Para oír con devoción la Misa hay que tener presente siete cosas:

              Primero.- Que al entrar a la Iglesia sea con temor y reverencia, considerando que entra en casa de su Dios, casa de oración y de soberanos sacramentos, donde está consagrado nuestro Señor Jesucristo. Por lo cual entrando al templo, digan lo que decía san Francisco de Asís: Adorote, Señor mío Jesucristo, aquí y en todas tus iglesias que son en todo el mundo; y mi alma te bendice, porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

              También, arrodillándose: Adoro en este santo templo a toda la santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Adoro la santísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo sacramentado. Venero todas las santas reliquias que hubiere en esta iglesia, y todas las sagradas imágenes. Me pesa de haber ofendido a mi Dios y Señor, por su infinita bondad: propongo la enmienda de mi vida, asistido se su divina gracia, y espero en su infinita bondad y misericordia, que me ha de perdonar, y me ha de salvar.

Segundo.- Ofrecer el corazón a Dios; y alguna vez ofrecer una veladora, que por su devoción se encienda mientras se dice Misa.

Tercero.- No ponerse delante del altar para oír la Misa, ni por los lados del altar, para no perturbar al sacerdote; sino imitando con humildad al contrito publicano, este con mucha modestia, esperando la misericordia divina.

Cuarto.- Luchar contra los pensamientos vanos y ociosos, elevando el corazón al Señor, conforme lo exhorta el sacerdote en aquellas palabras: Sursum corda.

Quinto.- Mientras se dice la Misa, conformemos nuestra intención con las palabras del sacerdote, porque dado que no entendemos lo que dice, ya sabemos que ruega por el pueblo.

              Sexto.- Cuando se escuche nombrar el dulce nombre de Jesús, y de María Santísima, inclinen con humildad su cabeza; y se arrodillen a las palabras del Incarnatus est en el Credo, y del Verbum caro en el Evangelio de San Juan, conforme a las sagradas ceremonias de la Iglesia Católica.

              Séptimo.- No se adore la Hostia y Cáliz hasta que el sacerdote la eleva; porque no está nuestro Señor realmente en la hostia y el cáliz, sino después de las palabras de la consagración.

OÍR CON DEVOCIÓN LA SANTA MISA

Al divino mandamiento de santificar las fiestas ha puesto la Iglesia Católica su precepto de oír Misa los domingos y fiestas de guardar, que es el primero de sus cinco mandamientos, como consta en el sagrado texto de la doctrina cristiana; por lo cual en los días festivos hay obligación, pena de pecado mortal, de oír Misa; y en los otros días comunes no hay obligación; pero es gran devoción el oírla.
Y para que los fieles cristianos se animen a conservar en sus casa esta principalísima devoción de asistir al santo sacrificio de la Misa todos los días, ha llenado el Señor de prosperidades temporales y de buenas fortunas a muchas familias, en las cuales guardaban con puntualidad esta especial devoción; como consta frecuentemente de las eclesiásticas historias y vidas de Santos.
El sacrificio de la Misa en que Cristo Señor nuestro se ofreció por nosotros al Eterno Padre en el monte Calvario de Jerusalén, siendo crucificado por nuestro amor en el madero santo de la Cruz para la Redención de todo el linaje humano, como lo declara el sagrado Concilio de Trento. Solo hay una diferencia, que en el sacro Monte Calvario fue el santo Sacrificio cruento, y en el altar es incruento.
Todos los que asisten al santo sacrificio de la Misa, y la oyen, es bien que la ofrezcan juntamente con el sacerdote del Altísimo, que la celebra; porque así se da a entender en el primer memento, que es pro vivis, en aquellas palabras: Et omnium circumstatium, pro quibus tibi offerimus, vel tibi offerunt hoc sacrificium, etc. Por lo cual importa, que todos sepan esta provechosa doctrina. Y porque el santo sacrificio de la Misa, no solo es satisfactorio para ofrecerse por los difuntos, sino también propiciatorio para ofrecerse por los vivos, que aun son viadores, como expresamente lo declara el Concilio de Trento. Los que asisten con devoción al santo sacrifico de la Misa, contritos y humillados, consiguen la misericordia del Señor.
San Agustín dice: que con las oblaciones del santo sacrificio de la Misa se aplaca el Señor, concede su divina gracia y el don estimable de la penitencia, y perdona los crímenes y pecados, aunque sean gravísimos; porque el mismo Cristo, que se ofreció al Eterno Padre en el monte Calvario, es el que se ofrece en la misma (Civ. Dei Lib. X, 20).
Y la Iglesia Católica en una de sus oraciones afirma y dice, se ejercita la obra maravillosa de la redención siempre que se celebra el santo sacrificio de la Misa: Quoties hujus hostie commemoratio celebratur, opus nostrae redemptionis exercetur.
Al mismo tiempo que el sacerdote ofrece este santo sacrificio, asisten allí muchos ángeles y claman a Dios por nosotros, por lo cual debemos decir : Altísimo y soberano Señor, Eterno Padre, yo te ofrezco a tu Santísimo Hijo por todos mis pecados, ofensas y negligencias mías, y también por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos, para que a mí y a ellos nos aproveche, y consigamos la vida eterna. Amen.
El tiempo mas oportuno para negociar con Dios nuestro Señor es aquel en que se ofrece y se celebra el santo sacrificio de la Misa. ¿Qué sería de nosotros si no tuviésemos este sacrificio con que aplacar a la divina Majestad, ofendida de nuestras ingratitudes? Seriamos, como dice San Pablo, como los infelices de Sodoma, perdidos y exterminados por nuestras culpas. (Rom IX, 29).
Santo Tomás dice que el efecto propio de la misa es aplacar a Dios nuestro Señor.
El sacerdote en la Misa, se vuelve al pueblo y dice Orate fratres, orad hermanos, y pedidle a Dios nuestro Señor, que este sacrificio mío y vuestro sea aceptable para con Dios Omnipotente. Y el acólito responde: El Señor reciba el sacrificio de tus manos para honra y gloria de su santísimo nombre, y también para utilidad nuestra, y de toda su santa Iglesia. Y el sacerdote en voz baja dice: amen
Toda la santa Misa está llena de Misterios, por lo cual debemos estar atentos para sacar mucho fruto para nuestras almas. El sacerdote no solo ruega por sí mismo, sino también por el pueblo, por eso quién asiste a la Misa ha de unir su espíritu con el espíritu y oraciones del sacerdote celebrante, que ruega por ellos.
Por este motivo repite tantas veces el sacerdote en la Misa aquellas palabras: el Señor sea con vosotros, y el acólito responde: y también sea con tu espíritu. Todas las oraciones y deprecaciones que hace el sacerdote van en plural en nombre suyo, y de los que oyen la Misa, y el sacerdote habla a Dios Omnipotente, por todos, como dice San Pablo (I Cor., XI, 25).
Las personas sencillas e indoctas, mientras se dice la Misa, han de considerar los misterios de la santísima vida, Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo.

