Quinto Mandamiento. Suicidio. Pena capital. Vivisección. La guerra.

 ¿Es legal el suicidio cuando, por ejemplo, pretende uno defender el propio honor? Yo he oído decir que muchos santos se suicidaron. Además, parece que todos los suicidas están locos. Si, pues, están locos, ¿con qué derecho les niega la Iglesia sepultura eclesiástica, condenándolos al infierno por el mero hecho? Por fin, ¿no es cierto que a veces el suicidio es un acto de valentía?
     Suicidarse es quitarse la vida libremente, bien sea de una manera directa y violenta, como disparándose un tiro o tomando veneno; bien indirectamente, como sería exponerse a una muerte cierta sin causa que lo justifique. Aunque es cierto que muchos suicidas padecen de enfermedades mentales, es falso afirmar que todos ellos están locos. Tampoco es cierto que el suicidio sea un acto de valor como creían los estoicos paganos; al contrario, es un acto de cobardía, y va contra el quinto Mandamiento: “No matarás”. En general, el suicidio es fin de una vida de despilfarro, crímenes y otros vicios. El suicidio nunca es lícito, pues es contrario a la ley natural, en virtud de la cual todos estamos obligados a preservar la vida como el mayor de los dones recibidos de Dios, y es también contrario a la ley divina, que nos dice que Dios es el único que “tiene poder sobre la vida y sobre la muerte” (Sab. XVI, 13). Sólo Dios puede limitarla dándole principio y poniéndole fin. Además, el suicidio es un crimen contra la sociedad. El hijo, el padre, el esposo, el ciudadano que se suicida se niega cobardemente a prestar su prójimo los servicios que le debe. Ni vale la excusa de que las miserias de esta vida son con frecuencia intolerables. El Evangelio nos manda abrazarnos con la cruz para imitar más de cerca a Jesucristo y seguirle luego en la gloria. Los padecimientos de esta vida, bien llevados, son fuentes de gloria en el cielo.
     Es falso que los santos cometieran suicidio. Hubo mártires, como Santa Apolonia de Alejandría (249), y otros muchos de que nos habla el Martirologio, que saltaron gozosos a las llamas sin aguardar a ser arrojados en ellas por los verdugos; pero estos actos heroicos sólo se pueden hacer por inspiración de Dios, ni merecen el nombre de suicidios.
     Es cierto que la Iglesia niega sepultura cristiana a los que “se quitan la vida deliberadamente” (canon 1240) “desesperados y con ira” (Decreto del Santo Oficio, 16 de mayo de 1866); pero se abstiene de condenarlos al infierno. Esto pertenece a Dios únicamente.

    ¿No es cierto que la pena capital es un homicidio? ¿Por qué se ha de castigar el crimen cometiendo otro crimen?
La Iglesia católica ha mantenido siempre que el Estado tiene derecho para castigar con pena de muerte ciertos crímenes graves, perseverando así el orden y la seguridad dentro de las fronteras. Santo Tomás dice expresamente que “tal género de muerte no es homicidio”. Y el Papa Inocencio III declaró contra los valdenses que “el poder secular puede imponer pena de muerte sin pecar por ello gravemente”. El catecismo del Concilio de Trento dice que “los magistrados que condenara a muerte…, no sólo no son reos de homicidio, sino que obedecen perfectamente a esta ley (el quinto Mandamiento), que condena el homicidio”.
     El Antiguo Testamento prescribió la pena de muerte para ciertos crímenes (Gén. IX, 6; Ex. XXI, 12, 14, 23; Levítico XX, 2; Deut. XIX, 12). El Nuevo Testamento presupone que el Estado tiene derecho a condenar a muerte a los criminales (Juan XIX, 10-11; Hech. XXV, 11) “porque es el ministro de Dios, el vengador que castiga a los que obran el mal” (Rom XIII, 4). Pero la Iglesia, aunque defienda el derecho que le asiste al Estado para ejecutar a los criminales, no cree que la aplicación de la ejecución es el único medio para evitar los crímenes. Eso lo deja al arbitrio de los ciudadanos. De hecho, son frecuentes los casos en que los obispos han pedido al Estado que indulte a criminales condenados ya a muerte, y el Derecho Canónico condena con irregularidad a cualquier clérigo que coopere en la ejecución de un condenado a muerte (canon 984). El argumento apodíctico que se suele aducir para probar que el Estado tiene derecho a imponer la pena de muerte es el derecho que tiene a la defensa propia. Así como el individuo tiene derecho a matar al adversario que le quiere quitar la vida, así el Estado tiene derecho a defenderse contra los enemigos externos (la guerra) y contra los enemigos internos (pena capital), que con sus crímenes amenazan echar por tierra los cimientos del orden social.
      Como dijo Santo Tomás“La ejecución de un malhechor es lícita, pues tiene por fin el bienestar de toda la comunidad” (2, 2, q. 64, a. 3). Hay quienes niegan la licitud de la pena capital; pero se fundan en un principio falso, pues creen que el crimen es una enfermedad hereditaria o nacida del ambiente en que uno se cría, y niegan, además, la libertad de la voluntad. Estos tales separarían a los criminales como separamos a los atacados de viruela y los ponemos en una casa de apestados. Para ellos, la cárcel es castigo más que suficiente aun para los crímenes más atroces. Hay otros que opinan que cadena perpetua es peor aún que la pena de muerte. Creemos que para la mayoría de los criminales la pena de muerte es mucho peor que cadena perpetua. El condenado a muerte pierde toda esperanza para siempre, mientras que el condenado a cadena perpetua ve en lontananza un indultillo o una “fuga”. Mientras uno vive, siempre queda la esperanza. Por eso decimos que, en general, la pena de muerte es un castigo mucho más eficaz que la cadena perpetua. A estos segundos les decimos que si el Estado tiene derecho a imponer un castigo más duro que la pena de muerte, se colige necesariamente que también tiene derecho para imponer esta pena.
     En varias naciones de Europa, Bélgica, Holanda, Italia, Portugal y Rumania, en algunos cantones suizos y en algunos Estados de Norteamérica, se ha abolido la pena de muerte. Es muy discutible el resultado de esa abolición. Desde luego, abolir la pena de muerte no quiere decir que el Estado no tenga derecho a imponerla; a lo sumo, se seguiría que el Estado suspende temporalmente el ejercicio de un derecho. Ciertamente, está más en armonía con el espíritu del Evangelio restringir la pena de muerte a ciertos crímenes más horrendos, como el homicidio, la piratería y la traición. El inglés Blackstone condenó, y con razón, la legislación inglesa del siglo XVIII, en la que se contenían ciento sesenta delitos punibles con la pena de muerte.

     Parece que la vivisección es inmoral, por la crueldad que supone contra los animales. ¿O es que no estamos obligados a tratar bien a los animales?
     La vivisección es lícita y moral. Los animales fueron criados por Dios para servicio del hombre (Gén. IX, 3; salmo VIII, 8); por tanto, como dijo Santo Tomás, el hombre puede usar de ellos libremente, ya matándolos, ya de otra manera sin hacerles por eso injuria alguna (Contra Gentiles 50, 3, c. 112, n. 7). Hablar de los derechos de los animales y de nuestros deberes para con ellos es, por no decir otra cosa, ridículo. Oigamos al cardenal Newman: “Nosotros no tenemos deberes algunos para con los brutos, ni hay relación alguna de justicia entre ellos y nosotros. Claro está que no tenemos derecho a maltratarlos porque sí, que la crueldad es algo repugnante y contra la ley natural que Dios ha escrito en nuestros corazones; pero absolutamente hablando, los animales no tienen derecho a exigirnos nada. Dios los crió y los puso a nuestra disposición. Podemos, pues, valernos de ellos como nos plazca; podemos divertirnos con ellos y emplearlos en oficios duros para nuestro provecho; podemos, incluso, matarlos cuando y como nos parezca, con tal que lo hagamos de manera racional, no por crueldad o ensañamiento, pues, al fin y al cabo, tendremos que dar cuenta de todas nuestras acciones” (Omnipotente in Bonds).  
     La vivisección ha ayudado considerablemente al progreso en todos los ramos de la Medicina y Cirugía, y, gracias a ella, se han podido hacer descubrimientos importantísimos, como la circulación de la sangre, los efectos de ciertas drogas y venenos, la manera de conseguir la cicatrización de ciertas heridas; y, finalmente, los tratamientos en los animales han salvado muchas vidas humanas. En la vivisección no se somete a los animales a tormentos innecesarios, y, cuando es posible, se les da un anestésico, como a los pacientes más delicados.

    ¿No es cierto que la Biblia condena la guerra? En el Antiguo Testamento vemos que Dios no dejó que David edificase el templo “por ser hombre de guerra” (Paral. 28, 3), y Miqueas e Isaías afirmaron que la guerra cesaría con la venida del Mesías (Miq. IV, 3; Isaías II, 4; XI, 13). En el Nuevo Testamento vemos que Jesucristo nos manda “ofrecer la mejilla izquierda al que nos hiera en la derecha” (Mat. V, 39). Asimismo reprendió a San Pedro por querer hacer uso de la espada (Mat XXVI, 52). Y San Pablo: “No os queráis vengar, sino dad lugar a que pase la cólera” (Rom XII, 19). Finalmente, ¿no es cierto que los Padres primitivos condenaron la profesión militar?
     La Biblia no condena la guerra como inmoral intrínsecamente. Al contrario, en ella leemos que Dios: 
1.° aprueba la guerra y la aconseja (Ex. XVII, 11; Deut. VI, 1; Judit IV, 6); 
2.° hace milagros para que triunfen los hebreos (Gen. XIV, 19; Josué X, 11); 
3.° es el Dios de los ejércitos y castiga a veces los pecados de los hombres mandando guerras (Isaí. III, 1; Deut XXVIII, 40; Jeremías V, 14).

