HEREJE

HEREJE: Es el sectario o defensor de una opinión contraria a la creencia de la Iglesia católica. Bajo este nombre se comprende no solo a los que han inventado un error, le han abrazado por su propia elección, sino también a los que han tenido la desgracia de haber sido imbuidos en él desde la infancia, y porque nacieron de padres herejes. Un hereje, dice M. Bossuet, es el que tiene una opinión suya, que sigue su propio pensamiento y su sentir particular; un católico, por el contrario, sigue sin titubear la doctrina de la Iglesia universal. Con este motivo tenemos que resolver tres cuestiones: la primera, si es justo castigar a los herejes con penas aflictivas, o si, por el contrario, es preciso tolerarlos; la segunda, si está decidido en la Iglesia romana, que no se deba guardar la fe jurada a los herejes, la tercera, si se hace mal en prohibir a los fieles la lectura de los libros heréticos.

I.- A la primera, respondemos desde que los primeros autores de una herejía emprenden el extenderla, ganar prosélitos y hacerse un partido, son dignos de castigo como perturbadores del orden público. Una experiencia de diez y ocho siglos (ahora 20 siglos) ha convencido a todos los pueblos que una nueva secta jamás se establece sin causar tumultos, sediciones, sublevaciones contra las leyes, violencias, y sin que haya habido tarde o temprano sangre derramada.

Por más que se diga que, según este principio, los judíos y los paganos hicieron bien condenar a muerte a los apóstoles y a los primeros cristianos; no hay nada de esto, los apóstoles probaron que tenían una misión divina; jamás ha probado la suya un heresiarca. Los apóstoles predicaron constantemente la paz, la paciencia, la sumisión a las potestades seculares; los heresiarcas han hecho lo contrario. Los apóstoles y los primeros cristianos no causaron ni sediciones, ni tumultos, ni guerras sangrientas; por lo tanto se derramó su sangre injustamente, y jamás tomaron las armas para defenderse. En el Imperio romano y en la Persia, en las naciones civilizadas y entre los bárbaros observaron la misma conducta.

En segundo lugar, respondemos que cuando los miembros de una secta herética, ya establecida, son apacibles, sumisos a las leyes, fieles observadores de las condiciones les han sido prescritas, cuando por otra parte su conducta no es contraria ni a la pureza de las costumbres ni a la tranquilidad pública, es justo tolerarlos; entonces no debe emplearse más que la dulzura y la instrucción para atraerlos al seno de la Iglesia. En los dos casos contrarios, el gobierno tiene derecho para reprimirlos y castigarlos; y sí no lo hace bien pronto tendrá motivo de arrepentirse. Pretender en general que se deban tolerar todos los sectarios, sin atender a sus opiniones, a su conducta, al mal que pueda resultar de ello; que todo rigor, toda violencia ejercida con respecto a esto es injusta y contra al derecho natural, es una doctrina absurda que choca al buen sentido y a la sana política: los incrédulos de nuestro siglo que se han atrevido a sostenerla, se han cubierto de ignominia.

Le Clerc, a pesar de su inclinación a excusar a todos los sectarios, conviene en que desde el origen de la Iglesia, y aun desde la época de los apóstoles, hubo herejes de estas dos especies, que los unos parecían errar de buena fe, en cuestiones de poca consecuencia, sin causar sedición ni ningún desorden; que otros obraban por ambición y con designios sediciosos; que sus errores atacaban esencialmente al cristianismo. Al sostener que los primeros debían ser tolerados, confiesa que los segundos merecían el anatema que se pronunció contra ellos. (Hist. ecclés., año 83, § 4 y 5).

Leibnitz, aunque protestante, después de haber observado que el error no es un crimen, si es involuntario, confiesa que la negligencia voluntaria de lo que es necesario para descubrir la verdad en las cosas que debemos saber, es sin embargo un pecado, y aun pecado grave, según la importancia de la materia. Por lo demás, dice, un error peligroso, aunque fuera completamente involuntario y exento de todo crimen, puede ser sin embargo reprimido muy legítimamente por el temor de que perjudique, por la misma razón que se encadena a un furioso, aunque no sea culpable. (Espíritu de Leibnitz, t. 2,  p. 64).

La Iglesia cristiana, desde su origen, se ha conducido respecto de los herejes, según la regla que acabamos de establecer; jamás ha implorado contra ellos el brazo secular, sino cuando han sido sediciosos, turbulentos, insociables, o cuando su doctrina tendía evidentemente a la destrucción de las costumbres, de los lazos de la sociedad y del orden público. Por el contrario, muchas veces ha intercedido por ellos cerca de los soberanos y magistrados para obtener la remisión o mitigar las penas en que habían incurrido los herejes. Este hecho está probado hasta la demostración en el Tratado de la unidad de la Iglesia por el P. Tomasino; pero como nuestros adversarios afectan continuamente desconocerlo, es preciso comprobarlo, echando una ojeada, por lo menos, sobre las leyes dadas por los príncipes cristianos contra los herejes.

Las primeras leyes dadas con este motivo fueron las de Constantino el año 331. Prohibió por medio de un edicto las reuniones de los herejes, mandó que sus templos fuesen devueltos a la Iglesia católica, o adjudicados al fisco. Nombra a los novacianos, a los paulíanístas, a los valentinianos, a los marcionitas y a los catafrigos o montanistas; pero declara terminantemente que es a causa de los crímenes y de los delitos de que eran culpables estas sectas, y que no era posible tolerar. (Eusebio, Vida de Constantino, l. 3, c. 64, 65, 66). Por otra parte, ninguna de estas sectas gozaba de la tolerancia en virtud de una ley; Constantino no comprendió en su edicto a los arrianos, porque todavía no tenía nada que vituperarles.

Mas después, cuando los arríanos protegidos por los emperadores Constancio y Valente emplearon las vías de hecho contra los católicos, Graciano y Valentiniano II, Teodosio y sus hijos conocieron la necesidad de reprimirlos. De aquí provinieron las leyes del código Teodosiano que prohíben las reuniones de los herejes, que les mandan devolver a los católicos las iglesias que les habían quitado, que les obligan a permanecer tranquilos bajo la pena de ser castigados a voluntad de los emperadores. No es cierto que estas leyes impongan la pena de muerte, como algunos incrédulos han dicho; no obstante muchos arríanos lo merecían, y esto se probó en el concilio de Sárdica el año 347.

Ya Valentiniano I, príncipe muy tolerante, alabado por su dulzura por los mismos paganos, proscribió a los maniqueos a causa de las abominaciones que practicaban. (Cod. Theod., l. 16. t. 5, n. 3). Teodorico y sus sucesores hicieron lo mismo. La opinión de estos herejes, respecto al matrimonio, era directamente contraria al bien de la sociedad. Honorio, su hijo, usó del mismo rigor respecto de los donatistas, a ruego de los obispos de África; pero se sabe a los furores y pillaje que se entregaron los circunceliones de los donatistas. San Agustín atestigua que tales fueron los motivos de las leyes dadas contra ellos; y por esta sola razón sostuvo su justicia y necesidad. (L. contra Epist. Parmen). Pero fue uno de los primeros que intercedieron, para que los más culpables, aun de los donatistas, no fuesen castigados con la muerte. Los que se convirtieron, guardaron las iglesias de que se habían apoderado, y los obispos quedaron en posesión de sus sillas. Los protestantes no han dejado de declamar contra la intolerancia de S. Agustín.

Arcadio y Honorio publicaron también leyes contra los frigios y montanistas, contra los maniqueos y los priscilianistas de España; les condenaron a la pérdida de sus bienes. Se ve la causa de esto en la doctrina misma de estos herejes y en su conducta. Las ceremonias de los montanistas son llamadas misterios execrables, y los parajes de sus reuniones cuevas de asesinos, o cuevas mortíferas. Los priscilianistas sostenían, como los maniqueos, que el hombre no es libre en sus acciones, sino dominado por la influencia de los astros; que el matrimonio y la procreación de los hijos son obra del hijo del demonio; practicaban la magia y torpezas en sus reuniones. (San León. Epist. 13 ad Turib). Todos estos desórdenes ¿pueden tolerarse en un estado civilizado?

Mosheim nos parece que interpretó mal el sentido de una ley de estos dos emperadores, del año 415; dice, según él, que es preciso mirar y castigar como herejes a todos aquellos que se separan del juicio y creencia de la religión católica, aun en materia leve, (vel levi argumento. Syntagm., disert. 3, § 2). Nos parece que levi argumento significa más bien con frívolos pretextos, por razones frívolas, como hacían los donatístas; ninguna de las sectas conocidas en aquella época erraba en materia leve.

Cuando Pelagio y Nestorio fueron condenados por el concilio de Efeso, los emperadores proscribieron sus errores e impidieron su propagación; sabían por experiencia lo que hacen los sectarios desde el momento en que se conocen con fuerzas. Tampoco los pelagianos consiguieron formar reuniones separadas, y los nestorianos no se establecieron sino en la parte del Oriente que no estaba sujeta a los emperadores. (Assemani, Bibliot. oriental, t. 4, c. 4, § 1 y 2).

Después de la condenación de Eutiques en el concilio de Calcedonia. Teodosio el Joven y Marcian, en Oriente, y Mayoriano, en Occidente, prohibieron predicar el eutiquianísmo en el imperio; la ley de Mayoriano impone la pena de muerte, a causa de los asesinatos que los eutiquianos habían cometido en Constantinopla, en la Palestina y en Egipto. Esta secta se estableció por medio de una revolución; sus partidarios después favorecieron a los mahometanos en la conquista del Egipto, a fin de no estar ya sujetos a los emperadores de Constantinopla.

Desde mediados del siglo V, ya no se encuentran leyes imperiales en Occidente contra los herejes; los reyes de los pueblos bárbaros que se establecieron en él, y los cuales abrazaron la mayor parte el arrianismo, ejercieron con frecuencia violencias contra los católicos; pero los príncipes obedientes a la Iglesia no usaron de represalias. Recaredo, para convertir a los godos en España; Agilulfo, para hacer católicos a los lombardos; San Segismundo, para atraer a los borgoñones al seno de la Iglesia, no emplearon más que la instrucción y la dulzura. Desde la conversión de Clodoveo, los reyes de Francia no dieron leyes sangrientas contra los herejes.

En el siglo IX, los emperadores iconoclastas emplearon la crueldad para abolir el culto de las imágenes; los católicos no pensaron en vengarse. Focio, para atraer a los griegos al cisma, usó más de una vez de violencias; no fue castigado con tanto rigor como merecía. En el siglo XI y en los tres siguientes, muchos fanáticos fueron ajusticiados; pero por sus crímenes y torpezas, y no por sus errores. No se puede citar ninguna secta que haya sido perseguida por opiniones que en nada atacaban al orden público.

Se mete mucho ruido con la proscripción de los albigenses, con la cruzada publicada contra ellos, con la guerra que se les hizo, pero los albigenses tenían las mismas opiniones y la misma conducta que los maniqueos de Oriente, los priscilianistas de España, los paulicianos de Armenia y de los búlgaros de las orillas del Danubio; sus principios y moral eran destructores de toda sociedad, y tomaron las armas cuando se les persiguió a fuego y sangre.

Por espacio de doscientos años los vadenses permanecieron tranquilos, no se les envió mas que predicadores; en 1375 mataron dos inquisidores, y se empezó a perseguirlos. En 1545 se unieron a los calvinistas, é imitaron sus procederes; se organizaron y sublevaron cuando Francisco I les hizo exterminar.

En Inglaterra, el año 1381, Juan Balle o Vallée, discípulo de Wiclef, había excitado por medio de sus sermones una sublevación de doscientos mil paisanos; seis años despues, otro religioso, imbuido en los mismos errores, y sostenido por los caballeros encapillados, motivó una nueva sedición; en 1413, los wiclefistas, que tenían a su cabeza a Juan de Oldcastel, se sublevaron otra vez; los que fueron ajusticiados en estas diferentes ocasiones no lo fueron seguramente por sus dogmas. Juan Hus y Jerónimo de Praga, herederos de la doctrina de Wiclef, habian puesto en conmoción a toda la Bohemia cuando fueron condenados en el concilio de Constancia; el emperador Sigismundo fue quien los juzgó dignos de muerte; creía contener las sublevaciones por su suplicio, y no hizo más que aumentar el incendio.

Los escritores protestantes repitieron cien veces que las revoluciones y crueldades de que sus padres se hicieron culpable no eran más que la represalia de las persecuciones que los católicos habían ejercido contra ellos. Es una impostura demostrada por los hechos más palpables. El año 1520 Lutero publicó un libro De la libertad cristiana, en el cual excitaba a los pueblos a sublevarse; el primer edicto de Carlos V contra él no apareció hasta el año siguiente. Cuando se vio apoyado por los príncipes, declaró que el Evangelio, es decir su doctrina, no podía establecerse sino de mano armada y derramando sangre; en efecto, el año 1525 causó la guerra de Muncero y de los anabaptistas. En 1526 Zuinglio hizo proscribir en Zurich el ejercicio de la religión católica; era pues el verdadero perseguidor: se vió aparecer el tratado de Lutero con respecto al fisco común, en el cual excitaba a los pueblos a apoderarse de los bienes eclesiásticos; moral que se siguió con la mayor exactitud. En 1527, los luteranos del ejército de Carlos V saquearon a Roma, y cometieron allí crueldades inauditas. En 1528, el catolicismo fue abolido en Berna: Zuinglio hizo castigar con la muerte a los anabaptistas; una estatua de la Virgen fue mutilada en Paris; en esta ocasión fue cuando apareció el primer edicto de Francisco I contra los novadores; se sabe que habían puesto ya en conmoción la Suiza y la Alemania. En 1529 se abolió la misa en Estrasburgo y en Basilea; en 1530 so suscitó la guerra civil en Suiza entre los zuinglianos y los católicos; fue muerto en ella Zuinglio. En 1533 hubo la misma disensión en Ginebra, cuya consecuencia fue la destrucción del catolicismo: Calvino en muchas de sus cartas predicó la misma moral que Lutero, y sus emisarios vinieron a practicarla a Francia, cuando vieron el gobierno dividido y poco fuerte. En 1534, algunos luteranos fijaron en Paris pasquines sediciosos, y trataron de formar una conspiración; seis de ellos fueron condenados al fuego, y Francisco I dio el segundo edicto contra ellos. Las vías de hecho de estos sectarios no eran seguramente represalias.