DOMINICA III DE CUARESMA

I.-Dos banderas

AVE MARÍA PURÍSIMA

Qui non est mecum, contra me est (Lucas, XI, 23).

            Hay dos banderas desplegadas en el mundo: La bandera de los buenos, que lleva Jesucristo y la bandera de los malos, llevada por el demonio.

Meditemos estas palabras, y veamos a qué parte pertenecemos por nuestras obras. El que no está conmigo, está contra mí. En este punto no podemos permanecer neutrales.

La bandera de los malos.

            Con el lema: «Honores, riquezas, placeres. Felicidad». Estas cosas en sí no son pecaminosas, pero atraen a los hombres. Estas cosas nos alejan de la mortificación del espíritu y del corazón, de la humildad, del amor a la pobreza y renunciamiento personal; y con frecuencia nos hace ir descendiendo fácilmente al pecado. Los espíritus malos y los hombres malos son los portadores de esta bandera.

Los portadores de esta bandera ponen ante los ojos de los hombres el pensamiento de los honores: para halagar su vanidad. De las riquezas: que para ganarlas cometen injusticias y otros pecados, como trabajar los domingos, los comerciantes que roban en el peso de la mercancía, cometer fraude, etc. De los placeres: para cautivarlos y llevarlos a ilícitas satisfacciones.

Estos ministros de Satanás obran con intención de apartar a los buenos del sendero de la virtud, y de hacer recaer al pecador y procurar que contraiga el hábito de pecado; y de este modo retenerlo en la tibieza e indiferencia.

Todo el que es llevado y guiado por ellos, es realmente ministro de Satanás, que combate bajo de la bandera del demonio. Está en la vía ancha, que conduce al infierno y a la condenación. Satanás y sus ministros se encuentran en todo el mundo.

La bandera de los buenos:

            Con el lema: «Penitencia, vida cristiana. Paraíso». Penitencia, en cuanto a sí, no atractiva a la carne y sangre. Pero trae consigo paz y santa alegría. La penitencia es la segunda tabla de salvación, y es muy agradable a la vista de Dios.

El Señor se sirve en el mundo de los ángeles, de los sacerdotes y de los buenos, para excitar a los malos al arrepentimiento y a la enmienda, y para conducir a los buenos a más alta santidad y a la perseverancia.

Él, les manda: Que manifiesten la instabilidad de los honores, riquezas y placeres.

Que inculquen el espíritu de penitencia, como fuente de cristiana perfección, a dar paz a las almas, mediante el perdón de los pecados. A guiarlas al cielo con los consejos, compasión y ejemplo.