      El texto aducido en los Paralipómenos no condena la guerra, sino que se refiere al castigo de David por haber sido causa de la muerte de Urías (2 Rey XI, 17). Las predicciones pacíficas de Miqueas e Isaías se refieren, según unos, a la paz que había de traer a los hombres la redención, o, según otros, a las armas de paz que habrán de usar los cristianos para extender el Evangelio por el mundo. El primer Mandamiento de Nuestro Señor fue que amásemos a Dios y al prójimo por amor de Dios. Si todos cumpliésemos este Mandamiento, las guerras cesarían al punto. Pero flota sobre el mundo todo un nacionalismo pagano que rechaza los principios cristianos de caridad y justicia. 
     En el Nuevo Testamento, San Juan Bautista da consejos saludables a los soldados en su tiempo (Luc. III, 14), y Jesucristo alaba la fe del centurión (Mat. VIII, 10); pero ni San Juan, ni Jesucristo les mandan que abandonen su profesión por ser inmoral. En cuanto a las palabras de Jesucristo en el sermón de la montaña, hay que hacer notar que son consejos de perfección dirigidos al individuo, y San Pablo prohibe la venganza privada bajo pena de pecado mortal. La reprensión de Jesucristo a San Pedro no tiene nada que ver con la licitud o ilicitud de la guerra. Le reprendió sencillamente por su imprudencia en querer usar allí de violencia, ya que, como el mismo Señor dijo, podía llamar en su ayuda nada menos que doce legiones de ángeles.
     Los padres primitivos nunca condenaron la guerra como intrínsecamente inmoral. Orígenes y Tertuliano aconsejaban a los cristianos que no fuesen de voluntarios, pues corrían grave peligro de apostatar. A la hora menos pensada, el soldado cristiano podía recibir una orden que llevaba consigo un acto de pública idolatría.
La Iglesia católica, aunque cree que la guerra es una de las peores calamidades que puede caer sobre un pueblo, sin embargo, si la guerra es justa, no la condena, antes sostiene que es lícita y moral. Condena el pacifismo de los cuáqueros, que no entienden cómo puedan ser compatibles la guerra y el cristianismo, y condena también el principio pagano de que una nación tiene derecho a agredir cuando le convenga. Hay guerras justas, y en tal caso la declaración de guerra es lícita. 
     Para que una guerra sea justa, tiene que reunir las condiciones siguientes: 
 los derechos del Estado han sido violados por otro Estado, o están, en grave peligro de ser violados; 
 la causa que motiva la guerra es proporcional a los males que se prevén; 
 ya se han agotado todos los medios pacíficos de un arreglo;
 hay esperanzas fundadas de que una declaración de guerra mejorará la situación. 
     Si estas condiciones que exigen los moralistas católicos para justificar la guerra se cumpliesen en todos y cada uno de los casos, rarísima vez se han cumplido, las guerras serían un fenómeno raro. Pero hay hoy día un obstáculo gravísimo que impide una paz duradera. Nos referimos a ese nacionalismo exagerado, fomentado por la prensa, controlado por sociedades secretas o partidos interesados, a lo cual hay que añadir el espíritu de militarismo pagano moderno, que cree que las guerras son inevitables. Cada día leemos en revistas y libros que la próxima guerra echará por tierra la presente civilización, tanto material como espiritual. Es menester que el amor a la paz se arraigue en todos los corazones para evitar lo que sería una catástrofe sin precedentes. 
     Su Santidad Pío XI, en su primera encíclica, hizo un llamamiento general en favor de la paz universal, y la divisa de su pontificado es: “La Paz de Cristo en el Reinado de Cristo.”

BIBLIOGRAFIA.Apostolado de la PrensaDecálogo de los diez Mandamientos.
Id.,El quinto, no matar. 
DevineLos Mandamientos explicados. 
C. CorroEl suicidio.
MárquezFilosofía moral. 
MarxuachEtica o moral. 
MendiveElementos de Etica general. 
SalicrúAnálisis del suicidio. 
Castro AlbarránEl derecho a la rebeldía.

Cuarto mandamiento. La Iglesia y la cuestión social. Salario familiar. Huelgas. El comunismo en la primitiva Iglesia. Soberanía del pueblo. La propiedad privada.

Parece que la cuestión social es una cuestión puramente económica. ¿No sería, pues, conveniente que la Iglesia se abstuviera de tomar cartas en este asunto? 

La cuestión social es algo más que una cuestión económica. En la encíclica que escribió León, XIII sobre la Democracia cristiana, leemos que la cuestión social es una cuestión eminentemente moral y religiosa que debe ser resuelta a la luz de los principios de moralidad y conforme a los dictados de la religión. La Iglesia condena igualmente a los que dicen que los clérigos deben meterse en la sacristía y a los que dicen que los problemas económicos deben ser arreglados única y exclusivamente por la jerarquía eclesiástica.  Es cierto que Jesucristo nunca se metió a político, condenando, por ejemplo, la esclavitud u otros males sociales de la época; pero delineó con toda claridad una serie de principios de caridad y justicia capaces por sí solos de formar al mundo entero si los hombres los aplicaran. Su misión divina era espiritual sobre todo. Por eso insistió en que salvar el alma era de más provecho que ganar todo el mundo, y no se cansaba de encomendar el amor a Dios, el amor mutuo y la vida de la gracia que El nos ganó con su Pasión y muerte. Pero conoció muy bien que la solución de la cuestión social dependía de la aceptación de sus enseñanzas morales y religiosas. La Iglesia, lo mismo que su divino Fundador, tiene una misión divina, y es la gracia de Jesucristo. Por eso no está ligada a ninguna forma particular de gobierno, ni entra a tomar parte en partido alguno político social. Pero es incumbencia suya defender puros e ilesos ciertos principios cristianos, que si se cuarteasen amenazarían con el derrumbamiento general de la sociedad. Por eso se opone doctrinalmente al socialismo y al comunismo, que se basan en métodos puramente materialistas y condenan la propiedad privada, y al individualismo frío, que exalta la plutocracia y el encumbramiento de unos pocos con mengua de la mayoría, sin parar mientes en las exigencias de la caridad y justicia social. Los Papas Pío XI, y Pío XII han seguido la misma línea.

¿Qué opina la Iglesia sobre el llamado “salario familiar”? ¿No son acaso libres los obreros y los patronos para fijar el salario que a ellos les parezca? ¿No es justo el contrato libre?

 A esta dificultad contestó, el año 1891, León XIII en su encíclica Rerum novarum. No está la injusticia sólo en que el patrono no pague al obrero lo convenido, ni en que el obrero no haga la obra que se comprometió a hacer. Si el trabajo fuese algo meramente personal, el trabajador podría aceptar cualquier salario; pero, además de personal, es necesario, porque el hombre no puede vivir sin los resultados del trabajo (Gén III, 19). Por tanto, un contrato libre efectuado bajo una presión económica, ni es libre ni es justo. También da libremente la bolsa el caminante a quien los bandoleros echan el alto en descampado. Dice asi León XIII“Aunque es cierto que, generalmente hablando, los patronos y los obreros pueden convenir libremente en un salario determinado, sin embargo, por encima de todo contrato está el dictado de la justicia natural, que exige que la paga del obrero sea tal, que con ella viva razonablemente desahogado. Si el obrero, o por necesidad, o por miedo a un mal mayor, acepta salarios miserables, porque el patrono rehusa darle mas, este obrero es víctima de opresión, e injusticia.” No perdamos de vista que la mayoría de los obreros están casados y tienen familia. Debe, pues, el obrero ganar lo suficiente para llevar adelante su casa con decoro y para meter en la hucha algunas monedas extra que le saquen de apuros un día que llueva, o no pueda trabajar, o tenga una desgracia en casa. El apóstol Santiago dice en su epístola que negar la paga a los obreros es un pecado “que clama al cielo” (V, 4). Pío XI y Pío XII han sancionado y urgido aún más esta misma doctrina.

¿Son legales las huelgas de los obreros? ¿Qué opina la Iglesia católica sobre las huelgas llamadas generales?

Entendemos por huelga el paro voluntario de los obreros de ciertos ramos que se niegan a continuar el trabajo hasta que el patrono acceda a sus demandas. Desde luego, los hombres son libres para trabajar o para pasarse el día en el café; y esto lo mismo el individuo que el grupo de individuos. Si tienen en su favor una razón justa y proporcionada, tienen derecho a declarar la huelga, con tal que no cometan actos de violencia contra los que no se adhieren a la huelga o contra los que se ofrecen a tomar sus empleos para evitar el paro. Entre las causas que justifican una huelga pueden mencionarse: salarios miserables, demasiadas horas de trabajo, circunstancias de insalubridad, el reconocimiento de una asociación, etc. Asimismo, los obreros tienen derecho a declarar la huelga, no sólo para que se les pague un salario mínimo, que es de justicia, sino también para que se les pague un salario decente. Pero las huelgas deben obedecer a motivos proporcionados a la gravedad de sus efectos. La huelga, en fin de cuentas, no es más que una guerra industrial, y no se debe declarar una guerra sin esperanzas fundadas de que el triunfo final pagará con creces los daños inherentes a ella.