Todo el mundo sabe con el tono que predicaron los calvinistas en Francia, cuando se vieron protegidos por algunos grandes del reino; nunca tuvieron designio de limitarse a hacer prosélitos por la seducción, sino destruir el catolicismo, y emplear para esto los medios más violentos; se desafía a sus apologistas a que citen una sola ciudad en la cual hayan permitido el ejercicio de la religión católica. ¿En qué sentido y ocasión puede sostenerse que los católicos hayan sido los agresores?.

Cuando se les opone en el día la intolerancia brutal de sus primeros jefes, responden con la mayor frialdad que era un resto del papismo. ¡Nueva calumnia! Jamás el papismo enseñó a sus discípulos a predicar el Evangelio con la espada en la mano. Cuando condenaron a muerte a los católicos, era para hacerles abjurar su religión; cuando se ha castigado de la misma suerte a los herejes, fue por sus crímenes, así que nunca se les prometió la impunidad si renunciaban al error.

Se encuentra, pues, probado hasta la evidencia que los principios y conducta de la Iglesia católica fueron constantemente los mismos en todos los siglos; el no emplear más que la instrucción y la persuasión para atraer a los herejes cuando son pacíficos; implorar contra ellos el brazo secular cuando son brutales, violentos y sediciosos.

Mosheim calumnia a la Iglesia, cuando dice que en el siglo IV se adoptó generalmente la máxima, de que todo error en materia de religión, en el que se persistía después de haber sido amonestado debidamente, era digno de castigo, y merecía las penas civiles y aun los tormentos corporales, (Híst. ecclés., IV siglo, 2° part., c. 3. § 16). Jamás han sido considerados como dignos de castigo más que los errores que interesaban al orden público.

No dejamos de confesar el horror que tenían los PP. al cisma y a la herejía, ni la nota de infamia que los decretos de los concilios imprimieron a los herejes. San Cipriano, en su libro de la Unidad de la Iglesia, prueba que el crimen de los herejes es más capital que el de los apóstatas que sucumbieron al temor de los suplicios. Tertuliano, San Atanasio, San Hilario, San Jerónimo y Lactancio no quieren que los herejes sean puestos en el número de los cristianos; el concilio de Laodicea, que casi puede considerarse como ecuménico, les niega este título. Una fatal experiencia ha probado que estos hijos rebeldes de la Iglesia son capaces de hacerla más daño que los judíos y paganos.

Es falso que los PP. hayan calumniado a los herejes, imputándoles muchas torpezas abominables. Es cierto que todas las sectas que condenaron el matrimonio, incurrieron poco más o menos en los mismos desórdenes, y esto ha acontecido también a las de los últimos siglos. Es particular que Beausobre y otros protestantes hayan querido acusar a los PP. de mala fe, que a los herejes de malas costumbres.

Su inconsecuencia es palpable; hicieron de los filósofos paganos en general un cuadro odioso, y no se atrevieron a contradecir el que trazó San Pablo: ahora bien, es seguro que los herejes de los primeros siglos eran filósofos que llevaron al cristianismo el carácter vano, disputador, pertinaz, embrollón y vicioso que habían contraído en sus escuelas: ¿por qué, pues, toman los protestantes el partido de los unos más bien que el de los otros? (Le Clerc. Hist. ecclés., sec. 2‘, c. 3; Mosheim, Hist. crist., proleg., c. -1, §23 y siguientes).

Mosheim principalmente ha llevado la prevención hasta el último extremo, cuando dice que los PP., y con particularidad San Jerónimo, usaron de disimulo, de doblez y fraudes piadosos, disputando contra los herejes para vencerlos con más facilidad. (Dissert. sintagm., dissert. 3, § 11). Ya hemos refutado esta calumnia.

II.- Muchos escribieron también que, según la doctrina de la Iglesia romana, no se está obligado a guardar la fe jurada de los herejes; que el concilio de Constanza lo decidió así, que por lo menos se condujo de esta suerte respecto de Juan Hus; los incrédulos lo afirmaron así. Pero es también una calumnia del ministro Jurieu, y Bayle la refutó; sostiene con razón que ningún concilio ni teólogo de nota enseñó esta doctrina; y el pretendido decreto que se atribuye al concilio de Constanza, no se encuentra en las actas pertenecientes a dicho concilio.

¿Qué resulta de su conducta respecto de Juan Hus? Que el salvoconducto concedido por un soberano a un hereje no quita a la jurisdicción eclesiástica el poder formarle un proceso, condenarle y entregarle al brazo secular, si no se retracta de sus errores: según este principio se procedió contra Juan Hus. Este, excomulgado por el papa, apeló al concilio; protestó solemnemente que si se podía convencerle de algún error, no rehusaba incurrir en las penas dadas contra los herejes. Según esta declaración, el emperador Sigismundo le concedió un salvoconducto para que pudiera atravesar la Alemania con seguridad, y presentarse en el concilio, pero no para ponerle a cubierto de la sentencia del concilio. Cuando Juan Hus fue convencido por el concilio, aun en presencia del mismo emperador, de haber enseñado una doctrina herética y sediciosa, no quiso retractarse, y probó de esta suerte que era el autor de los desórdenes de la Bohemia: este príncipe juzgó que merecía ser condenado al fuego. En virtud de esta sentencia, y de haberse negado a retractarse, fue por lo que se condenó a este hereje al suplicio. Todos estos hechos se encuentran consignados en la historia del concilio de Constanza, compuesta por el ministro Lenfant, apologista decidido de Juan IIus.

Nosotros sostenemos que la conducta del emperador y del concilio es irreprensible, que un fanático sedicioso tal como Juan Hus merecía el suplicio que padeció, que el salvoconducto que se le concedió no fue violado, que él mismo dictó su sentencia de antemano, sometiéndose al juicio del concilio.

III. Otros enemigos de la Iglesia dijeron que hizo mal en prohibir a los fíeles la lectura de los libros de los herejes, a menos que no alcanzase esta prohibición a los de los ortodoxos que los refutan. Si estos, dicen, refieren fielmente, como deben, los argumentos de los herejes, tanto dejar leer las obras de los mismos herejes. Es en raciocinio falso. Los ortodoxos, al referir fielmente las objeciones de los herejes, manifiestan su falsedad y prueban lo contrario; los simples fieles que leyeran estas obras, no siempre tienen instrucción para encontrar por si mismos la respuesta y conocer lo débil de la objeción Lo mismo sucede con los libros de los incrédulos.

Una vez que los apóstoles prohibieron a los simples fieles el escuchar los discursos herejes, frecuentarlos, ni tener ninguna sociedad con ellos, (II Tim. II, 16; III, 5; II Joan 10. etc.), con más razón hubieran condenado la temeridad de los que hubiesen leído sus libros. ¿Qué pueden ganar con esa curiosidad frívola? Dudas, inquietudes, una tintura de incredulidad, con frecuencia la perdida completa de la fe. Pero la Iglesia no rehúsa este permiso a los teólogos, que son capaces de refutar los errores de los herejes, y de evitar la seducción de los fieles.

Desde el origen de la Iglesia, los herejes no se han contentado con dar libros para c der y sostener y extender sus errores, sino que los forjaron y supusieron bajo el nombre de los personajes más respetables del antiguo y nuevo Testamento. Mosheim no ha podido menos de convenir en esto, con respeto a los gnósticos que aparecieron Inmediatamente después de los apóstoles. (Inst. Hist. crist., 2* párt., c. 5, pág. 367). Por lo tanto es muy injusto el que los herejes modernos atribuyan estos fraudes a los cristianos en general y aun a los PP. de la Iglesia, deduciendo de esto que la mayor parte no tienen el menor escrúpulo en mentir y engañar por el interés de la religión. ¿Existe algo de común entre los verdaderos fieles y los enemigos de la Iglesia? Es llevar muy adelante la malignidad el atribuir a los PP. los crímenes de sus enemigos.

DICCIONARIO DE TEOLOGIA

Por el Abate Bergier

Segunda edición

Año de 1854

HEREJIA

Se define la herejía un error voluntario y pertinaz contra algún dogma de la fe de parte del que profesa la cristiana. Los que quieren excusar este crimen, preguntan cómo se puede juzgar si un error es voluntario o involuntario, criminal o inocente, originado de una pasión viciosa más bien que de una falta de conocimiento. A esto respondemos:
1° que como la doctrina cristiana es revelada por Dios, es ya un crimen el querer conocerla por nosotros mismos, y no por órgano de los que Dios ha establecido para enseñarla; que tratar de elegir una opinión para erigirla en dogma, es ya sublevarse contra la autoridad de Dios;
2° puesto que Dios estableció la Iglesia o el cuerpo de los obispos con su jefe para enseñar a los fieles, cuando la Iglesia ha hablado, es ya por nuestra parte un orgullo pertinaz el resistir a su decisión, y preferir nuestras luces a las suyas, la pasión que ha dirigido a los jefes de secta y a sus partidarios, se ha puesto de manifiesto por su conducta, y por los medios que han empleado para establecer sus opiniones. Bayle, al definir un heresiarca, supone que se puede abrazar una opinión falsa por orgullo, por la ambición de ser jefe de partido, por envidia y odio contra un antagonista, etc.; lo probó con las palabras de San Pablo. Un error sostenido por tales motivos es seguramente voluntario y criminal.
Algunos protestantes dicen que no es fácil saberlo que es una herejía, y que siempre es una temeridad el tratar a un hombre de hereje. Pero, puesto que San Pablo manda a Tito que no se asociase a un hereje después de haberle amonestado una o dos veces, (III, 10), supone que puede conocerse si un hombre es hereje o no lo es, si su error es inocente o voluntario, perdonable o digno de censura.
Los que dicen que no deben mirarse como herejías más que los errores contrarios a los artículos fundamentales del cristianismo, nada dicen, puesto que no hay una regla segura para juzgar si un artículo es o no fundamental.
Un hombre puede engañarse a primera vista de buena fe, pero desde el momento que se resiste a la censura de la Iglesia, que trata de hacer prosélitos, formar un partido, cabalas, meter ruido, ya no obra de buena fe, sino por orgullo y ambición. El que ha tenido la desgracia de nacer y ser educado en el seno de la herejía, mamar el error desde la infancia, sin duda alguna es mucho menos culpable; pero no se puede deducir de esto que sea absolutamente inocente, principalmente cuando está en estado de conocer la Iglesia católica, y los caracteres que la distinguen de las diferentes sectas heréticas.
En vano se dirá que no conocía la pretendida necesidad de someterse al juicio o a la enseñanza de la Iglesia; que le basta estar sumiso a la palabra de Dios. Esta sumisión es absolutamente ilusoria:
1° no puede saber con certeza qué libro es la palabra de Dios, sino por el testimonio de la Iglesia,
2° a cualquier secta que pertenezca, solo la cuarta parte de sus miembros están en estado de ver por si mismos si lo que se les predica es conforme o contrarío a la palabra de Dios;
3° todos empiezan por someterse a la autoridad de su secta, por formar su creencia según el catecismo y las instrucciones públicas de sus ministros, antes de saber si esta doctrina es conformen o contraria a la palabra de Dios;
4° es un rasgo por su parte de orgullo insoportable el creer que están iluminados por el Espíritu Santo para entender la Sagrada Escritura, más bien que la Iglesia católica que la comprende de otra manera que ellos. Excusar a todos los herejes, es condenar a los apóstoles, que los han pintado como hombres perversos.