Los que llevan la bandera de Cristo trabajan, en efecto, con entusiasmo: Ardiendo de celo por la salvación de las almas. Enseñando la doctrina cristiana a los niños. Visitando a los débiles, enfermos, moribundos; Oficio practicado con frecuencia sin recibir ni las gracias, pero hecho por Dios. Viajando de país en país. Como san Francisco Javier y los misioneros católicos.

Quien así obra es verdaderamente un ministro de Dios. Que lucha bajo de la bandera de Cristo. Que guía los hombres al cielo y a la salvación eterna.

El sacerdote debe defender a los fieles contra el error, por eso enseña, predica e instruye. El predicar es obligación que incumbe a los sacerdotes; San Pablo teme faltar a este deber. El Concilio de Trento exige esta obligación, reglamentada en el Código eclesiástico.

Pelear bajo de la bandera de los buenos es un honor y un privilegio.

          Enseñanzas:

            Cada cual debe estar bajo una de las dos banderas. Sería una injuria a estas alturas el no habernos decidido por la bandera de Cristo, igualmente es una injuria el decirse estar bajo la bandera de Nuestro Señor Jesucristo y estar obrando como los enemigos de su obra buscando honores, riquezas y placeres.

La Cuaresma es tiempo a propósito para reflexionar con cuál estamos militamos según nuestras  obras, y si hemos militado como verdaderos seguidores de la bandera de Nuestro Señor Jesucristo.

Si de veras deseamos nuestra salvación, la bandera de Cristo será nuestra única esperanza.

Cada uno resuelva abrazar la bandera de Cristo según sus propias y particulares necesidades.

Quien con amor porte la bandera de Nuestro Señor Jesucristo, alcanzará la victoria y la corona reservada a los valientes.

Pidamos en este día a María Santísima que nos alcance de su Divino Hijo la gracia de perseverar bajo su bandera y la gracia de algún día poseer el reino de los cielos.

 

Ave María Purísima

San Pedro Apóstol, primer obispo de Roma

Jefe de los apóstoles.

La dignidad que había sido elevado este apóstol,  no le impidió el dar una caída enorme negando a su Maestro durante su pasión; pero la prontitud y amargura de su arrepentimiento, el valor de que se vio animado después de haber recibido el Espíritu Santo, y la constancia de su martirio, repararon completamente esta falta. “Con este ejemplo, dicen los Padres de la Iglesia, ha querido Dios manifestar que los justos deben temer siempre su propia debilidad, y que los pecadores penitentes pueden esperarlo todo de la misericordia divina”. Jesucristo, después de su resurrección, lejos de echar en cara a San Pedro, su poca fidelidad, lo trato siempre con la misma bondad que antes.

El primero de los milagros obrados por San Pedro, y referido en las Actas de los apóstoles (III, 3 y 4), merece mucha atención. Iban San Pedro y San Juan al templo, cuando los judíos tenían costumbre de reunirse en él para orar; ven en una de sus puertas a un cojo de nacimiento, conocido por tal en todo Jerusalen; lo curó San Pedro con una palabra en nombre de Jesucristo; aquel hombre sigue a su libertador, regocijándole de alegría, y bendiciendo a Dios; la multitud admirada se reúne para contemplar el prodigio. Entonces levanta la voz el apóstol, acusa a aquellos que poco antes habían pedido la muerte de Jesús del crimen que habían cometido; testifica que aquel Jesús crucificado y muerto a su vista ha resucitado, que por su nombre y poder acaba de ser curado el tullido, que es el mesías predicho por los profetas; nadie se atreve a acusar a san Pedro de impostura; cinco mil judíos de convencen de la evidencia, y creen en Jesucristo.

Al ruido de este acontecimiento, los jefes de la nación se reúnen y deliberan, preguntan a San Pedro, el que les repite lo que dijo al pueblo, y sostiene el mismo hecho, la resurrección de su Maestro. El resultado de la reunión es prohibir a los apóstoles predicar mas en el nombre de Jesucristo; aunque protestan que obedecerán a Dios mas que a los hombres, se les deja marchar por temor de que subleven al pueblo.

He aquí un hecho público, notorio, fácil de probar. ¿Ha osado discípulo del Salvador inventarlo y publicarlo en el mismo tiempo, y citar cinco mil testigos oculares? Si son impostores los apóstoles, ¿quién impide a los jefes de la nación judía encruelecerse contra ellos? Aun no han hecho los apóstoles mas que un milagro, Jesús había hecho millares cuando le dieron muerte. El temor de sublevar al pueblo no les impide el dejar apedrear a San Esteban, ni de enviar a Saulo a Damasco, con el encargo de poner a los fieles en las cadenas, y conducirlos a Jerusalen. ¿Por qué tranquilidad con que sufren la resistencia de San Pedro y de San Juan?

