LOS CATÓLICOS Y LA VIDA PUBLICA

Todo a lo largó de los documentos pontificios que tratan del orden cristiano de los Estados se contienen declaraciones de carácter preceptivo o admonitorio acerca de los deberes de los católicos en la vida pública, que son del mayor interés para formar la conciencia colectiva. En León XIII se encuentra una afirmación que debiera infundirnos a todos una preocupación muy viva. En la vida práctica, dice, los deberes de los católicos son más numerosos y más graves que los deberes de quienes están mal instruidos en nuestra fe. El deber primero de los católicos es instruirse en la doctrina de la Iglesia, profesarla abierta y constantemente y propagarla según la capacidad de cada uno. Negativamente, están, además, obligados a rechazar lo que sea incompatible con su profesión cristiana.Los seglares deben tener conciencia cada vez más clara no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser ellos la Iglesia misma. Apenas es necesario decir que debe el católico amar a la Iglesia y a su patria. Pero sí importa subrayar esta prelación. Hemos de amar a la patria, que nos ha dado la vida mortal; pero debemos tener un amor más entrañable a la Iglesia, que nos ha comunicado la vida eternamente duradera del alma. Ambos amores proceden de un mismo principio eterno, proceden de Dios; pero, por ser el uno natural y sobrenatural el otro, debe ocupar lugar preferente el amor a la patria eterna.

OBEDIENCIA A LA JERARQUÍA

Con mayor insistencia se predica, sin duda porque se cumple peor, el deber de obediencia de los católicos a la jerarquía eclesiástica en lo que concierne a la vida pública. Se trata de la sumisión del propio juicio y de la voluntad propia al magisterio y a las normas que la jerarquía dicte acerca de la acción política cuando ésta toca, ya se entiende, a materias de doctrina, y principalmente si afecta a la religión o a la familia. Las amonestaciones papales son continuas: conformaréis con toda diligencia vuestra conducta a nuestras prescripciones; obedeceréis virilmente los preceptos dados por la Iglesia; obraréis en completa armonía con los obispos. Se debe tal sumisión no sólo respecto de los principios generales, también en punto a criterios de aplicación y aun a los procedimientos. En efecto, además de una gran conformidad en los criterios y en la acción, es necesario ajustarse en el modo de proceder a lo que enseña la prudencia política de la autoridad eclesiástica. Mantener entre sí la concordia es otro de los grandes deberes de los católicos cuando actúan en la vida pública. Se les pide no sólo unidad en la acción exterior, sino también unión perfecta de corazones y de voluntades. Unidad de pensamiento, de pareceres, de opiniones, y unanimidad de propósitos y de resoluciones.Tal unidad, que se refiere, como queda dicho, a todo lo que fundamental y singularmente en defensa de la religión, no excluye las legítimas discrepancias cuando se trata de materias opinables. Entonces el precepto de la concordia se cumple en forma de respeto recíproco de las actitudes y posiciones que lícitamente adopten unos y otros. Porque, en materias opinables, es lícita toda discusión moderada con deseo de alcanzar la verdad. Concretamente, si se trata de cuestiones estrictamente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida una honesta diversidad de opiniones.Pero si la religión se halla en peligro, deben cesar al punto todas las diferencias y, con unanimidad de pareceres y voluntades, deben combatir todos en defensa de la religión, que es bien común por excelencia. Porque alcanza a todos la obligación de unirse para mantener vivo en la nación el verdadero sentimiento religioso y para defenderlo vigorosamente cuando sea necesario.

SUMISIÓN A LA AUTORIDAD CIVIL

En lo que concierne al acatamiento al poder constituido y a la obediencia a la autoridad civil, si de todos los hombres se predica el deber, como queda antes dicho, de sumisión y de obediencia, mucho más estricto será el de los católicos. Porque estos, aun cuando fuere indigno el que ejerce la autoridad, reconocen en él una como imagen de la majestad divina.De la misma singular manera, les alcanza la obligación de resistir a las leyes cuando la autoridad manda algo injusto. En tal situación, los católicos se valdrán de todos los medios legítimos que, por derecho natural y por las disposiciones legales, queden a su alcance para inducir a los legisladores a reformar los preceptos injustos. En la medida de sus posibilidades, así los fieles como los sacerdotes, deben oponerse a la legislación inicua; y es postura acertada no rehusar el combate político cuando sea necesario, evitando dos peligros: la connivencia con la injusticia y una resistencia menos enérgica. Reaparece aquí la doctrina sobre la tolerancia en un aspecto especialmente delicado, porque ahora no se refiere a la tolerancia que pueda practicar la autoridad, sino a la que esté permitida a los ciudadanos. Aprobar una injusta ley o colaborar con ella voluntariamente es totalmente ilícito; pero es cosa muy distinta someterse por la fuerza y con repugnancia a lo mandado, y más si se trata de aminorar con tal conducta los perniciosos efectos. Entonces se tolera el mal a la fuerza para evitar un daño mayor, y esto es lícito. Tal doctrina es de Pío XI y se refiere a la conducta que deben observar los católicos, principalmente los sacerdotes, ante la persecución religiosa en Méjico. Concretamente, es un escrúpulo infundado pensar que se colabora con las autoridades públicas en una acción injusta si aun después de los vejámenes sufridos se les pide autorización legal para ejercer el sagrado ministerio. Entonces, toda apariencia de cooperación formal y de aceptación de la ley queda suprimida por las solemnes reclamaciones hechas por la Sede Apostólica, por los obispos y aun por el pueblo. Con tal conducta, los sacerdotes no aprueban positivamente la ley inicua ni aceptan sus cláusulas; sólo materialmente se someten a esta injusta legislación, y esto para salvar el obstáculo que les impide el cumplimiento de sus sagradas funciones.

COOPERACIÓN CIUDADANA

Si es deber de todo ciudadano intervenir en la vida pública, los católicos tienen especiales motivos para ello. Es bueno participar en la vida política, y no querer hacerlo sería tan reprensible como negarse a colaborar al bien común. Por eso está mandado expresamente que la acción de los católicos se extienda al poder supremo del Estado. Los católicos poseen la verdad, pero la verdad tiene que ser vivida, encauzada, aplicada en todos los campos de la vida para que fructifique en obras de bien común. En la medida de sus fuerzas, cada uno debe, pues, cooperar a la defensa, la conservación y la prosperidad del Estado; a su constitución y a la organización de sus funciones. Desdeñar la acción política y desentenderse de ella, so capa de sobrenaturalísmo, no es conforme a la buena doctrina. Tampoco puede circunscribirse tal intervención política a la defensa de la fe, aunque sea éste el primero de sus objetivos; debe mirar también a la defensa de la verdad y de la justicia y al servicio del bien común. Dos notas han de marcar la actuación de los católicos en la vida pública, que se corresponden a dos virtudes entre sí complementarias: intrepidez y prudencia. Los que han de tomar parte en la vida política de un modo activo deben, por tanto, evitar con sumo cuidado dos vicios contrarios, el primero de les cuales usurpa el nombre de prudencia y el segundo incurre en temeridad. La cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.Para la mayor parte de los católicos, la acción se ceñirá al ejercicio de sus derechos ciudadanos. De aquí que les está imperado el ejercicio del derecho del voto, y precisamente en favor del candidato mejor dispuesto para con la Iglesia, cuando están en juego el bien de ésta o el de la patria. La abstención electoral, como el fraude fiscal, la crítica estéril contra la autoridad, la defensa egoísta de los privilegios de clase a costa del interés general, deben ser borrados del proceder de los católicos.Su colaboración, por otra parte, se extiende no sólo a las funciones del Estado, sino también, concretamente, a la administración municipal y a la órbita internacional. El cristiano no puede hoy encerrarse en un cómodo y egoísta “aislacionismo” dando pábulo a la nefasta política nacionalista, que hace imposible la convivencia de las naciones.Por último, hay un deber de tipo negativo que importa Mucho observar: el cuidado de no enfeudar políticamente a la Iglesia. Es éste un vicio muy tentador; muchos, en efecto, movidos de un engañoso celo, se apropian un papel que no les pertenece: quieren que en la Iglesia todo se haga según su juicio y parecer. Pero querer complicar a la Iglesia en querellas de política partidista o pretender tenerla por auxiliar para vencer a los adversarios políticos, constituye un abuso muy grave de la religión. Los hombres políticos que intentaren hacer de la Esposa de Cristo su aliada o el instrumento de sus ambiciones políticas, sean éstas nacionales o internacionales, lesionarían la esencia misma de la Iglesia y dañarían a la propia vida de ésta al rebajarla al plano en que se debaten los conflictos de intereses temporales.Siempre, pero más en el campo político, a la Iglesia hay que servirla como ella quiera ser servida. Mucho menos excusable sería tratar de servirse de ella.

EL PODER Y SUS LIMITES

Forman un cuerpo de doctrina admirable, por su firmeza y por su fluidez, las tesis pontificias sobre los fueros de la autoridad y los deberes de la obediencia, tesis derivada de un mismo principio: el origen divino del poder.
El principio de autoridad se contrapone al de anarquía. En toda sociedad humana es necesaria una autoridad que la gobierne. No puede ni siquiera concebirse una comunidad de hombres sin que haya alguien que aúne sus voluntades. Mucho menos puede existir de hecho y conservarse ninguna sociedad sin un jefe supremo que mueva a todos sus miembros con un mismo impulso eficaz encaminado al bien común.
Dios, autor de la sociedad, es quien lo ha dispuesto así. El ha querido que en la comunidad civil haya quienes gobiernen a la multitud; sin este vínculo del poder, la sociedad se disuelve. Quien creó la sociedad, creó también la autoridad.

POR SU ORIGEN DIVINO
Por lo mismo que la existencia de la autoridad se debe a disposición divina, todo poder legítimo proviene de Dios. El origen del poder político hay que ponerlo, pues, en Dios, no en la multitud ni en el pueblo. Los que tienen el derecho de mandar, de nadie lo reciben si no es de Dios: de El toman los gobernantes la autoridad. Porque ningún hombre tiene en sí o por si el derecho de sujetar la voluntad de los demás con los vínculos de este imperio.
No se trata ya del origen histórico del poder, sino también de su raíz filosófica. Por eso, tanto vale origen como fundamento, dependencia y sanción. Si la autoridad recibe de Dios el poder, éste de Dios depende y en El encuentra su apoyo y su sanción, esto es, su fuerza de obligar.
Importan poco al caso la forma de gobierno y el sistema político; sean éstos cuales sean, la autoridad que mediante ellos se ejerza de Dios deriva. Y no sólo se funda en El la autoridad del soberano, también la de sus subalternos.
Dimana de aquí el carácter sagrado de la autoridad. Siendo el poder legítimo de los gobernantes una participación del poder divino, alcanza el poder político una dignidad mayor que la meramente humana, dignidad verdadera y sólida como recibida por don de Dios. Y esto aunque fuese indigno el que ejerce la autoridad, porque es en ésta y no en su titular en quien se ve una como imagen de la majestad divina.
Negar, como lo hace el racionalismo, que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política, es arrancarle a ésta su dignidad y su vigor, es despojarla de su majestad, privarla de su universal fundamento.
Por eso sucede tantas veces que, recibida la autoridad como venida, no de Dios, sino de los hombres, los fundamentos mismos del poder quedan arruinados; como que se ha suprimido la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. Faltando la persuasión de ser divinos el origen, la dependencia y la sanción de la autoridad civil, pierde ésta su más grande fuerza de obligar y el más alto título de acatamiento y de respeto.
No. Los gobernantes son ministros de Dios y como delegados suyos. No mandan por derecho propio, sino en virtud de un mandato y de una representación del Rey divino que comporta el derecho de mandar.

