. Debe respetar la tradición nacional. Necesita capacitar moralmente a los ciudadanos, y en singular a los que ejercen cargos de representación para la vida cívica. Debe contar a la hora del sufragio con la familiar y profesional de los ciudadanos. Tendrá sus raíces en una democracia económica y moral. Estará, en fin, libre de los errores que vician a la democracia radical.

Los falsos dogmas de ésta son los siguientes: la voluntad del pueblo es ley suprema; la autoridad emana de la multitud; el número es fuerza decisiva, y la mayoría o la prevalente voluntad de un partido, creadora exclusiva del derecho. Item más: la nivelación mecánica de los hombres tomados como masa; la artificiosa agrupación de los ciudadanos, según tendencias egoístas; la prepotencia de partidos que defienden intereses parciales antes que el bien de todos. La democracia radical, a la postre, degenera en tiranía, que acaba con la dignidad humana y con los derechos del hombre como persona. En un Estado democrático, abandonado al arbitrio de la masa, la libertad se transforma en una pretensión tiránica, la igualdad degenera en una mecánica nivelación. Y el ciudadano no es otra cosa que una mera unidad numérica cuya suma total constituye una mayoría o una minoría que puede invertirse por el desplazamiento de algunas voces o quizás de una sola, cambiando con ello ilícitamente la suerte de la justicia o del bien público. En conclusión, si el porvenir ha de pertenecer a la democracia, una parte esencial en su realización habrá de corresponder a la religión de Cristo y a su Iglesia.

LOS SISTEMAS TOTALITARIOS: En la explotación de la masa se da la mano con la democracia radical el totalitarismo, que maneja con habilidad su tuerza elemental sin el menor respeto a la persona. El Estado totalitario, abusando automáticamente del poder, reduce al hombre a una mera ficha en el juego político, una pieza de sus cálculos económicos. Para él, la ley y el derecho no son más que instrumentos en manos de los círculos dominantes. El totalitarismo, ya sea comunista o burgués, es incompatible con la doctrina cristiana, y también con una auténtica democracia. Es, por naturaleza, enemigo de la verdadera opinión pública. Constituye un sistema contrario a la dignidad del hombre y opuesto al bien del género humano. Representa, en fin, un continuo peligro de guerra. El totalitarismo comunista, además, abusa criminalmente del poder público para ponerlo al servicio del terrorismo colectivo. Y, en cuanto forma moderna del imperialismo, hace al hombre siervo de las fuerzas que desencadena para el dominio del mundo.

LA PARTICIPACIÓN DEL PUEBLO: El pueblo tiene derecho a participar de algún modo y en grado mayor o menor en el gobierno. Lo hace, singularmente, manifestando su opinión y haciéndose representar en los cuerpos electivos, mediante el ejercicio del voto. En el Estado moderno, sin embargo, la participación real del simple ciudadano en la vida pública es cada vez más hipotética, aun dentro de los sistemas auténticamente democráticos. Con visión realista, Pío XII lo denuncia con las siguientes palabras: la estructura de la máquina moderna del Estado, el encadenamiento casi inextricable de las relaciones económicas y políticas, no permiten al simple ciudadano intervenir eficazmente en las decisiones públicas. Todo lo más, con su voto libre, puede tener alguna influencia en la dirección general de la política, y aun esto en medida limitada.Importa singularmente exponer la doctrina acerca del respeto debido a una auténtica opinión pública. Al refutar, condenándolos, los errores totalitarios, Pío XII desarrolla toda una teoría de lo que debe ser la opinión pública y cuál sea el papel de la prensa al servicio de ésta.

LA OPINIÓN PÚBLICA: Patrimonio de toda sociedad normal formada por hombres conscientes de su conducta personal y moral, la opinión pública es como el eco natural que los acontecimientos de la vida pública provocan en sus espíritus. La existencia de una auténtica opinión pública es un gran bien para el Estado y una señal de salud colectiva. Allí donde no apareciese manifestación alguna de la opinión pública —piénsese, singularmente, en los países oprimidos por el comunismo— debería verse un vicio, una enfermedad, un mal de la vida social que pone en peligro la paz y la tranquilidad pública. Ahogar la voz de los ciudadanos, reducirla a un silencio forzado, es, a los ojos de todo cristiano, un atentado contra el derecho natural del hombre, una violación del orden del mundo tal como Dios lo ha establecido. Y es más funesta todavía la situación de los pueblos donde la opinión pública permanece muda, no por haber sido amordazada por una fuerza exterior, sino porque le faltan aquellos presupuestos intrínsecos que deben darse en toda comunidad de hombres. Cuando se habla de opinión pública, sin embargo, entiéndese que se trata de una manifestación auténtica y espontánea de la voluntad colectiva. Porque se da en los Estados modernos una falsa y engañosa opinión pública que se forja artificiosamente mediante el artilugio de la propaganda. Se da lo mismo en los regímenes democráticos cuando el vocerío de los partidos prepotentes suplanta a la auténtica voz del pueblo, como en los sistemas totalitarios en que la opinión se finge o se contrahace desde el poder. El crear artificiosamente, por medio del dinero o de una censura arbitraria, vertiendo juicios unilaterales y falsas afirmaciones, una seudo opinión pública que mueve el pensamiento y la voluntad de los electores como cañas agitadas por el viento, nada tiene que ver con ese eco espontáneo despertado en la conciencia de la sociedad que es la opinión pública verdadera, que el gobernante debe siempre escuchar. La pretendida opinión pública, superficial y artificiosa, que hoy se conoce en muchas partes, está dictada o impuesta por la fuerza de la mentira o del prejuicio, por el artificio del estilo oratorio, los efectos de voz y gesto, la explotación de los sentimientos, todo un conjunto de malas artes que hacen ilusorio el derecho personal al propio juicio. Se trata de una verdadera técnica de elaboración de una fingida opinión pública, acomodada al servicio de una determinada política, con olvido de todo sentido moral y sin respeto a la verdad ni a la conciencia.

PRENSA Y REPRESENTACIÓN: El papel de la prensa es servir a la opinión pública, no dirigirla. ¿Cómo? Educándola y orientándola. A la prensa incumbe, en efecto, un papel decisivo en la educación de la opinión pública, no para dictarla o dirigirla, sino para servirla útilmente. Periódicos y publicaciones tienen la noble tarea de ayudar a esa opinión colectiva a encontrar la senda de la verdad y de la justicia y a mantenerse en ella; deben servir a la justa libertad de pensar con juicio propio. Más en particular, la prensa católica tiene por misión expresar en fórmulas claras el pensamiento del pueblo, confuso, vacilante y embarazado ante el complicado mecanismo moderno de la legislación positiva. Y debe luchar para que se mantenga y consolide la sana opinión pública, oponiendo un obstáculo infranqueable a los intentos que tratan de minar sus fundamentos. Los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, esto es, del pueblo. Pero en el sufragio popular deben contar la posición social del ciudadano y su papel en la familia y en la profesión. He aquí un principio de representación orgánica.Constituidas de este modo las corporaciones públicas, y singularmente los cuerpos legislativos, reunirán en su seno una serie de auténticos representantes de todo el pueblo, imagen verdadera de su vida multiforme, los cuales deben de poseer juicio justo y seguro, sentido recto y práctico, doctrina sana y clara y, en fin, propósitos firmes y rectilíneos.

LA COMUNIDAD DE LOS ESTADOS

Complemento necesario de la doctrina sobre el orden interno del Estado es el magisterio pontificio acerca del orden internacional. Iniciado por Pío X y Benedicto XV con ocasión de la primera gran guerra europea, corresponde singularmente a Pío XII el mérito de haber desarrollado la doctrina sobre la comunidad de los Estados en términos de intrépida precisión. Arranca el pensamiento papal de este principio supremo: la unidad del género humano: uno en su origen común, que es Dios; uno en su naturaleza racional y en el fin próximo y en el último de todos los hombres; uno en su misma habitación sobre la tierra… Esta unidad, de hecho y de derecho, de la Humanidad, viene requerida por el orden absoluto de los medios y de los fines como exigencia moral y coronamiento de la vida social misma y se alimenta por el unificante precepto del amor de Dios y del prójimo, en el que se apoya la ley universal de la mutua solidaridad humana. Ahora bien, de la unidad del género humano deriva la unidad de la familia de pueblos que lo forman y constituyen, la cual hay que referirla también a una exigencia y a un impulso de la misma naturaleza, que le da carácter de necesidad moral. Si, históricamente, los pueblos se van diferenciando unos de otros, no por eso deben romper la unidad sustancial de la familia humana; antes bien, deben enriquecerla con la mutua comunicación de sus peculiares dotes espirituales y el recíproco intercambio de sus bienes y riquezas. Hoy, más que nunca, dado el gran progreso de la civilización y el maravilloso incremento de las comunicaciones, están los pueblos entrelazados por el doble vínculo de una común indigencia y de una benevolencia común. Jamás se han necesitado tanto unos a otros y nunca han podido ayudarse de tan eficaz manera.La misma ley de caridad que rige las relaciones entre los hombres, rige también el trato entre las naciones. De aquí que el odio entre los pueblos sea siempre de una injusticia cruel, absurda e indigna del hombre. Y del mismo modo que los hombres viven fraternalmente unidos en sociedad, también las naciones forman una comunidad natural que los liga con vínculos morales y jurídicos, tiene como designio el bien de todas las gentes y se regula por leyes propias. Esta comunidad universal de los pueblos es fruto de la voluntad divina, está querida como tal por el Creador, y por eso se ofrece y aun se impone como un hecho ineluctable al que las naciones se someten como a voz de la naturaleza y se esfuerzan por darle una regulación externa de carácter estable, una organización capaz de asegurar la independencia de cada una a la vez que la colaboración de todas en beneficio de la Humanidad.

EL DERECHO INTERNACIONAL: El consorcio entre las naciones se ve sujeto, como todo lo humano, a una norma universal de rectitud moral, en la cual, a la postre, se encuentra la única garantía sólida de colaboración entre los pueblos. Todo el orden internacional ha de alzarse sobre la roca inconmovible de esta ley moral, manifestada al hombre por el mismo Creador mediante el orden natural. Nada se puede asentar sobre la movediza arena de normas efímeras inventadas por el utilitario egoísmo de las naciones, más cerrado y temible, a veces, que el de los individuos.Sobre este subsuelo de orden moral se afirman los fundamentos jurídicos del orden supranacional, esto es, el derecho natural, que ha de servir de base, a su vez, a todo derecho de gentes positivo. La ley natural es para los pueblos la sólida base común de todo derecho y de todo deber, el lenguaje jurídico universal necesario para cualquier acuerdo, el fundamento de toda organización de Estados. Las relaciones normales y estables entre éstos exigen que todos y cada uno de ellos reconozcan y observen los principios normativos del derecho natural en cuanto regulador de la convivencia entre las naciones.Separar el derecho de gentes del derecho natural y divino, para apoyarlo en la voluntad autónoma de los Estados, es privarle de su asiento verdadero. La voluntad concorde de los Estados puede formular normas jurídicas que se impongan como obligatorias, pero ha de ser a condición de que respeten esa ley natural que es común a todos los pueblos, de la cual deriva toda norma de ser, de obrar y de deber, y cuya observancia asegura a la vez la convivencia pacifica y la mutua colaboración.Por su parte, el derecho positivo de los pueblos, indispensable a la comunidad de los Estados, tiene una doble misión: definir con mayor exactitud las exigencias de la naturaleza, acomodándolas a circunstancias concretas, y adoptar, por la vía de los convenios, otras disposiciones ordenadas siempre al bien de la comunidad.

SOBERANÍAS Y AUTORIDAD SUPRANACIONAL: Entrando ya en los problemas del orden internacional, se ofrece como el primero de ellos la conciliación de la soberanía de los Estados con la autoridad supranacional, y la concordancia de los derechos de las naciones con los propios derechos de la comunidad. Porque también las naciones, en cuanto personas morales, tienen sus derechos fundamentales, que guardan un cierto paralelo con los derechos individuales. Helos aquí enunciados en una cita de Pío XII, quien los califica de exigencias del derecho de gentes: el derecho a la existencia, el derecho al respeto y a la buena reputación, el derecho a una manera de ser propia y a una cultura peculiar, el derecho al propio desenvolvimiento, el derecho a la observancia de los tratados internacionales… La conciencia de una universal solidaridad fraterna, que la doctrina cristiana suscita y favorece, no se opone al amor de la tradición y de las glorias de la propia patria ni al fomento de la prosperidad nacional. No se trata de abolir las patrias ni de fundir arbitrariamente las razas. Se trata sólo de que cada nación muestre comprensión y respeto hacia los sentimientos patrióticos de las demás. El amor a la patria no debe significar jamás desprecio a las otras naciones ni menos enemistad hacia ellas, porque no puede ser obstáculo al precepto cristiano de la caridad universal. La ley natural nos impone la obligación de amar singularmente el país en que hemos nacido hasta dar la vida por él; si además nos manda amar a la comunidad de las naciones, se entiende que ha de ser sin detrimento del amor a la propia patria.Las relaciones internacionales y el orden interno de los Estados se hallan, por otra parte, estrechamente unidos, porque el equilibrio y la armonía entre las naciones dependen del interno equilibrio y de la madurez intrínseca de cada uno de los Estados, así en el orden económico como en el moral y el intelectual. No deben, pues, ser tratados como cosas separadas y mucho menos contrapuestas.