Mas si los obreros han hecho un contrato libre y justo con los patronos, aquéllos no tienen derecho a declarar la huelga, pues, como dice León XIII en su encíclica: “La religión y el bien común demandan que tales contratos se guarden inviolablemente.” Sin embargo, hay casos en que estos contratos cesan de obligar, bien porque los patronos no cumplan su parte, bien porque en el contrato mismo se encierran cláusulas injustas que lo invalidan. De la llamada huelga general, no hay que decir sino que es injustísima, tanto en su fin último—que es acabar con el capitalismo—como en sus medios violentos y criminales. Los obreros no tienen derecho alguno a privar a los dueños de sus posesiones ni a inutilizar o destruir sus propiedades. A veces los obreros declaran la huelga porque algunos de sus “camaradas” son tratados con injusticia. Si la huelga es parcial, puede permitirse; pero si es general, no se ve cómo deba permitirse, pues trae consecuencias gravísimas y causa daños incalculables a la sociedad. Además, se suelen violar con ella tratados justos contraídos libremente por las dos partes. Los obreros se adhieren a la huelga simplemente porque sus compañeros declararon la huelga. Este principio no puede ser más absurdo.

 ¿No es cierto que Jesucristo y los primitivos cristianos de Jerusalén fueron comunistas? Además, los Padres de los siglos IV y V negaron el derecho a la propiedad privada, por ejemplo, los santos Juan Crisóstomo, Basilio, Ambrosio, Agustín y Jerónimo.

Esta dificultad la ponen algunos socialistas, pero no tiene fundamento alguno. Jesucristo nunca dijo que la propiedad privada fuese injusta. Pintó, sí, con vivos colores los peligros a que están expuestos los ricos y la dureza de corazón que a veces trae la riqueza; pero no negó que fuese imposible la salvación para los ricos (San Mateo XIX, 26). Si Jesucristo hubiese tenido por injusta la propiedad privada, no hubiera aconsejado al joven rico que vendiese lo que tenía (San Mateo XIX, 21), ni se hubiera contentado con que Zaqueo diese solamente la mitad de los bienes a los pobres (San Lucas XIX, 8). En vez de condenar la propiedad privada, insistió en la limosna y obras de caridad como medio adecuado para ganar el reino de los cielos (San Maeo XXV, 35-36).  En cuanto al comunismo de los cristianos primitivos, decimos que era similar al comunismo que vemos hoy en las comunidades religiosas, pero en modo alguno negaba el derecho a la propiedad privada. Además, no era cosa obligatoria, sino de supererogación. Por eso dijo San Pedro a Ananías: “¿Quién te quitaba el conservarlo? Y aunque lo hubieses vendido, ¿no estaba el precio a tu disposición?” (Hechos V, 4).  Dígase lo mismo del comunismo atribuido a los Santos Padres. Condenaron, ciertamente, a muchos ricos de su tiempo por adquirir injustamente sus riquezas, e insistieron en que se debía dar lo superfluo a los pobres. Pero no condenaron la propiedad privada. Los santos Ambrosio y Basilio retuvieron la propiedad de parte de sus posesiones, y San Jerónimo no vaciló en afirmar que “las riquezas no son obstáculo si el rico usa de ellas como es debido”.

¿No es cierto que la Reforma trajo consigo esta democracia moderna que ha dado al traste con aquellas ideas medievales del derecho divino de los reyes?

No, señor. La Reforma, tanto en, Inglaterra como en el continente, basó la autoridad de los Tudores y de los príncipes alemanes en el llamado derecho divino, para combatir la autoridad divina del Papa. San Roberto Belarmino (1542-1621), el gran teólogo jesuíta del siglo XVI, defendió la soberanía del pueblo contra la teoría del derecho divino a que se agarraba el déspota Jacobo I de Inglaterra. Según él, la ley natural o divina que creó el poder político en general, pone a éste, no en manos de un individuo o de un rey, sino en la multitud o en el pueblo, considerado como una unidad política. El derecho a gobernar no está vinculado a una forma particular de gobierno (León XIII, Immortale Dei), sino que es determinado por el consentimiento del pueblo o por la ley de las naciones. “Es incumbencia del pueblo —dice el Papa— elegir para sí, bien un rey, bien un cónsul o cualquier otro magistrado; y si hay razones que lo justifiquen, el pueblo puede cambiar la forma de gobierno, de aristocracia en democracia, y viceversa.” Y termina citando a Santo Tomás, según el cual, “los dominios humanos y los principales no son de derecho divino, sino humano”.

Otro teólogo eximio de aquel período, el jesuíta Suárez (1548-1617), fue de la misma opinión que Belarmino, y condenó la teoría del derecho divino de Jacobo I, llamándola “doctrina nueva y peregrina, inventada para exaltar el poder temporal y empequeñecer el espiritual”. Ahora bien: como no hubo ningún escritor inglés que favoreciese la democracia en todo el período que corrió entre Lutero y Suárez, es razonable creer que la concepción de un gobierno demócrata les vino a los ingleses por los escritos de Suárez y Belarmino, y dígase otro tanto de los Estados Unidos. En el siglo XVII se inició una reacción contra la teoría y práctica protestantes de despotismo por derecho divino, y se volvió a admitir, al menos en parte, la teoría medieval de los derechos naturales, soberanía popular y libertades de los gremios y cuerpos municipales. Hoy, en el siglo XX, no se ha hecho más que adoptar con más amplitud aquellas ideas políticas.

Parece que el cardenal Belarmino, con su teoría sobre la soberanía del pueblo, fue el responsable de la Revolución francesa. Por lo menos, influyó en ella tanto como Rousseau con su teoría acerca del contrato social.

Las causas de la Revolución francesa fueron, entre otras, la doctrina de Rousseau y la tiranía, extravagancia y absolutismo de los reyes franceses Luis XIV y Luis XV. Hay una diferencia esencial entre la doctrina de Belarmino y la de Rousseau. Según Belarmino, el poder político es una institución natural y divina, necesario para el bienestar de la sociedad. En cambio, Rousseau sostenía que el poder no era más que una conveniencia humana, que no existía más que porque los hombres habían convenido en crearlo. Belarmino derivaba el poder inmediatamente del pueblo, considerado como un todo, pero mediatamente, de Dios; mientras que Rousseau basaba ese poder únicamente en un contrato entre el súbdito y el soberano. Belarmino declaró que los subditos estaban obligados en conciencia a obedecer a todas las autoridades legales. Rousseau no vaciló en afirmar que “cada uno está unido a los demás, pero no obedece más que a sí mismo, y queda tan libre como antes”. Se ve, pues, que Rousseau facilitó el advenimiento de la Revolución francesa, y Belarmino echó los cimientos de la democracia moderna bien entendida.

La Iglesia católica defiende acérrimamente la propiedad. ¿No es esto ponerse al lado de los ricos y aplastar al pobre? ¿A qué viene esa oposición de la Iglesia al socialismo? El socialismo es el remedio más eficaz contra los males del sistema industrial moderno.

La Iglesia condena el socialismo no porque se incline a los ricos más que a los pobres, sino porque tiene que defender el derecho que todos tenemos a poseer, cosa que el socialismo no admite. Como dijo León XIII en su encíclica Rerum novarum (1891): “Los postulados del sacialismo son injustísimos, pues, al destruir la propiedad privada, robarían al poseedor legítimo, elevarían el Estado a una esfera que no es la suya y causarían una confusión espantosa en la sociedad.” Esto no quiere decir que la Iglesia apruebe, ni mucho menos, los males sin cuento del capitalismo moderno. Los moralistas católicos condenan su avaricia y ambición, su desprecio de toda justicia, la tiranía con que esclaviza a los pobres, el control que ejerce sobre los Gobiernos, los excesos de sus juegos de bolsa, su intrusión odiosa en la prensa, etcétera, etc. Pero aunque admiten de grado la existencia de estos males, creen, sin embargo, que los males que traería el socialismo serían mucho peores. Porque el socialismo es una cura falsa, como es cura falsa el suicidio. Por otra parte, la moral católica sostiene y defiende que el derecho a poseer es un derecho fundado en la naturaleza humana. La posesión de cosas materiales no es patrimonio exclusivo del Estado, sino que compete igualmente a las corporaciones, a la familia y aun, al individuo. Este derecho que el hombre tiene a poseer se extiende no sólo a objetos de consunción diaria, como la comida, el vestido y la vivienda, sino también a objetos productivos, como fincas, minas, almacenes, ferrocarriles, fábricas, bancos, etc. Los monopolios del Estado no son socialismo si se extienden sólo a ciertos ramos administrativos, como el petróleo, el tabaco, los ferrocarriles, etc., cosa que con frecuencia demanda el bien común de la sociedad. Lo que podría hacer el Estado sin cometer una injusticia gravísima sería, por ejemplo, incautarse de las minas, ferrocarriles, centros docentes, etc., de particulares, sin la debida recompensa. Pero no se vaya a creer que la Iglesia no pone limitaciones al derecho de propiedad. Las pone, y bastante estrictas. El dueño no puede hacer lo que se le antoje con su propiedad. Puede, sí, disponer de ella como le plazca, pero no puede destruirla sin cometer una injusticia. El propietario no es más que administrador de los bienes que posee. Estos pertenecen a Dios. Ya lo dijo San Juan Crisóstomo en el siglo IV: “¿No es del Señor la tierra y todo lo que en ella se contiene? Si, pues, nuestras posesiones son un don común que recibimos del Señor, sigúese que pertenecen también a nuestros prójimos.” El propietario debe disponer de su riqueza de modo que el trabajador gane un salario decente y el consumidor pueda comprar lo que necesite a un precio razonable. Tan pronto como se dé cabida a la injusticia, el Estado tiene derecho a intervenir para limitar hasta cierto grado la propiedad privada. Lo dijo León XIII en su encíclica Rerum novarum“Cuando el bien común o una clase particular de la sociedad sufren o se ven amenazados de injusticia, si no hay otra manera de llegar a un, arreglo, la autoridad pública tiene derecho a intervenir y debe intervenir.”