LA DESIGNACIÓN DE LOS GOBERNANTES
Pero, si el poder en sí es de origen divino, la forma de su ejercicio y la designación de los gobernantes, esto es, de los titulares que han de ejercerlo, no tienen, por lo menos de modo inmediato, el mismo divino origen, sino que derivan de la voluntad de los hombres. La distinción es clara: una cosa es el poder considerado en sí mismo, el cual Dios lo confiere, y otra las formas que reviste y las personas que lo encarnan, unas y otras establecidas por modos humanos.
Los textos pontificios son también en esto terminantes: Si el poder político es siempre de Dios, no se sigue de aquí que la designación divina afecte siempre e inmediatamente a los modos de transmisión de este poder, ni a las formas contingentes que reviste, ni a las personas que son sujeto del poder mismo. Porque los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud. Bien entendido que con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer.
Tiene esta doctrina particular importancia en los casos de cambio de régimen. Toda la novedad se reduce entonces, según ella, a la distinta forma política que adopta el poder civil o al sistema nuevo de transmisión de este poder; pero en modo alguno afecta al poder en sí mismo, que persevera inmutable y digno de todo respeto.

LIMITES DEL PODER 
El poder político, en su ejercicio, no es nunca absoluto; tiene limitaciones. Las principales de ellas derivan de su obligada fidelidad a la causa o finalidad del poder, a su razón de ser, a su misión; esto es, el servicio del bien público. Helo aquí dicho con frase lapidaria de labios pontificios: la última legitimidad moral y universal del regnare es el servire. El poder político, en efecto, no ha sido dado para el provecho de ningún particular ni para utilidad de aquellos que lo ejercen, sino para bien de los súbditos que les estuvieren confiados.
Oficio propio de gobernantes es, por tanto, procurar el bien común. Y éste debe entenderse no sólo de los intereses materiales, sino también de los bienes del espíritu. El fin próximo del gobierno es proporcionar a los gobernados la prosperidad terrena; pero su fin remoto mira más lejos. Como quiera que el bien común está, a la postre, al servicio de la persona, quiérese decir que entra también en la misión del gobierno proporcionar las mayores facilidades para que los súbditos consigan el sumo y último bien.
Quien ejerce el poder debe penetrarse de la alta misión que se le confía: realizar en la vida pública el orden querido por Dios, y sólo podrá cumplir con ella si tiene una clara visión de los fines señalados por la divina ordenación a la sociedad humana y un profundo sentido de sus deberes de gobernante y de su responsabilidad. Por eso, debe ejercerse el poder de modo justo y no despótico; firme, pero no violento. Y austero; la administración pública debiera desenvolverse siempre con una sobriedad grande.

SUMISIÓN Y ACATAMIENTO
El poder y la autoridad exigen sumisión, acatamiento y obediencia por parte de los súbditos.
El principio general es sumamente preciso y apremiante: los súbditos deben sumisión al poder legítimo y obediencia a la autoridad que lo ejerce; y esto por dos modos: por deber de conciencia y en obsequio al bien común.
A los que están investidos de autoridad se les ha de obedecer, no de cualquier modo, sino religiosamente, por obligación de conciencia. Los ciudadanos están obligados a aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a guardarles fidelidad. Por eso, el no obedecer a la autoridad constituye manifiestamente un pecado.
La subordinación sincera que se debe a los gobiernos constituidos se funda en la razón del bien social. Cuando en una sociedad existe un poder constituido y actuante, el interés común se halla ligado a este poder, y por esta razón debe aceptarse éste tal cual existe.
Entramos con esta tesis en la doctrina del acatamiento al poder constituido aun cuando se tratare de gobiernos de hecho. El gran definidor de la sutil doctrina es León XIII. He aquí los textos más expresivos: cuando de hecho queda constituido un nuevo régimen político, representante del poder en sí mismo inmutable, su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común, que le da vida y lo sostiene. Por eso es obligado aceptar sin reservas, con la lealtad perfecta que conviene al cristiano, el poder civil en la forma que de hecho exista. Y esto aun cuando la nueva forma política no fuera en su origen legítima.
Estos cambios de régimen están muy lejos de ser siempre legítimos en el origen; es incluso difícil que lo sean. Sin embargo, el criterium supremo del bien común y de la tranquilidad pública impone la aceptación de estos nuevos gobiernos establecidos de hecho, sustituyendo a los anteriores que de hecho ya no existen. De esta manera quedan suspendidas las reglas ordinarias de la transmisión de los poderes y hasta puede suceder que con el tiempo queden abolidas.

RAÍZ DE LA OBEDIENCIA
Es el esplendor augusto y sagrado que la religión imprime a la autoridad política lo que ennoblece la obediencia civil, que encuentra, como ya se ha dicho, la razón de obligar de lo mandado en ser el poder humano una participación del divino. La obediencia, por tanto, no daña a la dignidad humana, porque, más que a los hombres, a Dios se obedece; se presta obediencia a la más justa y elevada autoridad.
Nada más contrario a la verdad que suponer en manos del pueblo el derecho de negar la obediencia a la autoridad cuando le plazca. Cuando el poder legítimo manda lo justo, no se le puede, en consecuencia, desobedecer sin ofensa a Dios. Los que resisten al poder político, resisten a la divina voluntad. Más: los que rehúsan honrar a los gobernantes, rehúsan honrar al mismo Dios. No importa el titular; despreciar el poder legítimo, sea quien sea su titular, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios.
Caen por tierra, ante la doctrina cristiana del origen divino del poder, los falsos dogmas de la soberanía popular tan caros al racionalismo liberal como a los totalitarismos de cualquier clase. Según ellos, la autoridad deriva del arbitrio de la muchedumbre, o bien del pueblo jurídicamente organizado, del consentimiento de los gobernados o de la voluntad de la nación. El pueblo, además, confiere a sus gobernantes la autoridad a título de mandato revocable, pues se entiende que él continúa detentándola. Quienes la ejercen lo hacen por delegación del pueblo y en su nombre. Y, en fin, la obediencia no es sino una subordinación de todos a la decisión de una mayoría numérica…

CUÁNDO ES LÍCITO DESOBEDECER
La sumisión al poder constituido no implica una obediencia ilimitada a sus leyes y mandatos. Hay que distinguir entre poder y legislación y, consiguientemente, entre acatamiento y obediencia. El acatamiento a la autoridad se exige siempre; la obediencia a sus mandatos no siempre se puede exigir. Sigue hablando León XIII. El respeto al poder constituido no puede exigir ni imponer como cosa obligatoria una obediencia ilimitada o incondicionada a las leyes que él promulgue.
Pero la causa que justifica la desobediencia es una sola: la injusticia de lo mandado. Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Porque, cuando el poder humano manda algo claramente contrario a la voluntad divina, traspasa los límites que tiene fijados, entra en conflicto con la divina autoridad, y en este caso es justo no obedecer. Pues hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Cuando no existe el derecho de mandar o se manda algo contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, es justo entonces desobedecer a los hombres para obedecer a Dios. En todos estos casos se ha pervertido la justicia; y la autoridad sin la justicia es nula.

LEGITIMA RESISTENCIA
Un paso más: no sólo es justo, a veces, el desobedecer; puede serlo también el resistir por medios lícitos a los poderes injustos. Siempre es lícito, ante un gobierno que abusa del poder, coartar la tiranía y procurar al Estado otra organización política más moderada bajo la cual se pueda obrar libremente. Ya se entiende que usando de medios lícitos. Pero también lo es, más en concreto, unirse los ciudadanos para defenderse contra un gobierno injusto, en coalición de conciencias que no están dispuestas a renunciar a la libertad. Esta doctrina es de Pío XII. Cuando los poderes constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y para defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados.
Tal suerte de resistencia a la tiranía, como recurso supremo y excepcional contra un gobierno injusto, exige la concurrencia de unos requisitos muy precisos: que tales reivindicaciones tengan razón de medio o de fin relativo y no de fin último y absoluto; que sean acciones licitas y no intrínsecamente malas; que no causen a la comunidad daños mayores. En todo caso deben quedar fuera de esta acción así el clero como el apostolado seglar, porque no es de su incumbencia el uso de tales medios.

LA REBELIÓN NO ES LICITA
Si todos los ciudadanos tienen la obligación de acatar el poder y aceptar los regímenes constituidos, no les es lícito derrocarlos por la violencia, aunque abusen de su poder. El derecho de rebelión —escribe León XIII— es contrario a la razón. Porque acarrea el peligro de una perturbación mayor, de un daño más grande. La religión manda la sumisión a los poderes legítimos, prohibiendo toda revolución y todo conato que pueda turbar el orden y la pública tranquilidad. La Iglesia condena la insurrección violenta —que sea «arbitraria», dice León XIII; «injusta», se lee en Pío XII— contra los poderes constituidos. Y esto aun cuando los gobernantes ejerzan el poder con abusos y extralimitaciones. En todo caso, provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad no solamente humana, sino divina.

PERSONA, PUEBLO Y ESTADO

El hombre y el Estado están mutuamente ordenados entre sí por Dios. La persona individual y el poder público se hallan íntimamente unidos y vinculados; gobernantes y gobernados están ligados por derechos y obligaciones. Ni el ciudadano ni el Estado pueden rehuir los deberes correlativos que pesan sobre cada uno de ellos, ni desconocer los derechos del otro.
Pero como el hombre es, por naturaleza, anterior al Estado y constituye —ya se ha dicho— el fin de la vida social, de aquí que en esta relación funcional individuo-Estado debe, en último término, prevalecer el hombre, la persona, pues, a la postre, el bien común a que el Estado sirve ha de refluir en el desarrollo y perfección del hombre. Hasta aquellos valores más universales y más altos que solamente por la sociedad pueden ser realizados y no por el individuo, tienen, no obstante, como fin último al hombre. No se puede conseguir el debido equilibrio del organismo social y aun el bien de toda la sociedad si no se otorgan a cada una de sus partes, es decir, a cada hombre, como dotado de la dignidad de persona, los medios que necesita para cumplir su misión.
El Estado —escribe textualmente Pío XII— puede exigir los bienes y aun la sangre, pero nunca el alma, redimida por Dios, y cuanto más gravosos sean los sacrificios exigidos por el Estado a los ciudadanos, tanto más sagrados e inviolables deben ser para el Estado los derechos de las conciencias.
Si bien se mira, la autoridad civil no gobierna hombres, sino que administra asuntos. De modo inmediato, el objeto de su poder y de su acción son los negocios públicos del país; sólo de modo mediato gobierna a las personas. Por eso, jamás éstas, ni en su vida privada ni en su vida social, deben verse sofocadas bajo el peso de la Administración del Estado.

PUEBLO, NO MASA
Nada tan opuesto al sentido cristiano de la vida como la absorción de la persona individual por parte de la comunidad, la injerencia del Estado en la órbita personal, la negación de la personalidad del hombre, la cual comporta una dignidad y una esfera de derechos fundamentales que nadie puede violar.
Nada tampoco tan contrario a la doctrina católica como la suplantación del concepto de pueblo por el de masa. El Estado es la unidad orgánica de un verdadero pueblo; no reúne mecánicamente un conglomerado amorfo de individuos. El pueblo vive y se mueve por obra de su propia vida; la masa es de por si inerte y sólo puede ser movida desde fuera.
No basta, pues, con devolver a la persona humana su dignidad congénita; es preciso, además, oponerse a la aglomeración de los hombres a la manera de masas sin alma, a su inconsistencia moral, social, política, económica. Porque, en un pueblo digno de este nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, unida al respeto de la libertad y dignidad de los demás. Bella doctrina que del terreno de la ciencia debe pasar al del arte político, al arte del buen gobierno.