LIMITES: Se trata de potestades y de derechos perfectamente conciliables, si el concepto de soberanía del Estado y el de autoridad supranacional se mantienen en su acepción verdadera. Porque ni uno ni otro concepto son absolutos; ambos conocen límites.Soberanía, en el orden internacional, significa autarquía y jurisdicción exclusiva dentro del territorio nacional y en las materias de la competencia interna, sin dependencia alguna del ordenamiento jurídico interior de cualquier otro Estado. Esta soberanía estatal, así entendida, ya se ve que es perfectamente compatible con una autoridad supranacional que refiera exclusivamente su jurisdicción a las relaciones de esos Estados soberanos entre sí y a la vida colectiva de la comunidad que todos ellos formen. Porque, en esta comunidad de los pueblos, cada Estado queda encuadrado dentro del común ordenamiento del derecho internacional, en el cual su soberanía exterior encuentra sus límites. Por decirlo todo, el Estado, en realidad, no ha sido nunca soberano en el sentido de una ausencia total de limitaciones. No lo ha sido en el orden interno; mucho menos en el exterior. Pero tampoco la autoridad supranacional puede tener pretensiones de soberanía. En primer lugar, porque ha de respetar íntegramente esa esfera de interior supremacía de cada uno de los Estados miembros. Pero, además, porque su autoridad en la esfera internacional está condicionada al bien común de la colectividad de las naciones. Por eso, la futura organización política mundial, de que más adelante se habla, gozará de una autoridad efectiva en la medida que salvaguarde y favorezca la vida propia de una comunidad internacional cuyos miembros todos concurran conjuntamente al bien de la humanidad entera.

EL NACIONALISMO EGOCÉNTRICO: Es, en cambio, incompatible del todo con la solidaridad internacional el nacionalismo intransigente y egocéntrico, que la buena doctrina condena por eso mismo, porque niega o conculca los deberes de solidaridad para con la gran familia de las naciones. A este propósito, es necesario distinguir entre vida nacional y política nacionalista. La vida nacional, derecho y gloria de un pueblo, es el conjunto operante de todos aquellos valores de civilización que son propios y característicos de un determinado grupo humano. Debe ser promovida, porque, lejos de estorbar a la vida internacional, la ayuda y enriquece. Pero el nacionalismo, en cuanto mentalidad egocéntrica al servicio de las ambiciones ilimitadas de uno de esos grupos nacionales, debe ser reprimido, porque desconoce o viola la convivencia internacional y es la causa preponderante de los conflictos internacionales y aun de las conflagraciones bélicas.Profesa el nacionalismo una concepción hegeliana de la soberanía, según la cual ésta equivale a la omnipotencia del Estado, por lo que, entregadas al arbitrio de los gobernantes las relaciones internacionales, la prepotencia casi infinita del Estado rompe la unidad que vincula entre si a todos ellos, abre camino a la violación de los derechos ajenos y hace casi imposible la convivencia pacífica y más aún la colaboración entre las naciones. Contra las desviaciones del nacionalismo intransigente, los Papas predican de modo cada vez más apremiante la solidaridad internacional, sometida a un ordenamiento jurídico, el cual tanto abarca las relaciones normales entre Estados como las situaciones de crisis y conflicto.

REGULACIÓN JURÍDICA CONVENCIONAL: Esa regulación jurídica de las relaciones entre Estados, en épocas de convivencia normal, ve formuladas sus normas por vía de pactos y tratados. Base común del propio régimen convencional son los siguientes postulados fundamentales: el respeto íntegro de la independencia y libertad de todos los Estados, así como de sus derechos fundamentales; la justicia y equidad en los tratos, de modo que aquello que una nación reivindique para si deba concederlo, en igualdad de situaciones, a las otras; la aceptación de los deberes inherentes a los derechos que se invocan y ejercen, puesto que van deberes y derechos tan íntimamente unidos, que constituyen una sola y única totalidad jurídica; la observancia inviolable de los pactos estipulados y la fidelidad a la palabra que se empeña; la equitativa, prudente y leal revisión conjunta de sus tratados cuando el transcurso del tiempo y el cambio de situación lo exigiere o simplemente lo aconsejare; la denuncia previa en forma clara y regular del tratado cuya resolución estuviese prevenida; la apelación formal a las instituciones encargadas de garantizar el sincero cumplimiento de los contratos… Importa singularmente afianzar la seguridad jurídica merced al respeto de los pactos; porque considerar los convenios ratificados como cosa efímera y caduca y atribuirse la tácita facultad de rescindirlos o quebrantarlos unilateralmente cuando la propia utilidad parezca aconsejarlo, es proceder que echa por tierra toda confianza.

LOS CONFLICTOS, SUJETOS A DERECHO: Pero no sólo las relaciones normales de los Estados han de sujetarse al derecho; también los conflictos internacionales deben tener un tratamiento jurídico, en lugar de ser entregados a la decisión de las armas.Se entra, con esto, a exponer la doctrina pontificia sobre la guerra, doctrina que avanza audazmente con relación a las teorías tradicionales de filósofos y teólogos, puesto, que trata de conducir la mentalidad cristiana a la plena reprobación de toda guerra que no sea la puramente defensiva.Parece, en efecto, llegada la hora en que la Humanidad, dado el progreso alcanzado, se pregunte francamente —dice Pío XII— si debe resignarse a lo que en el pasado pareció una dura ley histórica o si, por el contrario, debe buscar caminos y hacer esfuerzos para librar al género humano de la pesadilla perpetua de los conflictos bélicos.El precepto de la paz es de derecho divino, y su fin es la protección de los bienes de la Humanidad en cuanto son bienes del Creador. Por eso hay que salvar la paz a toda costa, haciendo que, sobrevenido un caso de conflicto, la fuerza material de las armas sea sustituida por la fuerza moral del derecho. Viejos errores sobre la amoralidad de la guerra resucitados en los últimos años han tenido que ser explícitamente condenados por los Papas. Así, la proposición de que la guerra es un hecho ajeno a toda responsabilidad moral, por lo cual el gobernante que la declara, si bien puede incurrir en un error político cuando la guerra se pierde, no puede ser acusado de culpa moral ni de delito. Así también la simple condenación de la guerra por sus horrores y no, además, por su injusticia. Así, en fin, la tesis de que la guerra es una fase más de la acción política y tan natural y admisible corno cualquiera otra de ellas. La teoría que juzga la guerra como medio apto y proporcionado para resolver los conflictos internacionales está ya sobrepasada. Otros medios existen y otros procedimientos para vindicar los propios derechos, si hubiesen sido violados.

GUERRA DE AGRESIÓN Y DEFENSIVA: Conviene, llegado este punto, distinguir la guerra de agresión y la guerra defensiva. En cuanto a la primera, su inmoralidad aparece cada día más evidente. Toda guerra de agresión contra aquellos bienes que el ordenamiento divino de la paz obliga a respetar es pecado, delito, atentado contra la majestad de Dios, creador y ordenador del mundo. Es más, la guerra ofensiva, aun cuando sólo revista la forma de la llamada guerra fría, debe ser condenada absolutamente por la moral. La conciliación, el arbitraje, son las instituciones jurídicas a que se debe acudir en caso de conflicto. Y deben hacerse obligatorias, hasta el punto que se impongan sanciones al Estado que rehúse someterse a ellas o se niegue a aceptar sus decisiones. En fin, para evitar la guerra de agresión deben ser limitados los armamentos, con lo cual se esquivarán la tentación y el riesgo de que la fuerza material, en vez de servir para tutelar el derecho, apoye la tiránica violación de éste. Con la limitación de los excesivos armamentos quedarán, además, liberados los pueblos de la pesada servidumbre económica que hoy les aflige a causa de los grandes dispendios militares. Pero no todo se remedia con la restricción de los armamentos. Cae en un materialismo práctico o en un sentimentalismo superficial quien considera, en el problema de la paz, única o principalmente la amenaza de las armas y no da valor alguno a la ausencia del orden cristiano, que es la verdadera garantía de la paz. Otro es el caso de la guerra defensiva, la cual es lícita y hasta puede ser obligada si es el único medio que queda al pueblo atacado para repeler la agresión. Contra el moderno irenismo y contra la propaganda pacifista, que abusa de la palabra paz para ocultar designios nada pacíficos, los Papas recuerdan que ni la sola consideración de los dolores y males que derivan de la guerra ni la ponderación cuidadosa del daño y de la utilidad que de ella puedan seguirse valen para determinar si es moralmente lícito e incluso, en algunas concretas circunstancias, obligatorio rechazar con la fuerza al agresor. Porque algunos de los bienes que constituyen el patrimonio de las naciones son de tanta importancia para la convivencia humana, que su defensa bélica contra la injusta agresión es, sin duda, plenamente legítima. Por otra parte, una propaganda pacifista que provenga de quien niega la fe en Dios es un simple medio de provocar efectos tácticos de excitación y confusión.Vale igualmente esta doctrina para la guerra fría, y, cuando se produce, el atacado tiene no solamente el derecho, sino también el deber de defenderse. Porque ningún Estado puede aceptar impasible la esclavitud política o la ruina económica. Hay que ir más lejos. El deber de resistir la agresión puede alcanzar a los demás Estados que no son el agredido. Se da como una suerte de obligación general de venir en socorro del atacado. Ante una injusta agresión, la solidaridad que une a la familia de los pueblos prohíbe a los demás comportarse como simples espectadores en una actitud de impasible neutralidad. La comunidad de las naciones tiene el deber de no abandonar al pueblo agredido.

LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES: Para garantía de una paz justa y durable, la Comunidad de las Naciones debe organizarse jurídicamente. Punto esencial de todo futuro arreglo del mundo, según el Papa Pio XII, es la existencia de un órgano para el mantenimiento de la paz, órgano investido, por consentimiento común, de una suprema autoridad y cuyo oficio será sofocar en su raíz cualquier amenaza de agresión, aislada o colectiva, y tratar luego de resolver el conflicto por medios pacíficos. El tema de la autoridad supranacional es siempre el más difícil. Esta deberá ser verdadera y efectiva sobre los Estados miembros, pero de tal forma que todos conserven igual derecho a su soberanía relativa. El común consenso de todos, ellos será el sostén de esta autoridad. Otro punto delicado es el de la sanción al Estado rebelde. Se apunta en la doctrina pontificia algo como un juicio internacional y una condena de ostracismo. El violador del derecho en la comunidad de los pueblos debe ser condenado como criminal y, en tal concepto, llamado a rendir cuentas de sus acciones. Y debe ser apartado, como perturbador de la paz, en infamante soledad, lejos de la sociedad civil. Por el método, tan usual en los Papas, de enunciar deseos y aspiraciones, se contienen en los diversos mensajes del Pontífice reinante algunos juicios muy concretos sobre la Organización de las Naciones Unidas: ¡Ojalá que la Organización de las Naciones Unidas pueda llegar a ser la plena y pura expresión de la solidaridad internacional de la paz! Claro que para ello habrá de borrar antes de sus instituciones y de sus estatutos todo vestigio de su origen, que fue, por necesidad, una solidaridad de guerra. Y, para comenzar esta transformación, deberá asociar gradualmente a los vencidos a la obra de reconstrucción general, reconociéndoles la misma consideración y los mismos derechos que a los demás Estados.

LA UNIFICACIÓN DE EUROPA: Sin detrimento de la organización universal de los Estados, pueden y deben determinadas naciones asociarse en familias de pueblos. Tal es singularmente el caso de Europa, cuya unidad se hace cada vez más necesaria y apremiante. Muchos discursos ha dedicado al tema europeo el Papa Pío XII. He aquí sus ideas principales:La unidad de Europa es necesaria, y es, por tanto, acertada la política de unificación. Hay todo un cúmulo de razones que invitan hoy a las naciones europeas a federarse. La Europa maltrecha y decaída siente la necesidad de unirse para poner fin a las rivalidades seculares; ve los territorios antes sujetos a su tutela llegar a la edad de su emancipación: comprueba que el mercado de primeras materias ha pasado de la escala nacional a la continental: siente, en fin, y el mundo entero con ella, que todos los hombres son hermanos y están llamados a unirse para acabar con el escándalo del hambre y la ignorancia de la pobre Humanidad.Una común política exterior europea, susceptible, por otra parte, de admitir diferenciaciones, se hace indispensable en un mundo que tiende a agruparse en bloques más o menos compactos. Los países europeos que han admitido el principio de delegar una parte de su soberanía en un organismo supranacional, entran en una vía saludable, de donde puede salir, para ellos y para Europa, una vida nueva en todos los órdenes, no solamente en el económico y el cultural, sino también en el espiritual y religioso. El designio de la Europa unida será garantizar la subsistencia de cada uno de sus miembros y la del todo constituido por ellos, de suerte que su poder político pueda hacerse respetar como conviene en el concierto de las potencias mundiales. La comunidad europea, bajo forma federal o de otro modo —el Papa no se asusta de hablar de la constitución de un organismo político único—, es,esencial que cuente con una verdadera autoridad supranacional, aunque se entienda fundada en una delegación parcial de la soberanía de sus miembros. Es punto decisivo, del que depende la constitución de una comunidad en sentido propio, la presencia de este poder real, responsable, y su encarnación en un órgano ejecutivo.