BIBLIOGRAFIA.

Pío XI, Encíclica “Quadragesimo Anno». 
M. PrietoEl derecho de los trabajadores a vivir.
AzpiazuPatronos y obreros.
IdemProblemas sociales de actualidad. 
BeaulieuCristianismo y democracia. 
CarbonellEl colectivismo y la ortodoxia católica. 
Carrillo de Albornoz, El más “socialista” de los Santos Padres.
CathreinSocialismo y catolicismo.

Mandamientos segundo y tercero. Juramentos. Descanso dominical.

¿No es cierto que Jesucristo (Mat. V, 33-37) y Santiago prohibieron los juramentos absolutamente?

No hay que tomar aquí a la letra las palabras de Jesucristo, como han hecho los cuáqueros sectarios y como hicieron los albigenses en la Edad Media. Sabemos por la tradición divina y por la práctica de la Iglesia que los juramentos son lícitos en ciertas circunstancias y con las debidas condiciones. Al decir Jesucristo que “no jurásemos”, quiso decirnos que fuésemos tan veraces que no necesitásemos confirmar con juramentos nuestros asertos. Cuando Caifas le preguntó con juramento si era Hijo de Dios. Jesucristo respondió con toda mansedumbre que sí (Mat. XXVI, 63).  San Pablo puso repetidas veces a Dios por testigo de lo que decía (Romanos I,. 9; 2 Cor I, 25; XI, 31), y declaró que el fin de toda controversia es un juramento en confirmación de lo que se defiende (Hebr. VI, 16).  
San Jerónimo, citando a Jeremías (IV, 2), afirma que para que el juramento sea válido se necesitan tres condiciones: verdad, justicia y necesidad. El perjurio es siempre pecado mortal por su misma naturaleza, pues, además de ir contra el precepto divino (Lev. XIX, 12), implica menosprecio de Dios. Por eso lo castigan severamente lo mismo las leyes civiles que las eclesiásticas (cánones 1743, 1757 y 2323). Si el perjurio fuese lícito, nadie se fiaría de nadie, y la sociedad padecería grave detrimento. 
Los albigenses medievales, que condonaban el juramento en todas sus formas, eran mirados a la vez como enemigos del Estado y de la Iglesia, ya que la sociedad feudal de entonces descansaba enteramente en el juramento de fidelidad. 

¿Por qué y cuándo sustituyó el domingo al sábado? ¿No mandó Dios que guardásemos el sábado? ¿Con que derecho lo cambió el Papa? ¿Por qué están los católicos obligado a ir a misa todos los domingos bajo pena de condenación eterna? ¿Por qué se divierten tanto los católicos los días de fiesta? No parece esa buena manera de guardar las fiestas. ¿Creen acaso los católicos que si van a misa por la mañana ya pueden hacer durante el día todo lo que se les antoje?

El tercer mandamiento de la Ley Antigua dice así: “Acuérdate de que tienes que santificar el día del sábado” (Ex. XX, 8). Hay en este mandamiento dos partes: la moral, pues todos estamos obligados por la ley natural a dedicar ciertos tiempos al servicio exclusivo de Dios, y la ceremonial, en cuanto que en él se determinan el tiempo y los detalles de su observancia. Es evidente que la Iglesia no tiene autoridad para abrogar la ley natural; pero los apóstoles, como maestros infalibles de la Iglesia de Jesucristo, pudieron cambiar y cambiaron el día, los motivos y los detalles de la observancia del domingo. Sustituyeron el séptimo día -el sábado- por el primero -el domingo- para conmemorar la resurrección de Jesucristo en vez de la creación del mundo (Ex. 20, 11). Mitigaron en gran manera la dureza de la ley judía, aboliendo, por ejemplo, la pena de muerte (Ex XXXI, 15) y ciertas prohibiciones (XXXV, 3). Al principio, la observancia del domingo no fue más que un como suplemento o añadidura a la observancia sabatina; pero a medida que el golfo entre la iglesia y la sinagoga se ensanchaba, el sábado perdía importancia, hasta que terminó por desaparecer. 
Ya San Pablo y San Juan llamaban al primer día de la semana el día del Señor (Hechos XX, 7; 1 Cor X, 2; Apoc I, 10), y San Justino mártir (105), en su primera Apología (65), le llama domingo. San Ignacio de Antioquía nos dice que en él se conmemoraba la resurrección de Jesucristo (Ad Magnos 9), y lo mismo leemos en la epístola de Bernabé (capítulo XV).La Iglesia católica manda a sus hijos que santifiquen el domingo oyendo misa y absteniéndose de todo trabajo servil. La asistencia a la misa del domingo es mencionada por San Pablo (Hech. XX, 7) y por la Doctrina de los doce apóstoles, escrita al fin del siglo I, donde leemos: “Reunios el día del Señor para partir el pan (comulgar). Ofreced la Eucaristía después de haber confesado vuestros pecados, para que vuestro sacrificio sea puro” (capítulo 14).  
San Justino describe la misa del domingo con sus oraciones, sermón y lectura de ciertos pasajes bíblicos (Apol. 65). La Iglesia obliga a sus hijos a que oigan misa los domingos si pueden, bajo pena de pecado mortal, porque considera como un insulto a Jesucristo abstenerse, deliberadamente, de asistir a los cultos del domingo. 
Jesucristo está real y verdaderamente presente en nuestros altares, y en el sacrificio de la misa. El es el sacerdote y la Víctima que continúa la obra del Calvario, aplacando la ira divina y alcanzando para nosotros, pecadores, misericordia y perdón. ¿Diríamos que ama a su madre el hijo casado que vive cerca de ella, y no la visita una vez a la semana? Pues Jesucristo vive en el sagrario, es nuestro Padre y nuestro amigo, y quiere que le visitemos para llenarnos de sus gracias. Aunque no nos obligase la Iglesia, deberíamos acudir con frecuencia a participar en el santo sacrificio de la misa. En la primitiva Iglesia, como los cristianos acudían con tanto fervor al templo, no fue necesario legislar nada sobre la asistencia a los divinos oficios. 
El año 300, en el Concilio que se celebró en Elvira, de España, ya se decretó que a “los que se quedasen en la ciudad durante tres domingos sucesivos sin ir a la iglesia, se les negase la comunión hasta nueva orden” (21).  
Es evidente que la Iglesia no obliga en absoluto a todos a ir a misa. Están excusados los enfermos y convalecientes, los soldados cuando están de guardia o en ocupaciones de su profesión, los que durante la misa tienen que cuidar de la casa y de los niños, los que viven lejos de la iglesia, etc., etc. 
Tertuliano (160-240) menciona la abstención del trabajo servil los días festivos (De Orat 23).  
En cuanto al descanso dominical, hay que confesar que responde a una necesidad humana, como lo prueban el hecho de haber perdurado a través de los siglos y el fracaso de la Revolución francesa, que intentó en vano sustituir el día séptimo por el décimo.
La Iglesia prohibe a sus hijos todo trabajo servil los días festivos. Por trabajo servil hay que entender aquí el trabajo duro que hoy día hacemos todos, pero que antiguamente sólo hacían los esclavos. De esa manera, tienen oportunidad de oír misa y recibir los sacramentos los pobres jornaleros que tienen que trabajar y sudar toda la semana para ganar el pan que comen. Pero una vez que se ha oído misa la Iglesia no nos prohibe que nos recreemos honestamente los domingos y días festivos. 
Calvino no nos permitiría hoy jugar a la pelota los domingos. La Iglesia es más Madre y más humana que los falsos reformadores protestantes que “colaban el mosquito y tragaban, el camello”.

BIBLIOGRAFIA.

Apostolado de la PrensaCuatro palabras sobre el baile.
Id.El descanso dominical.
Id., Las diversiones. 
IdemEl tercero, santificar las fiestas. 
Id.,Las fiestas cristianas. 
IdemLa iglesia y la taberna. 
Id., Las lenguas maldicientes. 
GaumeProfanación del domingo. 
MazoCatecismo explicado.
ReigElementos de religión y moral.