DERECHOS PERSONALES
Al abordar tema tan clásico como el de los derechos personales, objeto de predilección por parte de los Pontífices, es menester distinguir entre derechos fundamentales de la persona y libertades cívicas y tratar a unos y a otras por separado.
La persona individual tiene unos derechos que son fundamentales, como que forman parte de su definición: persona es, precisamente, el ser capaz de derechos y obligaciones. Estos derechos fundamentales derivan de la naturaleza; son, se diría, congénitos a todo hombre y como consustanciales con él. Forman su órbita de libertad de movimientos y se dan, con razón de medio, como esenciales para que pueda cumplir sus fines propios. El reconocimiento de los derechos del hombre, en cuanto persona, está anclado sobre el sólido fondo del acatamiento a los derechos de Dios.
Puede hacerse un catálogo de los derechos fundamentales de la persona, que de modo explícito se hallan reconocidos en los documentos papales. Intentaré su clasificación, respetando las propias expresiones pontificias.
En relación a su fin último: derecho de seguir, según su conciencia, la voluntad de Dios y de cumplir sus mandamientos; derecho de venerar al verdadero Dios y rendirle culto privada y públicamente; derecho a la formación religiosa; derecho a santificar el día del Señor; derecho al ejercicio de la caridad; derecho a la elección de estado, incluidos el estado sacerdotal y el de perfección religiosa; derecho a la acción apostólica seglar.
En relación a su vida espiritual: derecho al honor y a la buena reputación; derecho a vivir su propia vida personal; derecho a su educación y derecho a la educación de sus hijos; derecho a desarrollar plenamente su vida intelectual y moral; derecho, en principio, al matrimonio y a la procreación y, en consecuencia, derecho a la sociedad conyugal y doméstica; derecho a una patria y a unas tradiciones; derecho a un orden jurídico estable y garantizado; derecho de asociación para fines lícitos; derecho a participar en la vida pública, así en la actividad legislativa como en la ejecutiva; derecho a manifestar su parecer sobre los deberes y cargas que le sean impuestos por el Estado.
En relación a sus necesidades corporales: derecho a conservar y desarrollar la vida del cuerpo; derecho a la integridad corporal; derecho a los medios necesarios para su subsistencia ; derecho al trabajo, en cuanto medio para mantener la vida personal y familiar; derecho a la propiedad privada y al uso de los bienes de la tierra.
Nótese que, respecto de algunos de estos derechos, se señalan determinadas peculiaridades; así, el derecho al matrimonio se reconoce en principio, puesto que está determinado por la confluencia del derecho de otra persona, el presunto cónyuge. Y del derecho de propiedad se dicen tres cosas: que se otorga a todos, porque la Iglesia lo defiende aun para los que nada tienen; que obliga a la sociedad, en consecuencia, a proveer el modo de otorgar a todos, en cuanto sea posible, una propiedad privada; y, en fin, que su uso tiene limitaciones sociales. Pero esta importante materia se desarrolla en las encíclicas sociales de los Papas más que en las políticas, objeto único de la presente compilación.

INVIOLABLES Y GARANTIZADOS
Estos derechos fundamentales de la persona son inviolables. Como concedidos por el Creador, la sociedad no puede despojar al hombre de sus derechos personales ni impedir arbitrariamente su uso. Han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o estorbar su ejercicio. El Estado debe siempre protegerlos y nunca puede violarlos o sacrificarlos a un pretendido bien común. Su reivindicación puede ser, según las circunstancias, más o menos oportuna, más o menos enérgica. A la autoridad pública toca también proteger y defender el derecho de cada cual contra su violación por parte de otro.
No falta en los documentos papales el capítulo clásico de las garantías jurisdiccionales de los derechos de la persona.
Valga por todas una referencia a palabras del Papa reinante. La relación entre hombre y hombre, del individuo con la sociedad y con la autoridad, debe cimentarse sobre un claro fundamento jurídico y estar protegida por la autoridad judicial. Esto supone y exige un derecho formulado con precisión, normas jurídicas claras, un tribunal y un juez.

LAS LIBERTADES CÍVICAS
Las libertades llamadas públicas, esto es, las que se atribulen o reconocen a los hombres en cuanto ciudadanos de un Estado; las libertades de conciencia, de expresión, de imprenta, de asociación, de cátedra, de cultos…, si bien toman su rigen de los derechos de la persona, no siempre pueden identificarse con éstos ni tienen su misma naturaleza. Más que originarias, son derivadas y, por tanto, no absolutas, sino moderadas y sujetas a limitación. He aquí unos textos que tienen valor de clave, de la encíclica leonina Libertas. Es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de cátedra, de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Estas libertades pueden ser reconocidas o toleradas dentro de ciertos límites y siempre que se use de ellas para el bien. La Iglesia fue siempre fidelísima defensora de las libertades cívicas moderadas.
La moderación de su uso corresponde, en último término, a la prudencia política, que incumbe a la autoridad civil. Esta debe empezar por respetarlas, pero está obligada a reprimir su exceso y sus abusos. No es lícito difundir lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y mucho menos amparar tales publicaciones con la tutela de la ley. Las opiniones falsas, los vicios corruptores, deben ser reprimidos por el Poder público para impedir su propagación. De un modo singular merecen repulsa los errores de los intelectuales, porque la mayoría de los ciudadanos no pueden por sí mismos prevenirse contra sus artificios; ejercen sobre las masas una verdadera tiranía y deben ser reprimidos por la ley con la misma energía que otro cualquier delito inferido con violencia a los débiles.
Con el cambiar de los tiempos se origina en esta materia una cierta confusión terminológica; por eso es necesario precisar términos y conceptos.

CONCIENCIA Y CULTO
Una cosa se entiende por libertad de conciencia, expresión clásica acuñada por el liberalismo racionalista, para afirmar la falsa tesis de que es lícito a cada uno, según le plazca, dar o no culto a Dios o bien manifestar y defender públicamente sus ideas, sin que la autoridad eclesiástica o civil puedan limitar esa libertad; y otra cosa distinta por libertad de la conciencia, expresión cristiana que significa el derecho del hombre de seguir la voluntad de Dios según los dictados de su propia conciencia y el derecho a profesar su fe y practicarla en la forma debida. Esta libertad verdadera, libertad digna de los hijos de Dios, es la que está por encima de toda violencia y a salvo de cualquier opresión; a pesar de que los liberales racionalistas califiquen a veces de delito contra el Estado cuanto hacen los católicos por conservar esta cristiana libertad.
De la falsa libertad de conciencia dimana la no menos ficticia libertad de cultos, según la cual cada uno puede profesar a su arbitrio la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta no es libertad; és una depravación de la libertad, pues equivale a conceder el falso derecho de desnaturalizar una obligación santísima y ser infiel a ella.
El Estado no puede fingirse neutral en materia religiosa. No le es lícito medir con un mismo nivel todos los cultos, porque no todos son igualmente aceptables y gratos a los ojos de Dios. La religión verdadera, la que Dios mismo ha mandado, ésta es la que deben conservar y proteger los gobernantes. En cuanto a tolerar de hecho los cultos disidentes, son de aplicación los criterios generales arriba expuestos sobre libertad y tolerancia.

LIBERTAD DE EXPRESIÓN
Si pasamos a la libertad de expresión, encuentra ésta su licitud en la verdad de su contenido y en la moderación de su ejercicio. La libertad de expresión del pensamiento, abstracción hecha de su verdad o de su error, no es por sí misma un bien; ni existe derecho a tal libertad considerada como absoluta e inmoderada, sin limitación ni freno.
Su límite primero, y el principal, se da, pues, en razón del contenido. Existe el derecho de propagar con libertad lo bueno y lo virtuoso; no lo falso y perverso. Pero hay otras limitaciones al derecho de propagar, aun lo que sea en sí bueno o verdadero: a esta propaganda se le exige, v.gr., moderación y prudencia para no herir el juicio legítimamente discrepante de los otros, ni menos desafiar su lealtad u ofender su buena fe.
La doctrina papal es amplia y abierta por lo que toca a materias opinables. En ellas está permitido a cada uno tener su parecer y exponerlo libremente. En las cuestiones en que los maestros de institución divina no hayan pronunciado su juicio, está autorizada por completo la discusión libre, y cada uno podrá mantener y defender su propia opinión. Esta libertad de opinión en cuestiones disputables es, en sí, buena y conduce muchas veces al hallazgo de la verdad.
Concretamente, en materias políticas, por ser éstas en gran parte opinables, pueden ser defendidos legítimamente pareceres diversos.

LIBERTAD “DE CÁTEDRA”
Otro equívoco de términos o expresiones, que es conveniente esclarecer, se da respecto de la libertad de cátedra con relación a la libertad de enseñanza. Por la primera entendía el liberalismo el supuesto derecho de enseñarlo todo sin discriminación: lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. Arranca esta tesis del falso principio, arriba examinado, que concede los mismos derechos a la verdad que al error, a la virtud que al vicio. Contrariamente a ella, la enseñanza de la doctrina debe tener por objeto exclusivo la verdad; solamente la verdad debe penetrar en el entendimiento y enseñorearse de él.
Todo deriva del mal entendido concepto de la libertad, y no hay razón para que, en nombre de ésta o en el de la verdadera ciencia, se indigne nadie ni lleve a mal las justas y debidas normas que, de consuno, la razón y la Iglesia imponen para regular el estudio de las ciencias humanas. En cuanto al Poder público, no puede, sin quebrantar sus deberes, conceder a la sociedad una tal libertad de cátedra.
Por libertad de enseñanza, en cambio —concepto católico—, se entiende el libre ejercicio de la función docente, que no puede arrogarse el Estado en monopolio, pues corresponde antes que a él a la familia y a la Iglesia. Pero este tema ha sido expuesto en un capítulo precedente.
Queda por decir una palabra sobre la libertad de asociación, defendida siempre, en principio, por los Papas, en consonancia con su respeto a los cuerpos intermedios de que arriba se ha hablado.
La Iglesia no sólo reconoce el derecho de asociarse, sino que expresa vivamente su deseo de que sean fundadas de continuo nuevas asociaciones, singularmente para la defensa de los intereses profesionales y económicos. El límite de este derecho está en el interés del bien público, al cual debe supeditarse siempre el interés parcial de cualquier grupo.

ABUSOS DEL ESTATISMO
Al paso que se exponía la buena doctrina sobre los derechos personales y las libertades públicas, han quedado refutados los errores que a ella se oponen. Se dan la mano, en este campo, aunque parezcan entre sí antagónicos, el liberalismo y el comunismo. Y la razón es que tienen la viciada raíz común de un erróneo concepto de la persona. Así ocurre que, a lo largo de la historia contemporánea, a los liberales, antaño individualistas, les nacen como hijos espirituales los totalitarios. Del falso concepto de los derechos del hombre y del ciudadano proclamado por la Revolución política por excelencia, la francesa de 1798, surgen los excesos de la democracia, y ésta engendra después el estatismo. Se diría que las libertades públicas, creación de la democracia, ahogaron a los derechos personales, que eran sagrados para el viejo orden tradicional. No se habla de su conculcación, que es cosa de todos los tiempos, sino de su negación teórica por obra de los totalitarismos de toda laya, ya sean burgueses o comunistas. Dondequiera que se ha dado la expoliación por el Estado de los derechos personales, allí ha recaído el hombre en la esclavitud.