SOBRE BASES CRISTIANAS: Más que la técnica política de la unión europea, es natural que al Papa le preocupe el espíritu que debe animar la nueva comunidad. Esta ha de ser la fe cristiana, que constituye la base de su civilización y cuya difusión en el mundo ha sido y es la misión histórica de Europa. Era la religión el alma de Europa en sus siglos de esplendor, y cuando la cultura europea se separó de ella, la unidad de Europa quedó rota. Por eso, hoy, por encima del fin económico y del político, la Europa unida debe asumir como misión propia la afirmación y la defensa de los valores espirituales que en otro tiempo constituyeron el fundamento de su existencia, y que ella tenía la vocación de transmitir a las restantes partes de la tierra. Porque el mensaje cristiano permanece, hoy como ayer, el más genuino de los valores de que Europa es depositaría y sigue siendo capaz de mantener en su integridad y en su vigor las libertades fundamentales de la persona humana, la función inviolable de la familia y los fines de la sociedad nacional; y de garantizar en el ámbito de una comunidad supranacional el respeto de las diferencias culturales y el espíritu de conciliación y de elaboración entre todos sus miembros. La misión civilizadora de Europa abarca al mundo entero, sobre el cual distribuye las riquezas espirituales acumuladas por cada una de las naciones que la forman. Hay, sin embargo, una mención especial para el continente africano. Nos parece necesario -ha dicho Pío XII— que Europa mantenga en África la posibilidad de ejercer su influencia educativa y de aportar una ayuda material amplia y comprensiva que contribuya a elevar el nivel de vida de los pueblos africanos y a revalorizar las riquezas materiales de aquel continente. He aquí una orientación y un consejo de actualidad palpitante.

LA PLEGARIA DEL HOMBRE POLÍTICO

De S. S. Pio XII

Para que sea rezada por los políticos católicos.

Oración: «Dios grande y eterno, Creador y Señor de todas las cosas, sumo Legislador y Rector supremo, de quien emana y depende todo poder y en cuyo nombre los que tienen la misión de legislar determinan lo que es justo e injusto como un reflejo de tu divina sabiduría: nosotros, hombres políticos católicos, sobre quienes gravita el peso de una responsabilidad que nos sitúa en el centro de la nación, imploramos tu ayuda para el desempeño de un oficio que creemos aceptar y pretendemos ejercer para el mayor bien espiritual y material de nuestro pueblo. Concédenos, Señor, aquel sentido del deber que nos induzca a no omitir preparación ni esfuerzo para conseguir un fin tan alto y la objetividad y el sano realismo que nos permitan percibir claramente lo que en cada momento es lo mejor. Haz que no nos apartemos de la imparcialidad con que debemos buscar, sin injustas preferencias, el bien de todos y que no nos falten nunca la lealtad hacia nuestro pueblo, la fe en los principios que abiertamente profesamos y la elevación de espíritu para mantenernos por encima de todo peligro de corrupción y de todo mezquino interés. Haz que nuestras deliberaciones sean serenas, sin otra pasión que la inspirada por el santo anhelo de la verdad; que nuestras resoluciones sean conformes a tus preceptos, aun cuando el servicio de tu voluntad nos imponga renuncias y sacrificios, y que, en nuestra pequeñez, procuremos imitar aquella rectitud y santidad con que tú mismo gobiernas y diriges todo para tu mayor gloria y para el verdadero bien de la sociedad humana y de todas tus criaturas. Escúchanos, Señor, a fin de que nunca falte tu luz a nuestra mente, tu fuerza a nuestra voluntad y el calor de tu caridad a nuestro corazón, que debe amar tiernamente a nuestro pueblo. Aparta de nosotros toda humana ambición y toda ilícita ansia de lucro; infúndenos un sentimiento vivo, actual y profundo de lo que es un orden social sano guardador del derecho y de la equidad, y haz que un día, juntamente con aquellos que estuvieron confiados a nuestros cuidados, podamos gozar de tu presencia beatífica, como premio supremo, por toda la eternidad. Así sea.»

LOS CATÓLICOS Y LA VIDA PUBLICA

Todo a lo largó de los documentos pontificios que tratan del orden cristiano de los Estados se contienen declaraciones de carácter preceptivo o admonitorio acerca de los deberes de los católicos en la vida pública, que son del mayor interés para formar la conciencia colectiva. En León XIII se encuentra una afirmación que debiera infundirnos a todos una preocupación muy viva. En la vida práctica, dice, los deberes de los católicos son más numerosos y más graves que los deberes de quienes están mal instruidos en nuestra fe. El deber primero de los católicos es instruirse en la doctrina de la Iglesia, profesarla abierta y constantemente y propagarla según la capacidad de cada uno. Negativamente, están, además, obligados a rechazar lo que sea incompatible con su profesión cristiana.Los seglares deben tener conciencia cada vez más clara no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser ellos la Iglesia misma. Apenas es necesario decir que debe el católico amar a la Iglesia y a su patria. Pero sí importa subrayar esta prelación. Hemos de amar a la patria, que nos ha dado la vida mortal; pero debemos tener un amor más entrañable a la Iglesia, que nos ha comunicado la vida eternamente duradera del alma. Ambos amores proceden de un mismo principio eterno, proceden de Dios; pero, por ser el uno natural y sobrenatural el otro, debe ocupar lugar preferente el amor a la patria eterna.

OBEDIENCIA A LA JERARQUÍA

Con mayor insistencia se predica, sin duda porque se cumple peor, el deber de obediencia de los católicos a la jerarquía eclesiástica en lo que concierne a la vida pública. Se trata de la sumisión del propio juicio y de la voluntad propia al magisterio y a las normas que la jerarquía dicte acerca de la acción política cuando ésta toca, ya se entiende, a materias de doctrina, y principalmente si afecta a la religión o a la familia. Las amonestaciones papales son continuas: conformaréis con toda diligencia vuestra conducta a nuestras prescripciones; obedeceréis virilmente los preceptos dados por la Iglesia; obraréis en completa armonía con los obispos. Se debe tal sumisión no sólo respecto de los principios generales, también en punto a criterios de aplicación y aun a los procedimientos. En efecto, además de una gran conformidad en los criterios y en la acción, es necesario ajustarse en el modo de proceder a lo que enseña la prudencia política de la autoridad eclesiástica. Mantener entre sí la concordia es otro de los grandes deberes de los católicos cuando actúan en la vida pública. Se les pide no sólo unidad en la acción exterior, sino también unión perfecta de corazones y de voluntades. Unidad de pensamiento, de pareceres, de opiniones, y unanimidad de propósitos y de resoluciones.Tal unidad, que se refiere, como queda dicho, a todo lo que fundamental y singularmente en defensa de la religión, no excluye las legítimas discrepancias cuando se trata de materias opinables. Entonces el precepto de la concordia se cumple en forma de respeto recíproco de las actitudes y posiciones que lícitamente adopten unos y otros. Porque, en materias opinables, es lícita toda discusión moderada con deseo de alcanzar la verdad. Concretamente, si se trata de cuestiones estrictamente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida una honesta diversidad de opiniones.Pero si la religión se halla en peligro, deben cesar al punto todas las diferencias y, con unanimidad de pareceres y voluntades, deben combatir todos en defensa de la religión, que es bien común por excelencia. Porque alcanza a todos la obligación de unirse para mantener vivo en la nación el verdadero sentimiento religioso y para defenderlo vigorosamente cuando sea necesario.

SUMISIÓN A LA AUTORIDAD CIVIL

En lo que concierne al acatamiento al poder constituido y a la obediencia a la autoridad civil, si de todos los hombres se predica el deber, como queda antes dicho, de sumisión y de obediencia, mucho más estricto será el de los católicos. Porque estos, aun cuando fuere indigno el que ejerce la autoridad, reconocen en él una como imagen de la majestad divina.De la misma singular manera, les alcanza la obligación de resistir a las leyes cuando la autoridad manda algo injusto. En tal situación, los católicos se valdrán de todos los medios legítimos que, por derecho natural y por las disposiciones legales, queden a su alcance para inducir a los legisladores a reformar los preceptos injustos. En la medida de sus posibilidades, así los fieles como los sacerdotes, deben oponerse a la legislación inicua; y es postura acertada no rehusar el combate político cuando sea necesario, evitando dos peligros: la connivencia con la injusticia y una resistencia menos enérgica. Reaparece aquí la doctrina sobre la tolerancia en un aspecto especialmente delicado, porque ahora no se refiere a la tolerancia que pueda practicar la autoridad, sino a la que esté permitida a los ciudadanos. Aprobar una injusta ley o colaborar con ella voluntariamente es totalmente ilícito; pero es cosa muy distinta someterse por la fuerza y con repugnancia a lo mandado, y más si se trata de aminorar con tal conducta los perniciosos efectos. Entonces se tolera el mal a la fuerza para evitar un daño mayor, y esto es lícito. Tal doctrina es de Pío XI y se refiere a la conducta que deben observar los católicos, principalmente los sacerdotes, ante la persecución religiosa en Méjico. Concretamente, es un escrúpulo infundado pensar que se colabora con las autoridades públicas en una acción injusta si aun después de los vejámenes sufridos se les pide autorización legal para ejercer el sagrado ministerio. Entonces, toda apariencia de cooperación formal y de aceptación de la ley queda suprimida por las solemnes reclamaciones hechas por la Sede Apostólica, por los obispos y aun por el pueblo. Con tal conducta, los sacerdotes no aprueban positivamente la ley inicua ni aceptan sus cláusulas; sólo materialmente se someten a esta injusta legislación, y esto para salvar el obstáculo que les impide el cumplimiento de sus sagradas funciones.

COOPERACIÓN CIUDADANA

Si es deber de todo ciudadano intervenir en la vida pública, los católicos tienen especiales motivos para ello. Es bueno participar en la vida política, y no querer hacerlo sería tan reprensible como negarse a colaborar al bien común. Por eso está mandado expresamente que la acción de los católicos se extienda al poder supremo del Estado. Los católicos poseen la verdad, pero la verdad tiene que ser vivida, encauzada, aplicada en todos los campos de la vida para que fructifique en obras de bien común. En la medida de sus fuerzas, cada uno debe, pues, cooperar a la defensa, la conservación y la prosperidad del Estado; a su constitución y a la organización de sus funciones. Desdeñar la acción política y desentenderse de ella, so capa de sobrenaturalísmo, no es conforme a la buena doctrina. Tampoco puede circunscribirse tal intervención política a la defensa de la fe, aunque sea éste el primero de sus objetivos; debe mirar también a la defensa de la verdad y de la justicia y al servicio del bien común. Dos notas han de marcar la actuación de los católicos en la vida pública, que se corresponden a dos virtudes entre sí complementarias: intrepidez y prudencia. Los que han de tomar parte en la vida política de un modo activo deben, por tanto, evitar con sumo cuidado dos vicios contrarios, el primero de les cuales usurpa el nombre de prudencia y el segundo incurre en temeridad. La cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.Para la mayor parte de los católicos, la acción se ceñirá al ejercicio de sus derechos ciudadanos. De aquí que les está imperado el ejercicio del derecho del voto, y precisamente en favor del candidato mejor dispuesto para con la Iglesia, cuando están en juego el bien de ésta o el de la patria. La abstención electoral, como el fraude fiscal, la crítica estéril contra la autoridad, la defensa egoísta de los privilegios de clase a costa del interés general, deben ser borrados del proceder de los católicos.Su colaboración, por otra parte, se extiende no sólo a las funciones del Estado, sino también, concretamente, a la administración municipal y a la órbita internacional. El cristiano no puede hoy encerrarse en un cómodo y egoísta “aislacionismo” dando pábulo a la nefasta política nacionalista, que hace imposible la convivencia de las naciones.Por último, hay un deber de tipo negativo que importa Mucho observar: el cuidado de no enfeudar políticamente a la Iglesia. Es éste un vicio muy tentador; muchos, en efecto, movidos de un engañoso celo, se apropian un papel que no les pertenece: quieren que en la Iglesia todo se haga según su juicio y parecer. Pero querer complicar a la Iglesia en querellas de política partidista o pretender tenerla por auxiliar para vencer a los adversarios políticos, constituye un abuso muy grave de la religión. Los hombres políticos que intentaren hacer de la Esposa de Cristo su aliada o el instrumento de sus ambiciones políticas, sean éstas nacionales o internacionales, lesionarían la esencia misma de la Iglesia y dañarían a la propia vida de ésta al rebajarla al plano en que se debaten los conflictos de intereses temporales.Siempre, pero más en el campo político, a la Iglesia hay que servirla como ella quiera ser servida. Mucho menos excusable sería tratar de servirse de ella.