SAN PEDRO DAMIÁN A LOS SODOMITAS: (Del Liber Gomorrhianus)

“Este vicio no puede compararse en absoluto con ningún otro, pues a todos los supera enormemente. Este vicio es la muerte del cuerpo, perdición del alma; infecta la carne, apaga las luces de la mente, expulsa al Espíritu Santo del templo del corazón, hace que entre el diablo fomentador de la lujuria; induce al error, hurta la verdad de la mente, engañándola; prepara trampas al que camina, cierra la boca del pozo a quien en él cae; abre el infierno, cierra las puertas del Paraíso, transforma al ciudadano de la Jerusalén celeste en habitante de la Babilonia infernal: secciona un miembro de la Iglesia y lo arroja a las codiciosas llamas de encendida Gehenna.
Este vicio busca abatir los muros de la patria celeste y busca reedificar lo que fueron incendiados en Sodoma. Es algo que atropella la sobriedad, que asesina el pudor, que degüella la castidad, que destroza la virginidad con la hoja de una repugnante infección. Todo lo ensucia, todo lo ofende, todo lo mancha y como no tiene en sí nada de puro, nada exento de indecencia, no soporta que nada sea puro. Como dice el apóstol, “todo es puro para los puros, pero para los infieles y contaminados nada es puro” (Tito 1, 15). Este vicio expulsa del coro de la familia eclesiástica y obliga a rezar con los endemoniados y con aquellos que sufren a causa del demonio; separa el alma de Dios para unirla al Diablo.
Esta pestilentísima reina de los sodomitas convierte a quienes se someten a su ley en torpes para los hombres y odiosos para Dios. Exige hacer una abominable guerra contra el Señor, militar bajo las insignias de un espíritu absolutamente malvado; separa del consorcio de los ángeles y con el yugo de su dominación extraña al alma de su nobleza innata. A sus soldados les priva de las armas de la virtud y los expone, para que sean traspasados, a los dardos de todos los vicios. Humilla en la iglesia, condena en el tribunal, corrompe en privado, deshonra en público, roe la conciencia con un gusano, quema la carne como el fuego, empuja a satisfacer la lujuria, y por otro lado teme ser descubierta, mostrarse en público, que los hombres la conozcan. El que mira con aprensión a su mismo cómplice en la perdición, ¿qué no podrá temer? …
La carne arde con el fuego del deseo, la mente tiembla helada por la sospecha, y el corazón del hombre infeliz hierve como un caos infernal: todas las veces que le golpean las espinas del pensamiento, en un cierto sentido, viene torturado con los tormentos del castigo. Una vez que esta venenosa serpiente ha hincado sus dientes en un alma desgraciada, la pobrecita pierde inmediatamente el control, la memoria se desvanece, la inteligencia se oscurece, se olvida de Dios y hasta de sí misma. Esta peste expulsa el fundamento de la fe, absorbe las fuerzas de la esperanza, destruye el vínculo de la caridad, elimina la justicia, abate el vigor, retira la temperancia, mina el fundamento de la prudencia.
¿Qué debo añadir todavía? En el momento en el que ha desterrado del escenario del corazón humano la lista de todas las virtudes, como quebrando los cerrojos de las puertas, hace entrar en él la bárbara turba de los vicios. A este se le aplica con exactitud aquel versículo de Jeremías (Lament 1, 10) que trata de la Jerusalén terrena: “El enemigo echó su mano a todas las cosas que Jerusalén tenía más apreciables; y ella ha visto entrar en su santuario a los gentiles, de los cuales habías tú mandado que no entrasen en tu iglesia”
El que es devorado por los ensangrentados colmillos de esta famélica bestia, es mantenido lejos, como por cadenas, de cualquier obra buena, y es instigado sin freno que lo contenga, por el precipicio de la más infame perversión. En cuanto se cae en este abismo de total perdición, ipso facto se destierra de la patria celeste, se es separado del Cuerpo de Cristo, rechazados por la autoridad de toda la Iglesia, condenados por el juicio de los Santos Padres, expulsados de la compañía de los ciudadanos de la ciudad celeste. El cielo se vuelve como de hierro, la tierra de bronce: ni se puede ascender a aquél, pues se está lastrado por el peso de crimen, ni sobre aquella podrá por mucho tiempo ocultar sus maldades en el escondrijo de la ignorancia. Ni podrá gozar aquí cuando está vivo, ni siquiera esperar en la otra vida cuando muera, porque ahora deberá soportar el oprobio del escarnio de los hombres y después los tormentos de la condenación eterna. […]
¡Lloro por ti, alma infeliz entregada a las porquerías de la impureza, y te lloro con todas las lágrimas que poseo en mis ojos! ¡Qué dolor! […]
Compadezco a un alma noble, hecha a imagen y semejanza de Dios y comprada con la Preciosísima Sangre de Cristo, más digna que los grandes edificios y ciertamente más digna de ser antepuesta a todas las construcciones humanas. Por eso me desespera la caída de un alma insigne y por la destrucción del templo en el que habitaba Cristo. Deshaceos en llanto, ojos míos, derramad ríos abundantes de lágrimas y regad, lúgubres, las gotas con un llanto continuo! “Derramen mis ojos sin cesar lágrimas, noche y día, porque la virgen, hija del pueblo mío se halla quebrantada por una gran aflicción, con una llaga sumamente maligna” (Jer. 14, 17). Y ciertamente la hija de mi pueblo ha sido golpeada por una herida mortal, porque el alma, que era hija de la Santa Iglesia ha sido cruelmente herida por el enemigo del género humano con el dardo de la impureza; y a ella, que en la corte del rey eterno era suavemente alimentada con la leche de los sagrados parlamentos, ahora se la ve tumbada, tumefacta y cadavérica, mortalmente infectada por el veneno de la líbido, entre las cenizas ardientes de Gomorra. “Aquellos que comían con más regalo han perecido en medio de las calles; cubiertos se ven de basura los que se criaban entre púrpura” (Lam. 4, 5). ¿Por qué? El profeta prosigue y dice: “Ha sido mayor el castigo de las maldades de la hija de mi pueblo que el del pecado de Sodoma; la cual fue destruida en un momento” (Lam. 4, 6). Y ciertamente la maldad del alma cristiana supera el pecado de los sodomitas, porque cada uno peca tanto más cuanto más rechaza los preceptos de la gracia evangélica: el conocimiento de la ley evangélica lo fija, para que no pueda encontrar remedio con ninguna excusa. ¡Helas!, alma desgraciada, ¡helas! ¿Pero porque no te das cuenta de la altura de la dignidad de la que has caído y de cómo te has despojado del honor de una gloria y de un esplendor inmenso? [… ]
Y tú dices: “Soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no conoces que tú eres un desventurado y miserable y pobre y ciego y desnudo” (Ap. 3, 17). ¡Infeliz, date cuenta de qué oscuridad ha envuelto tu corazón; advierte lo densa que es la tiniebla de la niebla que te rodea! […]
¡Ay de ti, alma desgraciada! Por tu perdición se entristecen los ángeles, mientras que el enemigo aplaude exultante. Te has convertido en prenda del demonio, botín de los malvados, despojo de los impíos. “Abrieron contra ti su boca todos tus enemigos; daban silbidos y rechinaban sus dientes, y decían: Nosotros nos la tragaremos. Ya llegó el día que estábamos aguardando. Ya vino, ya lo tenemos delante”. Por esto, ¡oh alma miserable!, yo te lloro con todas mis lágrimas: porque no te veo llorar a ti. [… ]
Si tú te humillases de verdad, yo exaltaría con todo mi corazón en el Señor por tu renacimiento espiritual. Si un verdadero y angustiante arrepentimiento golpease la profundidad de tu corazón, yo podría con justicia gozar de una alegría inimaginable. Por esta razón, alma, eres por encima de todo digna de llanto: ¡porque no lloras! Se hace necesario el dolor de los demás, desde el momento que no experimentas dolor por el peligro de la ruina que te amenaza; y eres digna de condoler con las más amargas lágrimas de la compasión fraterna porque ningún dolor te turba y no te puedes dar cuenta de la envergadura de tu desolación. ¿Por qué finges no ser consciente del peso de tu condenación? ¿Por qué no detienes este continuo acumular la ira divina sobre ti, bien enfangándote en los pecados, bien ensalzándote en la soberbia?”

El primer mandamiento de la ley de Dios. la oración. Por qué y cómo debemos orar.

¿Por que hemos de hacer oración a Dios, como si tratáramos de informarle de lo que El ya sabe? ¿No es cierto que Dios conoce de antemano nuestras necesidades? ¿Por qué, pues, se las hemos de declarar en nuestras peticiones? 

No hacemos oración para informar a Dios de nuestras necesidades, ni para dictarle lo que deba hacer, pues Dios todo lo sabe, y conoce hasta los secretos más recónditos del corazón humano, con todas sus necesidades. Hacemos oración a Dios porque queremos reconocer su poder y su bondad; porque comprendemos que dependemos de El todo, y porque El mismo nos enseñó a orar con su ejemplo y con su palabra. Jesucristo nos mandó que santificásemos el nombre de Dios; que hiciésemos la voluntad de Dios en la tierra, así como la hacen los bienaventurados en el cielo; que pidiésemos al cielo favores, tanto espirituales como temporales, por ejemplo, gracia para resistir a las tentaciones, el perdón de nuestros pecados y la gracia de la perseverancia final (Mat. VI 9-13; Luc. XI 1-4).   Prometió escuchar las plegarias que salgan de un corazón humilde, y lo aseveró diciendo: “Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán” (Mateo VII, 7). Porque si “vosotros sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, con mayor razón vuestro Padre celestial dará el buen Espíritu a los que se lo pidan” (Luc. XI, 1-3).   Finalmente, dijo: “Cualquiera cosa que pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá…, como os concederé todo lo que me pidáis en mi nombre” (Juan XIV, 13-11). Asimismo, Jesucristo, antes de dar comienzo a sus ministerios, gastó en oración nada menos que cuarenta días (Marc. I, 35); pasaba también las noches en oración durante la vida pública (Luc. VI, 12); oraba antes de obrar un milagro, oró en el huerto de Getsemaní, y en la cruz pidió por Sí y por sus verdugos. San Pablo escribe a los fieles de Tesalónica que “oren sin cesar” (1 Tes V, 17), y a los corintios les dice que rueguen contra los enemigos de su salvación (2 Cor. XII, 27). Nada tan agradable como la conversación. Pues bien: la oración no es más que una conversación con Dios. Cuando oramos, no solamente pedimos a Dios favores, sino que le adoramos también y le alabamos y le agradecemos los favores que nos hace, y le pedimos humildemente perdón por nuestros pecados.