No pretendemos sostener que no haya un buen número de hombres nacidos en la herejía, que en razón a sus pocas luces estén en una ignorancia invencible, y por consiguiente sean excusables ante Dios: ahora bien, por confesión misma de todos los teólogos sensatos, esos ignorantes no deben colocarse en el número de los herejes. Esta es la doctrina terminante de San Agustín, Epist. 43, ad Glorium et alios, n. I. San Pablo dice: “Evitad a un hereje, después de haberle reprendido una o dos veces, sabiendo que semejante hombre es perverso, que peca y que está condenado por su propio juicio. En cuanto a los que defienden una opinión falsa y mala, sin pertinacia, principalmente si no la han inventado por una presunción audaz, sino que la han recibido de sus padres seducidos y caídos en el error, si buscan la verdad con cuidado y están prontos a corregirse cuando la hayan encontrado, no debe colocárseles entre los herejes”
(L. I, de Bapt. contra Donat., c. 4, n. 5): “Los que caen entre los herejes sin saberlo, creyendo que es la Iglesia de Jesucristo, están en un caso muy diferente de los que saben que la Iglesia católica es la que está extendida por todo el mundo.»
(L. 4, c. 1, n. 1): “La Iglesia de Jesucristo, por el poder de su esposo, puede tener hijos de sus criadas; si no se ensoberbecen, tendrán parte en la herencia; si son orgullosos, permanecerán fuera.»
(Ibid., c. 16, n. 23). «Supongamos que un hombre tenga la opinión de Fotino respecto a Jesucristo, creyendo que es la fe católica, no le llamo todavía hereje, a menos que después de haber sido instruido quiera mejor resistirse a la fe católica, que renunciar a la opinión que había abrazado.»
(de Unit. Eccles., c. 25, n. 73), dice de muchos obispos clérigos y seglares donatistas convertidos: «Al renunciar a su partido han vuelto a la paz católica, y antes de hacerlo formaban ya parte del buen grano; entonces combatían, no contra la Iglesia de Dios que produce fruto en todas partes, sino contra hombres de los cuales se les había hecho formar mala opinión.»
San Fulgencio, (L. de fide ad Petrum, c. 30): «Las buenas obras, el martirio mismo no sirven de nada para la salvación del que no está en la unidad de la Iglesia, en tanto que la malicia del cisma y de la herejía persevere en él.»
Salviano, (de Gubern. Dei, l. 5, c. 2), hablando de los bárbaros que eran arríanos: «Son herejes, dice, pero lo ignoran…. Están en el error, pero de buena fe, no por odio, sino por el amor a Dios, creyendo honrarle y amarle: aunque no tengan una fe pura, creen tener una caridad perfecta. ¿Cómo serán castigados en el día del juicio por su error? Nadie puede saberlo más que el Juez soberano.»
Nicole, Tratado de la unidad de la Iglesia, I. 2, c. 3: «Todos los que no han participado por su voluntad y con conocimiento de causa del cisma y de la herejía forman parte de la verdadera Iglesia.»
También los teólogos distinguen la herejía material de la herejía formal. La primera consiste en sostener una proposición contraria a la fe, sin saber que la es contraria, y por consiguiente sin pertinacia y con disposición sincera de someterse al juicio de la Iglesia. La segunda tiene todos los caracteres opuestos, y es siempre un crimen que basta para excluir a un hombre de la salvación. Tal es el sentido de la máxima: Fuera de la Iglesia no hay salvación.
Dios ha permitido que hubiese herejías desde el origen del cristianismo y aun viviendo los apóstoles a fin de convencernos que el Evangelio no se estableció en las tinieblas, sino en medio de la luz; que los apóstoles no siempre tuvieron oyentes dóciles sino que muchas veces estaban prontos contradecirlos; que si hubiesen publicado hechos falsos, dudosos o sujetos disputas no habrían dejado de refutarlos y convencerlos de impostura. Los apóstoles mismos se quejan de esto; ellos nos dicen en lo que les contradecían los herejes sobre los dogmas y no sobre los hechos.
«Conviene, dice San Pablo, que haya herejías, a fin de que se conozcan aquellos cuya fe se pone a prueba.» I Cor., XI, 19. De la misma suerte que las persecuciones sirvieron para distinguir a los cristianos adictos verdaderamente a su religión de las almas débiles y de virtud dudosa, así las herejías establecen una separación entre los espíritus ligeros y los que están constantes en la fe. Esta es la reflexión de Tertuliano.
Era preciso por otra parte que la Iglesia fuese agitada para que se viese la sabiduría y solidez del plan que Jesucristo había establecido para perpetuar su doctrina. Era conveniente que los obispos encargados de la enseñanza estuviesen obligados a fijar siempre sus miradas sobre la antigüedad, a consultar los monumentos, a renovar sin cesar la cadena de la tradición y velar de cerca sobre el depósito de la fe; se han visto obligados a ello por los asaltos continuos de los herejes. Sin las disputas de los últimos siglos acaso estaríamos todavía sumidos en el mismo sueño que nuestros padres. Después de la agitación de las guerras civiles es cuando la Iglesia acostumbra a hacer sus conquistas.
Cuando los incrédulos han tratado de hacer un motivo de escándalo de la multitud de herejías que menciona la Historia eclesiástica, no han visto:
I° Que la misma herejía se ha dividido comúnmente en muchas sectas, y ha llevado a veces hasta diez o doce nombres diferentes; así sucedió con los gnósticos, los maniqueos, los arríanos, los eutiquianos y los protestantes.
2° Que las herejías de los últimos siglos no fueron más que la repetición de los antiguos errores, de la misma manera que los nuevos sistemas de filosofía no son más que las visiones de los antiguos filósofos.
3° Que los incrédulos mismos están divididos en varios partidos y no hacen más que copiar las objeciones de los antiguos enemigos del cristianismo.
Es necesario a un teólogo conocer las diferentes herejías, sus variaciones, las opiniones de cada una de las sectas a que han dado lugar; sin esto no se puede conocer el verdadero sentido de los PP. que las refutaron, y se exponen a atribuirles opiniones que jamás tuvieron. Esto es lo que ha sucedido a la mayor parte de los que han querido deprimir las obras de estos santos doctores. Para adquirir un conocimiento más detallado que el que podemos suministrar, es preciso consultar el                   Diccionario de las herejías, hecho por el abate Pluquet: se encuentra en él no solo la historia, los progresos y las opiniones de cada una de las sectas, sino también la refutación de sus principios.
Los protestantes han acusado muchas veces a los autores eclesiásticos que han hecho el catálogo de las herejías, tales como Teodoreto, San Epifanio, San Agustín, Filastro, etc., de haberlas multiplicado sin venir a cuento, haber colocado en el número de los errores opiniones ortodoxas o inocentes. Pero, porque haya agradado a los protestantes renovar las opiniones de la mayor parte de las antiguas sectas heréticas, no se deduce que sean verdades, y que los PP. hayan hecho mal en calificarlas de error; tan solo se deduce que los enemigos de la Iglesia católica son malos jueces en punto a doctrinas.
No quieren que se atribuyan a los herejes, por vía de consecuencia, los errores que se deducen de sus opiniones, principalmente cuando estos herejes las rechazan y desaprueban; pero estos mismos protestantes jamás han dejado de atribuir a los PP. de la Iglesia y a los teólogos católicos todas las consecuencias que pueden sacarse de su doctrina, aun por falsos raciocinios; y por esto principalmente es por lo que han conseguido hacer odiosa la fe católica. Se debe perdonarles todavía menos la prevención con que se persuaden que los Padres de la Iglesia expusieron mal las opiniones de los herejes que refutaron, ya por ignorancia y falta de penetración, ya por odio y resentimiento, ya por un falso celo, y a fin de separar con más facilidad a los fieles del error.
Con frecuencia, dicen, los PP. atribuyen a la misma herejía opiniones contradictorias. Esto no debe admirar a los que afectan olvidar que los herejes jamás estuvieron de acuerdo ni entre si, ni consigo mismos, y que los discípulos nunca se hacen una ley de seguir exactamente las opiniones de sus maestros. Un pietista fanático llamado Arnold, muerto en 1714, llevó la demencia hasta sostener que los antiguos herejes eran pietistas, más sabios y mejores cristianos que los PP. que los refutaron.

DICCIONARIO DE TEOLOGIA
Por el Abate Bergier
segunda versión año 1854

DOMINICA III DE CUARESMA

I.-Dos banderas

AVE MARÍA PURÍSIMA

Qui non est mecum, contra me est (Lucas, XI, 23).

            Hay dos banderas desplegadas en el mundo: La bandera de los buenos, que lleva Jesucristo y la bandera de los malos, llevada por el demonio.

Meditemos estas palabras, y veamos a qué parte pertenecemos por nuestras obras. El que no está conmigo, está contra mí. En este punto no podemos permanecer neutrales.

La bandera de los malos.

            Con el lema: «Honores, riquezas, placeres. Felicidad». Estas cosas en sí no son pecaminosas, pero atraen a los hombres. Estas cosas nos alejan de la mortificación del espíritu y del corazón, de la humildad, del amor a la pobreza y renunciamiento personal; y con frecuencia nos hace ir descendiendo fácilmente al pecado. Los espíritus malos y los hombres malos son los portadores de esta bandera.

Los portadores de esta bandera ponen ante los ojos de los hombres el pensamiento de los honores: para halagar su vanidad. De las riquezas: que para ganarlas cometen injusticias y otros pecados, como trabajar los domingos, los comerciantes que roban en el peso de la mercancía, cometer fraude, etc. De los placeres: para cautivarlos y llevarlos a ilícitas satisfacciones.

Estos ministros de Satanás obran con intención de apartar a los buenos del sendero de la virtud, y de hacer recaer al pecador y procurar que contraiga el hábito de pecado; y de este modo retenerlo en la tibieza e indiferencia.

Todo el que es llevado y guiado por ellos, es realmente ministro de Satanás, que combate bajo de la bandera del demonio. Está en la vía ancha, que conduce al infierno y a la condenación. Satanás y sus ministros se encuentran en todo el mundo.

La bandera de los buenos:

            Con el lema: «Penitencia, vida cristiana. Paraíso». Penitencia, en cuanto a sí, no atractiva a la carne y sangre. Pero trae consigo paz y santa alegría. La penitencia es la segunda tabla de salvación, y es muy agradable a la vista de Dios.

El Señor se sirve en el mundo de los ángeles, de los sacerdotes y de los buenos, para excitar a los malos al arrepentimiento y a la enmienda, y para conducir a los buenos a más alta santidad y a la perseverancia.

Él, les manda: Que manifiesten la instabilidad de los honores, riquezas y placeres.

Que inculquen el espíritu de penitencia, como fuente de cristiana perfección, a dar paz a las almas, mediante el perdón de los pecados. A guiarlas al cielo con los consejos, compasión y ejemplo.

Los que llevan la bandera de Cristo trabajan, en efecto, con entusiasmo: Ardiendo de celo por la salvación de las almas. Enseñando la doctrina cristiana a los niños. Visitando a los débiles, enfermos, moribundos; Oficio practicado con frecuencia sin recibir ni las gracias, pero hecho por Dios. Viajando de país en país. Como san Francisco Javier y los misioneros católicos.

Quien así obra es verdaderamente un ministro de Dios. Que lucha bajo de la bandera de Cristo. Que guía los hombres al cielo y a la salvación eterna.

El sacerdote debe defender a los fieles contra el error, por eso enseña, predica e instruye. El predicar es obligación que incumbe a los sacerdotes; San Pablo teme faltar a este deber. El Concilio de Trento exige esta obligación, reglamentada en el Código eclesiástico.

Pelear bajo de la bandera de los buenos es un honor y un privilegio.

          Enseñanzas:

            Cada cual debe estar bajo una de las dos banderas. Sería una injuria a estas alturas el no habernos decidido por la bandera de Cristo, igualmente es una injuria el decirse estar bajo la bandera de Nuestro Señor Jesucristo y estar obrando como los enemigos de su obra buscando honores, riquezas y placeres.

La Cuaresma es tiempo a propósito para reflexionar con cuál estamos militamos según nuestras  obras, y si hemos militado como verdaderos seguidores de la bandera de Nuestro Señor Jesucristo.

Si de veras deseamos nuestra salvación, la bandera de Cristo será nuestra única esperanza.

Cada uno resuelva abrazar la bandera de Cristo según sus propias y particulares necesidades.

Quien con amor porte la bandera de Nuestro Señor Jesucristo, alcanzará la victoria y la corona reservada a los valientes.

Pidamos en este día a María Santísima que nos alcance de su Divino Hijo la gracia de perseverar bajo su bandera y la gracia de algún día poseer el reino de los cielos.

 

Ave María Purísima

JESUCRISTO, SU PROCESO ANTE LOS TRIBUNALES JUDÍO Y ROMANO (II)

EL PROCESO DE JESUCRISTO ANTE EL SANEDRÍN JUDÍO

                                           (Mt. XXVI. 57-68; XXVII, 1-2.  Mc. XIV. 33-65; XV, 1.  Lc. XXII, 63-71; XXIII, 1. Io. XVIII, 13-24)

Qué explosión de regocijo morboso, causó a los Príncipes de Sacerdotes, a los Escribas y Fariseos, la prisión de Jesús, en el Huerto de los Olivos.

Por fin le tenían en sus manos.

La iba a pagar definitivamente.

Ya no les iba a reprender más, Jesucristo.

Ya no les volvería a llamar raza de víboras, sepulcros blanqueados por de fuera y llenos de huesos podridos por dentro.

Durante 3 años, habían acumulado los príncipes de los sacerdotes, los escribas y fariseos, un odio reconcentrado, a Jesús.

Su conducta llena de santidad, sus prodigiosos y patentes milagros, la veneración y admiración que el pueblo le tenía; les carcomía de envidia.

Pero todo había ya terminado.

La iba a pagar Jesucristo, de una vez por todas.

Iba a ver el pueblo, quién era aquel a quien había recibido en triunfo cuatro días antes, tendiendo sus vestiduras en el suelo, para que sobre ellas pasase Jesús y llevando en sus manos ramos de palmas y gritando “¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!”

Además, con la prisión de Jesucristo, se quitaban los sacerdotes, escribas y fariseos, la enorme pesadilla, de que no fuera que los Romanos tomasen la conducta del pueblo con Jesús, como un levantamiento contra Roma, y viniesen a destruirles la Ciudad y el Templo.