EL PODER Y SUS LIMITES

Forman un cuerpo de doctrina admirable, por su firmeza y por su fluidez, las tesis pontificias sobre los fueros de la autoridad y los deberes de la obediencia, tesis derivada de un mismo principio: el origen divino del poder.
El principio de autoridad se contrapone al de anarquía. En toda sociedad humana es necesaria una autoridad que la gobierne. No puede ni siquiera concebirse una comunidad de hombres sin que haya alguien que aúne sus voluntades. Mucho menos puede existir de hecho y conservarse ninguna sociedad sin un jefe supremo que mueva a todos sus miembros con un mismo impulso eficaz encaminado al bien común.
Dios, autor de la sociedad, es quien lo ha dispuesto así. El ha querido que en la comunidad civil haya quienes gobiernen a la multitud; sin este vínculo del poder, la sociedad se disuelve. Quien creó la sociedad, creó también la autoridad.

POR SU ORIGEN DIVINO
Por lo mismo que la existencia de la autoridad se debe a disposición divina, todo poder legítimo proviene de Dios. El origen del poder político hay que ponerlo, pues, en Dios, no en la multitud ni en el pueblo. Los que tienen el derecho de mandar, de nadie lo reciben si no es de Dios: de El toman los gobernantes la autoridad. Porque ningún hombre tiene en sí o por si el derecho de sujetar la voluntad de los demás con los vínculos de este imperio.
No se trata ya del origen histórico del poder, sino también de su raíz filosófica. Por eso, tanto vale origen como fundamento, dependencia y sanción. Si la autoridad recibe de Dios el poder, éste de Dios depende y en El encuentra su apoyo y su sanción, esto es, su fuerza de obligar.
Importan poco al caso la forma de gobierno y el sistema político; sean éstos cuales sean, la autoridad que mediante ellos se ejerza de Dios deriva. Y no sólo se funda en El la autoridad del soberano, también la de sus subalternos.
Dimana de aquí el carácter sagrado de la autoridad. Siendo el poder legítimo de los gobernantes una participación del poder divino, alcanza el poder político una dignidad mayor que la meramente humana, dignidad verdadera y sólida como recibida por don de Dios. Y esto aunque fuese indigno el que ejerce la autoridad, porque es en ésta y no en su titular en quien se ve una como imagen de la majestad divina.
Negar, como lo hace el racionalismo, que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política, es arrancarle a ésta su dignidad y su vigor, es despojarla de su majestad, privarla de su universal fundamento.
Por eso sucede tantas veces que, recibida la autoridad como venida, no de Dios, sino de los hombres, los fundamentos mismos del poder quedan arruinados; como que se ha suprimido la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. Faltando la persuasión de ser divinos el origen, la dependencia y la sanción de la autoridad civil, pierde ésta su más grande fuerza de obligar y el más alto título de acatamiento y de respeto.
No. Los gobernantes son ministros de Dios y como delegados suyos. No mandan por derecho propio, sino en virtud de un mandato y de una representación del Rey divino que comporta el derecho de mandar.

LA DESIGNACIÓN DE LOS GOBERNANTES
Pero, si el poder en sí es de origen divino, la forma de su ejercicio y la designación de los gobernantes, esto es, de los titulares que han de ejercerlo, no tienen, por lo menos de modo inmediato, el mismo divino origen, sino que derivan de la voluntad de los hombres. La distinción es clara: una cosa es el poder considerado en sí mismo, el cual Dios lo confiere, y otra las formas que reviste y las personas que lo encarnan, unas y otras establecidas por modos humanos.
Los textos pontificios son también en esto terminantes: Si el poder político es siempre de Dios, no se sigue de aquí que la designación divina afecte siempre e inmediatamente a los modos de transmisión de este poder, ni a las formas contingentes que reviste, ni a las personas que son sujeto del poder mismo. Porque los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud. Bien entendido que con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer.
Tiene esta doctrina particular importancia en los casos de cambio de régimen. Toda la novedad se reduce entonces, según ella, a la distinta forma política que adopta el poder civil o al sistema nuevo de transmisión de este poder; pero en modo alguno afecta al poder en sí mismo, que persevera inmutable y digno de todo respeto.

LIMITES DEL PODER 
El poder político, en su ejercicio, no es nunca absoluto; tiene limitaciones. Las principales de ellas derivan de su obligada fidelidad a la causa o finalidad del poder, a su razón de ser, a su misión; esto es, el servicio del bien público. Helo aquí dicho con frase lapidaria de labios pontificios: la última legitimidad moral y universal del regnare es el servire. El poder político, en efecto, no ha sido dado para el provecho de ningún particular ni para utilidad de aquellos que lo ejercen, sino para bien de los súbditos que les estuvieren confiados.
Oficio propio de gobernantes es, por tanto, procurar el bien común. Y éste debe entenderse no sólo de los intereses materiales, sino también de los bienes del espíritu. El fin próximo del gobierno es proporcionar a los gobernados la prosperidad terrena; pero su fin remoto mira más lejos. Como quiera que el bien común está, a la postre, al servicio de la persona, quiérese decir que entra también en la misión del gobierno proporcionar las mayores facilidades para que los súbditos consigan el sumo y último bien.
Quien ejerce el poder debe penetrarse de la alta misión que se le confía: realizar en la vida pública el orden querido por Dios, y sólo podrá cumplir con ella si tiene una clara visión de los fines señalados por la divina ordenación a la sociedad humana y un profundo sentido de sus deberes de gobernante y de su responsabilidad. Por eso, debe ejercerse el poder de modo justo y no despótico; firme, pero no violento. Y austero; la administración pública debiera desenvolverse siempre con una sobriedad grande.

SUMISIÓN Y ACATAMIENTO
El poder y la autoridad exigen sumisión, acatamiento y obediencia por parte de los súbditos.
El principio general es sumamente preciso y apremiante: los súbditos deben sumisión al poder legítimo y obediencia a la autoridad que lo ejerce; y esto por dos modos: por deber de conciencia y en obsequio al bien común.
A los que están investidos de autoridad se les ha de obedecer, no de cualquier modo, sino religiosamente, por obligación de conciencia. Los ciudadanos están obligados a aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a guardarles fidelidad. Por eso, el no obedecer a la autoridad constituye manifiestamente un pecado.
La subordinación sincera que se debe a los gobiernos constituidos se funda en la razón del bien social. Cuando en una sociedad existe un poder constituido y actuante, el interés común se halla ligado a este poder, y por esta razón debe aceptarse éste tal cual existe.
Entramos con esta tesis en la doctrina del acatamiento al poder constituido aun cuando se tratare de gobiernos de hecho. El gran definidor de la sutil doctrina es León XIII. He aquí los textos más expresivos: cuando de hecho queda constituido un nuevo régimen político, representante del poder en sí mismo inmutable, su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común, que le da vida y lo sostiene. Por eso es obligado aceptar sin reservas, con la lealtad perfecta que conviene al cristiano, el poder civil en la forma que de hecho exista. Y esto aun cuando la nueva forma política no fuera en su origen legítima.
Estos cambios de régimen están muy lejos de ser siempre legítimos en el origen; es incluso difícil que lo sean. Sin embargo, el criterium supremo del bien común y de la tranquilidad pública impone la aceptación de estos nuevos gobiernos establecidos de hecho, sustituyendo a los anteriores que de hecho ya no existen. De esta manera quedan suspendidas las reglas ordinarias de la transmisión de los poderes y hasta puede suceder que con el tiempo queden abolidas.

RAÍZ DE LA OBEDIENCIA
Es el esplendor augusto y sagrado que la religión imprime a la autoridad política lo que ennoblece la obediencia civil, que encuentra, como ya se ha dicho, la razón de obligar de lo mandado en ser el poder humano una participación del divino. La obediencia, por tanto, no daña a la dignidad humana, porque, más que a los hombres, a Dios se obedece; se presta obediencia a la más justa y elevada autoridad.
Nada más contrario a la verdad que suponer en manos del pueblo el derecho de negar la obediencia a la autoridad cuando le plazca. Cuando el poder legítimo manda lo justo, no se le puede, en consecuencia, desobedecer sin ofensa a Dios. Los que resisten al poder político, resisten a la divina voluntad. Más: los que rehúsan honrar a los gobernantes, rehúsan honrar al mismo Dios. No importa el titular; despreciar el poder legítimo, sea quien sea su titular, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios.
Caen por tierra, ante la doctrina cristiana del origen divino del poder, los falsos dogmas de la soberanía popular tan caros al racionalismo liberal como a los totalitarismos de cualquier clase. Según ellos, la autoridad deriva del arbitrio de la muchedumbre, o bien del pueblo jurídicamente organizado, del consentimiento de los gobernados o de la voluntad de la nación. El pueblo, además, confiere a sus gobernantes la autoridad a título de mandato revocable, pues se entiende que él continúa detentándola. Quienes la ejercen lo hacen por delegación del pueblo y en su nombre. Y, en fin, la obediencia no es sino una subordinación de todos a la decisión de una mayoría numérica…

CUÁNDO ES LÍCITO DESOBEDECER
La sumisión al poder constituido no implica una obediencia ilimitada a sus leyes y mandatos. Hay que distinguir entre poder y legislación y, consiguientemente, entre acatamiento y obediencia. El acatamiento a la autoridad se exige siempre; la obediencia a sus mandatos no siempre se puede exigir. Sigue hablando León XIII. El respeto al poder constituido no puede exigir ni imponer como cosa obligatoria una obediencia ilimitada o incondicionada a las leyes que él promulgue.
Pero la causa que justifica la desobediencia es una sola: la injusticia de lo mandado. Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Porque, cuando el poder humano manda algo claramente contrario a la voluntad divina, traspasa los límites que tiene fijados, entra en conflicto con la divina autoridad, y en este caso es justo no obedecer. Pues hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Cuando no existe el derecho de mandar o se manda algo contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, es justo entonces desobedecer a los hombres para obedecer a Dios. En todos estos casos se ha pervertido la justicia; y la autoridad sin la justicia es nula.

LEGITIMA RESISTENCIA
Un paso más: no sólo es justo, a veces, el desobedecer; puede serlo también el resistir por medios lícitos a los poderes injustos. Siempre es lícito, ante un gobierno que abusa del poder, coartar la tiranía y procurar al Estado otra organización política más moderada bajo la cual se pueda obrar libremente. Ya se entiende que usando de medios lícitos. Pero también lo es, más en concreto, unirse los ciudadanos para defenderse contra un gobierno injusto, en coalición de conciencias que no están dispuestas a renunciar a la libertad. Esta doctrina es de Pío XII. Cuando los poderes constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y para defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados.
Tal suerte de resistencia a la tiranía, como recurso supremo y excepcional contra un gobierno injusto, exige la concurrencia de unos requisitos muy precisos: que tales reivindicaciones tengan razón de medio o de fin relativo y no de fin último y absoluto; que sean acciones licitas y no intrínsecamente malas; que no causen a la comunidad daños mayores. En todo caso deben quedar fuera de esta acción así el clero como el apostolado seglar, porque no es de su incumbencia el uso de tales medios.

LA REBELIÓN NO ES LICITA
Si todos los ciudadanos tienen la obligación de acatar el poder y aceptar los regímenes constituidos, no les es lícito derrocarlos por la violencia, aunque abusen de su poder. El derecho de rebelión —escribe León XIII— es contrario a la razón. Porque acarrea el peligro de una perturbación mayor, de un daño más grande. La religión manda la sumisión a los poderes legítimos, prohibiendo toda revolución y todo conato que pueda turbar el orden y la pública tranquilidad. La Iglesia condena la insurrección violenta —que sea «arbitraria», dice León XIII; «injusta», se lee en Pío XII— contra los poderes constituidos. Y esto aun cuando los gobernantes ejerzan el poder con abusos y extralimitaciones. En todo caso, provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad no solamente humana, sino divina.