LIBERTAD, IGUALDAD Y AUTORIDAD

Clara, valiente y sugestiva es la doctrina de los Papas acerca de la relación de individuo a Estado.
El hombre, pequeño cosmos, señor de la Creación, el solo ser dotado de razón y de voluntad moralmente libre, es, por lo mismo, el centro de la sociedad política.
Los hombres ante el Estado no son masa, son personas, esto es, sujetos de derechos y de deberes inviolables. El Estado no es una aglomeración de hombres a la manera de masa sin alma, sino una sociedad de seres individualizados que gozan de una dignidad personal inviolable.
De aquí que en la relación de individuo a Estado sea menester salvar siempre la libertad de la persona humana, de la cual la Iglesia es la más firme defensora. La doctrina de la encíclica Libertas, de León XIII, es la mejor prueba de ello.
Pero la libertad humana no es absoluta e ilimitada. Ya en
su definición auténtica lleva sus límites. Porque la libertad no es la facultad de obrar lo que la voluntad apetezca; es la facultad racional de obrar precisamente el bien, según las normas de la ley eterna. No hay libertad para profesar el error ni para obrar el mal, mejor dicho, ésa no es libertad, sino libertinaje y desenfreno y, a la postre, esclavitud a la tiranía de las pasiones.
Dentro del Estado, la libertad verdadera del ciudadano consiste en poder vivir cada uno según la recta razón y con arreglo a ley. Dicho de otro modo, la libertad pública sólo es legítima cuando se ordena a facilitar la vida virtuosa. La verdadera libertad, en el campo de la vida política, consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual vivir según los preceptos de la ley de Dios.
Toda libertad en los particulares y en la comunidad, en gobernantes y en gobernados, implica obediencia a una razón suprema y eterna y está sujeta el derecho natural y a la ley eterna de Dios. Rechazar el supremo dominio de Dios sobre el hombre y la sociedad no es libertad, sino rebeldía, esto es, perversión de la libertad.

LIBERTAD Y AUTORIDAD
Conjugar el binomio libertad y autoridad, referidos ambos términos a la comunidad jurídica, al Estado, ha sido y es el problema más grave y difícil de la ciencia política. Se trata de deslindar los campos de dos grandes y poderosos señores. Y esta cuestión sólo se resuelve partiendo, como lo hace la doctrina católica, del concepto verdadero de la libertad humana, esto es, de un albedrío personal sujeto a la ley divina, y del concepto auténtico de la humana autoridad, o sea, en cuanto participación de la autoridad de Dios, de la que emana, por tanto, el deber de obediencia. Sólo la Iglesia ha acertado siempre a unir en fecundo acuerdo el principio de la legítima libertad con el de la autoridad legítima.
El libertinaje, el desenfreno, el espíritu de sedición, la desobediencia, nada tienen que ver con la libertad cristiana; no puede decirse siquiera que sean excesos o abusos de la libertad; son lo contrario de la libertad verdadera. Por el contrario, la seguridad y la grandeza de la libertad están en razón directa de los frenos que se opongan a la licencia.
Aun la misma libertad verdadera del individuo no carece, en su uso, de limitaciones, que vienen determinadas por el interés general, por el bien común. Dañarlo o ponerlo en riesgo es abusar de la propia libertad, aunque ésta sea legítima.
La libertad de la persona humana, así concebida, es inviolable. El Estado debe respetarla y está obligado a revocar las medidas que le sean lesivas y a la reparación consiguiente.
Pero el Estado, además, es el custodio de la libertad, tiene que proteger la libertad verdadera y reprimir la falsa. No puede declararse neutro, equiparando los derechos de la verdad a los del error, los de la virtud a los del vicio, y otorgando análoga libertad a unos y a otros.
Doctrina es ésta difícil de imbuir en los espíritus modernos después de tantos lustros de errores acerca de la libertad, fruto del liberalismo racionalista. Sin embargo, las tesis pontificias son terminantes; el derecho, facultad moral, no puede suponerse concedido por la naturaleza de modo igual a la verdad y al error, a la virtud y al vicio; es contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos; la libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien.

DOCTRINA SOBRE LA TOLERANCIA
La tesis acerca de la libertad es, pues, clara y rotunda. Entra aquí en juego, no obstante, un nuevo elemento, un factor de hecho, la hipótesis que permite salvar la conducta de la autoridad cuando, en determinadas situaciones, no puede ajustarse a la tesis. Esta es la doctrina de la tolerancia, que, por lo mismo que es materia delicada, se pasa a exponer con la mayor fidelidad no sólo al pensamiento, sino a las propias expresiones usadas por los Papas.
Concediendo derechos, sólo y exclusivamente, a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia a la tolerancia, por parte de los poderes públicos, de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia, para evitar un mal mayor o para conseguir un mayor bien.
El bien común es, como siempre, el criterio definidor. El hecho de no impedir por medio de leyes estatales o de disposiciones coercitivas lo que daña a la verdad o a la norma moral, puede hallarse justificado por el interés de un bien superior y más general. Y el deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no siempre puede ser una última norma de acción; ha de estar subordinado a normas más altas y generales, las cuales, en determinadas circunstancias, permiten no impedir el error a fin de promover un mayor bien. Pero se trata de una simple permisión; si por causa del bien común, y únicamente por ello, puede la ley humana tolerar el mal, no puede ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo.
Hay que cuidar también de no excederse en la tolerancia, porque su abuso puede traer males mayores, con lo cual deja de estar justificado. Al ser la tolerancia del mal un postulado de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites requeridos por la causa o razón de esa tolerancia, esto es, por el bien público. Por eso, si la tolerancia daña al bien público, la consecuencia es su ilicitud.
En ningún caso, por último, debe faltar la tolerancia para el bien, cosa que ocurre a veces cuando la manejan mentes liberales que indebidamente prodigan la tolerancia para lo malo; pues es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del catolicismo.

IGUALDADES Y DESIGUALDADES
Tras la doctrina de la libertad personal en relación con la sociedad, es pertinente exponer las tesis católicas sobre la igualdad y fraternidad de los hombres, también en lo que concierne a la vida pública.
Es un principio sagrado el de la igualdad de los hombres por naturaleza, que lleva aparejado el de la paridad jurídica de los ciudadanos ante la ley. Consiste esta igualdad de los hombres en que, teniendo todos la misma naturaleza, están abocados todos a la misma eminente dignidad de hijos de Dios y todos y cada uno deben ser juzgados según una misma ley eterna.
Pero la igualdad por naturaleza no comporta una igualdad de condición, una igualación social. Por el contrario, la misma naturaleza de la vida social exige una desigualdad de situación y, en consecuencia, de derecho y de autoridad. No porque los hombres sean iguales por naturaleza han de ocupar el mismo puesto en la vida social; cada cual tendrá el que adquirió por su conducta, pues, aunque la vida social exige unidad interior, no excluye las diferencias causadas por la realidad. El principio de que toda desigualdad de condición social implica una injusticia es, como contrario a la naturaleza de las cosas, un principio subversivo del orden social.
Ahora bien, una concepción ideal pide que se acentúe progresivamente la unidad interior de la sociedad, aunque no lleguen a desaparecer las diferencias. El orden nuevo que sea base de la vida social tenderá a realizar de modo cada vez mas perfecto la unidad interior de la sociedad; pero no igualando como con un rasero a todos. En un Estado que se abandona al arbitrio de la masa, la igualdad degenera en una nivelación mecánica, en una monocroma uniformidad. Por el contrario, en una concepción política impregnada por el pensamiento religioso, la igualdad teórica y la diferencia funcional de los hombres deben tener su adecuada conjugación.

LA IGLESIA Y EL ESTADO

Acaso sea la doctrina de las relaciones entre la Iglesia y el Estado la que recibe más desarrollo en los documentos pontificios. Y es natural, no sólo por la singular autoridad de los Papas para formularla, sino, además, porque esta materia ha sido una de las más controvertidas en los últimos cien años. Resumiré sus principales tesis.
Iglesia y Estado coexisten en el mundo como sociedades, ambas, perfectas y soberanas. Pero son distintas entre sí, sin que quepa confusión, entre ellas.Se distinguen por sus fines.
Existen, en efecto, dos supremas sociedades: la una, el Estado, cuyo fin próximo es proporcionar al género humano los bienes temporales de esta vida; y la otra, la Iglesia, que tiene por designio conducir al hombre a la felicidad verdadera, celestial y eterna, para la que ha nacido.
Reconoce la doctrina católica, sin ambages, que es el Estado sociedad perfecta, pero afirma en seguida que también la Iglesia, no menos que el Estado, es una sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta, porque tiene todos los elementos necesarios para su existencia y su acción. Dios ha repartido, por tanto, el género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil, y los pueblos tienen el deber de estar sujetos a ambos a un mismo tiempo.
Reside la dificultad para delimitar ambas potestades en la coincidencia de Iglesia y Estado en punto a territorio, súbditos, bienes e instituciones. La Iglesia se encuentra con los Estados en un mismo territorio, abraza a los mismos hombres, usa de los mismos bienes y utiliza a veces las mismas instituciones. Difieren, como queda dicho, en razón de sus fines. La Iglesia es distinta de la sociedad política, porque el fin de aquélla es sobrenatural y espiritual, y el de ésta, temporal y terreno. Cada una de estas soberanas potestades, en consecuencia, queda circunscrita dentro de ciertos límites que vienen definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo; ellos determinan la esfera jurídica de su peculiar jurisdicción y competencia. Iglesia y Estado son, pues, sociedades que tienen cada una su propia autoridad; no son en sí contradictorias ni se confunden entre sí.
Tal distinción arranca de los orígenes mismos de la Iglesia. Jesucristo, su divino Fundador, quiso que el poder sagrado fuese distinto del poder civil y que ambos gozasen de plena libertad en su terreno propio. En la gestión de los asuntos de su propia competencia ninguno está obligado a obedecer al otro. Tal distinción, además, no es circunstancial o pasajera; es inmutable y perpetua.

ERRORES CONDENADOS
Ideologías heterodoxas niegan que la Iglesia sea soberana y perfecta. Le niegan, unas, la naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta. Otras, su poder legislativo, judicial y coactivo, atribuyéndole tan sólo una función exhortante, suasoria, orientadora… Algunas se limitan a atacar su universalidad.
En nuestros días, la Iglesia sufre particularmente de esta última agresión; por parte, ayer, del nacionalismo, y ahora, de las llamadas democracias populares. La voz del Pontífice reinante clama sin cesar contra tal tentativa de escisión. Por su propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad del género humano; es supranacional, porque es un todo indivisible y universal. Es un sacrílego atentado, un golpe nefasto contra la unidad del género humano, confinar a la Iglesia en los angostos límites de una nación.
Pero no es de hoy la condenación de estos intentos. Las supuestas iglesias nacionales que tratan los comunistas de establecer en Hungría, en China o en otras naciones de ocupación soviética están ya anatematizadas desde el Syllabus, que condena la proposición de que se puedan establecer iglesias independientes.

LA IGLESIA, FUNDAMENTO SOCIAL.
Importa considerar el aspecto social, no sólo el religioso, de la Iglesia. Su Santidad Pío XII lo subraya, y en uno de sus discursos se contiene una notable definición social de la Iglesia. Puede definirse, dice, la sociedad de quienes, bajo el influjo sobrenatural de su gracia, en la perfección de su dignidad personal de hijos de Dios y en el desarrollo armónico de las inclinaciones y energías humanas, edifican la potente armazón de la convivencia humana.
No ya en tesis, también en la realidad, en la Historia, la Iglesia contribuye a asentar el fundamento de la vida social. En virtud de su universalidad supranacional, da forma y figura perdurables a la sociedad humana, por encima de toda vicisitud y más allá de los límites de tiempo y espacio. Y merced a su misión providencial de formar hombres, «el hombre completo», proporciona a la sociedad y al Estado los mejores súbditos y los más cabales ciudadanos. La Iglesia eleva al hombre a la perfección de su ser y de su vitalidad. Con hombres así formados, la Iglesia depara a la sociedad civil la base en que pueda descansar con seguridad.