* * *

—Ya te han apresado, Jesucristo; cierto que porque Tú lo has permitido libremente; pero te han apresado Jesucristo.

La cara ensangrentada, por el sudor de sangre que acababa de sudar momentos antes, durante la Oración en el Huerto de las Olivas; atado fuertemente por las muñecas; tirado por una soga; a golpes de palos…: por ahí va camino abajo, Jesucristo.

le llevan a casa de Caifás, el Sumo Sacerdote.

Y le llevan para ser juzgado.

* * *

— ¡Jesucristo, ¿en qué manos has caído!

—¿Jueces esos, llenos de odio contra ti y roídos por la envidia que te tienen?

—¿Juez Caifás, el que antes de prenderte, había ya dicho en plena sesión de concilio, que era necesario que Tú murieses, para que así quedasen libres y salvos todos los demás?

—Hay un cuadro de Van Holen, en el que se ha pintado muy bien cómo te recibieron los Sanedritas: con caras cuajadas de odio, reventando en desprecio, con los puños cerrados y los brazos levantados en alto.

—¡Jesucristo, en qué manos has caído!

En las de tus más encarnizados enemigos.

* * *

Allí estaba reunido el Sanedrín. Tal vez faltaba alguno de los 72 de sus miembros; pero estaba reunido pública y oficialmente.

Y allí estaba Jesucristo en medio, ante ellos, de pie, maniatado.

A nadie le gusta decir, que condena por odio y por venganza.

Por eso habían tomado los sanedristas, todas las precauciones, para paliar la sentencia, que ya tenían determinado de antemano la que había de ser.

Para ello tuvieron buen cuidado de tener ya preparados testigos comprados, y testigos bien enseñados.

—Pero, Jesucristo, eran tan grande la santidad de tu vida y de tu doctrina; que ni con testigos comprados y amañados, pudieron lograr que esos testigos convinieran en algo para condenarte a muerte.

Dos testigos lograron por fin coincidir en la acusación.

—Declararon que Tú, Jesús, habías dicho, que podías destruir el Templo… y luego reedificarlo en tres días.

—¡Qué Santo eres Jesucristo, cuando ésta es la única acusación, en la que pudieron coincidir dos testigos!

—Pero ni eso era verdad, Jesucristo; pues ni te referiste Tú al Templo, ni dijiste que Tú lo podías des­truir; sino que refiriéndote a tu propio cuerpo, les anu­ciastes tu resurrección, aseverándoles que ellos podrían destruir tu cuerpo por la muerte, pero que Tú, al tercer día lo resucitarías glorioso.

—Pero aunque Tú hubieras dicho Jesucristo, que Tú podías destruir el Templo, y que tenías poder para reconstruirlo en tres días, ¿qué tenía que ver ello, para quitarte la vida?

Bien contra lo pensado y preparado, les estaba resultando a los sacerdotes, escribas y ancianos, esta farsa de testigos, que con soborno y lecciones, habían minuciosamente preparado.

* * *

Pero si los testigos fallaban, no iba a fallar la astuta habilidad del Sumo Sacerdote.

Con toda la Suprema Autoridad de su poder reli­gioso, pregunta Caifás oficialmente a Jesús, sobre sus discípulos y sobre su doctrina…

—¡Qué fino eres Jesucristo!

—De tus discípulos ¿qué ibas a decir, Jesucristo?

—En el Huerto cuando te prendieron, dejándote a Ti solo, todos huyeron.

—Judas te había vendido por 30 monedas de plata a tus mortales enemigos, y acababa de entregarte al pelotón que te apresó en el Huerto, dándote un beso traicionero en el rostro.

—En aquellos mismos momentos, Pedro estaba ne­gándote afirmando hasta con juramento que ni te conocía.

—De tus discípulos, ¿qué ibas a decir Jesucristo?

Por eso Jesús, nada respondió sobre sus discípulos.

Sobre su doctrina, sí dio respuesta bien terminante.

“Yo manifiestamente he hablado al mundo: yo siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, adonde concurren todos los judíos: y en oculto yo nada he hablado. ¿Qué me preguntas a mí? Pregunta a aquellos que han oído lo que yo les hablé: bien saben éstos, lo que yo he dicho”.

Qué Entereza y qué Dignidad y qué Seguridad de la Verdad, brillan en esta respuesta de Jesucristo.

¿Por qué no preguntas a los que me han oído?

Te quedarás Caifás, más seguro con preguntarles a ellos, que preguntándomelo a mi, no sea que temas que yo ahora falseo mí doctrina en estos momentos, por defenderme

Decir respuesta tan juiciosa, y recibir un bofetón en la cara, dado por un criado, todo fue uno.

“¿Sic respondes potifici? ¿Así respondes al Pontífice?”

Jesucristo se tambaleó… El rostro le quedó encendido… Sintió vergüenza Jesucristo…

El… delante de público Tribunal religioso… y abofeteado por un criado, entre las carcajadas y guiños de regocijo de los jueces!

Con un tono lleno de suavidad y de insinua­ción, preguntó con entereza Jesucristo, al que le había abofeteado:

“Si he dicho alguna cosa inconveniente dime cuál sea. Y si no ¿por qué me has dado este bofetón?”

—¡Qué bueno eres Jesucristo! ¡Qué fino eres! No te quejas por quejarte. Te quejas por enseñarme.

¿Qué es el dolor y la afrenta de ese bofetón, en comparación de las afrentas y de los dolores que te esperan, y a los que libremente te entregas?

Te quejas ahora, la primera y única vez en la Pasión. Y te quejas, para que caigamos bien en la cuenta de que Tú, Jesucristo, Tú sientes como nadie las afrentas y los dolores.

Por eso te has quejado, Jesucristo. Para que no pen­sáramos, que eras impasible ante el dolor y las afrentas.

Para que no creyéramos, que puesto que a los mártires les diste tantas veces, la gracia de no sentir los tormentos, que por Tí sufrían, Tú también en tu Pasión, la sufrías impasible.

* * *

Los testigos comprados, acumulaban ridículas acusaciones.

—Tú, Jesucristo, callabas y nada respondías.

—¿Qué ibas a responder a tanta calumnia, amasada con odio y con soborno?

La apariencia de forma legal que quisieron dar a esta parodia de juicio, se complicaba por la misma necedad e inconsistencia de las acusaciones.

Entonces, tomó Caifás por su cuenta el conse­guir la condenación que pretendían.

Y como Sumo Sacerdote que era, usando de aquella su Suprema Autoridad religiosa, se dirigió a Jesucristo y le conminó con esta pregunta: “Te conjuro por Dios vivo, que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”.             Sublime momento, señores.

El Sumo Sacerdote, en ejercicio de su Plenitud de Autoridad religiosa, delante de todo el consejo oficial del Sanedrín, de los sacerdotes, escribas y ancianos, le intima a Jesucristo, que diga claramente, si es o no, el Cristo, el Hijo de Dios.

Sublime momento, señores.

Jesucristo, reo, maniatado, contesta clara y terminan­temente al Sumo Sacerdote:

“Tú lo has dicho. Yo soy el Hijo de Dios”.

Solemne y oficial declaración, que tiene la fuerza de todo un juramento.

Solemne y oficial declaración, que acompaña Jesucristo con la formal profecía, que indica la plenitud de su poder.

“Y en verdad os digo, —continuó Jesucristo—, que veréis de aquí a poco al Hijo del Hombre, sentado a la derecha de la virtud de Dios, y venir en las nubes del cielo”.

* * *

Oír la categórica respuesta de Jesucristo, y saltar Caifás lleno de indignación, todo fue uno.

Se rasgó sus vestiduras, que era la señal que usaban los judíos para indicar lo sumo de la execración y del dolor exacerbado, y prorrumpió, dirigiéndose a los miembros del Sanedrín: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¿Qué os parece?”

todos ellos respondieron diciendo:

“Reo es de muerte”.

*  *  *

Y al decir esto, descargó la tempestad de odio y de envidia, que tanto tiempo atrás venía formándose contra Jesús, en el corazón de los escribas y fariseos y de los Sacerdotes.

Como cuando a continuación del estallido de un rayo, descargan las nubes el pedrisco; así sucedió en ese momento sublimemente trágico.

Tunc: Entonces”, en frase de los Evangelistas, cayó sobre Jesús, una tempestad de golpes, de salivazos y de insultos.

Salieron de sus sitiales los mismos jueces y sanedristas, se arremolinaron esbirros mezclados con ancianos y escribas, y mientras unos le escupían a Jesucristo en la cara, otros le herían a golpes en todo el cuerpo.

—¡Cómo te pusieron Jesucristo! ¡Cómo desahogaban el odio y la envidia que te tenían!

—¡Salivazos en tu cara, Jesucristo!.

Si un salivazo, es lo último de la ignominia, aun entre la gente de condición más ínfima y salvaje, ¿qué no contendrán de escarnio y de oprobio, los salivazos escu­pidos en tu rostro divino, Jesucristo?

—Y Tú Jesucristo, los recibes serena y mansamente, para indicarnos a nosotros, cuánto aborreces nuestras ofensas y pecados, puesto que para que nos libremos de ellas y de sus eternas consecuencias, tienes el amor infinito, de sufrir que te golpeen y te escupan.

Y qué detalle, tan fino en contenido psicológico, nos refieren los Evangelistas.

Ellos nos cuentan, que le vendaron los ojos a Jesu­cristo, y le taparon la cara con un trapo, mientras le abo­feteaban y le escarnecían,

—Eres de una mirada, tan mirada de Dios, Jesucristo, que aun cubierto tu rostro de coajarones de sangre, amoratadas a golpes tus mejillas y recubiertas de salivazos, todavía impone tanto tu mirada, Jesucristo, que para golpearte a mansalva e insultarte, tuvieron que velarte la cara y vendarte los ojos.

—Pues si tanto, Señor, impone tu mirada, cubierto de salivas y de baldones, preso y maniatado ante un Tribunal que te juzga como reo, ¿qué no tendrá de impo­nentemente terrible tu mirada, cuando vengas a juzgar como Dios ultrajado y escarnecido?

*  *  *

La media noche, avanzaba en su carrera.

Los escribas y fariseos, los ancianos y los Sacerdotes, se retiraron, para tomar su descanso.

Jesús, quedó entregado en custodia, a merced de los criados y de la chusma.

—¡Qué noche de tormentos y de injurias, pasaste, Jesucristo!

—Tú, con tu ciencia divina, viste, Jesucristo, la conducta con que los hombres, íbamos a pagarte aquellas finezas de tu amor.

—Tú, Jesucristo, lo viste todo, todo.

—¡Cómo te tuvo que oprimir el corazón, la ingratitud de nuestra conducta para contigo!.

—Mucho, muchísimo más, te desgarraron de dolor el corazón, nuestras ofensas y nuestros pecados, que las injurias y golpes que estabas recibiendo.

—¡Lo que Tú viste, Jesucristo!

¿Quien de vosotros amados oyentes, quiere atormentar a Jesucristo?

Lo que tú haces… eso, eso… exactamente eso, es lo que conoció Jesucristo.

Si lo que hacemos, es lo que no debemos de hacer; eso que hoy hacemos, eso real y físicamente, causó do­lor, congoja y tristeza al Corazón de Jesucristo.

Si lo que hacemos, es lo que debemos de hacer; eso que hoy hacemos, eso real y físicamente, causó alivio, y consuelo al Corazón de Jesucristo.

¿No habrá quien quiera, con sus obras buenas, aliviar los sufrimientos del Corazón de Jesucristo?

¿Habrá en cambio, quienes quieran con su conducta desarreglada, con sus impudores, y con sus provocadores desnudos; y con su indiferencia religiosa; y con sus ava­ricias; y con sus altanerías y con su soberbia; y con su lujuria; y con sus infidelidades conyugales; y con la tasación de la natalidad, acrecentar los dolores y las afrentas de Jesucristo, abofeteado y escupido, solamente por el amor que nos tiene?

¡Espantosa y horrible mirada, la que a esas desgraciadas almas, ha de dirigir Jesucristo, cuando, como Juez Supremo, venga a juzgarlas!

*  * *

Empezaba a despuntar el día.

Apenas amanecido, volvió el Sanedrín a reunirse.

Urgía e inquietaba a los sacerdotes y ancianos y a los escribas, legalizar la sentencia de muerte, que horas antes habían dictado contra Jesucristo. Toda sen­tencia dictada de noche, era nula, según el Talmud.

Apareció de nuevo Jesucristo, en medio de aquellos sus mortales enemigos, que parodiaban de jueces.

Tomó el Sanedrín la causa de Jesús, allí donde la habían dejado horas antes por la noche.

Y así preguntaron taxativamente a Jesucristo:

“Si tú eres el Cristo, dínoslo”.

Bien claro lo había, no sólo dicho, sino probado con su doctrina, con su vida y con sus milagros, durante los años de la predicación evangélica.

Bien clara y rotundamente, lo había atestiguado Jesucristo, horas antes, al ser interrogado por Caifás, en ejercicio de su Supremo cargo Sacerdotal.

Otra pregunta sobre el mismísimo tema, era claro que no llevaba la intención de conocer la verdad, sino la malicia de pronunciar una condena.

Así, que Jesucristo respondió, serena y tranquilamente a esa pregunta: “Si os lo dijere, no me creeréis. Y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis”.