PERSONA, PUEBLO Y ESTADO

El hombre y el Estado están mutuamente ordenados entre sí por Dios. La persona individual y el poder público se hallan íntimamente unidos y vinculados; gobernantes y gobernados están ligados por derechos y obligaciones. Ni el ciudadano ni el Estado pueden rehuir los deberes correlativos que pesan sobre cada uno de ellos, ni desconocer los derechos del otro.
Pero como el hombre es, por naturaleza, anterior al Estado y constituye —ya se ha dicho— el fin de la vida social, de aquí que en esta relación funcional individuo-Estado debe, en último término, prevalecer el hombre, la persona, pues, a la postre, el bien común a que el Estado sirve ha de refluir en el desarrollo y perfección del hombre. Hasta aquellos valores más universales y más altos que solamente por la sociedad pueden ser realizados y no por el individuo, tienen, no obstante, como fin último al hombre. No se puede conseguir el debido equilibrio del organismo social y aun el bien de toda la sociedad si no se otorgan a cada una de sus partes, es decir, a cada hombre, como dotado de la dignidad de persona, los medios que necesita para cumplir su misión.
El Estado —escribe textualmente Pío XII— puede exigir los bienes y aun la sangre, pero nunca el alma, redimida por Dios, y cuanto más gravosos sean los sacrificios exigidos por el Estado a los ciudadanos, tanto más sagrados e inviolables deben ser para el Estado los derechos de las conciencias.
Si bien se mira, la autoridad civil no gobierna hombres, sino que administra asuntos. De modo inmediato, el objeto de su poder y de su acción son los negocios públicos del país; sólo de modo mediato gobierna a las personas. Por eso, jamás éstas, ni en su vida privada ni en su vida social, deben verse sofocadas bajo el peso de la Administración del Estado.

PUEBLO, NO MASA
Nada tan opuesto al sentido cristiano de la vida como la absorción de la persona individual por parte de la comunidad, la injerencia del Estado en la órbita personal, la negación de la personalidad del hombre, la cual comporta una dignidad y una esfera de derechos fundamentales que nadie puede violar.
Nada tampoco tan contrario a la doctrina católica como la suplantación del concepto de pueblo por el de masa. El Estado es la unidad orgánica de un verdadero pueblo; no reúne mecánicamente un conglomerado amorfo de individuos. El pueblo vive y se mueve por obra de su propia vida; la masa es de por si inerte y sólo puede ser movida desde fuera.
No basta, pues, con devolver a la persona humana su dignidad congénita; es preciso, además, oponerse a la aglomeración de los hombres a la manera de masas sin alma, a su inconsistencia moral, social, política, económica. Porque, en un pueblo digno de este nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, unida al respeto de la libertad y dignidad de los demás. Bella doctrina que del terreno de la ciencia debe pasar al del arte político, al arte del buen gobierno.

DERECHOS PERSONALES
Al abordar tema tan clásico como el de los derechos personales, objeto de predilección por parte de los Pontífices, es menester distinguir entre derechos fundamentales de la persona y libertades cívicas y tratar a unos y a otras por separado.
La persona individual tiene unos derechos que son fundamentales, como que forman parte de su definición: persona es, precisamente, el ser capaz de derechos y obligaciones. Estos derechos fundamentales derivan de la naturaleza; son, se diría, congénitos a todo hombre y como consustanciales con él. Forman su órbita de libertad de movimientos y se dan, con razón de medio, como esenciales para que pueda cumplir sus fines propios. El reconocimiento de los derechos del hombre, en cuanto persona, está anclado sobre el sólido fondo del acatamiento a los derechos de Dios.
Puede hacerse un catálogo de los derechos fundamentales de la persona, que de modo explícito se hallan reconocidos en los documentos papales. Intentaré su clasificación, respetando las propias expresiones pontificias.
En relación a su fin último: derecho de seguir, según su conciencia, la voluntad de Dios y de cumplir sus mandamientos; derecho de venerar al verdadero Dios y rendirle culto privada y públicamente; derecho a la formación religiosa; derecho a santificar el día del Señor; derecho al ejercicio de la caridad; derecho a la elección de estado, incluidos el estado sacerdotal y el de perfección religiosa; derecho a la acción apostólica seglar.
En relación a su vida espiritual: derecho al honor y a la buena reputación; derecho a vivir su propia vida personal; derecho a su educación y derecho a la educación de sus hijos; derecho a desarrollar plenamente su vida intelectual y moral; derecho, en principio, al matrimonio y a la procreación y, en consecuencia, derecho a la sociedad conyugal y doméstica; derecho a una patria y a unas tradiciones; derecho a un orden jurídico estable y garantizado; derecho de asociación para fines lícitos; derecho a participar en la vida pública, así en la actividad legislativa como en la ejecutiva; derecho a manifestar su parecer sobre los deberes y cargas que le sean impuestos por el Estado.
En relación a sus necesidades corporales: derecho a conservar y desarrollar la vida del cuerpo; derecho a la integridad corporal; derecho a los medios necesarios para su subsistencia ; derecho al trabajo, en cuanto medio para mantener la vida personal y familiar; derecho a la propiedad privada y al uso de los bienes de la tierra.
Nótese que, respecto de algunos de estos derechos, se señalan determinadas peculiaridades; así, el derecho al matrimonio se reconoce en principio, puesto que está determinado por la confluencia del derecho de otra persona, el presunto cónyuge. Y del derecho de propiedad se dicen tres cosas: que se otorga a todos, porque la Iglesia lo defiende aun para los que nada tienen; que obliga a la sociedad, en consecuencia, a proveer el modo de otorgar a todos, en cuanto sea posible, una propiedad privada; y, en fin, que su uso tiene limitaciones sociales. Pero esta importante materia se desarrolla en las encíclicas sociales de los Papas más que en las políticas, objeto único de la presente compilación.

INVIOLABLES Y GARANTIZADOS
Estos derechos fundamentales de la persona son inviolables. Como concedidos por el Creador, la sociedad no puede despojar al hombre de sus derechos personales ni impedir arbitrariamente su uso. Han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o estorbar su ejercicio. El Estado debe siempre protegerlos y nunca puede violarlos o sacrificarlos a un pretendido bien común. Su reivindicación puede ser, según las circunstancias, más o menos oportuna, más o menos enérgica. A la autoridad pública toca también proteger y defender el derecho de cada cual contra su violación por parte de otro.
No falta en los documentos papales el capítulo clásico de las garantías jurisdiccionales de los derechos de la persona.
Valga por todas una referencia a palabras del Papa reinante. La relación entre hombre y hombre, del individuo con la sociedad y con la autoridad, debe cimentarse sobre un claro fundamento jurídico y estar protegida por la autoridad judicial. Esto supone y exige un derecho formulado con precisión, normas jurídicas claras, un tribunal y un juez.

LAS LIBERTADES CÍVICAS
Las libertades llamadas públicas, esto es, las que se atribulen o reconocen a los hombres en cuanto ciudadanos de un Estado; las libertades de conciencia, de expresión, de imprenta, de asociación, de cátedra, de cultos…, si bien toman su rigen de los derechos de la persona, no siempre pueden identificarse con éstos ni tienen su misma naturaleza. Más que originarias, son derivadas y, por tanto, no absolutas, sino moderadas y sujetas a limitación. He aquí unos textos que tienen valor de clave, de la encíclica leonina Libertas. Es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de cátedra, de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Estas libertades pueden ser reconocidas o toleradas dentro de ciertos límites y siempre que se use de ellas para el bien. La Iglesia fue siempre fidelísima defensora de las libertades cívicas moderadas.
La moderación de su uso corresponde, en último término, a la prudencia política, que incumbe a la autoridad civil. Esta debe empezar por respetarlas, pero está obligada a reprimir su exceso y sus abusos. No es lícito difundir lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y mucho menos amparar tales publicaciones con la tutela de la ley. Las opiniones falsas, los vicios corruptores, deben ser reprimidos por el Poder público para impedir su propagación. De un modo singular merecen repulsa los errores de los intelectuales, porque la mayoría de los ciudadanos no pueden por sí mismos prevenirse contra sus artificios; ejercen sobre las masas una verdadera tiranía y deben ser reprimidos por la ley con la misma energía que otro cualquier delito inferido con violencia a los débiles.
Con el cambiar de los tiempos se origina en esta materia una cierta confusión terminológica; por eso es necesario precisar términos y conceptos.

CONCIENCIA Y CULTO
Una cosa se entiende por libertad de conciencia, expresión clásica acuñada por el liberalismo racionalista, para afirmar la falsa tesis de que es lícito a cada uno, según le plazca, dar o no culto a Dios o bien manifestar y defender públicamente sus ideas, sin que la autoridad eclesiástica o civil puedan limitar esa libertad; y otra cosa distinta por libertad de la conciencia, expresión cristiana que significa el derecho del hombre de seguir la voluntad de Dios según los dictados de su propia conciencia y el derecho a profesar su fe y practicarla en la forma debida. Esta libertad verdadera, libertad digna de los hijos de Dios, es la que está por encima de toda violencia y a salvo de cualquier opresión; a pesar de que los liberales racionalistas califiquen a veces de delito contra el Estado cuanto hacen los católicos por conservar esta cristiana libertad.
De la falsa libertad de conciencia dimana la no menos ficticia libertad de cultos, según la cual cada uno puede profesar a su arbitrio la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta no es libertad; és una depravación de la libertad, pues equivale a conceder el falso derecho de desnaturalizar una obligación santísima y ser infiel a ella.
El Estado no puede fingirse neutral en materia religiosa. No le es lícito medir con un mismo nivel todos los cultos, porque no todos son igualmente aceptables y gratos a los ojos de Dios. La religión verdadera, la que Dios mismo ha mandado, ésta es la que deben conservar y proteger los gobernantes. En cuanto a tolerar de hecho los cultos disidentes, son de aplicación los criterios generales arriba expuestos sobre libertad y tolerancia.

LIBERTAD DE EXPRESIÓN
Si pasamos a la libertad de expresión, encuentra ésta su licitud en la verdad de su contenido y en la moderación de su ejercicio. La libertad de expresión del pensamiento, abstracción hecha de su verdad o de su error, no es por sí misma un bien; ni existe derecho a tal libertad considerada como absoluta e inmoderada, sin limitación ni freno.
Su límite primero, y el principal, se da, pues, en razón del contenido. Existe el derecho de propagar con libertad lo bueno y lo virtuoso; no lo falso y perverso. Pero hay otras limitaciones al derecho de propagar, aun lo que sea en sí bueno o verdadero: a esta propaganda se le exige, v.gr., moderación y prudencia para no herir el juicio legítimamente discrepante de los otros, ni menos desafiar su lealtad u ofender su buena fe.
La doctrina papal es amplia y abierta por lo que toca a materias opinables. En ellas está permitido a cada uno tener su parecer y exponerlo libremente. En las cuestiones en que los maestros de institución divina no hayan pronunciado su juicio, está autorizada por completo la discusión libre, y cada uno podrá mantener y defender su propia opinión. Esta libertad de opinión en cuestiones disputables es, en sí, buena y conduce muchas veces al hallazgo de la verdad.
Concretamente, en materias políticas, por ser éstas en gran parte opinables, pueden ser defendidos legítimamente pareceres diversos.

LIBERTAD “DE CÁTEDRA”
Otro equívoco de términos o expresiones, que es conveniente esclarecer, se da respecto de la libertad de cátedra con relación a la libertad de enseñanza. Por la primera entendía el liberalismo el supuesto derecho de enseñarlo todo sin discriminación: lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. Arranca esta tesis del falso principio, arriba examinado, que concede los mismos derechos a la verdad que al error, a la virtud que al vicio. Contrariamente a ella, la enseñanza de la doctrina debe tener por objeto exclusivo la verdad; solamente la verdad debe penetrar en el entendimiento y enseñorearse de él.
Todo deriva del mal entendido concepto de la libertad, y no hay razón para que, en nombre de ésta o en el de la verdadera ciencia, se indigne nadie ni lleve a mal las justas y debidas normas que, de consuno, la razón y la Iglesia imponen para regular el estudio de las ciencias humanas. En cuanto al Poder público, no puede, sin quebrantar sus deberes, conceder a la sociedad una tal libertad de cátedra.
Por libertad de enseñanza, en cambio —concepto católico—, se entiende el libre ejercicio de la función docente, que no puede arrogarse el Estado en monopolio, pues corresponde antes que a él a la familia y a la Iglesia. Pero este tema ha sido expuesto en un capítulo precedente.
Queda por decir una palabra sobre la libertad de asociación, defendida siempre, en principio, por los Papas, en consonancia con su respeto a los cuerpos intermedios de que arriba se ha hablado.
La Iglesia no sólo reconoce el derecho de asociarse, sino que expresa vivamente su deseo de que sean fundadas de continuo nuevas asociaciones, singularmente para la defensa de los intereses profesionales y económicos. El límite de este derecho está en el interés del bien público, al cual debe supeditarse siempre el interés parcial de cualquier grupo.