DERECHOS INVIOLABLES
Por ser sociedad perfecta y soberana, los derechos de la Iglesia son inviolables. El derecho a ejercer su misión religiosa, que consiste en realizar en la tierra el plan divino de restaurar todas las cosas en Cristo, procurar la paz y la santificación de las almas y gobernarlas en orden a su salvación eterna. El derecho a regirse a sí misma contando con todos los medios necesarios para ello, esto es, con pleno y perfecto poder, legislativo, judicial y coactivo, que ha de ejercer con plena libertad. El derecho a enseñar, en cumplimiento de su divina misión y del mandato imperativo de llevar a las almas tesoros de verdad y de bien. El derecho a adquirir y poseer los bienes materiales de que necesite como sociedad de hombres que es.
Los Pontífices, ante los continuos ataques a las prerrogativas y derechos de la Iglesia, los reivindican una y otra vez contra toda suerte de errores y atropellos. Claman contra la falsa y mezquina concepción que quisiera confinar a la Iglesia, ciega y muda, en el retiro del Santuario; contra quienes discuten su potestad legislativa y su jurisdicción; contra aquellos que cercenan su derecho a adoctrinar, reduciéndolo a lo puramente religioso; contra los que, reconociendo a todos la libertad de poseer, se la niegan a la Iglesia y pretenden conferir al gobierno de los Estados la propiedad o la administración de los bienes eclesiásticos, sin detenerse ni ante los templos o los seminarios.

RELACIÓN UNITIVA
Punto importante del presente capítulo es el de las relaciones entre Iglesia y Estado a la luz de la doctrina pontificia. ¿Identificación? ¿Separación? ¿Independencia? ¿Colaboración?…
Iglesia y Estado son, ya lo hemos visto, sociedades distintas. Pero son inseparables. Rotundamente lo afirma León XIII: son dos cosas inseparables por naturaleza. Por ello, es necesario que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, que es comparable a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Entre la sociedad política y la religiosa, las relaciones deben ser no sólo externas, sino también internas y vitales.
Es, pues, menester que exista una positiva colaboración mutua entre ambas potestades, una relación de armonía, una estrecha concordia. Lo exige así la voluntad divina, que dispuso la existencia concurrente de las dos sociedades; lo pide , el bien general de toda la sociedad, que se lucra de tal cooperación; lo reclama el bien personal de los hombres, súbditos a la vez de una y otra potestad.
La causa radical de esta armonía está en que el orden sobrenatural sobre el que se basan los derechos de la Iglesia no sólo no destruye ni menoscaba el orden natural al que pertenecen los derechos del Estado, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona.
Prestan base a esta colaboración, de un lado, el recíproco respeto de las privativas esferas de competencia: al Estado, sus derechos y obligaciones; a la Iglesia, los suyos; y de otro, la supeditación del orden temporal al sobrenatural, que obliga al Estado a prestar de un modo positivo a la Iglesia los medios externos propios del Estado de que aquélla puede necesitar.
La dificultad se presenta, supuesta la profesión de la buena doctrina y la recta intención de ambas partes, en el deslinde de los campos privativos y en el trato que se dé a las materias de competencia mixta.
El orden religioso y moral, está claro, es privativo de la Iglesia. Todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea por el fin al que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Así, el gobierno de las almas, la formación de las conciencias, la administración de los sacramentos, y entre ellos el matrimonio, el magisterio religioso… Pero las demás cosas que el régimen civil abraza y comprende —declaran los propios Papas— es de justicia que queden sometidas a éste.

INDEPENDENCIA, NO SEPARACIÓN
Cada una de estas potestades, en la esfera de su competencia, debe gozar de plena libertad. La Iglesia se la reconoce al Estado en los asuntos propios de la esfera civil; pero pide que el Estado, a su vez, respete la suya en su ámbito propio. Porque en el cumplimiento de su misión divina no puede depender de voluntad ajena ninguna.
En tal sentido hay que proclamar la independencia de la Iglesia respecto del poder civil, que quiere decir su absoluta libertad de acción y su derecho a gobernarse por sus propias leyes y según sus métodos privativos, incluido el llamado poder temporal de la Santa Sede, que se juzga necesario para la conservación de su plena independencia espiritual.
Pero esta independencia de los dos poderes nada tiene que ver con la doctrina llamada de la separación, que está abierta y explícitamente condenada por los Papas como contraria a aquel principio de relación unitiva que los vincula como cosas por naturaleza inseparables.
Proposición es ésta anatemizada en el Syllabus: la Iglesia debe estar separada del Estado. Separación hostil que se decreta en nombre de la libertad y desemboca en la negación de la misma libertad que se promete. La Iglesia, pues, por principio, o sea, en tesis, no puede aprobar la separación completa entre los dos poderes, entendiendo por tal la completa independencia de la legislación política respecto del poder legislativo religioso, la absoluta indiferencia del poder secular con relación a los intereses y los derechos de la Iglesia; esto es, que todo el ordenamiento jurídico, las instituciones, las costumbres, las leyes, las funciones públicas, la educación de la juventud, etc., queden al margen de la Iglesia, como si ésta no existiera, como si no hubiera razón en el mundo moderno para obedecer a la Iglesia.
Los católicos, por consiguiente, nunca se guardarán bastante de admitir tal separación.

CONCORDIA EN MATERIA MIXTA
Queda por tratar el punto relativo a la jurisdicción en materias mixtas. Se dan éstas y es necesario prevenir el caso de un posible conflicto jurisdiccional. El poder político, en efecto, y el religioso, aunque tengan fines y medios específicamente distintos, al ejercer sus respectivas funciones, pueden llegar, en algunos casos, a encontrarse; v.gr.: al legislar de una misma materia, aunque por razones distintas. Tal es el caso, entre los más importantes, de la educación de la juventud, materia que pertenece conjuntamente a la Iglesia y al Estado, si bien bajo diferentes aspectos.
La norma para resolver estas cuestiones es la mutua concordancia acerca de tales materias de jurisdicción común, aunque, en último extremo, el poder humano se subordinará como conviene al poder divino. En las cuestiones de derecho mixto adoctrinan los Papas, en aquellas materias que afectan simultáneamente, aunque por causas diferentes, a ambas potestades, es plenamente conforme a la naturaleza y a los derechos de Dios el común acuerdo, la concordia.
Esta es la principal razón de ser de los Concordatos, expresión escrita de ese espíritu de colaboración entre Iglesia y Estado y normación sistemática de las relaciones jurídicas entre ellos, singularmente por lo que atañe a las materias de mixta jurisdicción.
No siempre el Concordato expresa el desiderátum de la Iglesia; a veces se acoge a fórmulas de mal menor o de bien posible, Por eso, la firma de la Iglesia al pie de un pacto puede significar una expresa aprobación, pero puede también expresar una simple tolerancia.
El Concordato, en todo caso, es, jurídicamente, un pacto o contrato bilateral que obliga a ambas partes a observar inviolablemente todas sus cláusulas. Debe garantizar a la Iglesia una estable condición de derecho y de hecho dentro del Estado con el que se concierta y firma. Cuando la Iglesia ha puesto su firma a un Concordato, éste es válido en todo su contenido. Pero su sentido íntimo puede ser graduado con la mutua aquiescencia de las dos altas partes contratantes.
Los Concordatos, como todo tratado internacional, se rigen por el derecho de gentes y de ninguna manera pueden anularse unilateralmente. Desde el Syllabus viene condenada la proposición de que el poder civil tiene autoridad para rescindirlos. La Iglesia mantiene con rigor este principio, que con frecuencia se ve impugnado y conculcado por parte de toda suerte de absolutismos.
Queda por decir, en materia de relaciones entre Iglesia y Estado, que el estatuto de libertad de la Iglesia alcanza a las Ordenes y Congregaciones religiosas, a las Obras pías, a las Asociaciones de seglares y en particular a la Acción Católica. Textos explícitos de los Papas así lo establecen y lo recuerdan desde la encíclica Quas primas hasta los discursos de Pío XII. Son derecho de la Iglesia y son derecho de las almas así los estados de perfección como el apostolado seglar. La Iglesia está dentro de su divino mandato cuando se ocupa de preparar iluminadas y valiosas cooperaciones seglares al apostolado jerárquico. Las almas apostólicas tienen el derecho de hacer que participen en los tesoros de la revelación otras almas, colaborando de esta manera en la actividad del apostolado jerárquico.

LA IGLESIA Y LA POLÍTICA
La Iglesia, celosa de su libertad y de su independencia, respeta las del Estado y no trata de sobrepasar a costa de él su órbita propia. La Iglesia no es ningún imperio ni actúa como un poder político supranacional con la mira de ningún género de universal dominación.
Acusada la Iglesia muchas veces de ambiciones políticas y solicitada para mezclarse en la política activa de los Estados, los Papas, sobre todo en los últimos años, han denunciado aquella calumnia y se han negado a este requerimiento. La Iglesia no puede ponerse al servicio de intereses meramente políticos y tiene el derecho y el deber de rechazar de plano toda fusión partidista. Ni puede avenirse tampoco a juzgar con criterios exclusivamente políticos; no puede ligar los intereses de la religión a conductas determinadas por motivos terrenos, ni puede siquiera exponerse al peligro de que se dude con fundamento de su carácter puramente religioso.
No es la Iglesia enemiga del Estado, ni usurpadora de sus derechos, ni invasora del campo político. El reconocimiento de su autoridad divina no merma en nada los derechos de las legitimas autoridades humanas. Por ello, con la mayor autoridad condena las extra-limitaciones del Estado cuando pretende éste tenerla sujeta, privarle, por la fuerza, de su libertad, subordinar su autoridad al arbitrio de la autoridad civil, someter su acción a la vigilancia del Estado, exigiéndole su previo permiso o su asentimiento como si fuera una mera asociación civil.

ERRORES LIBERALES
El Syllabus anatematiza la proposición que atribuye a la autoridad civil un poder, siquiera sea indirecto y negativo, sobre las cosas sagradas, y aquella otra que le reconoce la facultad de determinar por sí los derechos de la Iglesia y los limites de estos derechos, como si ellos dependieran del favor de la autoridad civil y fuesen los eclesiásticos funcionarios de Estado.
Tales errores tienen su fuente en la doctrina liberal de la separación, que llega hasta atribuir la tutela del culto público no a la jerarquía divinamente establecida, sino a una supuesta asociación civil a la cual el Estado da forma y personalidad jurídica.
Fórmulas engendradas de tal errónea concepción son las siguientes: la inmunidad de la Iglesia tiene su origen en el derecho civil y puede ser derogada; el fuero eclesiástico debe ser suprimido; corresponde al poder civil por si mismo el derecho de presentación de los obispos —otra cosa es que lo haga, como en el caso de España, por benévola concesión de la Iglesia— y el de deponerlos; los obispos necesitan del permiso del gobierno para publicar sus letras apostólicas; la autoridad civil puede impedir la comunicación de los fieles con los obispos y de unos y otros con el Papa; puede el poder civil limitar numéricamente el clero de una nación, prohibir la profesión de los religiosos o romper sus votos solemnes y aun suprimir las Congregaciones religiosas o disolver las que hagan voto de obediencia al Papa; los decretos de los Romanos Pontífices necesitan la sanción o, al menos, la aquiescencia del poder civil; el Romano Pontífice debe de ser despojado de su principado civil y poder temporal; en caso de conflicto prevalece el poder político; en materias de competencia mixta, son las autoridades del Estado las que establecen por sí las reglas de jurisdicción; el poder civil tiene autoridad parta rescindir los Concordatos…
Todas estas proposiciones, no hay que decirlo, están expresamente condenadas por los Papas.

LA SOCIEDAD FAMILIAR ANTE EL ESTADO

Tres son las sociedades necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en el seno de las cuales nace el hombre: dos sociedades son de orden natural, la familia y el Estado; la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural.
La familia es sociedad instituida inmediatamente por Dios para su fin específico, que es la procreación y educación de la prole. Tiene, por ello, prioridad de naturaleza y, por consiguiente, prioridad de derechos respecto del Estado.
Pero la familia es sociedad imperfecta, puesto que no posee en sí misma todos los medios necesarios para la perfecta consecución de su fin propio. En cambio, el Estado es una sociedad perfecta, por tener en sí mismo todos los medios necesarios para su fin propio, que es el bien común temporal. Desde este punto de vista, pues, o sea en orden al bien común, el Estado tiene preeminencia sobre la familia, que sólo dentro del Estado alcanza su conveniente perfección temporal.
El Estado debe respetar a la sociedad familiar y está obligado a ayudarla, singularmente creando en torno suyo el ambiente moral y social que le permita cumplir su misión propia.
La familia es el principio y el fundamento de la sociedad civil y, por consiguiente, del Estado. Como que es la fuente perenne de donde mana la vida, el hogar en que se forja el hombre, luego ciudadano y, en fin, la célula vital del pueblo.
Su origen es divino. No sólo el de la primera pareja creada por Dios. También el de los sucesivos matrimonios, o por mejor decir, el del matrimonio mismo en cuanto institución. Las prerrogativas fundamentales de la familia han sido determinadas por el Creador.