Que era lo mismo que decirles; vosotros no me hacéis esa pregunta para cercioraros de quién soy Yo, sino para procurarme la muerte, que de antemano a este simulacro de juicio la tenéis decretada para mí.

Entendieron bien los del Sanedrín, el sentido y significado de esa respuesta de Jesucristo, y llenos de indignación le dijeron:

“Luego, ¿Tú eres el Hijo de Dios?”

Respondió Jesucristo: “Así es como vosotros lo decís: lo soy”.

* * *

No era esta ni la primera ni la única vez, que clara y terminantemente, había Jesucristo proclamado que El era el Hijo de Dios.

Toda su predicación evangélica, giraba en torno de esta categórica afirmación, que El, El era el Cristo, el Legado Divino, el Mesías anunciado por los profetas, que EL era el Hijo de Dios.

Por eso Jesucristo, a la pregunta de si El era el Hijo de Dios, contestó que si lo dijere no le creerían.

Así había sucedido siempre, durante toda su vida

Pero, no terminó ahí la contestación dada por Jesucristo, sino que continuó: “y si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis”.

Contestación que contenía una argumentación idéntica, a la que tiempo atrás usó, cuando por declarar que El era el Mesías, le quisieron apedrear.

Estaba un día Jesús, paseando en el Templo de Jerusalén, por el pórtico de Salomón, cuando le rodearon los judíos y le preguntaron “¿Hasta cuándo has de traer suspensa nuestra alma? Si Tú eres Cristo, dínoslo abiertamente”.

Respondió Jesús: ‘’Os lo estoy diciendo y no lo creeréis, las obras que Yo hago en nombre de mi Padre, esas están dando testimonio de Mí.

Mi Padre y Yo, somos una misma cosa”.

Al oír esto los judíos, tomaron piedras para apedrearle.

Dijoles Jesús: “Muchas buenas obras he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre ¿por cuál de ellas me apedreáis?”

Respondieron los judíos: No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por la blasfemia; y porque siendo Tú, como eres hombre, te haces Dios”.

*  *  *

Idéntica situación psicológica era, señores, la que sucedió en el pórtico de Salomón del Templo de Jerusalén, y la que sucedía ahora ante el Sanedrín.

Preguntaban a Jesús que dijese si El era o no, el Hijo de Dios

Pero no era una pregunta bien intencionada, ni para enterarse sinceramente de la verdad.

Por eso en el Templo de Jerusalén, como en tantas otras ocasiones, como ahora en el Sanedrín, la afirmación categórica de Jesucristo, fue tomada por blasfemia, y fue considerada como merecedora de la muerte.

Conocía bien Jesucristo, la obstinación obcecada de sus enemigos, y por eso, con una lógica irrebatible, les arguyó en el pórtico de Salomón, cuando le quisieron apedrear por haberles respondido que El era el Hijo de Dios.

Me preguntáis y os respondo; me pedís que os declare quién soy y no me creéis.

Entonces ¿para qué me venís a preguntar quién soy Yo?

Pero si a Mí no me dais crédito a lo que os afirmo, no lo creáis porque os lo digo, pero eso sí, crecd a mis obras.

*  *  *

Irrecusable argumentación, señores.

Que es la misma argumentación, que insinúa Jesucristo ante el Sanedrín.

Me preguntáis, si soy el Hijo de Dios.

“Si os dijere quien soy Yo, no me creeréis; y si os preguntare, no me responderéis”.

—¡Cuántas cosas les podías preguntar, Jesucristo, a todos aquellos jueces reunidos en público tribunal, Doctores de la Ley, escribas, sacerdotes y ancianos!

—Tú Jesucristo les podías preguntar a los del Sanedrín: “Decidme, ¿conocisteis al ciego de nacimiento, que pedía limosna a la puerta del Templo? ¿Sí?

—¿Me podéis decir, cómo Yo, si no fuera el Mesías, el Legado divino, y el Hijo de Dios, le pude dar vista, de repente, con solo untarle los ojos con el barro hecho del polvo del suelo y mi saliva?

—Tú podías, Jesucristo, preguntar a los del Sanedrín: Decidme ¿Conocisteis a Lázaro el de Betania? Era amigo de todos vosotros, allá os ví yo a muchos de los que ahora estáis aquí, cuando fuisteis a dar el pésame por su muerte a sus hermanas Marta y María.

—¿Os acordáis cómo cuando Yo llegué, hacia ya cuatro días que había muerto?

—¿Me podéis decir, cómo Yo si no fuera el Mesías, el Hijo de Dios, pude, delante de vosotros mismos, al solo imperio de mi mandato, hacer salir vivo del sepulcro a aquel Lázaro, que ya estaba putrefacto de tal modo, que no era posible aguantar el hedor en los alrededores de su sepulcro?

—¡Cuántas cosas les podías preguntar a los del Sanedrín, Jesucristo, cuántas cosas!

—Tú les podías preguntar con las divinas escrituras en la mano, en quién tuvieron cumplimiento preciso, exacto, concretísimo, las profecías que durante once siglos, fueron vaticinando los profetas, para designar con absoluta e inconfundible precisión la Persona del Mesías.

Dos coordenadas, señores, nos bastan en las cartas de navegación, para precisar con entera exactitud la posición de un puerto.

Y, señores, en Jesucristo coinciden, exactas, precisas, en lugar, en tiempo, en múltiples detalles concretos e individualísimos, más de treinta de los vaticinios con que los Profetas designaron la Persona del Cristo.

—Tú, Jesucristo, pudieras preguntar, más que a ningún otro, a aquellos Doctores de la Ley y a aquellos Sacerdotes, que te dijesen si se cumplían, o no, en Ti, las Profecías.

Tiempos atrás había usado Jesucristo de este argumento contra sus adversarios: “Vosotros escudriñáis las Escrituras, porque creéis que en ellas se encuentra la vida eterna; pues ellas precisamente son las que testifican de Mí”.

—¡Cuántas cosas les podías preguntar, Jesucristo, a los del Sanedrín, ¡cuántas cosas!

—Pero por eso no se las preguntaste, Jesucristo, porque sabías bien, que no te iban a dar respuesta alguna a tus preguntas.

 *  *  *

—Tú conoces bien, Jesucristo, los efectos psicológicos del odio y de la envidia.

Es inútil dar razones al que está reventando de odio y cuajado de envidia.

—Por eso, Jesucristo, optaste por apuntar el argumento nítido e incontrovertible en favor de lo que eras, y callarte con mansedumbre divina.

—Con qué dolor de corazón viste, Jesucristo, aquella ceguera de pasión de tus jueces, reunidos en el Sanedrín.

—Cuán triste y amargamente te quejaste de ese ciego proceder, producto del odio, cuando dijiste, Jesucristo, estas palabras tan tremendas: “Si Yo hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de no haber creído en mí… Si Yo no hubiera hecho obras, como ninguno otro las ha hecho, no tendrían culpa; pero ahora ellos las han visto, y, con todo, me han aborrecido a Mí, y no sólo a Mí, sino también a mi Padre”.

*  *  *

Así fue, señores. En cuanto Jesucristo contestó a la pregunta del Sanedrín, sí era el Hijo de Dios, con el tranquilo y aseverante “Yo soy el Hijo de Dios”, estallaron frenéticos, olvidando su puesto de jueces:

“Qué necesitamos más testimonios. Nosotros mismos acabamos de oír de su boca”.

Y le condenaron a muerte a Jesucristo.

*  * *

Era el Sanedrín, señores, el que condenó a muerte a Jesucristo.

Esto es, era el Tribunal religioso judío, el que había juzgado y sentenciado a muerte a Jesucristo.

Todo el proceso de esa parodia de juicio, se desarrolló dentro del marco religioso: solo se atendió, a si Jesucristo afirmaba o no, que El era el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios.

Pero, señores, ¿qué valor tenía todo ese proceso religioso llevado a cabo por el Sanedrín, en orden a poder realizar la sentencia de muerte a que Jesús había sido condenado?

Hacía ya muchos años que el pueblo judío, había perdido su libertad e independencia.

Era Roma la que mandaba en Judea, a la que había reducido, como país conquistado e incorporado al Imperio.

Y una de las cosas, que además del cobro de los impuestos y tributos, se reservaba Roma en los países sometidos, era el jus gladii, o sea, el derecho de sentenciar y de aplicar la sentencia de pena de muerte.

De ahí, señores, que toda la labor del Sanedrín y la sentencia de muerte dada contra Jesús, tenían necesariamente, que ser sometidas a la aprobación del gobernador que Roma tenía en Palestina.

Gran humillación para los judíos, tener que mendigar en su propia casa, la venía del opresor, para ejecutar los fallos de Su Supremo Tribunal.

Pero era aún mucho mayor el odio que tenían a Jesucristo, y el deseo de quitarle del medio de una vez, aplicándole la afrentosa sentencia de ser condenado a muerte por blasfemo.

Por eso, pasaron por la humillación de acudir a Pilatos, para que confirmase la sentencia dada por el Sanedrín.

José A. de Laburu, S.J.

JESUCRISTO, SU PROCESO ANTE LOS TRIBUNALES JUDÍO Y ROMANO (I)

PROLOGO

Las conferencias que he tenido dos años consecutivos en la Iglesia del Salvador de la Compañía de Jesús, en Buenos Aires, sobre el proceso de Jesucristo ante los tribunales judío y romano y sobre sus últimas horas en su vida mortal, son las que ahora se publican.

Al trasladar a este libro, lo que fue dicho, queda siempre un algo que pierde de fuerza, por no poder expresarse en el escrito, ni el tono, ni el gesto con que las ideas fueron pronunciadas.

A pesar esa falta de total correspondencia, entre lo dicho oratoriamente y eso mismo expresado por escrito, creo que lo que va en este libro es reflejo fiel de las conferencias que dí en el Salvador.

No he querido reducir a uniformidad, los diálogos con N. S. Jesucristo, para dejarlos con el sabor que tuvieron en el mismo momento de pronunciarlos. Unos van en segunda persona del singular y otros en segunda persona del plural.

Esa diferencia gramatical, tiene una uniformidad psicológica, que depende del estado afectivo correspondiente al hecho y al momento que se pronunciaron.

Estas conferencias, fueron radiadas por la cadena de emisoras de varias naciones de América Latina, que contribuyeron así a que llegase al desconocido sin número de radioescuchas, las escenas de la vida de Jesucristo en el solemne día de la Pasión y Muerte

Marinos que cruzaban el mar, me comunicaron que en medio del Atlántico, a tres días de la Costa Americana, escucharon reverentes y conmovidos, lo que yo iba diciendo en Buenos Aires.

Quiera Dios, que al ser leídas estas Conferencias, produzcan también en las almas, una emoción reverencial, que en todo corazón bien nacido, causa el recuerdo de lo que por nosotros sufrió Jesucristo; y que de esa emoción profunda reverente, nazca un sincero deseo de corresponder con obras, a las fineza de su Amor.

José A. de Laburu S.J.

Buenos Aires, junio 4 de 1944

 

INTRODUCCIÓN

Es un hecho histórico que se repite cada año, en el decurso ya de veinte siglos, el de la conmemoración de la muerte de Jesucristo.

Hecho histórico, único en toda la Historia de la Humanidad.

Y este hecho histórico único, presenta una peculiarísima característica, que parece ser ella la nota más adecuada, para que esa muerte de Jesucristo, no fuese jamás por hombre alguno, ni recordada, ni menos religiosamente conmemorada.

Porque si atendemos solamente al criterio natural y a los factores humanos, nada tiene la muerte de un ajusticiado, ejecutado por pública sentencia, para que ella concilie amor reverencial y perdure por 2.000 años, en el recuerdo de todas las razas que pueblan todas las naciones de la tierra.

Y, señores, el hecho histórico es, que esa muerte de Jesucristo, nosotros la estamos recordando hoy, y con nosotros la recuerda el mundo entero.

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Y es, señores, que en Jesucristo y en su Pasión y muerte, hay algo más que un hombre recto y justo, que muere en un patíbulo, víctima de la envidia y del odio.

Poco pensador tiene que ser el que no vea, que no tiene explicación alguna ni histórica ni psicológica, el que a través de dos milenios, gente de toda raza y cultura, dedique cada año una semana a recordar y venerar la muerte de un infeliz judío ajusticiado.

Algo más, es necesario que se encierre en la Pasión y muerte de Jesús de Nazareth.

*  *

Y ese algo más, señores, es que ese Jesús, con su doctrina y con su vida, con sus obras y con sus patentes y públicos y portentosos milagros, dejó palmariamente probada la divinidad de su Persona.

Más aun, señores, ese algo más, es que ese Jesús, Dios-Hombre, en un exceso de amor a los hombres, libremente y porque quiso, se ofreció a los tormentos de la Pasión y a las afrentas de la muerte en un patíbulo, para reconciliarnos a los hombres con Dios Su Padre, y redimimos de la culpa en que habíamos incurrido, como consecuencia del pecado original, en el que incurrió el primer hombre y Cabeza jurídico del género humano.

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Y ahora sí, que comprendemos el porqué de este hecho Único en la Historia de la humanidad, de recordar por 20 siglos la Pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

Es el recuerdo de la muerte de Dios, y de la muerte aceptada por Jesucristo paro darnos a los hombres la reconciliación con Dios Su Padre; y con ella la posibilidad de librarnos de tormentos eternos y de adquirir la bienaventuranza de una vida que no tendrá fin.