Parece que la oración y la plegaria implican un cambio por parte de Dios. Por otra parte, es evidente que Dios no puede cambiar. 

A esta dificultad respondió Santo Tomás con la sabiduría que le caracteriza. Dice así el angélico doctor: “La divina Providencia conoce no solamente los efectos que tendrán lugar, sino también las causas que han de producir tales efectos. Ahora bien: los actos humanos son la causa de ciertos efectos. Por tanto, los hombres pueden ejecutar ciertas acciones, no para cambiar con ellas la disposición divina, sino para obtener ciertos efectos según el orden de la disposición divina, y dígase lo mismo de las causas naturales. Este es, ciertamente, el caso en la oración. Oramos, no para cambiar la disposición divina, sino para obtener lo que Dios ha dispuesto que alcanzaremos si oramos, es decir, que—como escribió San Gregorio— “Los hombres, orando, puedan recibir lo que Dios todopoderoso dispuso desde toda la eternidad que daría (Summa 2, 2, q. 83, a. 2).

El Señor prometió conceder lo que le pidiésemos (Juan XIV, 13). Sin embargo, es un hecho que muchas de las cosas que pedimos no se nos conceden. 

A esta dificultad hay que responder haciendo algunas distinciones. Si con humildad y perseverancia pedimos bendiciones espirituales con las que aseguremos nuestra salvación, como gracia para resistir a las tentaciones, perdón de nuestros pecados y la gracia de la perseverancia final, no hay duda de que Dios despachará nuestra oración favorablemente. Si pedimos eso mismo para otros, Dios derramará a manos llenas sus gracias sobre ellos; pero, en último término, el pecador puede obstinarse y resistir a esas gracias hasta la muerte. Dios no forzará jamás la voluntad del hombre, pues no quiere en su servicio forzosos, sino voluntarios. Si le pedimos cosas temporales, como salud, dinero, éxito en los negocios, etcétera, Dios puede concedernos lo que pedimos precisamente negándonoslo. No olvidemos que debemos orar en armonía con el plan divino. Jesucristo nos enseñó esto cuando oró así a su Padre en el huerto de los Olivos: “Padre, si es posible, que pase de Mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mat. XXVI, 39). San Pablo también pidió a Dios que le librase del aguijón de la carne, y oyó que Dios le decía que “la virtud se perfecciona en la enfermedad” (2 Cor XII, 7, 9).   Si la enfermedad nos acerca a Dios, y la salud hace que nos olvidemos de El; si los fracasos nos hacen más humildes y los éxitos más soberbios; si la pobreza es causa de que imitemos más de cerca a Jesús pobre, y con las riquezas nos ponemos a punto de perder la misma fe, ¿no sería crueldad por parte de Dios concedernos lo que le pedimos? No hay madre que dé a su niño la navaja de afeitar del padre, por mucho que llore el nene que quiera jugar con ella. No hay médico sensato que dé al paciente lo que pide si está cierto de que ello le causaría la muerte.

Por qué no rezan los católicos según les dicte el corazón, en vez de repetir siempre las mismas oraciones vocales? ¿Tenían acaso los primitivos cristianos cierto número de oraciones fijas en sus libros, como la tienen hoy los sacerdotes en la misa? 

En los tiempos apostólicos no se decía la misa por un misal, como ahora, sino que se decían ciertas oraciones compuestas, en parte, por el obispo que oficiaba. La opinión general hoy día es que las oraciones de la liturgia católica datan del siglo II. Desde luego, ciertas palabras, como las de la fórmula de la consagración, eran repetidas por los mismos apóstoles (San Justino, Apol 1, 05) y sus sucesores, siguiendo el mandato de Jesucristo (Luc. XXII, 19). Las lecciones, salmos, preces y sermones que se introdujeron en la misa no fueron más que una cristianización de las funciones religiosas de la sinagoga.San Pablo nos habla de la lectura de las Escrituras, de la recitación de himnos y salmos y de la respuesta Amén (1 Tim IV, 13; 1 Cor XIV, 26; 16) y San Lucas nos habla de las oraciones que seguían a la consagración (Hech II, 42). Cuando uno de los discípulos dijo a Jesucristo: “Señor, enséñanos a orar”, el Señor le satisfizo pronunciando la más hermosa de todas las oraciones y la que se ha venido repitiendo con más frecuencia, el Padrenuestro (Luc. XI, 1).  Por tanto, cuando la Iglesia aprueba ciertas oraciones, no hace más que imitar la conducta del Salvador, que aprobó la oración cristiana por antonomasia. Además, las oraciones de la Iglesia no pueden ser más hermosas si se leen y meditan con, sosiego y recogimiento. Las más comunes son el Credo, el Yo pecador, el Avemaria, el Angelus y el Rosario. Pero los católicos son libres para decir al Señor lo que crean oportuno y en la forma que mejor les cuadre. La Iglesia aprueba y alaba la oración mental. En ella se da rienda suelta a los efectos sin repetir vocalmente ninguna oración escrita en los libros. También ha florecido siempre en la Iglesia la contemplación u oración de silencio y recogimiento, como puede verse leyendo los escritos de los autores místicos. Léase a Santa Teresa de Jesús, o a San Juan de la Cruz, o a San Pedro de Alcántara, o a tantos otros que han sobresalido en esta contemplación privilegiada. San Juan de la Cruz dice que para llegar a esta oración, el alma debe estar despegada de todas las criaturas y debe estar indiferente para las sequedades o para las dulzuras que en ella pueda sentir, pues Dios exige al espíritu tal libertad, que el menor gusto o disgusto a una cosa impide la paz y recogimiento de esa contemplación sublime e interrumpe el silencio que necesita el alma para oír la voz de Dios, que habla al alma en la soledad. La Iglesia es la primera en oponerse a todo formulismo rutinario. Lo que ella quiere es que sus hijos se acerquen a Dios y vivan vida de fe, esperanza y caridad. Las oraciones que nos da escritas no son para que nos ciñamos a ellas exclusivamente, sino para que nos sirvan como de guía para encontrar a Dios, que habla al alma en la oración y en el silencio. Una vez que hemos encontrado a Dios, cesa la oración vocal, y el alma habla a su Señor sin las ataduras de palabras fijas, aprendidas tal vez de memoria. 

BIBLIOGRAFIA

CorralEl alma de todo apostoladoErmoniSan Pablo y la plegariaGubunasLa oración dominicalGranadaOración y meditaciónHerediaUna fuente de energíaMaumignyLa práctica de la oraciónNeumayrCompendio de Teología ascéticaSanta Teresa,Camino de perfección.SorazuLa vida espiritual.

LOS CAMBIOS LITURGICOS DE PIO XII ATACADOS POR NEOGALICANOS TRADICIONALISTAS. (Padre Dominic Radecki C.M.R.I.)

Los modernistas, en su intento de destruir la liturgia Católica, gradual y astutamente introdujeron la “Misa Nueva”, también llamada “Novus Ordo”, los nuevos sacramentos y los cambios litúrgicos que resultaron del Vaticano II. Como consecuencia de eso los católicos se volvieron reacios hacia el cambio litúrgico. Desafortunadamente algunos tradicionalistas han ido más allá, hasta rechazar los legítimos cambios introducidos por el Papa Pio XII, el cual ellos lo consideran como Papa legítimo.           

 Ellos sostienen erróneamente que algunas de estos cambios, incluso la Semana Santa Reformada, fueros los primeros pasos hacia el Novus Ordo, debido al envolvimiento de Monseñor Annibale Bugnini, además a causa de unos retoques hechos por otros Modernistas. Estas almas fuertemente porfiadas no rechazan completamente  todos los cambios; ellos recogen y eligen lo que van a aceptar y lo que van a rechazar. Por ejemplo, ellos observan la reforma que hizo el Papa sobre el ayuno eucarístico y el permiso para decir Misas vespertinas. ¿Quién les dio la autoridad para determinar lo que hay que seguir respecto a los ritos litúrgicos, a los decretos y a las rubricas?            

El Papa Pio XII promulgó varios cambios litúrgicos, entre otros están los siguientes:            

1) Por muchos siglos la Iglesia Católica requirió que las personas estuviesen en ayunas desde la medianoche sin comer ni beber nada, incluso agua, antes de la recepción de la Comunión. En 1950 el Papa Pio XII cambió las leyes del ayuno para una hora para las bebidas no alcohólicas y tres horas para comidas y bebidas alcohólicas. Se puede tomar agua y se pude tomas medicamentos a cualquier hora antes de recibir la Sagrada Eucaristía. El resultado de esas mudanzas viene a ser que los católicos pueden recibir a Nuestro Señor en la Santa Comunión más frecuentemente. Los sacerdotes americanos que a menudo rezan varias Misas o Misas vespertinas en el Domingo apreciaron estos cambios.            

2) Su Santidad permitió la celebración de la Misa a la tarde y a la noche — un cambio muy notable en comparación con la observancia anterior.            

3) En 1955 él simplificó las rúbricas del Breviario Romano y del Misal cambiando la clase de algunas fiestas y descartando algunas octavas y vigilias. Él implemento al Breviario las reformas el Papa San Pio X hizo para el Breviario Monástico.            