LA PATRIA POTESTAD
Dios comunica de modo inmediato a la familia, en el orden natural, la fecundidad, principio de vida y, por tanto, principio de educación para la vida, y la autoridad, principio de orden.
Es falso, por tanto, pretender que el matrimonio sea un contrato civil y la sociedad doméstica una institución meramente convencional que reciba su autoridad del derecho positivo. Y falso también que la ordenación jurídica del matrimonio competa libremente a la autoridad civil y que ésta pueda legislar acerca del vínculo conyugal y sobre su unidad y estabilidad; establecer impedimentos dirimentes, sancionar el divorcio y asumir para sí las causas matrimoniales. El Estado debe respetar la autoridad, así legislativa como jurisdiccional, de la Iglesia acerca del matrimonio.
La familia forma una unidad en varios órdenes: económico, jurídico, moral y religioso. Tiene su gobierno propio, que corresponde al padre, cuya autoridad deriva de la autoridad del Padre celestial y que ejerce de modo incoercible sus derechos, que son, a la vez, deberes, respecto de sus hijos. Nadie puede arrebatar a los padres, sin grave ofensa del derecho, la misión que Dios les ha encomendado de proveer al bienestar temporal y al bien eterno de la prole.
Es errónea, por tanto, cualquier concepción del Estado que entregue a éste la autoridad sobre los hijos de familia, pretextando que las generaciones jóvenes le pertenecen. Y es falsa también la tesis que, aun respetando las prerrogativas paternas, no las reconoce como derechos naturales y las hace derivar y depender de la ley civil.
El unánime sentir del género humano repudia la idea de que la prole pertenezca al Estado por el hecho de que el hombre nazca ciudadano. Para ser ciudadano el hombre debe existir, y la existencia no se la da el Estado, sino los padres. Son los hijos como algo del padre, una extensión, en cierto modo, de su persona, y, hablando con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil por si mismos, sino a través de la familia en cuyo seno han nacido.
La patria potestad, en consecuencia, es de tal naturaleza, que no puede ser suprimida ni absorbida por el Estado, porque tiene el mismo principio que la vida misma del hombre.

LA MISIÓN EDUCATIVA
La familia recibe, también de modo inmediato, del Creador la misión y, por tanto, el derecho de educar la prole; derecho irrenunciable por estar inseparablemente unido a una estricta obligación; y anterior a cualquier otro derecho del Estado y de la sociedad y, por lo mismo, inviolable por parte de toda potestad terrena.
Pío XII dedica una encíclica, la Divini illius Magistri, a la educación cristiana de la juventud. Sigue, en punto a principios, a Santo Tomás y recoge lo fundamental del magisterio de León XIII. Sólo un capítulo de ella cae en el terreno de esta recopilación, el relativo a la misión educadora; a él se ciñe la exposición presente.
La educación no es obra de individuos, es obra de la sociedad, y, por abarcar a todo el hombre, como persona y como miembro de la sociedad, y así en el orden de la naturaleza como en el de la gracia, pertenece la educación a las tres sociedades necesarias, familia, Iglesia y Estado, en una medida proporcionada, que corresponde, según el orden presente de la providencia establecido por Dios, a la coordinación jerárquica de sus respectivos fines.
Sobre la misión educativa de la familia hay que añadir que el derecho de los padres a educar sus hijos no es absoluto ni despótico, porque está subordinado al fin último de éstos y a la ley natural y divina, por lo cual ese derecho comporta la obligación correlativa de que la educación de la prole se ajuste al fin para el cual Dios les ha dado los hijos; que el deber educativo de la familia comprende no sólo la formación religiosa y moral, sino también la física y la civil; y, en fin, que para aquello que no puedan los padres enseñar por si mismos deben delegar su misión educativa en el maestro, siempre que la escuela reúna los requisitos que garanticen una cristiana educación.

MISIÓN EDUCATIVA DE LA IGLESIA
Pertenece la educación de un modo supereminente a la Iglesia por dos títulos de orden sobrenatural, superiores a cualquier otro de orden natural. Es el primero la expresa misión docente y la suprema autoridad de magisterio que le fueron conferidas por su divino Fundador. El segundo, la maternidad sobrenatural, por virtud de la cual la Iglesia engendra y alimenta a sus hijos en la vida divina de la gracia.
En el ejercicio de su misión educadora, la Iglesia es independiente de todo poder terreno; por ser sociedad perfecta con derecho a elegir los medios más idóneos, y porque toda enseñanza tiene una relación necesaria de dependencia con el fin último del hombre.
Esta misión educativa no sólo se refiere al objeto propio de su magisterio, la fe y las costumbres, el cual, por beneficio divino, está inmune de todo error, sino que alcanza al conjunto de las disciplinas y enseñanzas humanas que son patrimonio común de todos. Por esto la Iglesia fomenta la literatura, la ciencia y el arte, en cuanto son útiles para la educación cristiana de las almas.
Es, además, su derecho inalienable, y, a la vez, su inexcusable deber, vigilar la educación que se dé a los fieles en cualquier institución pública o privada, no sólo en lo referente a la enseñanza religiosa, sino en cualquier disciplina y plan de estudios, por la conexión que éstos puedan tener con la religión y la moral.
Por lo que toca a la extensión de la misión educativa de la Iglesia, ésta abarca a todos los pueblos, sin limitación alguna de tiempo o lugar, y comprende no sólo a los fieles en cuanto súbditos suyos, sino también a los infieles, ya que todos los hombres están llamados a conseguir la salvación eterna.
Esta supereminencia educativa de la Iglesia concuerda perfectamente con los derechos de la familia y del Estado, porque el orden sobrenatural no destruye ni menoscaba el orden natural, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona.

MISIÓN EDUCATIVA DEL ESTADO
El primado de la Iglesia y de la familia en la función educativa no implica daño alguno para los genuinos derechos del Estado en este orden.
Estos derechos le están atribuidos al Poder civil por el mismo Autor de la naturaleza en virtud de la autoridad que el Estado tiene para promover el bien común temporal, que es su fin específico.
En materia educativa, el Estado tiene el derecho y la obligación de tutelar con su legislación el derecho antecedente de la familia y de respetar el de la Iglesia. Y es también misión suya suplir, por razón del bien común, la labor de los padres en los casos en que falte por dejadez, incapacidad o indignidad.
Es, asimismo, función del Estado garantizar la educación moral y religiosa de la juventud, removiendo los obstáculos que la estorben, y promover su instrucción general, sea favoreciendo y ayudando las iniciativas de la Iglesia y de las familias, sea completando la labor de ellas cuando fuese insuficiente. Dado que posee el Estado mayores medios, puestos a su disposición para las comunes necesidades de todos, es justo que las emplee en provecho de aquellos de quienes proceden.
Por último, puede el Estado exigir y debe procurar la formación ciudadana de sus súbditos y aun reservarse la creación de escuelas preparatorias para sus funcionarios y especialmente para el ejército.
La condición general que se impone al Estado en el desarrollo de toda esta vasta función educadora es que respete los derechos naturales de la Iglesia y de la familia y que observe la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo.
Dedúcese de lo expuesto que es injusto todo monopolio estatal en materia de educación que fuerce física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos a la escuela del Estado, contrariando sus legítimas preferencias. Y que es pernicioso abuso de los nacionalismos configurar militarmente la educación física de los jóvenes exaltando el espíritu de violencia y substrayéndolos al santuario de la vida familiar.

EL ESTADO

El Estado, o sea la sociedad jurídicamente organizada bajo una autoridad soberana, no es ninguna abstracción. Es una entidad viva, emanación normal de la naturaleza humana. Es, además, una sociedad necesaria, con necesidad de medio, para la propia vida humana, en cuanto forma de unidad y de orden entre los hombres. La familia, fuente de vida, y el Estado, tutor del derecho, son las dos columnas que sostienen la sociedad.
Tiene sus raíces en el orden de la Creación, y es por ello uno de los elementos constitutivos del derecho natural. Dicho de otro modo, se funda en el orden moral del mundo. Pero si su origen trascendente está en Dios, el próximo o inmediato se encuentra en el hombre y en la sociedad. De aquí que su fin último sea servir a la persona humana, directamente o a través de la sociedad, entendida en su sentido más amplio.

MEDIO Y NO FIN
Se puede repetir en este punto lo que queda dicho acerca de la sociedad civil, a saber: que el Estado es medio y no fin de sí mismo. Como también que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. El Estado, el Poder político, ha sido establecido por el supremo Creador con el designio de facilitar a la persona humana su perfección física, intelectual y moral, y para ayudarle, además, a que consiga su fin sobrenatural. No debe ser su único objetivo obtener la prosperidad y el bienestar públicos, pero sí el primordial, el preferente. Los gobiernos deben consagrar su principal preocupación a crear los medios materiales de vida necesarios para el ciudadano.
El modo como ordinariamente el Estado contribuye a los fines de la persona es a través de la comunidad, sirviendo al bien común. Por eso, en cierto modo, puede decirse que el fin del Estado es, a la vez, la persona individual y la colectiva. Su imperio debe ponerse a un tiempo al servicio de la sociedad y al del individuo. Su función, su «magnífica función», consiste en favorecer, ayudar, promover la cooperación activa de sus miembros en orden al bien de la comunidad. Los verbos que se emplean para expresar las funciones del Estado están escogidos por los Papas con sumo cuidado. Véase en este otro pasaje: el Estado tiene esta noble misión: reconocer, regular y promover en la vida nacional las actividades de los individuos y dirigir estas actividades al bien común, definido éste en función con el perfeccionamiento natural del hombre. El Estado no puede absorber ni suplantar a la sociedad ni a la persona.
Se produce en el funcionamiento del Estado como una corriente que circula del individuo a la colectividad, para refluir de nuevo sobre el individuo. Toda su actividad está como presidida por este designio: la realización permanente del bien común en la sociedad, mirando siempre a la persona.

PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
Las funciones del Estado son concurrentes con las de otras sociedades intermedias y son subsidiarias de éstas. Veamos cómo se entiende este «principio de subsidiaridad», que, viene determinado por el bien común como objetivo de la actividad del Estado.
El bien común dijérase que es como el sistema de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de su vida, así económica como profesional, intelectual y religiosa, en tanto en cuanto no basten o no alcancen a conseguirlas las energías de la familia y los esfuerzos de otras sociedades a las que corresponde una precedencia «natural» sobre el Estado y en cuanto no correspondan a la Iglesia, sociedad universal deparada por la voluntad salvífica de Dios al servicio de la persona humana, y singularmente de sus fines religiosos.
El Estado, por tanto, no puede ser una omnipotencia opresora de las autonomías legítimas. Su misión no es la de asumir directamente las funciones económicas, culturales o sociales que pertenecen a otras competencias. Su misión está en coordinar y orientar los esfuerzos de todos al fin común superior. Por eso, debe reconocer una justa parte de autonomía y de responsabilidad a cuanto represente en el país un poder efectivo y valioso.
Crece la importancia de esta doctrina a medida que se extienden, de día en día, las atribuciones del Estado en todos los campos: en el social, en el técnico, en el económico. Nadie pone hoy en duda la necesidad de ensanchar su campo de acción para el mejor servicio del bien colectivo, como tampoco la precisión de acrecer sus poderes. Pero esta ampliación creciente de las funciones del Estado sólo se hará sin daño ni peligro si se tiene una apreciación justa del fin del Estado y del carácter supletorio de una parte de sus funciones con relación a las demás sociedades.
La misión del Estado, en resumen, el bien común de orden temporal, consiste en una paz y seguridad de las cuales puedan disfrutar las familias y los individuos en el libre ejercicio de sus derechos; y en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible; todo ello mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos. La función de la autoridad política del Estado es, pues, garantizar y promover, pero nunca absorber a la familia y al individuo o suplantarlos.