Ese hecho, que es el más sublime que ha existido y ha podido existir en la Historia de la humanidad; se comprende bien que sea también el único, que así perdure en el recuerdo bimilenario, año tras año, en los corazones y en las mentes de los hombres.

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La humanidad entera lo recuerda.

Pero, tal vez, no todos los que conmemoran la Pasión y muerte de Jesucristo, lo hagan con la reflexión que piden tan solemnes acontecimientos.

Hay algo exclusivamente peculiar en la vida de los pueblos, en los días que llamamos Jueves y Viernes santo.

Aun los que no frecuentan su entrada en el recinto de los Templos, acuden esos días a ellos.

Esa enorme masa humana, que va desfilando ante Jesucristo Sacramentado colocado en el Monumento cuajado de luces; esa afluencia a las Iglesias para escuchar, aunque no sea sino por algunos momentos, la palabra de los sacerdotes que hablan de la Pasión de Jesucristo y de su muerte; ese peculiar atavío de dolor y de aire de seriedad y de luto; está indicando patentemente, que algo completamente distinto del diario vivir de los hombres, se está en esos días conmemorando.

Tristísimo sería, que esa conmemoración fuese quedando vacía de contenido ideológico; y no fuera otra cosa, que un movimiento semiconsciente, debido a la inercia que proviene del impulso de la tradición.

Movimientos semiconscientes, no son dignos de los hombres, que quieren agradecer al Hijo de Dios, los excesos de amor que en su pasión y muerte tuvo por todos ellos.

Cierto que más vale, aunque sea algo rutinaria, esa tradición del pueblo cristiano en los días de la Semana Santa, que el olvido total del beneficio, de la Pasión y Muerte de Jesucristo.

Pero hemos de procurar vivificar los tradicionales sentimientos, con un espíritu lleno de profundo conocimiento de los misterios, que en Semana Santa conmemoramos.

Esta es la única conducta, que es digna del que se precie de proceder como hombre y como cristiano.

* * *

Y a eso nos vamos a reunir, estas tres noches de los tres primeros días de la Semana Santa.

Hace mucho que Dios Nuestro Señor me ha dado el deseo de contribuir, a que las tradicionales prácticas, tal vez para muchos rutinarias y superficiales, de los días dedicados a recordar la Pasión y Muerte de Jesucristo, sean vivificadas por un conocimiento íntimo de los misterios, que en esta Semana Santa se conmemoran.

Y para conseguirlo, quisiera ser fidelísimo guardador de la fundamentalísima ley psicológica, que tan acertadamente nos dejó señalada San Ignacio de Loyola, al mandarnos que al meditar los misterios de la vida de Jesucristo, lo hagamos con aquella viveza e intuición, que es fruto único del que medita las escenas de la vida de Jesús, como si uno se hallara realmente presente a ellas.

¡¡Es tan distinto, señores, el conocimiento meramente especulativo y didáctico, del conocimiento intuitivo, profundamente afectivo y entuetanado con todo lo más íntimo del alma humana!!

Intimo conocimiento de Jesucristo en sus Misterios de su vida dolorosa, en su doble sentido; en cuanto conocimiento que penetre en lo más hondo del Corazón paciente de Jesucristo y en cuanto se nos adentre de tal modo, que quede indeleblemente impreso en nuestras almas.

* * *

De ese conocimiento, necesariamente han de brotar los frutos, que la Pasión y muerte de Jesucristo deben de producir en toda alma bien nacida.

Es el primero, un agradecimiento sincerísimo a Jesucristo, por haberse dignado redimirnos, a costa de sus dolores y de su vida.

Es el segundo, un vivísimo dolor, al ver que yo soy el causante de esos dolores y de esa muerte; porque por mis pecados va el Señor a la Pasión y por librarme del pecado y de la muerte eterna y por hacerme de su parte feliz por toda una eternidad, da su Vida Jesucristo, en el patíbulo de la Cruz.

Y el tercer fruto del conocimiento consciente y profundo de lo que hizo Jesucristo por redimirnos, es la exclamación que brota espontánea, de lo mas hondo del alma: exclamación, que es pregunta cuajada de admiración y ofrecimiento empapado en en total renunciamiento:

¿Qué debo de hacer yo, por ese Jesucristo, que sin irle a Él nada, solo porque me quiso, se entregó por mí, a los tormentos cruelísimos de la Pasión y a la ignominia afrentosa de su muerte?

* * *

Vamos, señores, en estas tres noches, a vivir, más que a oir, aquellas escenas, cuajadas de enseñanzas, que tuvieron lugar en el proceso que se llevó a cabo contra Jesucristo, en los tribunales judío y romano, cuando le condenaron a la Crucifixión.

Poned de vuestra parte, oyentes amados, vuestra atención y vuestro corazón.

Y no dudo, confiado en la gracia divina, que al ir recorriendo las escenas del proceso que en los tribunales judío y romano, se entabló contra Jesucristo, nacerán y se acrecentarán y se arraigarán, en vuestros corazones, esos tres frutos que acabamos de indicar, son los frutos que en toda alma noble y bien nacida, produce la atenta consideración de la Pasión y Muerte de Jesucristo.

JESUCRISTO

SU PROCESO ANTE LOS TRIBUNALES JUDÍO Y ROMANO

Sus últimas horas mortales

José A. de Laburu S.J.

REALIDADES DEL CATOLICISMO

l° Debilidades humanas.—Más que ninguna otra doctrina, el catolicismo sube ponernos en guardia contra la debilidad humanas. En sus jefes, en sus dignatarios, en sus miembros, la Iglesia depende de los hombres. ¿Por qué reprochar a la Iglesia la malicia de estos pobres hombres que ella, precisamente, ha querido desbastar, purificar y elevar a un ideal superior?

2° Conocimiento propio.—A menudo, cuando censuramos o exigimos algo a la Iglesia, estamos pensando sólo en el clero… Iglesia es la congregación de todos los fieles.

La distancia que separa mis propósitos de mis realidades, mis intenciones santas y mis obras viciadas, podrá ayudar a cada seglar a comprender las flaquezas humanas que en el transcurso de los siglos se pueden sorprender en los ministros de la Iglesia.

Examina tú, católico exigente, censor amargado, tus ignorancias, tu inercia, la pequeñez de tu espíritu, las inconsecuencias reiteradas entre tu creer y tu obrar, la Insensibilidad social y el egoísmo de que con harta frecuencia das muestra en el cumplimiento de tus deberes, que son a menudo bastante más fáciles y más sencillos que los que pesan sobre los maestros y ministros de la Iglesia. Porque, valga el ejemplo, no es la primera vez que un adúltero recrimina la caída de un hombre que ha guardado castidad por muchos años.

3° Sentido trágico.—Hay en la Iglesia una tensión trágica, un sentido agónico, una síntesis de antinomias que a veces produce, en sus hijos, el desconcierto y la desazón angustiosa. Y para hablar así no es necesario admitir el sartal de sofismas y de contradicciones gesticulantes de Unamuno, en su libro condenado por el índice. Hovre se explica: “Nosotros, que advertimos todos los días la distancia entre el Ideal católico y la realidad vital de muchos cristianos, hubiéramos escrito un evangelio sin la traición de Judas, sin las negaciones de Pedro. Sin embargo, sobre Pedro, el débil, Cristo edificó su Iglesia”. Hoy, tal vez, Hovre tendría que variar su afirmación. Hoy, en época de cristianos ulcerados y quejicosos, amargados y tremendistas, que escriben dramas y novelas sobre apóstatas degradados y hundidos en el vicio para pintar según ellos los abismos de la ausencia de la gracia y hacer así novela católica o drama católico. .. los Hipotéticos evangelistas hubieran cargado las tintas en la traición de Judas, en las negaciones de Pedro, en la fuga cobarde de los apóstoles…

4° La verdad, piedra de toque —La técnica le ha brindado a la Verdad muchas piedras de toque. Se ama en demasía la cifra o la estadística, que no son desdeñables. Se atiende con exceso a la mayoría, al éxito… Y se cree que muchas veces prueban la verdad… “En tal Congreso han comulgado un millón dé católicos; luego toda la nación es católica”, A la procesión de la Virgen va toda la ciudad, luego nuestra ciudad es totalmente cristiana en su vivir…

Con eso, o al margen de esos el Catolicismo en cuanto tal permanece verdad. Y las herejías siguen siendo herejías…

5° Una empresa vital.—La realización del ideal del catolicismo es una empresa vital para cada uno de nosotros. El catolicismo no es sólo una doctrina; es también una vida, y tiene consigo al que dijo: Yo soy la Vida. En cierto sentido, la Iglesia vale lo que nosotros, católicos, valemos. En cada uno de sus hombres, el ideal católico debe trocarse en realidad, hacerse vida…

6.° La cruz, centro del Catolicismo.—La iglesia Católica no ha sido creada por un hombre seducido por el éxito, por un esteta, por un filósofo, sino por un Dios-hombre que desde que nació miraba hacia el monte de la crucifixión. “Predicamos a Jesucristo, y éste crucificado”, decía San Pablo a los atónitos oyentes de su época imperial.

La Iglesia no ha sido edificada sobre el Tabor, sino sobre el Gólgota, Cristo vive siempre en la Iglesia, pero crucificado.-Así está en el centro del altar. Así está en el centro de los siglos. Así debe estar en el corazón de cada uno de los suyos, de los cristianos, de los herederos del Crucificado.

R.P. Carlos E. Mesa, C.M.F.

CONSIGNAS Y SUGERENCIAS PARA MILITANTES DE CRISTO.

IDEAL DEL CATÓLICISMO

¡Yo soy la Vida!

¡Yo soy la vid y vosotros los sarmientos!

¡El que come de este pan vivirá para siempre!

¡Estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos!

Palabras de Jesús a su Iglesia.

Desde entonces, y por eso, la Iglesia es un organismo vivo y vivificante que en el decurso de los siglos ha crecido hasta la plenitud de la edad, según Cristo.

Es el tronco vivo, no el “tronco inerte”, de que habló un dramaturgo envenenado de odio…

Después de estudiar su desarrollo y su vitalidad perenne, pudo el genio de Newman formular estas siete leyes de la filosofía católica de la vida:

1 ° Mantenimiento del tipo.—Goza la Iglesia de una maravillosa pervivencia de fisonomía. El catolicismo actual, reducido a un pequeño número, es la continuación del catolicismo del Evangelio, del que predicaron Pedro y Pablo; del que dilucidaron Agustín y Tomás. Así, el hombre maduro no es más que el perfeccionamiento natural del niño. Como todo ser vivo, el catolicismo es mudable en su inmutabilidad. Por eso se ha hablado luminosamente de su evolución homogénea…

2° Continuidad de sus principios.—A través de los siglos, el catolicismo permanece fiel a la unidad del dogma, de la fe, de la gracia, de los  sacramentos, del principio ascético. Hay consonancia perfecta entre León el Grande y Pio XII; entre Calcedonia, Trento y el Vaticano.

3° Su poder de asimilación.—Las herejías han nacido y han pasado, y aún, si regresan, se disfrazan en el atuendo, pero padecen de la monotonía más tediosa. En fin de cuentas la Iglesia es quien ha sacado provecho de ellas. De las confusiones de Nestorio y Eutiques provienen las definiciones intangibles e inmutables de Efeso y Calcedonia. Contra la algarabía doctrinal de nuestro siglo, las encíclicas de León XIII, Pio X, Pio XI y Pio XII. “La contradicción es la sal de la verdad”. Estas palabras se han cumplido a la letra para la filosofía católica de la vida.

4° Consecuencia lógica.—Las verdades católicas forman un organismo. Constituyen un encadenamiento lógico que resulta de la conexión de todos los principios con la Encarnación del Verbo. Basta, para corroborarlo, estudiar, por ejemplo, la estructura de la Summa Theológica, de Santo Tomás de Aquino.

5.° Anticipación de su porvenir.—De la misma manera que un gran genio se revela muchas veces en una idea de su primera Juventud, así, desde sus principios, el Catolicismo encerraba en potencia todo el edificio doctrinal de los siglos futuros. “Semejante es el reino de los cielos a un grano de mostaza…” “Yo atraeré todas las cosas hacia Mi…”

6.° Conservación de su pasado.—La memoria constituye la armazón de la personalidad. La Tradición es la “mnemosyne”, el poder de capitalización de su experiencia secular. La Tradición, considerada como regla de fe, posee sobre la Escritura Santa una prioridad triple: de tiempo, porque primero se constituyó la Iglesia y años después se escribieron los libros de Nuevo Testamento; de orden lógico, en cuanto al punto de vista de nuestro conocimiento; de comprensión o amplitud de objeto, porque a menudo abarca verdades e instituciones que no se contienen en la Escritura.

7° Vigor crónico— En un organismo como la Iglesia se dan a veces, con insistencia dolorosa, glorificante y necesaria, los periodos de tribulación. “A Mi me persiguieron y también a vosotros os perseguirán…” Pero sin tardanza abren el paso a tiempos de florecer primaveral o coinciden con triunfos que compensan. Cuando la reforma desgaja reinos, los misioneros bautizan las tribus de América.

Hoy vivimos una dolorosa situación, estamos ante la apostasía universal, somos el pequeño número a que ha sido reducido el rebaño de Nuestro Señor Jesucristo, pero por lo mismo lleno de gloria para quien persevere en esta tribulación fiel a la Iglesia bimilenaria. Con vigor rechazamos el modernismo y todas sus manifestaciones. Rechazamos al pueblo deicida y sus maquinaria anticristiana, masonería, comunismo, capitalismo, etc.