Quizá se dirá que despreciaron el pretendido milagro, y las consecuencias que podía tener; mas toda su conducta demuestra que estaban alarmados de los progresos que hacían los apóstoles, que hubieran querido taparles la boca, que no obstante no se atrevieron a intentar convencerlos de impostura. Luego es la verdad de los hechos la que los ha conservado en la inacción.

Por espacio de mucho tiempo se obstinaron los protestantes en que San Pedro no había ido a Roma, y que nunca había establecido allí su silla; está probado el hecho contrario con los testimonios de San Clemente, de San Ignacio y de Papías, todos tres discípulos de los apóstoles; Cayo, sacerdote de Roma. San Dionisio de Corinto, San Clemente Alejandrino, San Ireneo y Orígenes testificaron lo mismo en el siglo II y III siglo; ninguno de los Padres de la Iglesia ha dudado de ello en los siglos siguientes. En el IV, el emperador Juliano decía que antes de la muerte de San Juan los sepulcros de San Pedro y San Pablo eran ya honrados en secreto; en San Cirilo, l. 10, p. 327; de modo que aquellos sepulcros ciertamente estaban en Roma, puesto que allí están todavía. Dom Calmet ha reunido estas pruebas en una disertación sobre este asunto, (Biblia de Aviñon, T. 16, p. 173).

Es constante que cuando San Pablo escribió su Carta a los Romanos, no había estado todavía en Roma; lo dice expresamente (I,13) y sin embargo les escribió que su fe estaba anunciada por todo el mundo (v. 8); lo repite, XV, 22. Luego la Iglesia de Roma estaba fundada antes que San Pablo apareciese en ella. ¿Quién era su fundador, sino San Pedro, como lo atestiguan todos los antiguos?

Tomaremos  de la obra publicada por el abate Gerbert, con el título de Bosquejo de Roma cristiana, una descripción de la Cátedra de San Pedro, y las pruebas de su identidad con la que usó San Pedro:

“El primero de los monumentos que se conservan en Roma en la Basílica vaticana, es la Cátedra de San Pedro. Sabemos que desde un principio tuvieron sillas los obispos, a las que se le daban este nombre. Era una señal de honor y símbolo de autoridad el hablar sentados. A su muerte se colocaban al menos de tiempo en tiempo sus sillas en sus sepulcros. Los primeros fieles tenían un gran respeto a las sillas de que se habían valido los apóstoles para enseñarles la fe, o para cumplir otras funciones de su ministerio. Debieron de conservarse con cuidado; lo que parece indicado por aquellas palabras de Tertuliano que con respecto a esto representa las tradiciones del siglo II. “Recorred, dice, en el libro de las Prescripciones contra los herejes, recorred las iglesias apostólicas, en las que presiden en su lugar las mismas cátedras de los apóstoles, y en las que se leen en alta voz sus cartas autenticas”.

“Nos dice Eusebio que en su tiempo se veía en Jerusalen la cátedra de su primer obispo Santiago el Menor, que habían salvado los cristianos a través de todos los desastres que habían abrumado esta ciudad. Sabemos también que la Iglesia de Alejandría poseía la de San Marcos, su fundador, que uno de sus obispos llamado Pedro, habiéndose sentado a los pies de esta misma cátedra en una ceremonia pública, y habiéndole gritado todo el pueblo que tomase asiento en ella, había respondido el obispo que no era digno” (Act. S. Petr. Alexand. mart., traducidas del griego al latín por Anastasio et Bibliotecario). La Iglesia de Roma debió poner al menos al menos tanta diligencia y cuidado en conservar la del Príncipe de los apóstoles, cuanto que, además de los motivos de piedad comunes a todo los cristianos, era el carácter romano, como se sabe, eminentemente conservador de los monumentos, y que las catacumbas daban a los fieles de Roma una gran facilidad para ocultar en ellas como lugar seguro un depósito tan precioso.