ABUSOS DEL ESTATISMO
Al paso que se exponía la buena doctrina sobre los derechos personales y las libertades públicas, han quedado refutados los errores que a ella se oponen. Se dan la mano, en este campo, aunque parezcan entre sí antagónicos, el liberalismo y el comunismo. Y la razón es que tienen la viciada raíz común de un erróneo concepto de la persona. Así ocurre que, a lo largo de la historia contemporánea, a los liberales, antaño individualistas, les nacen como hijos espirituales los totalitarios. Del falso concepto de los derechos del hombre y del ciudadano proclamado por la Revolución política por excelencia, la francesa de 1798, surgen los excesos de la democracia, y ésta engendra después el estatismo. Se diría que las libertades públicas, creación de la democracia, ahogaron a los derechos personales, que eran sagrados para el viejo orden tradicional. No se habla de su conculcación, que es cosa de todos los tiempos, sino de su negación teórica por obra de los totalitarismos de toda laya, ya sean burgueses o comunistas. Dondequiera que se ha dado la expoliación por el Estado de los derechos personales, allí ha recaído el hombre en la esclavitud.

LIBERTAD, IGUALDAD Y AUTORIDAD

Clara, valiente y sugestiva es la doctrina de los Papas acerca de la relación de individuo a Estado.
El hombre, pequeño cosmos, señor de la Creación, el solo ser dotado de razón y de voluntad moralmente libre, es, por lo mismo, el centro de la sociedad política.
Los hombres ante el Estado no son masa, son personas, esto es, sujetos de derechos y de deberes inviolables. El Estado no es una aglomeración de hombres a la manera de masa sin alma, sino una sociedad de seres individualizados que gozan de una dignidad personal inviolable.
De aquí que en la relación de individuo a Estado sea menester salvar siempre la libertad de la persona humana, de la cual la Iglesia es la más firme defensora. La doctrina de la encíclica Libertas, de León XIII, es la mejor prueba de ello.
Pero la libertad humana no es absoluta e ilimitada. Ya en
su definición auténtica lleva sus límites. Porque la libertad no es la facultad de obrar lo que la voluntad apetezca; es la facultad racional de obrar precisamente el bien, según las normas de la ley eterna. No hay libertad para profesar el error ni para obrar el mal, mejor dicho, ésa no es libertad, sino libertinaje y desenfreno y, a la postre, esclavitud a la tiranía de las pasiones.
Dentro del Estado, la libertad verdadera del ciudadano consiste en poder vivir cada uno según la recta razón y con arreglo a ley. Dicho de otro modo, la libertad pública sólo es legítima cuando se ordena a facilitar la vida virtuosa. La verdadera libertad, en el campo de la vida política, consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual vivir según los preceptos de la ley de Dios.
Toda libertad en los particulares y en la comunidad, en gobernantes y en gobernados, implica obediencia a una razón suprema y eterna y está sujeta el derecho natural y a la ley eterna de Dios. Rechazar el supremo dominio de Dios sobre el hombre y la sociedad no es libertad, sino rebeldía, esto es, perversión de la libertad.

LIBERTAD Y AUTORIDAD
Conjugar el binomio libertad y autoridad, referidos ambos términos a la comunidad jurídica, al Estado, ha sido y es el problema más grave y difícil de la ciencia política. Se trata de deslindar los campos de dos grandes y poderosos señores. Y esta cuestión sólo se resuelve partiendo, como lo hace la doctrina católica, del concepto verdadero de la libertad humana, esto es, de un albedrío personal sujeto a la ley divina, y del concepto auténtico de la humana autoridad, o sea, en cuanto participación de la autoridad de Dios, de la que emana, por tanto, el deber de obediencia. Sólo la Iglesia ha acertado siempre a unir en fecundo acuerdo el principio de la legítima libertad con el de la autoridad legítima.
El libertinaje, el desenfreno, el espíritu de sedición, la desobediencia, nada tienen que ver con la libertad cristiana; no puede decirse siquiera que sean excesos o abusos de la libertad; son lo contrario de la libertad verdadera. Por el contrario, la seguridad y la grandeza de la libertad están en razón directa de los frenos que se opongan a la licencia.
Aun la misma libertad verdadera del individuo no carece, en su uso, de limitaciones, que vienen determinadas por el interés general, por el bien común. Dañarlo o ponerlo en riesgo es abusar de la propia libertad, aunque ésta sea legítima.
La libertad de la persona humana, así concebida, es inviolable. El Estado debe respetarla y está obligado a revocar las medidas que le sean lesivas y a la reparación consiguiente.
Pero el Estado, además, es el custodio de la libertad, tiene que proteger la libertad verdadera y reprimir la falsa. No puede declararse neutro, equiparando los derechos de la verdad a los del error, los de la virtud a los del vicio, y otorgando análoga libertad a unos y a otros.
Doctrina es ésta difícil de imbuir en los espíritus modernos después de tantos lustros de errores acerca de la libertad, fruto del liberalismo racionalista. Sin embargo, las tesis pontificias son terminantes; el derecho, facultad moral, no puede suponerse concedido por la naturaleza de modo igual a la verdad y al error, a la virtud y al vicio; es contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos; la libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien.

DOCTRINA SOBRE LA TOLERANCIA
La tesis acerca de la libertad es, pues, clara y rotunda. Entra aquí en juego, no obstante, un nuevo elemento, un factor de hecho, la hipótesis que permite salvar la conducta de la autoridad cuando, en determinadas situaciones, no puede ajustarse a la tesis. Esta es la doctrina de la tolerancia, que, por lo mismo que es materia delicada, se pasa a exponer con la mayor fidelidad no sólo al pensamiento, sino a las propias expresiones usadas por los Papas.
Concediendo derechos, sólo y exclusivamente, a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia a la tolerancia, por parte de los poderes públicos, de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia, para evitar un mal mayor o para conseguir un mayor bien.
El bien común es, como siempre, el criterio definidor. El hecho de no impedir por medio de leyes estatales o de disposiciones coercitivas lo que daña a la verdad o a la norma moral, puede hallarse justificado por el interés de un bien superior y más general. Y el deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no siempre puede ser una última norma de acción; ha de estar subordinado a normas más altas y generales, las cuales, en determinadas circunstancias, permiten no impedir el error a fin de promover un mayor bien. Pero se trata de una simple permisión; si por causa del bien común, y únicamente por ello, puede la ley humana tolerar el mal, no puede ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo.
Hay que cuidar también de no excederse en la tolerancia, porque su abuso puede traer males mayores, con lo cual deja de estar justificado. Al ser la tolerancia del mal un postulado de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites requeridos por la causa o razón de esa tolerancia, esto es, por el bien público. Por eso, si la tolerancia daña al bien público, la consecuencia es su ilicitud.
En ningún caso, por último, debe faltar la tolerancia para el bien, cosa que ocurre a veces cuando la manejan mentes liberales que indebidamente prodigan la tolerancia para lo malo; pues es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del catolicismo.

IGUALDADES Y DESIGUALDADES
Tras la doctrina de la libertad personal en relación con la sociedad, es pertinente exponer las tesis católicas sobre la igualdad y fraternidad de los hombres, también en lo que concierne a la vida pública.
Es un principio sagrado el de la igualdad de los hombres por naturaleza, que lleva aparejado el de la paridad jurídica de los ciudadanos ante la ley. Consiste esta igualdad de los hombres en que, teniendo todos la misma naturaleza, están abocados todos a la misma eminente dignidad de hijos de Dios y todos y cada uno deben ser juzgados según una misma ley eterna.
Pero la igualdad por naturaleza no comporta una igualdad de condición, una igualación social. Por el contrario, la misma naturaleza de la vida social exige una desigualdad de situación y, en consecuencia, de derecho y de autoridad. No porque los hombres sean iguales por naturaleza han de ocupar el mismo puesto en la vida social; cada cual tendrá el que adquirió por su conducta, pues, aunque la vida social exige unidad interior, no excluye las diferencias causadas por la realidad. El principio de que toda desigualdad de condición social implica una injusticia es, como contrario a la naturaleza de las cosas, un principio subversivo del orden social.
Ahora bien, una concepción ideal pide que se acentúe progresivamente la unidad interior de la sociedad, aunque no lleguen a desaparecer las diferencias. El orden nuevo que sea base de la vida social tenderá a realizar de modo cada vez mas perfecto la unidad interior de la sociedad; pero no igualando como con un rasero a todos. En un Estado que se abandona al arbitrio de la masa, la igualdad degenera en una nivelación mecánica, en una monocroma uniformidad. Por el contrario, en una concepción política impregnada por el pensamiento religioso, la igualdad teórica y la diferencia funcional de los hombres deben tener su adecuada conjugación.

LA IGLESIA Y EL ESTADO

Acaso sea la doctrina de las relaciones entre la Iglesia y el Estado la que recibe más desarrollo en los documentos pontificios. Y es natural, no sólo por la singular autoridad de los Papas para formularla, sino, además, porque esta materia ha sido una de las más controvertidas en los últimos cien años. Resumiré sus principales tesis.
Iglesia y Estado coexisten en el mundo como sociedades, ambas, perfectas y soberanas. Pero son distintas entre sí, sin que quepa confusión, entre ellas.Se distinguen por sus fines.
Existen, en efecto, dos supremas sociedades: la una, el Estado, cuyo fin próximo es proporcionar al género humano los bienes temporales de esta vida; y la otra, la Iglesia, que tiene por designio conducir al hombre a la felicidad verdadera, celestial y eterna, para la que ha nacido.
Reconoce la doctrina católica, sin ambages, que es el Estado sociedad perfecta, pero afirma en seguida que también la Iglesia, no menos que el Estado, es una sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta, porque tiene todos los elementos necesarios para su existencia y su acción. Dios ha repartido, por tanto, el género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil, y los pueblos tienen el deber de estar sujetos a ambos a un mismo tiempo.
Reside la dificultad para delimitar ambas potestades en la coincidencia de Iglesia y Estado en punto a territorio, súbditos, bienes e instituciones. La Iglesia se encuentra con los Estados en un mismo territorio, abraza a los mismos hombres, usa de los mismos bienes y utiliza a veces las mismas instituciones. Difieren, como queda dicho, en razón de sus fines. La Iglesia es distinta de la sociedad política, porque el fin de aquélla es sobrenatural y espiritual, y el de ésta, temporal y terreno. Cada una de estas soberanas potestades, en consecuencia, queda circunscrita dentro de ciertos límites que vienen definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo; ellos determinan la esfera jurídica de su peculiar jurisdicción y competencia. Iglesia y Estado son, pues, sociedades que tienen cada una su propia autoridad; no son en sí contradictorias ni se confunden entre sí.
Tal distinción arranca de los orígenes mismos de la Iglesia. Jesucristo, su divino Fundador, quiso que el poder sagrado fuese distinto del poder civil y que ambos gozasen de plena libertad en su terreno propio. En la gestión de los asuntos de su propia competencia ninguno está obligado a obedecer al otro. Tal distinción, además, no es circunstancial o pasajera; es inmutable y perpetua.

ERRORES CONDENADOS
Ideologías heterodoxas niegan que la Iglesia sea soberana y perfecta. Le niegan, unas, la naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta. Otras, su poder legislativo, judicial y coactivo, atribuyéndole tan sólo una función exhortante, suasoria, orientadora… Algunas se limitan a atacar su universalidad.
En nuestros días, la Iglesia sufre particularmente de esta última agresión; por parte, ayer, del nacionalismo, y ahora, de las llamadas democracias populares. La voz del Pontífice reinante clama sin cesar contra tal tentativa de escisión. Por su propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad del género humano; es supranacional, porque es un todo indivisible y universal. Es un sacrílego atentado, un golpe nefasto contra la unidad del género humano, confinar a la Iglesia en los angostos límites de una nación.
Pero no es de hoy la condenación de estos intentos. Las supuestas iglesias nacionales que tratan los comunistas de establecer en Hungría, en China o en otras naciones de ocupación soviética están ya anatematizadas desde el Syllabus, que condena la proposición de que se puedan establecer iglesias independientes.

LA IGLESIA, FUNDAMENTO SOCIAL.
Importa considerar el aspecto social, no sólo el religioso, de la Iglesia. Su Santidad Pío XII lo subraya, y en uno de sus discursos se contiene una notable definición social de la Iglesia. Puede definirse, dice, la sociedad de quienes, bajo el influjo sobrenatural de su gracia, en la perfección de su dignidad personal de hijos de Dios y en el desarrollo armónico de las inclinaciones y energías humanas, edifican la potente armazón de la convivencia humana.
No ya en tesis, también en la realidad, en la Historia, la Iglesia contribuye a asentar el fundamento de la vida social. En virtud de su universalidad supranacional, da forma y figura perdurables a la sociedad humana, por encima de toda vicisitud y más allá de los límites de tiempo y espacio. Y merced a su misión providencial de formar hombres, «el hombre completo», proporciona a la sociedad y al Estado los mejores súbditos y los más cabales ciudadanos. La Iglesia eleva al hombre a la perfección de su ser y de su vitalidad. Con hombres así formados, la Iglesia depara a la sociedad civil la base en que pueda descansar con seguridad.