San Pedro Apóstol, primer obispo de Roma

Jefe de los apóstoles.

La dignidad que había sido elevado este apóstol,  no le impidió el dar una caída enorme negando a su Maestro durante su pasión; pero la prontitud y amargura de su arrepentimiento, el valor de que se vio animado después de haber recibido el Espíritu Santo, y la constancia de su martirio, repararon completamente esta falta. “Con este ejemplo, dicen los Padres de la Iglesia, ha querido Dios manifestar que los justos deben temer siempre su propia debilidad, y que los pecadores penitentes pueden esperarlo todo de la misericordia divina”. Jesucristo, después de su resurrección, lejos de echar en cara a San Pedro, su poca fidelidad, lo trato siempre con la misma bondad que antes.

El primero de los milagros obrados por San Pedro, y referido en las Actas de los apóstoles (III, 3 y 4), merece mucha atención. Iban San Pedro y San Juan al templo, cuando los judíos tenían costumbre de reunirse en él para orar; ven en una de sus puertas a un cojo de nacimiento, conocido por tal en todo Jerusalen; lo curó San Pedro con una palabra en nombre de Jesucristo; aquel hombre sigue a su libertador, regocijándole de alegría, y bendiciendo a Dios; la multitud admirada se reúne para contemplar el prodigio. Entonces levanta la voz el apóstol, acusa a aquellos que poco antes habían pedido la muerte de Jesús del crimen que habían cometido; testifica que aquel Jesús crucificado y muerto a su vista ha resucitado, que por su nombre y poder acaba de ser curado el tullido, que es el mesías predicho por los profetas; nadie se atreve a acusar a san Pedro de impostura; cinco mil judíos de convencen de la evidencia, y creen en Jesucristo.

Al ruido de este acontecimiento, los jefes de la nación se reúnen y deliberan, preguntan a San Pedro, el que les repite lo que dijo al pueblo, y sostiene el mismo hecho, la resurrección de su Maestro. El resultado de la reunión es prohibir a los apóstoles predicar mas en el nombre de Jesucristo; aunque protestan que obedecerán a Dios mas que a los hombres, se les deja marchar por temor de que subleven al pueblo.

He aquí un hecho público, notorio, fácil de probar. ¿Ha osado discípulo del Salvador inventarlo y publicarlo en el mismo tiempo, y citar cinco mil testigos oculares? Si son impostores los apóstoles, ¿quién impide a los jefes de la nación judía encruelecerse contra ellos? Aun no han hecho los apóstoles mas que un milagro, Jesús había hecho millares cuando le dieron muerte. El temor de sublevar al pueblo no les impide el dejar apedrear a San Esteban, ni de enviar a Saulo a Damasco, con el encargo de poner a los fieles en las cadenas, y conducirlos a Jerusalen. ¿Por qué tranquilidad con que sufren la resistencia de San Pedro y de San Juan?

Quizá se dirá que despreciaron el pretendido milagro, y las consecuencias que podía tener; mas toda su conducta demuestra que estaban alarmados de los progresos que hacían los apóstoles, que hubieran querido taparles la boca, que no obstante no se atrevieron a intentar convencerlos de impostura. Luego es la verdad de los hechos la que los ha conservado en la inacción.

Por espacio de mucho tiempo se obstinaron los protestantes en que San Pedro no había ido a Roma, y que nunca había establecido allí su silla; está probado el hecho contrario con los testimonios de San Clemente, de San Ignacio y de Papías, todos tres discípulos de los apóstoles; Cayo, sacerdote de Roma. San Dionisio de Corinto, San Clemente Alejandrino, San Ireneo y Orígenes testificaron lo mismo en el siglo II y III siglo; ninguno de los Padres de la Iglesia ha dudado de ello en los siglos siguientes. En el IV, el emperador Juliano decía que antes de la muerte de San Juan los sepulcros de San Pedro y San Pablo eran ya honrados en secreto; en San Cirilo, l. 10, p. 327; de modo que aquellos sepulcros ciertamente estaban en Roma, puesto que allí están todavía. Dom Calmet ha reunido estas pruebas en una disertación sobre este asunto, (Biblia de Aviñon, T. 16, p. 173).

Es constante que cuando San Pablo escribió su Carta a los Romanos, no había estado todavía en Roma; lo dice expresamente (I,13) y sin embargo les escribió que su fe estaba anunciada por todo el mundo (v. 8); lo repite, XV, 22. Luego la Iglesia de Roma estaba fundada antes que San Pablo apareciese en ella. ¿Quién era su fundador, sino San Pedro, como lo atestiguan todos los antiguos?

Tomaremos  de la obra publicada por el abate Gerbert, con el título de Bosquejo de Roma cristiana, una descripción de la Cátedra de San Pedro, y las pruebas de su identidad con la que usó San Pedro:

“El primero de los monumentos que se conservan en Roma en la Basílica vaticana, es la Cátedra de San Pedro. Sabemos que desde un principio tuvieron sillas los obispos, a las que se le daban este nombre. Era una señal de honor y símbolo de autoridad el hablar sentados. A su muerte se colocaban al menos de tiempo en tiempo sus sillas en sus sepulcros. Los primeros fieles tenían un gran respeto a las sillas de que se habían valido los apóstoles para enseñarles la fe, o para cumplir otras funciones de su ministerio. Debieron de conservarse con cuidado; lo que parece indicado por aquellas palabras de Tertuliano que con respecto a esto representa las tradiciones del siglo II. “Recorred, dice, en el libro de las Prescripciones contra los herejes, recorred las iglesias apostólicas, en las que presiden en su lugar las mismas cátedras de los apóstoles, y en las que se leen en alta voz sus cartas autenticas”.

“Nos dice Eusebio que en su tiempo se veía en Jerusalen la cátedra de su primer obispo Santiago el Menor, que habían salvado los cristianos a través de todos los desastres que habían abrumado esta ciudad. Sabemos también que la Iglesia de Alejandría poseía la de San Marcos, su fundador, que uno de sus obispos llamado Pedro, habiéndose sentado a los pies de esta misma cátedra en una ceremonia pública, y habiéndole gritado todo el pueblo que tomase asiento en ella, había respondido el obispo que no era digno” (Act. S. Petr. Alexand. mart., traducidas del griego al latín por Anastasio et Bibliotecario). La Iglesia de Roma debió poner al menos al menos tanta diligencia y cuidado en conservar la del Príncipe de los apóstoles, cuanto que, además de los motivos de piedad comunes a todo los cristianos, era el carácter romano, como se sabe, eminentemente conservador de los monumentos, y que las catacumbas daban a los fieles de Roma una gran facilidad para ocultar en ellas como lugar seguro un depósito tan precioso.

Según una tradición de origen inmemorial, san Pedro se sirvió de la cátedra que ahora se halla en el fondo de la Iglesia, y que ha sido cubierta de una chapa de bronce. Antes de esa época había sido colocada sucesivamente en otras partes de la basílica. Los textos que ha recogido Phaebus, De identitate cath. B. Petri, Romae, 1666, particularmente en los manuscritos de la Biblioteca Vaticana, nos hacen seguir su historia en estas diversas traslaciones. El papa Alejandro VII, que la ha fijado en el lugar que se veneramos en la actualidad, la había mudado de la capilla que sirve en el día de batisterio, donde poco tiempo antes la había trasladado Urbano VIII (Carol. Fontana, de Basil. vat., c. 29). Anteriormente había estado depositada en la capilla de las reliquias de la antigua sacristía (Grimald., manus. Catal. sac. relig. Basil. vat.). Sabemos también que había permanecido algún tiempo en otro oratorio de esta sacristía, el de Santa Ana, después de haber estado en la Capilla de San Adrian, cerca del lugar donde está ahora la cátedra del Penitenciario mayor. Adriano I la había fijado allí en el siglo VIII. Durante este periodo, varios pasajes hacen mención de ella. . Citaremos aquí algunos, pera señalar la serie de la tradición relativa a un monumento tan venerable. Se trata el de una Bula de Nicolas III, en 1279: Denarii qui dantur portantibus ad altare et reportantibus cathedram S. Petri. Pedro Benito, canonigo de la basílica vaticana en el siglo XII, ha dejado un manuscrito que contiene reseñas sobre la liturgia de esta Iglesia; he aquí la que señala para la fiesta de la cátedra de San Pedro: “El oficio es el de la misma fiesta del apóstol; solo a vísperas, a maitines y a laudes se canta la antífona Ecce sacerdos. Estación en su basílica. En la misa el pontífice debe sentarse en la catedra, in cathedra. In cathedra S. Petri legitur sicut in die natali, tantum ad vesperas, ad matutinum et laudes canitur: Ecce sacerdos. Statio ejus in basilica; dominus papa sedere debet in cathedra ad misam”. Desde los primeros siglos acostumbraban los papas a sentarse a una silla elevada, no solo para la Misa, sino también mientras vísperas, maitines y laudes; cuando asistían a los oficios, lo que se verificaba muchas veces en el año en las festividades. Es evidente, según esto, que notándose como una rúbrica particular de la fiesta de la cátedra de San Pedro, que mientras la misa debía sentarse el papa en la cátedra, el autor que acabamos de citar ha designado la misma cátedra que la tradición consideraba como de San Pedro. Por otro lado, en todo su libro, cuando habla solamente de la cátedra ordinaria del pontífice, la designa siempre como silla elevada. Pedro Manlio, que pertenece a la misma época, dice haber leído en Juan Cabalino, que en el siglo anterior, bajo Alejandro II, había sido respetada la cátedra de San Pedro por un incendio que había consumido los objetos que la rodeaban. También hallamos en un escritor del siglo II, Othon de Freissinque, pasajes que hacen mención de ella. Vemos por las narraciones de Anastasio el Bibliotecario relativas a los siglos VIII y IX, que el papa elegido era al principio conducido al Patriarcado de Letran, donde se sentaba sobre el trono pontifical; que el domingo siguiente iba adornado del manto pontifical a la basílica vaticana, y que allí tomaba asiento en la apostólica y santísima cátedra de San Pedro: estás son las palabras empleadas por Anastasio.

Henos ya aquí en el siglo VIII, es decir, en tiempo en el el papa Adriano la hizo establecer en el oratorio consagrado al santo, cuyo nombre lleva. Los textos de Anastasio nos hacen remontar todavía mas allá, puesto que, , hablando del uso de que acabamos de tratar, le llama la costumbre antigua, la costumbre encanecida por los tiempos cana consuetudo. El catalogo delos santos oleos enviados por Gregorio el grande a Teodolinda, reina de los lombardos, hace mención del oleo de las lamparas que ardían delante de la cátedra en que se había sentado San Pedro, de oleo de sede ubi prius sedit Petrus. Parece que en esta época los fieles la encontraban antes de entrar a la basílica; se hallaba cerca de la plaza que ocupa hoy la Puerta Santa, (Hist., temp. vatic., cap. 24). Los neófitos, vestidos de la túnica blanca del bautismo, eran conducidos al pie de está cátedra para venerarla. Refiriendo este hecho Ennodio, en su Apología por el el papa Simaco, designa este monumento de una manera muy terminante. “Se les lleva, dice, cerca de la silla de manos de la confesión apostólica, y mientras que ellos derraman con abundancia las lágrimas que la alegría les hace correr, la bondad de Dios redobla las gracias que han recibido de él”. Esta expresión, de silla de manos, caracteriza exactamente la forma especial y el destino primitivo de esta silla. Ennodio escribía a principios del siglo VI. El IV nos da un testimonio muy positivo de Optato Milevitano. Dirigiéndose a los cismáticos, que se vanagloriaban de tener partidarios en Roma, les hace esta interpolación: “Que se pregunte a vuestro Macrobio dónde se sienta en esta ciudad; ¿podrá responder: me siento en la cátedra de Pedro?”, si no hubiese dicho mas este autor, se podría dudar de que hablara de este pasaje de la cátedra material, como no trataba de historia, sino de polémica, hubiera podido muy bien valerse de esta expresión, para significar solamente la cátedra moralmente tomada, o la autoridad de San Pedro que sobrevivía en sus sucesores, y era desconocida por los cismáticos, contra los que argumentaba. Mas lo que añade no deja lugar a esta suposición: “Aun no se dice, si Macrobio ha visto solamente esta cátedra con sus propios ojos”. Evidentemente ha querido designar la cátedra material, lo que por otro lado está confirmado con todo el pasaje, en el que continua oponiendo a los cismáticos los monumentos de San Pedro y San Pablo.

En lenguaje de los primeros cristianos, la palabra memoria era empleada para designar los monumentos fúnebres de los apóstoles o de los mártires. Esta palabra ha podido aplicarse después a las basílicas erigidas sobre estos sepulcros.

Es pues evidente que esta cátedra ha sido expuesta públicamente a la veneración de los cristianos, en el mismo siglo en que el cristianismo ha tenido la libertad del culto público. No es pues sorprendente que no se haya hecho mención de ella en los documentos de la época anterior: al contrario, lo sería el que hubiesen hablado de la misma. No nos quedan mas que un pequeño número de escritos redactados en Roma durante los tres primeros siglos; las actas de los mártires no mezclan en cada una de sus narraciones monumentales, y si es que las indican, muchas veces lo hacen con una sola palabra, el lugar del suplicio y el de la inhumación. Las obras apologéticas y polémicas tenían que hacer algo mas preciso que el cuidado de llevar nota de muebles sagrados, lo que por otro lado hubiese sido una indiscreción peligrosa, que hubiera podido provocar las pesquisas de los paganos.