Según una tradición de origen inmemorial, san Pedro se sirvió de la cátedra que ahora se halla en el fondo de la Iglesia, y que ha sido cubierta de una chapa de bronce. Antes de esa época había sido colocada sucesivamente en otras partes de la basílica. Los textos que ha recogido Phaebus, De identitate cath. B. Petri, Romae, 1666, particularmente en los manuscritos de la Biblioteca Vaticana, nos hacen seguir su historia en estas diversas traslaciones. El papa Alejandro VII, que la ha fijado en el lugar que se veneramos en la actualidad, la había mudado de la capilla que sirve en el día de batisterio, donde poco tiempo antes la había trasladado Urbano VIII (Carol. Fontana, de Basil. vat., c. 29). Anteriormente había estado depositada en la capilla de las reliquias de la antigua sacristía (Grimald., manus. Catal. sac. relig. Basil. vat.). Sabemos también que había permanecido algún tiempo en otro oratorio de esta sacristía, el de Santa Ana, después de haber estado en la Capilla de San Adrian, cerca del lugar donde está ahora la cátedra del Penitenciario mayor. Adriano I la había fijado allí en el siglo VIII. Durante este periodo, varios pasajes hacen mención de ella. . Citaremos aquí algunos, pera señalar la serie de la tradición relativa a un monumento tan venerable. Se trata el de una Bula de Nicolas III, en 1279: Denarii qui dantur portantibus ad altare et reportantibus cathedram S. Petri. Pedro Benito, canonigo de la basílica vaticana en el siglo XII, ha dejado un manuscrito que contiene reseñas sobre la liturgia de esta Iglesia; he aquí la que señala para la fiesta de la cátedra de San Pedro: “El oficio es el de la misma fiesta del apóstol; solo a vísperas, a maitines y a laudes se canta la antífona Ecce sacerdos. Estación en su basílica. En la misa el pontífice debe sentarse en la catedra, in cathedra. In cathedra S. Petri legitur sicut in die natali, tantum ad vesperas, ad matutinum et laudes canitur: Ecce sacerdos. Statio ejus in basilica; dominus papa sedere debet in cathedra ad misam”. Desde los primeros siglos acostumbraban los papas a sentarse a una silla elevada, no solo para la Misa, sino también mientras vísperas, maitines y laudes; cuando asistían a los oficios, lo que se verificaba muchas veces en el año en las festividades. Es evidente, según esto, que notándose como una rúbrica particular de la fiesta de la cátedra de San Pedro, que mientras la misa debía sentarse el papa en la cátedra, el autor que acabamos de citar ha designado la misma cátedra que la tradición consideraba como de San Pedro. Por otro lado, en todo su libro, cuando habla solamente de la cátedra ordinaria del pontífice, la designa siempre como silla elevada. Pedro Manlio, que pertenece a la misma época, dice haber leído en Juan Cabalino, que en el siglo anterior, bajo Alejandro II, había sido respetada la cátedra de San Pedro por un incendio que había consumido los objetos que la rodeaban. También hallamos en un escritor del siglo II, Othon de Freissinque, pasajes que hacen mención de ella. Vemos por las narraciones de Anastasio el Bibliotecario relativas a los siglos VIII y IX, que el papa elegido era al principio conducido al Patriarcado de Letran, donde se sentaba sobre el trono pontifical; que el domingo siguiente iba adornado del manto pontifical a la basílica vaticana, y que allí tomaba asiento en la apostólica y santísima cátedra de San Pedro: estás son las palabras empleadas por Anastasio.

Henos ya aquí en el siglo VIII, es decir, en tiempo en el el papa Adriano la hizo establecer en el oratorio consagrado al santo, cuyo nombre lleva. Los textos de Anastasio nos hacen remontar todavía mas allá, puesto que, , hablando del uso de que acabamos de tratar, le llama la costumbre antigua, la costumbre encanecida por los tiempos cana consuetudo. El catalogo delos santos oleos enviados por Gregorio el grande a Teodolinda, reina de los lombardos, hace mención del oleo de las lamparas que ardían delante de la cátedra en que se había sentado San Pedro, de oleo de sede ubi prius sedit Petrus. Parece que en esta época los fieles la encontraban antes de entrar a la basílica; se hallaba cerca de la plaza que ocupa hoy la Puerta Santa, (Hist., temp. vatic., cap. 24). Los neófitos, vestidos de la túnica blanca del bautismo, eran conducidos al pie de está cátedra para venerarla. Refiriendo este hecho Ennodio, en su Apología por el el papa Simaco, designa este monumento de una manera muy terminante. “Se les lleva, dice, cerca de la silla de manos de la confesión apostólica, y mientras que ellos derraman con abundancia las lágrimas que la alegría les hace correr, la bondad de Dios redobla las gracias que han recibido de él”. Esta expresión, de silla de manos, caracteriza exactamente la forma especial y el destino primitivo de esta silla. Ennodio escribía a principios del siglo VI. El IV nos da un testimonio muy positivo de Optato Milevitano. Dirigiéndose a los cismáticos, que se vanagloriaban de tener partidarios en Roma, les hace esta interpolación: “Que se pregunte a vuestro Macrobio dónde se sienta en esta ciudad; ¿podrá responder: me siento en la cátedra de Pedro?”, si no hubiese dicho mas este autor, se podría dudar de que hablara de este pasaje de la cátedra material, como no trataba de historia, sino de polémica, hubiera podido muy bien valerse de esta expresión, para significar solamente la cátedra moralmente tomada, o la autoridad de San Pedro que sobrevivía en sus sucesores, y era desconocida por los cismáticos, contra los que argumentaba. Mas lo que añade no deja lugar a esta suposición: “Aun no se dice, si Macrobio ha visto solamente esta cátedra con sus propios ojos”. Evidentemente ha querido designar la cátedra material, lo que por otro lado está confirmado con todo el pasaje, en el que continua oponiendo a los cismáticos los monumentos de San Pedro y San Pablo.