DERECHOS INVIOLABLES
Por ser sociedad perfecta y soberana, los derechos de la Iglesia son inviolables. El derecho a ejercer su misión religiosa, que consiste en realizar en la tierra el plan divino de restaurar todas las cosas en Cristo, procurar la paz y la santificación de las almas y gobernarlas en orden a su salvación eterna. El derecho a regirse a sí misma contando con todos los medios necesarios para ello, esto es, con pleno y perfecto poder, legislativo, judicial y coactivo, que ha de ejercer con plena libertad. El derecho a enseñar, en cumplimiento de su divina misión y del mandato imperativo de llevar a las almas tesoros de verdad y de bien. El derecho a adquirir y poseer los bienes materiales de que necesite como sociedad de hombres que es.
Los Pontífices, ante los continuos ataques a las prerrogativas y derechos de la Iglesia, los reivindican una y otra vez contra toda suerte de errores y atropellos. Claman contra la falsa y mezquina concepción que quisiera confinar a la Iglesia, ciega y muda, en el retiro del Santuario; contra quienes discuten su potestad legislativa y su jurisdicción; contra aquellos que cercenan su derecho a adoctrinar, reduciéndolo a lo puramente religioso; contra los que, reconociendo a todos la libertad de poseer, se la niegan a la Iglesia y pretenden conferir al gobierno de los Estados la propiedad o la administración de los bienes eclesiásticos, sin detenerse ni ante los templos o los seminarios.

RELACIÓN UNITIVA
Punto importante del presente capítulo es el de las relaciones entre Iglesia y Estado a la luz de la doctrina pontificia. ¿Identificación? ¿Separación? ¿Independencia? ¿Colaboración?…
Iglesia y Estado son, ya lo hemos visto, sociedades distintas. Pero son inseparables. Rotundamente lo afirma León XIII: son dos cosas inseparables por naturaleza. Por ello, es necesario que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, que es comparable a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Entre la sociedad política y la religiosa, las relaciones deben ser no sólo externas, sino también internas y vitales.
Es, pues, menester que exista una positiva colaboración mutua entre ambas potestades, una relación de armonía, una estrecha concordia. Lo exige así la voluntad divina, que dispuso la existencia concurrente de las dos sociedades; lo pide , el bien general de toda la sociedad, que se lucra de tal cooperación; lo reclama el bien personal de los hombres, súbditos a la vez de una y otra potestad.
La causa radical de esta armonía está en que el orden sobrenatural sobre el que se basan los derechos de la Iglesia no sólo no destruye ni menoscaba el orden natural al que pertenecen los derechos del Estado, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona.
Prestan base a esta colaboración, de un lado, el recíproco respeto de las privativas esferas de competencia: al Estado, sus derechos y obligaciones; a la Iglesia, los suyos; y de otro, la supeditación del orden temporal al sobrenatural, que obliga al Estado a prestar de un modo positivo a la Iglesia los medios externos propios del Estado de que aquélla puede necesitar.
La dificultad se presenta, supuesta la profesión de la buena doctrina y la recta intención de ambas partes, en el deslinde de los campos privativos y en el trato que se dé a las materias de competencia mixta.
El orden religioso y moral, está claro, es privativo de la Iglesia. Todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea por el fin al que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Así, el gobierno de las almas, la formación de las conciencias, la administración de los sacramentos, y entre ellos el matrimonio, el magisterio religioso… Pero las demás cosas que el régimen civil abraza y comprende —declaran los propios Papas— es de justicia que queden sometidas a éste.

INDEPENDENCIA, NO SEPARACIÓN
Cada una de estas potestades, en la esfera de su competencia, debe gozar de plena libertad. La Iglesia se la reconoce al Estado en los asuntos propios de la esfera civil; pero pide que el Estado, a su vez, respete la suya en su ámbito propio. Porque en el cumplimiento de su misión divina no puede depender de voluntad ajena ninguna.
En tal sentido hay que proclamar la independencia de la Iglesia respecto del poder civil, que quiere decir su absoluta libertad de acción y su derecho a gobernarse por sus propias leyes y según sus métodos privativos, incluido el llamado poder temporal de la Santa Sede, que se juzga necesario para la conservación de su plena independencia espiritual.
Pero esta independencia de los dos poderes nada tiene que ver con la doctrina llamada de la separación, que está abierta y explícitamente condenada por los Papas como contraria a aquel principio de relación unitiva que los vincula como cosas por naturaleza inseparables.
Proposición es ésta anatemizada en el Syllabus: la Iglesia debe estar separada del Estado. Separación hostil que se decreta en nombre de la libertad y desemboca en la negación de la misma libertad que se promete. La Iglesia, pues, por principio, o sea, en tesis, no puede aprobar la separación completa entre los dos poderes, entendiendo por tal la completa independencia de la legislación política respecto del poder legislativo religioso, la absoluta indiferencia del poder secular con relación a los intereses y los derechos de la Iglesia; esto es, que todo el ordenamiento jurídico, las instituciones, las costumbres, las leyes, las funciones públicas, la educación de la juventud, etc., queden al margen de la Iglesia, como si ésta no existiera, como si no hubiera razón en el mundo moderno para obedecer a la Iglesia.
Los católicos, por consiguiente, nunca se guardarán bastante de admitir tal separación.

CONCORDIA EN MATERIA MIXTA
Queda por tratar el punto relativo a la jurisdicción en materias mixtas. Se dan éstas y es necesario prevenir el caso de un posible conflicto jurisdiccional. El poder político, en efecto, y el religioso, aunque tengan fines y medios específicamente distintos, al ejercer sus respectivas funciones, pueden llegar, en algunos casos, a encontrarse; v.gr.: al legislar de una misma materia, aunque por razones distintas. Tal es el caso, entre los más importantes, de la educación de la juventud, materia que pertenece conjuntamente a la Iglesia y al Estado, si bien bajo diferentes aspectos.
La norma para resolver estas cuestiones es la mutua concordancia acerca de tales materias de jurisdicción común, aunque, en último extremo, el poder humano se subordinará como conviene al poder divino. En las cuestiones de derecho mixto adoctrinan los Papas, en aquellas materias que afectan simultáneamente, aunque por causas diferentes, a ambas potestades, es plenamente conforme a la naturaleza y a los derechos de Dios el común acuerdo, la concordia.
Esta es la principal razón de ser de los Concordatos, expresión escrita de ese espíritu de colaboración entre Iglesia y Estado y normación sistemática de las relaciones jurídicas entre ellos, singularmente por lo que atañe a las materias de mixta jurisdicción.
No siempre el Concordato expresa el desiderátum de la Iglesia; a veces se acoge a fórmulas de mal menor o de bien posible, Por eso, la firma de la Iglesia al pie de un pacto puede significar una expresa aprobación, pero puede también expresar una simple tolerancia.
El Concordato, en todo caso, es, jurídicamente, un pacto o contrato bilateral que obliga a ambas partes a observar inviolablemente todas sus cláusulas. Debe garantizar a la Iglesia una estable condición de derecho y de hecho dentro del Estado con el que se concierta y firma. Cuando la Iglesia ha puesto su firma a un Concordato, éste es válido en todo su contenido. Pero su sentido íntimo puede ser graduado con la mutua aquiescencia de las dos altas partes contratantes.
Los Concordatos, como todo tratado internacional, se rigen por el derecho de gentes y de ninguna manera pueden anularse unilateralmente. Desde el Syllabus viene condenada la proposición de que el poder civil tiene autoridad para rescindirlos. La Iglesia mantiene con rigor este principio, que con frecuencia se ve impugnado y conculcado por parte de toda suerte de absolutismos.
Queda por decir, en materia de relaciones entre Iglesia y Estado, que el estatuto de libertad de la Iglesia alcanza a las Ordenes y Congregaciones religiosas, a las Obras pías, a las Asociaciones de seglares y en particular a la Acción Católica. Textos explícitos de los Papas así lo establecen y lo recuerdan desde la encíclica Quas primas hasta los discursos de Pío XII. Son derecho de la Iglesia y son derecho de las almas así los estados de perfección como el apostolado seglar. La Iglesia está dentro de su divino mandato cuando se ocupa de preparar iluminadas y valiosas cooperaciones seglares al apostolado jerárquico. Las almas apostólicas tienen el derecho de hacer que participen en los tesoros de la revelación otras almas, colaborando de esta manera en la actividad del apostolado jerárquico.

LA IGLESIA Y LA POLÍTICA
La Iglesia, celosa de su libertad y de su independencia, respeta las del Estado y no trata de sobrepasar a costa de él su órbita propia. La Iglesia no es ningún imperio ni actúa como un poder político supranacional con la mira de ningún género de universal dominación.
Acusada la Iglesia muchas veces de ambiciones políticas y solicitada para mezclarse en la política activa de los Estados, los Papas, sobre todo en los últimos años, han denunciado aquella calumnia y se han negado a este requerimiento. La Iglesia no puede ponerse al servicio de intereses meramente políticos y tiene el derecho y el deber de rechazar de plano toda fusión partidista. Ni puede avenirse tampoco a juzgar con criterios exclusivamente políticos; no puede ligar los intereses de la religión a conductas determinadas por motivos terrenos, ni puede siquiera exponerse al peligro de que se dude con fundamento de su carácter puramente religioso.
No es la Iglesia enemiga del Estado, ni usurpadora de sus derechos, ni invasora del campo político. El reconocimiento de su autoridad divina no merma en nada los derechos de las legitimas autoridades humanas. Por ello, con la mayor autoridad condena las extra-limitaciones del Estado cuando pretende éste tenerla sujeta, privarle, por la fuerza, de su libertad, subordinar su autoridad al arbitrio de la autoridad civil, someter su acción a la vigilancia del Estado, exigiéndole su previo permiso o su asentimiento como si fuera una mera asociación civil.

ERRORES LIBERALES
El Syllabus anatematiza la proposición que atribuye a la autoridad civil un poder, siquiera sea indirecto y negativo, sobre las cosas sagradas, y aquella otra que le reconoce la facultad de determinar por sí los derechos de la Iglesia y los limites de estos derechos, como si ellos dependieran del favor de la autoridad civil y fuesen los eclesiásticos funcionarios de Estado.
Tales errores tienen su fuente en la doctrina liberal de la separación, que llega hasta atribuir la tutela del culto público no a la jerarquía divinamente establecida, sino a una supuesta asociación civil a la cual el Estado da forma y personalidad jurídica.
Fórmulas engendradas de tal errónea concepción son las siguientes: la inmunidad de la Iglesia tiene su origen en el derecho civil y puede ser derogada; el fuero eclesiástico debe ser suprimido; corresponde al poder civil por si mismo el derecho de presentación de los obispos —otra cosa es que lo haga, como en el caso de España, por benévola concesión de la Iglesia— y el de deponerlos; los obispos necesitan del permiso del gobierno para publicar sus letras apostólicas; la autoridad civil puede impedir la comunicación de los fieles con los obispos y de unos y otros con el Papa; puede el poder civil limitar numéricamente el clero de una nación, prohibir la profesión de los religiosos o romper sus votos solemnes y aun suprimir las Congregaciones religiosas o disolver las que hagan voto de obediencia al Papa; los decretos de los Romanos Pontífices necesitan la sanción o, al menos, la aquiescencia del poder civil; el Romano Pontífice debe de ser despojado de su principado civil y poder temporal; en caso de conflicto prevalece el poder político; en materias de competencia mixta, son las autoridades del Estado las que establecen por sí las reglas de jurisdicción; el poder civil tiene autoridad parta rescindir los Concordatos…
Todas estas proposiciones, no hay que decirlo, están expresamente condenadas por los Papas.

LA SOCIEDAD FAMILIAR ANTE EL ESTADO

Tres son las sociedades necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en el seno de las cuales nace el hombre: dos sociedades son de orden natural, la familia y el Estado; la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural.
La familia es sociedad instituida inmediatamente por Dios para su fin específico, que es la procreación y educación de la prole. Tiene, por ello, prioridad de naturaleza y, por consiguiente, prioridad de derechos respecto del Estado.
Pero la familia es sociedad imperfecta, puesto que no posee en sí misma todos los medios necesarios para la perfecta consecución de su fin propio. En cambio, el Estado es una sociedad perfecta, por tener en sí mismo todos los medios necesarios para su fin propio, que es el bien común temporal. Desde este punto de vista, pues, o sea en orden al bien común, el Estado tiene preeminencia sobre la familia, que sólo dentro del Estado alcanza su conveniente perfección temporal.
El Estado debe respetar a la sociedad familiar y está obligado a ayudarla, singularmente creando en torno suyo el ambiente moral y social que le permita cumplir su misión propia.
La familia es el principio y el fundamento de la sociedad civil y, por consiguiente, del Estado. Como que es la fuente perenne de donde mana la vida, el hogar en que se forja el hombre, luego ciudadano y, en fin, la célula vital del pueblo.
Su origen es divino. No sólo el de la primera pareja creada por Dios. También el de los sucesivos matrimonios, o por mejor decir, el del matrimonio mismo en cuanto institución. Las prerrogativas fundamentales de la familia han sido determinadas por el Creador.