No fue hasta el siglo IV cuando otras cátedras, contemporáneas a la de San Pedro, la de Santiago en Jerusalen, y la de San Marcos en Antioquia, aparecieron al público y en la historia. Entonces se apuraron los cristianos a venerar en la claridad de sus basílicas los depósitos que habían conservado en las bóvedas subterráneas. Todo es para persuadirnos que la cátedra de San Pedro había estado oculta en el santuario mismo de su sepulcro. Un manuscrito de la Biblioteca Barberina (Mich. Leonic., not., manus) asegura positivamente que ha sido, puede creerse, el eco de un recuerdo tradicional, o de noticias consignadas en algunas hojas de los archivos romanos que se han perdido. Según toda la probabilidad, en la época de las construcciones hechas por San Silvestre en la confesión de San Pedro, ha sido cuando esa cátedra se ha ofrecido a la publica y libre devoción de el pueblo, que afluían al templo de Constantino acababa de erigir. Después de salir del sepulcro, ha recorrido en procesión la gran basílica, ha visitado sucesivamente en la continuación de los siglos el vestíbulo, las capillas, el coro,para venir a establecerse  por último en el lugar radiante que ocupa en el día, iluminada por la parte superior con la aureola de la columna que cae sobre ella, coronada de ángeles, ligeramente sostenida por cuatro doctores del rito latino y del rito griego, San Ambrosio, San Agustín, San Atanasio, San Juan Crisóstomo, y colgada encima de un altar dedicado a la Santísima Virgen y a todos los santos pontífices.

Hace algunos siglos que los papa dejaron de servirse de ella en las fiestas solemnes. Su antigüedad podía hacer temer que esta preciosa reliquia sufriesen algún deterioro, si se continuaba sacándola y empleándola para las funciones del culto; el esmero de su conservación la ha puesto fija e inmóvil. También por esto ha sido cubierta por Alejandro VII con una chapa de bronce.

Otras fuentes nos señalan que San Pedro al llegar a Roma en el siglo de Augusto y bajo el reinado de Claudio, recibió en ella hospitalidad en casa del senador Prudente, convertido por él al cristianismo. Allí es donde se tuvieron las primeras reuniones de los fieles, allí donde se le dio su silla pastoral. Como la silla era una señal de autoridad, es muy natural que Prudente, con este objeto, se hubiese procurado un mueble distinguido. Habiendose establecido San Pedro en la casa de Prudente, se reunieron los neófitos en una sala para oírle predicar y recibir de él el sello del bautismo. Se eligió sin dilación entre los muebles de esta casa, que la víspera  era todavía pagana, una silla de honor de que pudiese usar presidiendo aquella asamblea religiosa.

Mi Crucifijo

La palabra crucifixión viene hasta nosotros con un peso agobiante de suplicio y deshonor. Extremo castigo, la llamó Apuleyo; suplicio de esclavos, dijo Tacito; el más cruel y horroroso de todos los suplicios, sentenció Cicerón. En la misma Sagrada Escritura se lee: “Es maldito de Dios el que cuelga del madero” (Deuter. XXI, 22).

Y he aquí que el Evangelio, hablando de nuestro Dios humanado, nos dice: crucifixerunt Eum…

De nuevo, en la persona de Cristo, el encuentro y la unión sorprendente de los extremos: antes, Dios y Hombre, Dios y Niño, Dios y Obrero, Dios y Hostia… Ahora, Dios y cruz…

Así se comprende la Impresión que entre los paganos de la época apostólica causaba la predicación de un Dios crucificado. Predicamos a Jesús, y éste, crucificado, pregonaba San Pablo. Escándalo para los Judíos y locura para los gentiles.

Y era tal la Infamia de la cruz, su simple representación gráfica llegaba tan mancillada de afrenta y de Ignominia, que durante los cinco primeros siglos de la Iglesia se evitó el hacer crucifijos. Se aceptaba como un bello Ideal el de San Pablo: estar crucificado con Cristo en la cruz. Se reclamaba como título de gloria santa el llamarse, con Justino, herederos del Crucificado; pero es lo cierto que el crucifijo hería vivamente la sensibilidad de los mismos cristianos.

Del siglo VI hasta nuestros días la cruz se fue rehabilitando, y ya la vemos materialmente cubierta de oro, de gemas y esmeraldas; espiritualmente Iluminada de gloria y ungida de veneración.

Ya no es la cruz maldita; es la cruz bendita. Y ya es bendito de Dios y de los hombres el que cuelga del madero… Entre tantos redimidos de la cruz e Indignos herederos del crucificado, me acerco yo para poner de rodillas todo mi ser y contemplar y aprender…

Porque esto madero es una cátedra, y el predicador, hecho una llaga, nos predica a gritos con la elocuencia de la sangre.

Al religioso, el crucifijo le dicta la más sublime lección de vida espiritual.

Le muestra, como ejemplo supremo, la realización del Ecce y del fíat, que son las dos actitudes sustanciales del religioso.

Del ecce, que es la actitud de la ofrenda; la palabra que Jesús dijo al Padre cuando entraba al mundo para cumplir su misión. Del fíat, que es la actitud de aceptación total de la voluntad divina y del sacrificio consumado. Como cuando Cristo, ante el Cáliz de amargura y la cruz de los dolores supremos dijo al Padre: Fiat, hágase tu voluntad.

Ecce y fiat, dijo también la Madre del Crucificado cuando se doblegaba sumisamente al mensaje de Dios. Y ecce y fiat debe decir el religioso al crucificarse con Cristo en la cruz mediante la emisión de sus votos y la entrega de su voluntad a Dios.

El crucifijo nos enseña el sentido del valor santificador del sufrimiento, que es uno de los aspectos esenciales del espíritu cristiano. El sufrimiento y el dolor nos hacen llegar de golpe, casi siempre, hasta el fondo mismo de las cosas. La prueba terrible nos pone de rodillas ante Dios, de modo instantáneo. Entonces, el modelo y el confidente supremo será tu crucifijo. Conviene que yo sea exaltado en la cruz. Conviene que yo beba este cáliz…

El crucifijo nos enseña la renuncia, el despojo, la desnudez espiritual, el grito al Padre en la hora de la tiniebla y del abandono. Y estrujándolo entre las manos o contra el pecho, en donde late un corazón agitado, o contra los labios, que besan y profieren palabras de aceptación y de inmolación, él representa y comunica la fuerza suprema, la gracia confortadora, el refugio postrero.

El crucifijo nos habla de redención.

Nunca se aprecia tan bien el valor de una sola alma como de rodillas a los pies de un crucifijo.

El crucifijo recuerda, simboliza y pregona la exaltación suprema del amor y del dolor padecido por amor.
Es también la victoria del amor sobre el padecer.

Es el magisterio de la misericordia. He aquí un Dios que se ofrece para reparar por amor y con afrentas los pecados afrentosos cometidos contra el amor.

Es el amor llagado y doliente que invita a la penitencia.

Es el amor agobiado, pero de brazos abiertos y corazón franqueado que inspira confianza y acoge dulcemente al pecador, todo llagas y debilidad.

Cuando yo veo el crucifijo, me dirá: ¡Así amó Dios al hombre!

Siempre que lo vea, mi corazón le dirá: Pues que me amas, perdóname. Y porque me amas, no te ofenderé más.

El crucifijo, escribió el Padre D’Alzon, ha de ser para ti un amigo, un confidente.

Nada santifica tanto como la comunión frecuente; nada enfervoriza tanto como la adoración al Sacramento. No puede reiterarse diariamente la comunión, ni se puede permanecer de continuo ante el Sagrario. Pero si puedes llevar contigo el pequeño crucifijo.

Bésalo por la mañana y prométele llevar tu cruz durante la nueva jornada.

En tus minutos de meditación, estréchalo en tus manos y únete a la inmolación de Cristo en el altar.

En la monotonía del terrible cuotidiano, dedícale el peso de tu quehacer.

Practica, por amor a tu crucifijo, el silencio sabio, la conversación discreta, la paciencia invicta, la oculta misericordia.

Y al final del día, ya en las fronteras del reposo merecido, deposita a sus pies el manojo de tus obras.

Dale cuenta de tu jornada y pon ante sus ojos, para que cancele todo, tus orgullos y vanidades, tus cobardías y perezas, tus impaciencias y despechos, tu egoísmo, tan contrario a su amor infinito y dadivoso.

Y recuerda siempre que el cristiano no es más que un heredero del crucificado, y el religioso, el hombre que profesa imitarlo.

¡Bendito seas, mi crucifijo, compañero y confidente de tantas horas de mi vida varia! Tú me recuerdas la blancura de nácar de la primera comunión… Tú eres de los pocos que conocen mis lágrimas ocultas… Mis ojos te han buscado en horas muy cerradas y sombrías, cuando Tú eras la única esperanza y el único alivio. No me faltes, Crucifijo mío, en la hora del tránsito, para recibir mi último suspiro, hecho todo de amor, de confianza y de arrepentimiento.

R.P. Carlos E. Mesa, C.M.F.

Consignas y sugerencias para militantes de Cristo

Pensamientos acerca del año nuevo

“Postquam completi sunt dies octo”  (Lucas, II, 21).

Dios tenía ordenado que los niños hebreos fuesen circuncidados en el octavo día; la circuncisión  era figura del Bautismo. Nuestro Señor Jesucristo manda que sus discípulos bauticen en nombre de la Santísima Trinidad a aquellos que aceptaban esta nueva forma de vida.Y tenia como efecto el comienzo de una nueva vida. Esta nueva vida para el católico debe de ser demostrada por las obras que practique, por sus palabras, por sus actitudes, por sus amor a Dios y amor al prójimo.

 

Hemos terminado otro año, es cosa ya del pasado. Sus dolores y sus alegrías, sus penas y sus placeres han pasado. Así también las gracias, bendiciones y pecados. Por el año transcurrido debemos a Dios dos clases de atenciones. Una de reparación por los pecados cometidos, haciendo penitencia y siendo mortificados en todo, y la otra, tener  gratitud por las gracias recibidas realizando constantemente acciones de gracias y obrando el bien evitando el mal.

Muchos lo comenzaron con nosotros, y no han visto el fin. Esos entraron en la casa de la eternidad para gozar o penar, lo mismo se dirá de nosotros un día. Por esto conviene que pensemos en serio en el Año nuevo:

El año nuevo es don concedido por la divina Misericordia.

 

La primera reflexión : ¿veremos el fin de este año? Millones ciertamente no, porque según estadísticas mueren alrededor de 150,000 diariamente. ¡Hoy mismo, millares han muerto! Llegará un año en que veremos el principio, mas no el fin. Si así de verdad lo creemos, resolvamos hoy aprovecharnos de los principales medios para pasar bien el año:

Cosas cuasi ordinarias, y, sin embargo, maravillosamente eficaces en la práctica.

I.- Oración diaria: Es Manantial de fuerza y protección espiritual, y deber natural de todos los seres racionales con frecuencia olvidados. Por esto, deben enseñar a sus hijos a adquirir y conservar este saludable hábito.

II.- Misa dominical y de precepto: Dios, autor de nuestro tiempo, podría reclamarlo todo para sí. La voz de la naturaleza, nos exige consagrar a lo menos una parte para Él. Dios quiere que un día por semana esté consagrado a su servicio. Y la Iglesia nos manda santificarlo oyendo Misa. Mas ¡oh dolor! ¡

 

Cuántos hay que se olvidan de cumplir tan sencillo precepto! Pérdida de la Misa en domingo, gran mal de nuestros tiempos, mas si tomamos en cuenta que el Santo Sacrifico se celebra en muy pocos lugares, y algunos teniendo la gracia de tener cada domingo y fiesta de precepto no acuden, y tratan de justificar la falta de cumplimiento de este precepto de Misa con un Rosario y un acto de contrición. El rezo del Santo Rosario se permite en casos excepcionales para santificar el domingo, cuando no hay sacerdotes, cuando existe imposibilidad por enfermedad o cualquier otro hecho extraordinario, pero no para dejar de asistir a la santa Misa. El acto de contrición perfecta, igualmente, es para cuando no existe sacerdote y hay verdadero dolor de haber pecado, con la intención de confesarse al momento de que haya un sacerdote. Pero esto es una culpable omisión cuando hay sacerdote; porque, la experiencia enseña cuán difícil es la enmienda.

III.-Precepto de la Iglesia: es la  Confesión y la Comunión.

Obliga a todos los fieles que han llegado al uso de razón a la Comunión; Bajo pena de pecado mortal; porque si no comemos de este pan, no tendremos la vida espiritual (Juan, VI, 54). ¡Cuántos rehúsan aún este poco a Dios!. ¿Cómo pueden éstos esperar pasar bien el año? ¿Cómo podrán aprovecharse de los Sacramentos en la muerte, si los dejan preteridos en vida?

Resoluciones:

I.- Emplear bien el año, valiéndose de estos sencillos medios (Oración, asistencia a la Santa Misa, confesión, comunión).

II. Hacérnoslos familiares con la mortificación y abnegación de nosotros mismos.

III.—Hacer también nuestros días de verdad llenos, merecedores de eterna recompensa.