En lenguaje de los primeros cristianos, la palabra memoria era empleada para designar los monumentos fúnebres de los apóstoles o de los mártires. Esta palabra ha podido aplicarse después a las basílicas erigidas sobre estos sepulcros.

Es pues evidente que esta cátedra ha sido expuesta públicamente a la veneración de los cristianos, en el mismo siglo en que el cristianismo ha tenido la libertad del culto público. No es pues sorprendente que no se haya hecho mención de ella en los documentos de la época anterior: al contrario, lo sería el que hubiesen hablado de la misma. No nos quedan mas que un pequeño número de escritos redactados en Roma durante los tres primeros siglos; las actas de los mártires no mezclan en cada una de sus narraciones monumentales, y si es que las indican, muchas veces lo hacen con una sola palabra, el lugar del suplicio y el de la inhumación. Las obras apologéticas y polémicas tenían que hacer algo mas preciso que el cuidado de llevar nota de muebles sagrados, lo que por otro lado hubiese sido una indiscreción peligrosa, que hubiera podido provocar las pesquisas de los paganos.

No fue hasta el siglo IV cuando otras cátedras, contemporáneas a la de San Pedro, la de Santiago en Jerusalen, y la de San Marcos en Antioquia, aparecieron al público y en la historia. Entonces se apuraron los cristianos a venerar en la claridad de sus basílicas los depósitos que habían conservado en las bóvedas subterráneas. Todo es para persuadirnos que la cátedra de San Pedro había estado oculta en el santuario mismo de su sepulcro. Un manuscrito de la Biblioteca Barberina (Mich. Leonic., not., manus) asegura positivamente que ha sido, puede creerse, el eco de un recuerdo tradicional, o de noticias consignadas en algunas hojas de los archivos romanos que se han perdido. Según toda la probabilidad, en la época de las construcciones hechas por San Silvestre en la confesión de San Pedro, ha sido cuando esa cátedra se ha ofrecido a la publica y libre devoción de el pueblo, que afluían al templo de Constantino acababa de erigir. Después de salir del sepulcro, ha recorrido en procesión la gran basílica, ha visitado sucesivamente en la continuación de los siglos el vestíbulo, las capillas, el coro,para venir a establecerse  por último en el lugar radiante que ocupa en el día, iluminada por la parte superior con la aureola de la columna que cae sobre ella, coronada de ángeles, ligeramente sostenida por cuatro doctores del rito latino y del rito griego, San Ambrosio, San Agustín, San Atanasio, San Juan Crisóstomo, y colgada encima de un altar dedicado a la Santísima Virgen y a todos los santos pontífices.

Hace algunos siglos que los papa dejaron de servirse de ella en las fiestas solemnes. Su antigüedad podía hacer temer que esta preciosa reliquia sufriesen algún deterioro, si se continuaba sacándola y empleándola para las funciones del culto; el esmero de su conservación la ha puesto fija e inmóvil. También por esto ha sido cubierta por Alejandro VII con una chapa de bronce.

Otras fuentes nos señalan que San Pedro al llegar a Roma en el siglo de Augusto y bajo el reinado de Claudio, recibió en ella hospitalidad en casa del senador Prudente, convertido por él al cristianismo. Allí es donde se tuvieron las primeras reuniones de los fieles, allí donde se le dio su silla pastoral. Como la silla era una señal de autoridad, es muy natural que Prudente, con este objeto, se hubiese procurado un mueble distinguido. Habiendose establecido San Pedro en la casa de Prudente, se reunieron los neófitos en una sala para oírle predicar y recibir de él el sello del bautismo. Se eligió sin dilación entre los muebles de esta casa, que la víspera  era todavía pagana, una silla de honor de que pudiese usar presidiendo aquella asamblea religiosa.

Mi Crucifijo

La palabra crucifixión viene hasta nosotros con un peso agobiante de suplicio y deshonor. Extremo castigo, la llamó Apuleyo; suplicio de esclavos, dijo Tacito; el más cruel y horroroso de todos los suplicios, sentenció Cicerón. En la misma Sagrada Escritura se lee: “Es maldito de Dios el que cuelga del madero” (Deuter. XXI, 22).

Y he aquí que el Evangelio, hablando de nuestro Dios humanado, nos dice: crucifixerunt Eum…

De nuevo, en la persona de Cristo, el encuentro y la unión sorprendente de los extremos: antes, Dios y Hombre, Dios y Niño, Dios y Obrero, Dios y Hostia… Ahora, Dios y cruz…

Así se comprende la Impresión que entre los paganos de la época apostólica causaba la predicación de un Dios crucificado. Predicamos a Jesús, y éste, crucificado, pregonaba San Pablo. Escándalo para los Judíos y locura para los gentiles.