4) En 1955 el Papa Pio XII aprobó la Nueva Semana Santa, en la cual se restauró algunas de las ceremonias que fueron alteradas a través de los años. Además él la hizo más fácil para concurrencia de los trabajadores en las ceremonias del Jueves Santo, del Viernes Santo y de la Vigilia Pascual volviéndolas a su tiempo original y apropiado. En los tiempos apostólicos la Iglesia Católica celebraba la liturgia del Jueves Santo, del Viernes Santo y de la Vigilia Pascual “en las mismas horas del día en que aquellos sagrados misterios ocurrieron. Así, la institución de la eucaristía tuvo lugar en el atardecer del Jueves Santo, la Pasión y la Crucifixión tuvieron lugar en las horas después del mediodía del Viernes Santo y la Vigilia Pascual ocurrió en la noche del Sábado Santo, terminando a la mañana del día de Pascua con el jubilo de la Resurrección de Nuestro Señor.”            

“Durante el Medio Evo… [la Iglesia], a causa de varias razones pertinentes, comenzó a hacer en horas más tempranas las performances litúrgicas en aquellos días, luego hacia el final de aquel periodo todos esos servicios litúrgicos han sido transferidos a la mañana. Esto no tuvo ligar sin detrimento del significado litúrgico y confusión entre las narraciones Evangélicas y la ceremonias litúrgicas adjuntas a ellas” (Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, pp. 1-2, 16 de Noviembre, 1955).          

 Los servicios litúrgicos solemnes del Jueves Santo, del Viernes Santo y de la Vigilia Pascual eran llevados a cabo a la mañana en Iglesias casi vacías porque pocos podían atender a ellas. Colegiales tenían que suplantar a los hombres en la ceremonia del lavado de los pies en el Jueves Santo porque estos tenían que trabajar. Debido a la restauración de la semana Santa hecha por el Papa Pio XII las Iglesia ahora están llenas y los fieles vienen en gran número para asistir las ceremonias y recibir la Santa Comunión.            

En 1951 el Papa Pio XII restauró la Vigilia Pascual para la noche, su propio tiempo:        

“Por siglos la Iglesia ha visto la incongruidad de la celebración de la Vigilia Pascual — un servicio cuyo textos [v.gr. el alleluia] y simbolismos [v.gr. Lumen Christi] obviamente se inclinan hacia las horas de la noche — en tempranas horas de la mañana del Sábado Santo cuando ciertamente Cristo no había surgido todavía. Que esto no ha sido siempre así está probado históricamente fuera de toda duda. (John Miller, C.S.C, “The History and Spirit of Holy Week”, The American Ecclesiastical Review, p.235.)            

El Papa Pio XII redujo el número de las lecciones recitadas de doce para cuatro, volviendo a la práctica de San Gregorio Magno. El Papa ordenó que el ayuno de la Cuaresma concluyese a la medianoche del Sábado Santo en lugar de a la tarde para que completase los 40 días de ayuno, y no 39 días de ayuno. Esta ley disciplinaria asegura que el Sábado Santo retenga su carácter de tristeza por la muerte de Nuestro Redentor que yace en el Santo Sepulcro.            

5) En 1954 el Papa Pio XII hizo una revisión del Oficio Divino, omitiendo varias oraciones, como el Padre Nuestro, el Ave-María y el Credo antes de las horas, las preces en Laudes y Vísperas con algunas excepciones, el largo Credo Atanasiano, a excepción del día de la Santísima Trinidad, etc. De acuerdo con la Sagrada Congregación de Ritos, el objetivo propuesto de estas modificaciones era “para reducir la gran complejidad de las rubricas a una forma más sencilla”.            

El Papa San Pio X ya había introducido algunos de esos cambios en el Breviario Monástico. A través de la influencia de los Benedictinos, el Papa Pio XII las extendió para todo el clero. Por la simplificación de las rubricas y la disminución de las oraciones, el Breviario pasó a ser más fácil para que los sacerdotes llevasen a cabo fiel y devotamente su obligación de recitar todos los días el Oficio Divino. El clero recibió de muy buena gana estos sabios cambios.            

El Papa Pio XII aprobó y promulgó oficialmente estos cambios. Bugnini no tenía autoridad para promulgar nada. Referirse a la Nueva Semana Santa como si fuera la liturgia de Bugnini es cosa poco ingeniosa y hasta deshonesta intelectualmente hablando. Cualquier que sea el rol que haya tomado, eso no obscurece el hecho de que varios cardinales y liturgistas ortodoxos tuvieron envolvimiento en los preparativos de estos cambios.            

La Sagrada Congregación de Ritos fue establecida para dirigir la liturgia de la Iglesia Latina. Por Iglesia Latina se entiende aquella parte de la Iglesia Católica, de lejos la mayor, que usa el latín en sus ceremonias. El Papa Pio XII estableció una comisión “para examinar la cuestión de la restauración del Ordo de la Semana Santa y proponer una solución. Obtenida la respuesta, Su Santidad decretó, como la seriedad del asunto demandaba, que la cuestión en su totalidad fuese sujeta a un especial examen hecho por los Cardenales de la Sagrada Congregación de Ritos.”            

[Cuando los Cardenales se reunieron en el Vaticano en 1950,] “ellos consideraron a fondo el asunto y votaron unánimemente que el Ordo de la Semana Santa restaurada fuera aprobada y prescrita, sujetos a la aprobación del Santo Padre. Acto continuo, habiendo sido detalladamente reportada al Santo Padre por el… Cardenal Prefecto, Su Santidad se dignó a aprobar lo que los Cardenales habían decidido. Entonces, por especial mandato del mismo Papa Pio XII, la Sagrada Congregación de Ritos declaró lo siguiente… [dando directivas específicas, incluso:] Aquellos que siguen el Rito Romano están obligados… a seguir el Ordo de la Semana Santa Reformada, expuesto en la edición oficial del Vaticano” (Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, pp. 1-2, 16 de Noviembre de 1955).            

De acuerdo con el Papa Pio XII, la reformas litúrgicas que él promulgó fueron “un signo de la disposición providencial de Dios en la moción del Espíritu Santo a la Iglesia para los tiempos presentes” (The Assisi Papers, Procedentes del Primer Congreso Internacional de liturgia pastoral, Asís-Roma, 18 al 22 Septiembre, 1956, p. 224). Cristo dijo a San Pedro y a todos sus sucesores legales, “Aquel que os oye, a mi me oye.” (Lucas 10:16). El tema en cuestión es la obediencia a la legítima autoridad suprema de la Iglesia Católica. Un verdadero Papa aprobó estos cambios. Debemos aceptar estos cambios como legales y dignos de seguimiento salvo que podamos probar que el Papa Pio XII no fue un verdadero Papa.            

El que diga que el Papa Pio XII no aprobó la Semana Santa Restaurada, lo dice sin fundamento. Es ridículo decir que el Papa Pio XII no tenía idea de que la Sagrada Congregación de Ritos y todo el mundo Católico estaban haciendo respecto a la Semana Santa. ¿No es este el mismo argumento que algunos usan para defender a los “papas” posconciliares — que desde la muerte del Papa Pio XII, los “Vicarios de Cristo” no han tenido idea de lo que pasaba en la Iglesia Católica? El argumento que dice que él era ya anciano o tenía cualquier otra discapacidad para regir la Iglesia es también completamente absurdo por lo claro de sus últimas encíclicas, directivas y discursos en el mismo año de su fallecimiento.            

El Papa Pio VI estigmatizó como “al menos errónea” la hipótesis “de que la Iglesia podría establecer una disciplina que fuera peligrosa, prejudicial, conducente a la superstición o al materialismo.” (Dz. 1578). En la sección 22, canon 7, el concilio de Trento condenó a cualquiera que diga que las ceremonias de la Iglesia son un estimulo a la impiedad más que a la piedad.            

Los cambios introducidos por el Papa Pio XII son legales, santos y conducentes a la santificación y salvación de las almas. La Iglesia Católica ha enseñado consistentemente que un Papa válido no puede promulgar una ceremonia o ley litúrgica que sea prejudicial a la fe y a la piedad y que desagrada a Dios. En tales decisiones el Papa es protegido por la infalibilidad.            

Los teólogos enseñan que las leyes disciplinarias universales y los cambios litúrgicos son objetos secundarios de la infalibilidad. Esto está claramente explicado por Monseñor Van Noort: “El bien conocido axioma, Lex orandi est lex credendi (la ley de la oración es la ley de la creencia), es una especial aplicación de la doctrina de la infalibilidad de la Iglesia en materias disciplinares. Este axioma dice en efecto que la formula de la oración aprobada para el uso público de la Iglesia universal no puede contener errores contra la fe y moral” (Christ’s Church — La Iglesia de Cristo — p.116).            

Los cambios litúrgicos del Papa Pio XII — la institución de la festividad de San José Obrero, la restauración de la Semana Santa, las leyes para el ayuno Eucarístico, etc. — no son pecaminosas. Se alguno dijere que ellas son heréticas o pecaminosas, éste estaría acusando la autoridad doctrinal infalible de la Iglesia de prácticas sacrílegas y errores doctrinales que corrompen la fe, comprometen sus doctrinas y perjudica a las almas. Tal acusación negaría que Cristo proteja a Su Iglesia y sagrada liturgia de ella del mal y del error.            