ESTATOLATRÍA
Incompatible con este concepto cristiano de la misión del Estado es cualquier suerte de totalitarismo o estatolatría que diviniza al Estado considerándole como fin de sí mismo, al que hay que subordinarlo todo y como suprema norma, fuente y origen de todos los derechos. Tales doctrinas, que tienen su viciada raíz en la negación del origen trascendente del Estado, pervierten y falsifican el orden natural y han sido causa de males inmensos para los pueblos.
No hay que decir que se desvía igualmente del pensamiento católico la tesis comunista, según la cual el Estado y su poder no son sino el medio, el instrumento más eficaz y más universal para conseguir el objetivo comunista de la subversión social.

LA SOCIEDAD CIVIL

Es de tradición en la doctrina católica distinguir entre sociedad y Estado. La sociedad civil se identifica con la colectividad humana y encierra en su seno un conjunto de sociedades. El Estado es una de ellas; encuentra sus límites en su ámbito territorial y en su naturaleza jurídica; se integra, a su vez, por otras sociedades que no debe absorber: familias, municipios, corporaciones económicas o culturales…; y coexiste con una sociedad universal, de naturaleza distinta, que es la Iglesia. Por su parte, está, en cierto modo, subordinado a la Comunidad de las Naciones, que agrupa el conjunto de los Estados.
El hombre es sociable por naturaleza, nace inclinado a la unión con sus semejantes. La unión de los hombres forma la sociedad civil, que es una comunidad nacional. Tal es el designio de Dios, autor de la Naturaleza. El manda que los hombres vivan en sociedad, y los hombres nacen ordenados para ello. Es, pues, falsa la idea roussoniana que coloca la causa eficiente de la comunidad civil en la libre voluntad de cada uno de los hombres, fingiendo que éstos, por propio consentimiento, ceden algo de su derecho y de su libertad para formarla.
La vida social, en sí misma, posee un carácter absoluto, que se halla por encima del mudar de los tiempos. Sus normas básicas, las últimas, lapidarias y fundamentales normas de la sociedad, son inmutables y no dependen tampoco del arbitrio humano. Nunca, por tanto, podrán ser abrogadas con eficacia jurídica por obra del hombre.
El principio creador de la sociedad humana y, a la vez, su elemento de conservación es el bien común, el cual, por lo mismo, se erige en la ley primera y última de toda sociedad.
La sociedad humana posee una unidad orgánica interna. No es una masa de individuos sin cohesión, ni tampoco una máquina que funcione por puro automatismo. Se concibe, por el contrario, como un cuerpo crecido y maduro, que tiende, bajo el gobierno de la Providencia y mediante la colaboración de los diversos órganos que la forman, a conseguir los eternos fines de la civilización humana. Por eso, su unidad esencial respeta las diferencias naturales de sus elementos constitutivos, diferencias que la enriquecen, formando dentro de ella varios órdenes que son diversos en dignidad, en poder, en derechos, que mutuamente se necesitan y que juntos conspiran al bien común. En una palabra, la noción de sociedad comporta la de jerarquía; es una ordenación en que las cosas ínfimas alcanzan sus fines a través de las intermedias, y éstas por medio de las superiores. Todo este vasto sistema, en fin, implica la existencia de un ordenamiento jurídico en vital conexión con el genuino orden social.

SOCIEDAD Y PERSONA
Pero la sociedad es medio, y no fin, con relación a la persona humana. Es éste un punto sumamente grave de la buena doctrina. La sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que el hombre la busque como fin último, sino para que, en ella y por medio de ella, posea los medios eficaces para alcanzar su propia perfección. Por eso, toda autoridad social es, por naturaleza, subsidiaria; debe servir de sostén a los miembros del cuerpo social y no absorberlos. La sociedad es para el hombre y no el hombre para la sociedad.
Siendo un medio la sociedad, su fin es servir al hombre para que alcance el suyo propio. El desarrollo de los valores personales del hombre completo, el pleno desenvolvimiento de la persona, éste es el fin supremo de toda la vida social. El bienestar material, la perfección de la virtud moral e indirectamente la salvación eterna de los hombres: he aquí los objetivos de la comunidad civil. Y el supuesto previo a ellos es la paz social, esto es, la tranquilidad del orden público, que hace posible la convivencia.
Opuesta per diametrum a este concepto social cristiano es la concepción materialista de la sociedad, que la imagina como un gigantesco artefacto para la producción de bienes por medio del trabajo colectivo y que subordina toda autoridad social al estímulo único de la utilidad o del interés. Como que se corresponde con un concepto pagano de la vida humana, que no asigna a ésta otra finalidad que el disfrute de los bienes terrenales.

SOCIEDADES INTERMEDIAS
El Estado no se alza sobre los individuos como un monolito en un desierto de arena. Entre el individuo y el Estado existen sociedades, cuerpos, instituciones, que aquél debe respetar. El primero, !a familia, como sociedad anterior al Estado y que posee su esfera de vida propia e intangible. Pero también las corporaciones públicas, ya sean locales o profesionales, y las asociaciones culturales y las ideológicas tienen su derecho a existir y deben ser reconocidas por el Estado y respetadas, cuando no estimuladas y apoyadas por él.
Esta es la esencia de la doctrina corporativa de la Iglesia, basada en el principio de subsidiaridad de que arriba se ha hecho mérito. Si es cierto que aquello que pueden hacer los individuos por sus propias fuerzas no se debe entregar a la comunidad, análogamente debe reservarse para las agrupaciones «menores» y de orden inferior aquello que puedan ellas realizar en la órbita de su competencia y no atribuirlo todo a las superiores y más amplias. El bien común, con miras al cual fue establecido el poder civil, culmina en la vida autónoma de las personas, así individuales como morales o colectivas. Por eso no se compadece con esta doctrina el carácter fuertemente centralizador de las naciones modernas, que reduce en exceso las libertades congénitas de individuos y de colectividades.
Más en particular, la Iglesia recomienda que en el seno de la nación crezcan y se desarrollen así las entidades municipales como los cuerpos profesionales que coordinan los intereses de esta clase. Unos y otros facilitan al Estado la gestión de los asuntos públicos, pues tienden al bien común del propio Estado. Si éste se atribuye y apropia iniciativas que deben ser privadas, no sólo será en daño del derecho de éstas, sino también en detrimento del bien público.

GRUPOS DE PRESIÓN
Ya se entiende que, asimismo, por el otro extremo se puede pecar, o sea cuando los cuerpos de que se habla, y singularmente los que agrupan y representan intereses profesionales o económicos, se hacen con exceso prepotentes y abusan de su fuerza, anteponiendo sus intereses parciales al bien general. Es éste un peligro grande del momento presente, dado el desarrollo y poderío que alcanzan así los sindicatos patronales y obreros como los grandes «trusts» y consorcios de carácter económico. Unos y otros, con frecuencia, se convierten en grupos de presión y hacen fuerza a los fueros de la autoridad y a los derechos del Estado. Si los responsables de estos organismos, al ensanchar sus horizontes, rompen las perspectivas nacionales, si no aciertan a supeditar lealmente sus intereses y aun su prestigio a lo que piden la justicia y el bien público, paralizan el ejercicio del poder político y comprometen, a la postre, la libertad y los derechos de aquellos a quienes pretenden servir.

FUNDAMENTOS DEL ORDEN SOCIAL Y POLÍTICO

La sociedad y el Estado se asientan sobre cimientos no puramente humanos, sino divinos. Estos son religiosos, morales y jurídicos.
La pretensión de que no existe vínculo alguno entre el hombre o el Estado y Dios, Creador y legislador supremo, es totalmente contraria a la naturaleza. Como lo es la creencia de que sea lícito en la vida política apartarse de los preceptos divinos y legislar sin contar con ellos.
Este es el más grueso error del liberalismo filosófico, del cual derivan luego, en cadena, una parte de los errores socialistas y comunistas y los totalitarios.
La religión —lazo que liga al hombre con Dios— es esencial e inexcusable para vincular a los hombres entre sí, formando la sociedad civil; y lo es para sustentar la autoridad y asegurar la paz social y el bienestar público. No bastan los lazos puramente humanos para sujetar a los hombres en comunidad, y menos para rendirlos a obediencia. Si la relación de hombre a hombre tiene que pasar por Dios, más aún la de súbdito a soberano.
Deleznable asiento el de una vida social que se apoye sobre fundamentos puramente terrenos y fíe su autoridad a la fuerza externa. Sólo la religión impone con máxima autoridad a los gobernantes la medida de su poder y a los ciudadanos la sumisión a la autoridad y la obediencia a la ley.
Por la violencia del poder se sujetan los cuerpos, mas no los espíritus; y el miedo es débil fundamento para la sujeción; pues, si los amedrentados esperan escapar impunes, se levantan contra los gobernantes con mayor furia. Es la historia de muchas revoluciones. Ningún poder coercitivo del Estado, como ningún ideal puramente terreno, podrá sustituir por mucho tiempo a los profundos estímulos de la fe en Dios, que lleva al acatamiento de la autoridad que manda en su nombre. Sólo este apoyo moral, que viene de lo eterno, de lo divino, es capaz de domeñar la libérrima voluntad humana.
La obediencia absoluta al Creador se extiende a todas las esferas de la vida, y, al exigir la conformidad de todo orden moral con la ley divina, pide también la adecuación de los ordenamientos humanos, mudables y contingentes, al ciclópeo sistema de los inmortales ordenamientos divinos.

LOS PRINCIPIOS ÉTICOS
Sobre el cimiento religioso del Estado se asienta su fundamento moral. Se trata ahora de los vínculos éticos, no religiosos ni jurídicos, que ligan a los hombres dentro del orden social, determinando el conjunto de sus deberes, y que forman, a la vez, la trabazón intrínseca de este orden.
Existe una norma universal de rectitud moral que se aplica a la vida política, un sistema de principios éticos universales que obligan a súbditos y gobernantes; una ley moral, en fin, que preside el desenvolvimiento de la conducta humana, según conciencia.
La concepción materialista de la sociedad y del Estado niega abiertamente la existencia de esta norma moral universal y se satisface con un ordenamiento jurídico, no hay que decirlo, de origen puramente humano y positivo. El orden político, al decir de esta doctrina, excluye toda consideración ética, y, por tanto, según ella, la vida individual no está ligada con la social por vínculo moral ninguno.
La verdad es la contraria. El Estado no escapa al orden moral que rige al mundo; y son los conceptos de deber, virtud y conciencia los que sostienen su autoridad, más que la severidad de las leyes o la amenaza de los castigos. Por eso, la razón demuestra y la historia confirma que la libertad, la prosperidad y la grandeza de un Estado se hallan en razón directa de la moral de sus ciudadanos y de sus gobernantes.