Y era tal la Infamia de la cruz, su simple representación gráfica llegaba tan mancillada de afrenta y de Ignominia, que durante los cinco primeros siglos de la Iglesia se evitó el hacer crucifijos. Se aceptaba como un bello Ideal el de San Pablo: estar crucificado con Cristo en la cruz. Se reclamaba como título de gloria santa el llamarse, con Justino, herederos del Crucificado; pero es lo cierto que el crucifijo hería vivamente la sensibilidad de los mismos cristianos.

Del siglo VI hasta nuestros días la cruz se fue rehabilitando, y ya la vemos materialmente cubierta de oro, de gemas y esmeraldas; espiritualmente Iluminada de gloria y ungida de veneración.

Ya no es la cruz maldita; es la cruz bendita. Y ya es bendito de Dios y de los hombres el que cuelga del madero… Entre tantos redimidos de la cruz e Indignos herederos del crucificado, me acerco yo para poner de rodillas todo mi ser y contemplar y aprender…

Porque esto madero es una cátedra, y el predicador, hecho una llaga, nos predica a gritos con la elocuencia de la sangre.

Al religioso, el crucifijo le dicta la más sublime lección de vida espiritual.

Le muestra, como ejemplo supremo, la realización del Ecce y del fíat, que son las dos actitudes sustanciales del religioso.

Del ecce, que es la actitud de la ofrenda; la palabra que Jesús dijo al Padre cuando entraba al mundo para cumplir su misión. Del fíat, que es la actitud de aceptación total de la voluntad divina y del sacrificio consumado. Como cuando Cristo, ante el Cáliz de amargura y la cruz de los dolores supremos dijo al Padre: Fiat, hágase tu voluntad.

Ecce y fiat, dijo también la Madre del Crucificado cuando se doblegaba sumisamente al mensaje de Dios. Y ecce y fiat debe decir el religioso al crucificarse con Cristo en la cruz mediante la emisión de sus votos y la entrega de su voluntad a Dios.

El crucifijo nos enseña el sentido del valor santificador del sufrimiento, que es uno de los aspectos esenciales del espíritu cristiano. El sufrimiento y el dolor nos hacen llegar de golpe, casi siempre, hasta el fondo mismo de las cosas. La prueba terrible nos pone de rodillas ante Dios, de modo instantáneo. Entonces, el modelo y el confidente supremo será tu crucifijo. Conviene que yo sea exaltado en la cruz. Conviene que yo beba este cáliz…

El crucifijo nos enseña la renuncia, el despojo, la desnudez espiritual, el grito al Padre en la hora de la tiniebla y del abandono. Y estrujándolo entre las manos o contra el pecho, en donde late un corazón agitado, o contra los labios, que besan y profieren palabras de aceptación y de inmolación, él representa y comunica la fuerza suprema, la gracia confortadora, el refugio postrero.

El crucifijo nos habla de redención.

Nunca se aprecia tan bien el valor de una sola alma como de rodillas a los pies de un crucifijo.

El crucifijo recuerda, simboliza y pregona la exaltación suprema del amor y del dolor padecido por amor.
Es también la victoria del amor sobre el padecer.

Es el magisterio de la misericordia. He aquí un Dios que se ofrece para reparar por amor y con afrentas los pecados afrentosos cometidos contra el amor.

Es el amor llagado y doliente que invita a la penitencia.

Es el amor agobiado, pero de brazos abiertos y corazón franqueado que inspira confianza y acoge dulcemente al pecador, todo llagas y debilidad.

Cuando yo veo el crucifijo, me dirá: ¡Así amó Dios al hombre!

Siempre que lo vea, mi corazón le dirá: Pues que me amas, perdóname. Y porque me amas, no te ofenderé más.

El crucifijo, escribió el Padre D’Alzon, ha de ser para ti un amigo, un confidente.

Nada santifica tanto como la comunión frecuente; nada enfervoriza tanto como la adoración al Sacramento. No puede reiterarse diariamente la comunión, ni se puede permanecer de continuo ante el Sagrario. Pero si puedes llevar contigo el pequeño crucifijo.

Bésalo por la mañana y prométele llevar tu cruz durante la nueva jornada.

En tus minutos de meditación, estréchalo en tus manos y únete a la inmolación de Cristo en el altar.

En la monotonía del terrible cuotidiano, dedícale el peso de tu quehacer.

Practica, por amor a tu crucifijo, el silencio sabio, la conversación discreta, la paciencia invicta, la oculta misericordia.

Y al final del día, ya en las fronteras del reposo merecido, deposita a sus pies el manojo de tus obras.

Dale cuenta de tu jornada y pon ante sus ojos, para que cancele todo, tus orgullos y vanidades, tus cobardías y perezas, tus impaciencias y despechos, tu egoísmo, tan contrario a su amor infinito y dadivoso.

Y recuerda siempre que el cristiano no es más que un heredero del crucificado, y el religioso, el hombre que profesa imitarlo.