LA PATRIA POTESTAD
Dios comunica de modo inmediato a la familia, en el orden natural, la fecundidad, principio de vida y, por tanto, principio de educación para la vida, y la autoridad, principio de orden.
Es falso, por tanto, pretender que el matrimonio sea un contrato civil y la sociedad doméstica una institución meramente convencional que reciba su autoridad del derecho positivo. Y falso también que la ordenación jurídica del matrimonio competa libremente a la autoridad civil y que ésta pueda legislar acerca del vínculo conyugal y sobre su unidad y estabilidad; establecer impedimentos dirimentes, sancionar el divorcio y asumir para sí las causas matrimoniales. El Estado debe respetar la autoridad, así legislativa como jurisdiccional, de la Iglesia acerca del matrimonio.
La familia forma una unidad en varios órdenes: económico, jurídico, moral y religioso. Tiene su gobierno propio, que corresponde al padre, cuya autoridad deriva de la autoridad del Padre celestial y que ejerce de modo incoercible sus derechos, que son, a la vez, deberes, respecto de sus hijos. Nadie puede arrebatar a los padres, sin grave ofensa del derecho, la misión que Dios les ha encomendado de proveer al bienestar temporal y al bien eterno de la prole.
Es errónea, por tanto, cualquier concepción del Estado que entregue a éste la autoridad sobre los hijos de familia, pretextando que las generaciones jóvenes le pertenecen. Y es falsa también la tesis que, aun respetando las prerrogativas paternas, no las reconoce como derechos naturales y las hace derivar y depender de la ley civil.
El unánime sentir del género humano repudia la idea de que la prole pertenezca al Estado por el hecho de que el hombre nazca ciudadano. Para ser ciudadano el hombre debe existir, y la existencia no se la da el Estado, sino los padres. Son los hijos como algo del padre, una extensión, en cierto modo, de su persona, y, hablando con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil por si mismos, sino a través de la familia en cuyo seno han nacido.
La patria potestad, en consecuencia, es de tal naturaleza, que no puede ser suprimida ni absorbida por el Estado, porque tiene el mismo principio que la vida misma del hombre.

LA MISIÓN EDUCATIVA
La familia recibe, también de modo inmediato, del Creador la misión y, por tanto, el derecho de educar la prole; derecho irrenunciable por estar inseparablemente unido a una estricta obligación; y anterior a cualquier otro derecho del Estado y de la sociedad y, por lo mismo, inviolable por parte de toda potestad terrena.
Pío XII dedica una encíclica, la Divini illius Magistri, a la educación cristiana de la juventud. Sigue, en punto a principios, a Santo Tomás y recoge lo fundamental del magisterio de León XIII. Sólo un capítulo de ella cae en el terreno de esta recopilación, el relativo a la misión educadora; a él se ciñe la exposición presente.
La educación no es obra de individuos, es obra de la sociedad, y, por abarcar a todo el hombre, como persona y como miembro de la sociedad, y así en el orden de la naturaleza como en el de la gracia, pertenece la educación a las tres sociedades necesarias, familia, Iglesia y Estado, en una medida proporcionada, que corresponde, según el orden presente de la providencia establecido por Dios, a la coordinación jerárquica de sus respectivos fines.
Sobre la misión educativa de la familia hay que añadir que el derecho de los padres a educar sus hijos no es absoluto ni despótico, porque está subordinado al fin último de éstos y a la ley natural y divina, por lo cual ese derecho comporta la obligación correlativa de que la educación de la prole se ajuste al fin para el cual Dios les ha dado los hijos; que el deber educativo de la familia comprende no sólo la formación religiosa y moral, sino también la física y la civil; y, en fin, que para aquello que no puedan los padres enseñar por si mismos deben delegar su misión educativa en el maestro, siempre que la escuela reúna los requisitos que garanticen una cristiana educación.

MISIÓN EDUCATIVA DE LA IGLESIA
Pertenece la educación de un modo supereminente a la Iglesia por dos títulos de orden sobrenatural, superiores a cualquier otro de orden natural. Es el primero la expresa misión docente y la suprema autoridad de magisterio que le fueron conferidas por su divino Fundador. El segundo, la maternidad sobrenatural, por virtud de la cual la Iglesia engendra y alimenta a sus hijos en la vida divina de la gracia.
En el ejercicio de su misión educadora, la Iglesia es independiente de todo poder terreno; por ser sociedad perfecta con derecho a elegir los medios más idóneos, y porque toda enseñanza tiene una relación necesaria de dependencia con el fin último del hombre.
Esta misión educativa no sólo se refiere al objeto propio de su magisterio, la fe y las costumbres, el cual, por beneficio divino, está inmune de todo error, sino que alcanza al conjunto de las disciplinas y enseñanzas humanas que son patrimonio común de todos. Por esto la Iglesia fomenta la literatura, la ciencia y el arte, en cuanto son útiles para la educación cristiana de las almas.
Es, además, su derecho inalienable, y, a la vez, su inexcusable deber, vigilar la educación que se dé a los fieles en cualquier institución pública o privada, no sólo en lo referente a la enseñanza religiosa, sino en cualquier disciplina y plan de estudios, por la conexión que éstos puedan tener con la religión y la moral.
Por lo que toca a la extensión de la misión educativa de la Iglesia, ésta abarca a todos los pueblos, sin limitación alguna de tiempo o lugar, y comprende no sólo a los fieles en cuanto súbditos suyos, sino también a los infieles, ya que todos los hombres están llamados a conseguir la salvación eterna.
Esta supereminencia educativa de la Iglesia concuerda perfectamente con los derechos de la familia y del Estado, porque el orden sobrenatural no destruye ni menoscaba el orden natural, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona.

MISIÓN EDUCATIVA DEL ESTADO
El primado de la Iglesia y de la familia en la función educativa no implica daño alguno para los genuinos derechos del Estado en este orden.
Estos derechos le están atribuidos al Poder civil por el mismo Autor de la naturaleza en virtud de la autoridad que el Estado tiene para promover el bien común temporal, que es su fin específico.
En materia educativa, el Estado tiene el derecho y la obligación de tutelar con su legislación el derecho antecedente de la familia y de respetar el de la Iglesia. Y es también misión suya suplir, por razón del bien común, la labor de los padres en los casos en que falte por dejadez, incapacidad o indignidad.
Es, asimismo, función del Estado garantizar la educación moral y religiosa de la juventud, removiendo los obstáculos que la estorben, y promover su instrucción general, sea favoreciendo y ayudando las iniciativas de la Iglesia y de las familias, sea completando la labor de ellas cuando fuese insuficiente. Dado que posee el Estado mayores medios, puestos a su disposición para las comunes necesidades de todos, es justo que las emplee en provecho de aquellos de quienes proceden.
Por último, puede el Estado exigir y debe procurar la formación ciudadana de sus súbditos y aun reservarse la creación de escuelas preparatorias para sus funcionarios y especialmente para el ejército.
La condición general que se impone al Estado en el desarrollo de toda esta vasta función educadora es que respete los derechos naturales de la Iglesia y de la familia y que observe la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo.
Dedúcese de lo expuesto que es injusto todo monopolio estatal en materia de educación que fuerce física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos a la escuela del Estado, contrariando sus legítimas preferencias. Y que es pernicioso abuso de los nacionalismos configurar militarmente la educación física de los jóvenes exaltando el espíritu de violencia y substrayéndolos al santuario de la vida familiar.

EL ESTADO

El Estado, o sea la sociedad jurídicamente organizada bajo una autoridad soberana, no es ninguna abstracción. Es una entidad viva, emanación normal de la naturaleza humana. Es, además, una sociedad necesaria, con necesidad de medio, para la propia vida humana, en cuanto forma de unidad y de orden entre los hombres. La familia, fuente de vida, y el Estado, tutor del derecho, son las dos columnas que sostienen la sociedad.
Tiene sus raíces en el orden de la Creación, y es por ello uno de los elementos constitutivos del derecho natural. Dicho de otro modo, se funda en el orden moral del mundo. Pero si su origen trascendente está en Dios, el próximo o inmediato se encuentra en el hombre y en la sociedad. De aquí que su fin último sea servir a la persona humana, directamente o a través de la sociedad, entendida en su sentido más amplio.

MEDIO Y NO FIN
Se puede repetir en este punto lo que queda dicho acerca de la sociedad civil, a saber: que el Estado es medio y no fin de sí mismo. Como también que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. El Estado, el Poder político, ha sido establecido por el supremo Creador con el designio de facilitar a la persona humana su perfección física, intelectual y moral, y para ayudarle, además, a que consiga su fin sobrenatural. No debe ser su único objetivo obtener la prosperidad y el bienestar públicos, pero sí el primordial, el preferente. Los gobiernos deben consagrar su principal preocupación a crear los medios materiales de vida necesarios para el ciudadano.
El modo como ordinariamente el Estado contribuye a los fines de la persona es a través de la comunidad, sirviendo al bien común. Por eso, en cierto modo, puede decirse que el fin del Estado es, a la vez, la persona individual y la colectiva. Su imperio debe ponerse a un tiempo al servicio de la sociedad y al del individuo. Su función, su «magnífica función», consiste en favorecer, ayudar, promover la cooperación activa de sus miembros en orden al bien de la comunidad. Los verbos que se emplean para expresar las funciones del Estado están escogidos por los Papas con sumo cuidado. Véase en este otro pasaje: el Estado tiene esta noble misión: reconocer, regular y promover en la vida nacional las actividades de los individuos y dirigir estas actividades al bien común, definido éste en función con el perfeccionamiento natural del hombre. El Estado no puede absorber ni suplantar a la sociedad ni a la persona.
Se produce en el funcionamiento del Estado como una corriente que circula del individuo a la colectividad, para refluir de nuevo sobre el individuo. Toda su actividad está como presidida por este designio: la realización permanente del bien común en la sociedad, mirando siempre a la persona.

PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
Las funciones del Estado son concurrentes con las de otras sociedades intermedias y son subsidiarias de éstas. Veamos cómo se entiende este «principio de subsidiaridad», que, viene determinado por el bien común como objetivo de la actividad del Estado.
El bien común dijérase que es como el sistema de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de su vida, así económica como profesional, intelectual y religiosa, en tanto en cuanto no basten o no alcancen a conseguirlas las energías de la familia y los esfuerzos de otras sociedades a las que corresponde una precedencia «natural» sobre el Estado y en cuanto no correspondan a la Iglesia, sociedad universal deparada por la voluntad salvífica de Dios al servicio de la persona humana, y singularmente de sus fines religiosos.
El Estado, por tanto, no puede ser una omnipotencia opresora de las autonomías legítimas. Su misión no es la de asumir directamente las funciones económicas, culturales o sociales que pertenecen a otras competencias. Su misión está en coordinar y orientar los esfuerzos de todos al fin común superior. Por eso, debe reconocer una justa parte de autonomía y de responsabilidad a cuanto represente en el país un poder efectivo y valioso.
Crece la importancia de esta doctrina a medida que se extienden, de día en día, las atribuciones del Estado en todos los campos: en el social, en el técnico, en el económico. Nadie pone hoy en duda la necesidad de ensanchar su campo de acción para el mejor servicio del bien colectivo, como tampoco la precisión de acrecer sus poderes. Pero esta ampliación creciente de las funciones del Estado sólo se hará sin daño ni peligro si se tiene una apreciación justa del fin del Estado y del carácter supletorio de una parte de sus funciones con relación a las demás sociedades.
La misión del Estado, en resumen, el bien común de orden temporal, consiste en una paz y seguridad de las cuales puedan disfrutar las familias y los individuos en el libre ejercicio de sus derechos; y en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible; todo ello mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos. La función de la autoridad política del Estado es, pues, garantizar y promover, pero nunca absorber a la familia y al individuo o suplantarlos.

ESTATOLATRÍA
Incompatible con este concepto cristiano de la misión del Estado es cualquier suerte de totalitarismo o estatolatría que diviniza al Estado considerándole como fin de sí mismo, al que hay que subordinarlo todo y como suprema norma, fuente y origen de todos los derechos. Tales doctrinas, que tienen su viciada raíz en la negación del origen trascendente del Estado, pervierten y falsifican el orden natural y han sido causa de males inmensos para los pueblos.
No hay que decir que se desvía igualmente del pensamiento católico la tesis comunista, según la cual el Estado y su poder no son sino el medio, el instrumento más eficaz y más universal para conseguir el objetivo comunista de la subversión social.