MORAL RELIGIOSA
Se trata, claro está, de una moral fundada en la religión, sobre la fe en Dios, genuina y pura; sobre la ley eterna y las leyes divinas positivas. Se trata de una doctrina moral objetiva que obedece a directrices eternas; se trata de un orden de convivencia que se halla en relación de dependencia con la verdad, la justicia y la solidaridad humana.
No basta, como otros quieren, la llamada moral «independiente», apariencia de moral, puramente civil, que lleva a hacer de la propia voluntad del hombre la ley de sí mismo, por lo cual, bajo pretexto de libertad, le concede una licencia ilimitada. Tampoco sirve una moral hedonista o utilitaria, según la cual las normas éticas emanarían de la «razón de Estado», o bien del sistema económico subyacente, olvidando que el orden moral debe insuflar su espíritu así a la política como a la economía social. Ni sirve, en fin, una moral seudo-patriótica, por la que lo bueno o lo malo en la conducta humana depende de que se haga o no por amor a la patria y en su obsequio.
No. La moral que sirve de base al Estado es la que tiene su fuente en la religión. Y el intento de separarla de la base granítica de la fe para reconstruirla sobre la arena movediza de normas convencionales, por puramente humanas, conduce, pronto o tarde, así a los individuos como a las naciones, a la decadencia moral y, tras de ésta, a la subversión social y a la anarquía.

LA JUSTICIA Y EL DERECHO
Siguiendo el símil de la construcción de un edificio, enteramente apropiado, sobre el doble cimiento religioso y moral, la edificación de la sociedad y del Estado requiere un tercer suelo: el jurídico, que se refiere a las normas que rigen la convivencia entre los hombres y las relaciones entre la autoridad y los súbditos, no en nombre de la religión ni de la moral, sino en nombre de la justicia.
La civilización se apoya en las leyes inmutables del derecho y de la justicia, y el primado de éstas es el fundamentó más firme de los Estados.
Este derecho de que se habla, apenas hay que decirlo, emana a su vez de la religión y de la moral. El ordenamiento jurídico no es, no debe ser otra cosa que una refracción externa del orden social querido por Dios; por eso no se pueden desgajar los fundamentos del derecho de la verdadera fe en Dios y de las normas de la revelación divina.
Yerran, por tanto, quienes quieren ponerlos en otra parte: el positivismo jurídico, que, separando el derecho de la moral, atribuye una majestad engañosa a leyes puramente humanas; el utilitarismo, que entiende por derecho lo que es útil para la nación; y toda suerte de materialismos, ya pongan la raíz del derecho en la propia realidad de su existencia, ya en los fenómenos económicos, en el buen éxito de lo mandado o en la fuerza que lo impone. Nada de esto crea el verdadero derecho, como tampoco lo legitima; antes bien, el derecho debe prevalecer sobre tales factores; sobre la utilidad, sobre la razón de Estado, sobre la fuerza.
El fundamento jurídico del orden social y político se encuentra formulado por el derecho natural, o sea, aquel sistema de normas impresas por Dios en el corazón del hombre, que éste descubre mediante la razón. La ley natural es la misma ley eterna, que, grabada en los seres racionales, inclina a éstos a las obras y al fin que les son propios. El derecho natural no es, por tanto, creación del Estado: es anterior a él.
El derecho natural no es vago e impreciso y como inaprensible. Por el contrario, es claro y bien determinado, está preestablecido y encierra tal riqueza de preceptos, que de él pueden extraerse, como de inexhausta cantera, nuevas formas para las nuevas situaciones que crea la marcha de los tiempos. Tampoco es una regla puramente negativa, una frontera que cierra el paso en sus avances a la legislación positiva. Por el contrario, es el alma que da forma, sentido y vida al derecho positivo.

EL DERECHO NATURAL Y EL POSITIVO
Por eso, todo derecho humano positivo debe conformarse con el derecho natural. Porque la ley humana —usando la lapidaria definición de Santo Tomás— no es otra cosa que la ordenación de la recta razón, promulgada por la autoridad legítima para el bien común. Su ámbito lo constituyen las reglas peculiares de la convivencia humana. Su eficacia deriva de su conformación con la ley eterna, de la que recibe su sanción.
Cuando las leyes tienen por objeto lo que es bueno o malo por naturaleza, la misión del legislador civil se limita a lograr, por medio de una disciplina común, la obediencia de los ciudadanos a los preceptos naturales. Cuando regulan cosas que sólo de un modo general y en conjunto han sido determinadas por la naturaleza, queda a la prudencia humana fijar el modo, la medida y el objeto de esos preceptos genéricos. Esto quiere decir que derivan del derecho natural las leyes humanas, unas de modo inmediato y directo y otras sólo de manera indirecta y mediata. Pero todas han de «conformarse» a él.
De aquí que las leyes que están en oposición insoluble con el derecho natural adolezcan de un vicio original que no puede ser subsanado ni con el imperio de la autoridad ni con el aparato de la fuerza externa.
Encierra esta doctrina una singular importancia para la vida pública. Porque el derecho humano positivo, en tanto resulta legítimo en cuanto se conforma con el derecho natural; y sólo en esto obliga a obediencia. Por consiguiente, si una ley, aunque establecida por legítima autoridad, es contraria a la recta razón y perniciosa para la comunidad, su fuerza legal es nula. Más: si estuviese en abierta oposición con el derecho divino y contradijese a los deberes religiosos, entonces la resistencia a la ley es un deber; la obediencia, un crimen.

TESIS CONDENABLES
Huelga casi decir que son condenables las doctrinas que establecen la independencia de todo derecho positivo respecto del derecho natural. Y mucho más las que se atreven a impugnar la existencia de éste. El Syllabus contiene una explícita condenación de las proposiciones que dicen que «no es necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural» y que «las leyes civiles pueden y deben separarse de la autoridad divina». Más tarde, León XIII condena el llamado a la sazón, «derecho nuevo», por contrario, en muchas de sus tesis, al derecho natural.
Igual repulsa merecen las tesis liberales que tratan de asentar la majestad de la ley simplemente sobre la voluntad del pueblo, con independencia de todo derecho divino. Según ellas, la razón colectiva, la fuerza de una mayoría numérica, la voluntad del partido prevalente, son la raíz única del derecho y la razón de su fuerza de obligar. Desde León XIII a Pío XII abundan las declaraciones condenatorias de tales errores. Para la doctrina católica, el augusto poder de las leyes humanas, como queda dicho, proviene de más alto: proviene de la ley natural y de la ley eterna.

LA CONCEPCIÓN CRISTIANA DE LA VIDA PUBLICA

Existe un concepto cristiano de la vida, y de él forma parte el orden cristiano de la vida pública.
Dios Creador, realidad suprema, autor de la vida individual, familiar y social, ha marcado a la Humanidad unos caminos. Hombres y pueblos los recorren más o menos, porque su obrar es libre. El orden cristiano, hay que recordarlo desde el principio, es esencialmente un orden de libertad. Los planes divinos acerca de la Humanidad resultan, en su ejecución, imperfectos, porque los hombres los descomponemos, cosa que el propio Dios permite por respetar nuestro libre albedrío. Pero existe ese «orden querido por Dios» e importa conocerlo.
Cristo, Redentor nuestro, dueño y señor de los hombres y
soberano de todas y cada una de las realidades sociales y políticas del mundo, no sólo regeneró al hombre caído, sino también a la sociedad, igualmente degenerada. De la doctrina de su Evangelio brota espontáneamente el sistema mejor para constituir y gobernar la sociedad civil y aun el propio Estado.
La Iglesia católica y, a su frente, el Pontífice romano, guardianes de las normas inmutables de la moral y de la justicia, depositarios e intérpretes de la doctrina evangélica, son, por misión divina, los definidores de la doctrina que sirve de sólido fundamento a la sociedad civil y al orden de los Estados y los propulsores de las grandes instituciones públicas, nacionales y ecuménicas.
Nunca ha pretendido la Iglesia que, fuera de su seno y sin su enseñanza, el hombre no pueda conocer alguna verdad moral. Lo que dice es que por la institución recibida de su fundador, Jesucristo, y por la asistencia del Espíritu Santo, enviado del Padre, es ella la única que posee «originaria e inamisiblemente la verdad moral toda entera».

CAMINOS ERRADOS
No quiere esto decir que la Iglesia deba inmiscuirse en el gobierno de los Estados, porque religión y política son, por su naturaleza específica, diferentes. Pero sí, que es erróneo buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas de la Iglesia, y montar sus instituciones, trazar su ordenamiento jurídico o dictar sus leyes fundamentales sin tenerlas en cuenta.
En tal error han caído y recaído, por no hablar sino de los Estados cristianos y en los últimos cien años, muchas doctrinas y sistemas políticos: el modernismo, el racionalismo, el laicismo científico, el liberalismo filosófico, la masonería, el materialismo dialéctico, el totalitarismo nacionalsocialista, el comunismo ateo… Otros, que se profesaban católicos, han incurrido en desviaciones reprobables, tales: el movimiento de la «Acción Francesa» y el del «Sillón»
Por las encíclicas papales y por los mensajes y discursos pontificios de todo este tiempo, desde Gregorio XVI a Pío XII, desfilan en imponente procesión, execradas por la condenación papal, las doctrinas erróneas de estos cien años con el triste cortejo de los males que han traído al mundo. Como desfilan también, siendo objeto, a veces, de explícita condena, los regímenes y sistemas que han hecho traición a las doctrinas cristianas y en ocasiones han perseguido a la propia Iglesia: la política atea de la Francia de fin de siglo, la obra masónica de la segunda República española, las leyes persecutorias de la revolución mejicana, los excesos estatistas del fascismo italiano, el comunismo ateo de la U.R.S.S.
La civilización no está por crear, ni la «ciudad nueva» por construir. Existen; son la civilización cristiana y la ciudad católica. No hay sino restaurarlas sobre sus fundamentos naturales y divinos y acomodarlas a la marcha de los tiempos, según una ley vital de continua adaptación que conjuga certeramente la tradición con el progreso.
Las sociedades humanas se encuentran en una continua evolución, siempre a la búsqueda de una organización mejor; y a veces no sobreviven sino desapareciendo y dando así lugar al nacimiento de formas de civilización más luminosas y fecundas. Y es el Cristianismo el que da a todas ellas elementos de desarrollo y de estabilidad.

LA CONSTITUCIÓN CRISTIANA
La constitución cristiana de los Estados presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. En ella los derechos de los ciudadanos son respetados como inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas. Sus deberes se ven definidos con sabia exactitud, y su cumplimiento, sancionado con eficacia. Las leyes se ordenan al bien común y no son dictadas por el juicio y el voto falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y se ve frenada para que no se aparte de la justicia ni degenere en abuso de poder. La obediencia de los ciudadanos tiene por compañera una honrosa dignidad, porque no es sumisión de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres.
La igualdad que proclama una constitución cristiana del Estado conserva intacta la distinción entre los varios órdenes sociales exigida por la naturaleza; la libertad que defiende no lesiona los derechos de la verdad, que son superiores a los de la libertad; ni los de la justicia, que deben prevalecer sobre los del número y la fuerza; ni los derechos de Dios, que son superiores a los del hombre.
La Iglesia acepta con gusto los adelantos que trae consigo el tiempo, y es calumnia afirmar que mira con malos ojos los sistemas políticos modernos. Por el contrario, ella hace servir al bien común las transformaciones más profundas de la Historia, aporta la solución verdadera a los más intrincados problemas y promueve el primado del derecho y de la justicia, que son los fundamentos más firmes de los Estados.
Para ello, la Iglesia no tiene que renegar del pasado. Le basta con tomar los organismos rotos por la revolución y, devolviéndoles el espíritu cristiano que los inspiró, adaptarlos al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea.

RETORNO AL CRISTIANISMO
El retorno al Cristianismo es, en consecuencia, el único remedio de los males públicos que padece la época presente.
En el loco intento de emanciparse de Dios, la sociedad civil rechazó lo sobrenatural y la revelación-divina, substrayéndose así a la eficiencia vivificante del Cristianismo, es decir, a la más sólida garantía del orden, el más poderoso vínculo de fraternidad, a la inexhausta fuente de las virtudes públicas. Al Cristianismo debe, por tanto, retornar la sociedad extraviada si quiere el reposo, el bienestar, la salud. No hay más que un solo remedio: volver a un verdadero Cristianismo en el Estado y en la sociedad de los Estados.