¡Bendito seas, mi crucifijo, compañero y confidente de tantas horas de mi vida varia! Tú me recuerdas la blancura de nácar de la primera comunión… Tú eres de los pocos que conocen mis lágrimas ocultas… Mis ojos te han buscado en horas muy cerradas y sombrías, cuando Tú eras la única esperanza y el único alivio. No me faltes, Crucifijo mío, en la hora del tránsito, para recibir mi último suspiro, hecho todo de amor, de confianza y de arrepentimiento.

R.P. Carlos E. Mesa, C.M.F.

Consignas y sugerencias para militantes de Cristo

Pensamientos acerca del año nuevo

“Postquam completi sunt dies octo”  (Lucas, II, 21).

Dios tenía ordenado que los niños hebreos fuesen circuncidados en el octavo día; la circuncisión  era figura del Bautismo. Nuestro Señor Jesucristo manda que sus discípulos bauticen en nombre de la Santísima Trinidad a aquellos que aceptaban esta nueva forma de vida.Y tenia como efecto el comienzo de una nueva vida. Esta nueva vida para el católico debe de ser demostrada por las obras que practique, por sus palabras, por sus actitudes, por sus amor a Dios y amor al prójimo.

 

Hemos terminado otro año, es cosa ya del pasado. Sus dolores y sus alegrías, sus penas y sus placeres han pasado. Así también las gracias, bendiciones y pecados. Por el año transcurrido debemos a Dios dos clases de atenciones. Una de reparación por los pecados cometidos, haciendo penitencia y siendo mortificados en todo, y la otra, tener  gratitud por las gracias recibidas realizando constantemente acciones de gracias y obrando el bien evitando el mal.

Muchos lo comenzaron con nosotros, y no han visto el fin. Esos entraron en la casa de la eternidad para gozar o penar, lo mismo se dirá de nosotros un día. Por esto conviene que pensemos en serio en el Año nuevo:

El año nuevo es don concedido por la divina Misericordia.

 

La primera reflexión : ¿veremos el fin de este año? Millones ciertamente no, porque según estadísticas mueren alrededor de 150,000 diariamente. ¡Hoy mismo, millares han muerto! Llegará un año en que veremos el principio, mas no el fin. Si así de verdad lo creemos, resolvamos hoy aprovecharnos de los principales medios para pasar bien el año:

Cosas cuasi ordinarias, y, sin embargo, maravillosamente eficaces en la práctica.

I.- Oración diaria: Es Manantial de fuerza y protección espiritual, y deber natural de todos los seres racionales con frecuencia olvidados. Por esto, deben enseñar a sus hijos a adquirir y conservar este saludable hábito.

II.- Misa dominical y de precepto: Dios, autor de nuestro tiempo, podría reclamarlo todo para sí. La voz de la naturaleza, nos exige consagrar a lo menos una parte para Él. Dios quiere que un día por semana esté consagrado a su servicio. Y la Iglesia nos manda santificarlo oyendo Misa. Mas ¡oh dolor! ¡

 

Cuántos hay que se olvidan de cumplir tan sencillo precepto! Pérdida de la Misa en domingo, gran mal de nuestros tiempos, mas si tomamos en cuenta que el Santo Sacrifico se celebra en muy pocos lugares, y algunos teniendo la gracia de tener cada domingo y fiesta de precepto no acuden, y tratan de justificar la falta de cumplimiento de este precepto de Misa con un Rosario y un acto de contrición. El rezo del Santo Rosario se permite en casos excepcionales para santificar el domingo, cuando no hay sacerdotes, cuando existe imposibilidad por enfermedad o cualquier otro hecho extraordinario, pero no para dejar de asistir a la santa Misa. El acto de contrición perfecta, igualmente, es para cuando no existe sacerdote y hay verdadero dolor de haber pecado, con la intención de confesarse al momento de que haya un sacerdote. Pero esto es una culpable omisión cuando hay sacerdote; porque, la experiencia enseña cuán difícil es la enmienda.

III.-Precepto de la Iglesia: es la  Confesión y la Comunión.

Obliga a todos los fieles que han llegado al uso de razón a la Comunión; Bajo pena de pecado mortal; porque si no comemos de este pan, no tendremos la vida espiritual (Juan, VI, 54). ¡Cuántos rehúsan aún este poco a Dios!. ¿Cómo pueden éstos esperar pasar bien el año? ¿Cómo podrán aprovecharse de los Sacramentos en la muerte, si los dejan preteridos en vida?

Resoluciones:

I.- Emplear bien el año, valiéndose de estos sencillos medios (Oración, asistencia a la Santa Misa, confesión, comunión).

II. Hacérnoslos familiares con la mortificación y abnegación de nosotros mismos.

III.—Hacer también nuestros días de verdad llenos, merecedores de eterna recompensa.