El Papa Pio XII prohibió sin excepciones, en un leguaje más preciso, a los sacerdotes de usar la liturgia antigua. Él condenó también el anticuarismo (arqueologismo), es decir, la práctica de volver a las observancias litúrgicas primitivas por la no conformidad con las rubricas concurrentes y con las leyes eclesiásticas, que en tal ocasión sería implícita la no actividad del Espíritu Santo en la conducción de la Iglesia. Ni siempre lo más antiguo es mejor, especialmente cuando desafía las órdenes de un verdadero Papa.            

El motivo por el cual nosotros seguimos los cambios litúrgicos del Papa Pio XII es la autoridad infalible de la Iglesia de enseñar. Los cambios fueron autorizados por un Vicario de Cristo infalible y fueron promulgados oficialmente para remplazar los antiguos ritos y leyes existentes. Ya que el Papa Pio XII era un Papa verdadero, debemos obedecer sus órdenes respecto a la sagrada liturgia. La obediencia es lo más seguro, lo más consistente y la regla de ortodoxia.            

Por otro lado, aquellos que aceptan a Pio XII como un verdadero Papa mientras rehúsan aceptar sus decretos litúrgicos, demuestran rebeldía y desobediencia. Recogiendo y eligiendo lo que ellos quieren, ellos se ponen a sí mismos como la suprema autoridad de la Iglesia Católica. Ellos se adjudican el derecho de juzgar al Papa, cerniendo lo que él enseña y decidiendo lo que van a obedecer y lo que van a rechazar. Recoger y escoger lo que se va obedecer y lo que se va a rechazar es un error. Es un sello de rebelión negar obediencia al verdadero vicario de Cristo; rebelión en materia de obediencia a la legítima autoridad es siempre un peligro para la Fe.            

El Galicanismo fue una herejía contra la jurisdicción papal, que tendía a limitar los poderes del Papa. Comenzó al principio del siglo XV y se desparramó por toda la Europa [especialmente en Francia, cuyo exponente actual es el lefebvrismo]. Acto continuo, muchos europeos perdieron su virtud de obediencia al Papa. En 1682 el clero francés formuló los Cuatro Artículos que se hicieron obligatorios para todas las escuelas y para todos los maestros de teología. Los cuatro artículos estatuyeron que el juicio papal carece de valor sin el consentimiento de la Iglesia. Los Papas Alejandro VIII y Pio VI y el Concilio Vaticano condenaron el Galicanismo. Tristemente, el espíritu del Galicanismo prevalece hoy día [y no sólo en el lefebvrismo, sino en varios obispos y sacerdotes sedevantistas].            

Aquellos que rechazan los cambios litúrgicos del Papa Pio XII son incoherentes. Si ellos aceptan a Pio XII como papa, deben reservar su propia opinión acerca de la liturgia de él, echar a un rincón sus gustos y disgustos litúrgicos y simplemente obedecerlo. La mentalidad católica es obedecer a los superiores legales en todo, excepto en el pecado.(…)            

Concluiremos con un discurso del Papa San Pio X a los sacerdotes de la Unión apostólica:            “Cuando uno ama al Papa, uno no se queda a debatir sobre lo que él aconseja o manda, no pregunta hasta donde se extiende el riguroso deber de obedecer y no marca los límites de esta obligación. Cuando uno ama al Papa, uno no objeta que él no ha hablado con toda claridad, como si él fuera obligado a repetir su voluntad en el oído de cada uno lo que muy a menudo expresa no sólo viva voce, sino también por cartas y otros documentos públicos; uno no pone en duda sus órdenes so pretexto — fácilmente usado por cualquiera que no quiera obedecer — de que ellas no emanan de él, sino de sus legados; uno no limita el espacio en el cual podemos y debemos ejecutar su voluntad; uno no se opone a la autoridad del Papa porque otras personas, letradas quizás, difieren de la opinión del Papa. Además, no obstante su gran conocimiento, su santificación está en espera, porque no puede haber santidad donde hay discordancia con el Papa.” (AAS 1912, p. 695)            

Acordarnos hemos de que todo esto incumbe al legítimo y válido Papa elegido; esto no se aplica a un hereje o un “papa” electo inválidamente — un falso papa.                                                                                        

Padre Dominic Radecki C.M.R.I

NOTAS DE LA IGLESIA CATÓLICA

¿Es cierto que Jesucristo estableció una sociedad a la que todos debemos de pertenecer? ¿No insistió más bien en ciertos principios espirituales que sus discípulos debían predicar y explicar lo mejor que pudiesen?

Los católicos creemos, con el Concilio Vaticano, “que Jesucristo, para perpetuar la obra salvadora de la Redención, echó los cimientos de una Iglesia Santa en la que se habían de cobijar, como en la casa de Dios, todos los fieles unidos por la unidad de una Fe y amor mutuo”.
La Escritura confirma esto en multitud de lugares. Jesucristo dio a sus Apóstoles el poder de enseñar (Mar. XVI, 15; Mat. XXVIII, 19), y el de gobernar (Mat. XVIII, 18; Juan XX, 21), y el de santificar las almas de los hombres (Mat. XXVIII, 20; Juan XX, 22; Luc. XXII, 19). Los verdaderos seguidores de Cristo tienen que aceptar las enseñanzas de los apóstoles (Mar. XVI, 16), obedecer sus mandatos (Luc. X, 16; Mat. XVIII, 17) y usar los medios de santificación que Jesucristo instituyó (Juan III, 5; VI, 54). Jesucristo, pues, instituyó una sociedad divina en su origen y sobrenatural en su fin y en los medios que usa para este fin. Esta sociedad es humana también, pues se compone de hombres; por eso vemos escándalos, herejías y cismas. Jesucristo lo había predicho cuando lo comparó con un campo de trigo en le que crece también cizaña, y a una red de pescador que coge peces buenos y malos (Mat. XIII, 24-47).

¿No es cierto que en el siglo XVI la Iglesia había llegado a tal grado de corrupción y había variado tanto, que ya no era la misma que instituyó Jesucristo?

No, Señor. Esta acusación era el pretexto de que se valían los seudorreformadores para establecer sus sectas; como los modernistas, obcecados por la falsa teoría de la verdad relativa, dedujeron la defectibilidad de la Iglesia como artículo fundamental de su credo racionalista. Los imperios de este mundo y todas las sociedades humanas llevan dentro de sí el germen de corrupción y descomposición, y, más tarde o más temprano, cambian o parecen; pero esta sociedad divina (la Iglesia), que Cristo instituyó, lleva dentro de sí un preservativo que la salva de toda influencia corruptora y hace que, al cabo de siglos y más siglos de vida, esté tan remozada como cuando salió de las manos de su Fundador. Este preservativo es el Espíritu Santo, que habita en ella y habitará junto con el mismo Jesucristo hasta el fin del mundo (Mat. XXVIII, 20; Juan XIV, 16). Los Profetas de la Ley Antigua predijeron que el reinado de Cristo no había de tener fin (Dan. II, 44; Isaías IX, 6-7), lo cual confirmó Jesucristo cuando prometió expresamente “que las puertas del infierno no habían de prevalecer sobre su Iglesia”. Es cierto que algunas partes de esa Iglesia pueden corromperse con la herejía o el cisma, como sucedió en los tiempos aciagos de Arrio y en los del cisma de Oriente, y en la reforma protestante, y en la usurpación modernista de nuestra época; pero, como escribía San Cipriano“El que broten en el campo de la Iglesia cardos y espinas no debe acobardarnos y hacernos desmayar, sino más bien animarnos a ser buen trigo que demos el ciento por uno” (Ad Cornelium, 55). Y en otra carta nos dice que no nos debemos escandalizar si algunos hombres ensoberbecidos apostatan del catolicismo, pues a Jesucristo mismo le abandonaron algunos de sus discípulos (Juan VI, 66) y Él y sus apóstoles predijeron la apostasías de muchos cristianos.

¿No es cierto que en el siglo XVI se necesitaba una reforma, y que con Lutero se mejoró la situación? ¿No deseaban esta reforma los Papas de su tiempo, León X y Clemente VII? ¿Por qué hubo un movimiento tan general contra la Iglesia Católica?

Estamos de acuerdo en que en el siglo XVI se necesitaba una reforma para cortar los abusos de muchos católicos que solo eran de nombre, y el historiador Pastor nos confirma en esta opinión al contarnos detalladamente escenas de mundanidad, nepotismo, avaricia e inmoralidad por parte de no pocas personas eclesiásticas; aunque nos previene también contra las exageraciones de los controversistas fanáticos de la época, y nos da una lista de ochenta y ocho santos y beatos que solo en Italia florecieron desde el año 1400 al 1529, añadiendo esta observación: “En los anales de las naciones no se conservan más que datos y escenas de crímenes. La virtud camina humilde y silenciosa; el vicio y la ilegalidad todo lo llenan de ruido y alboroto. Se desliza uno, y toda la ciudad lo comenta; el virtuoso practica heroicidades, y nadie lo ve (Historia de los Papas 5, 10). Cualquiera que discurra sin prejuicios ve fácilmente que la revolución de Lutero, amparada por los reyes y príncipes que ambicionaban los bienes de la Iglesia y negaban las verdades reveladas, no fue inspirada por Dios, sino atizadas por el infierno. Los católicos de corazón permanecieron en la Iglesia de Cristo, como los santos Pedro Canisio y Carlos Borromeo; los católicos inmorales y viciosos, como Enrique VIII y el Landgrave Felipe de Hesse, apostataron. Y aunque es cierto que ni León X ni Clemente VII tuvieron la energía que necesitaba para reunir el Concilio de Trento, que trajo la verdadera reforma, también es verdad que este tardó en reunirse más de lo debido por la interferencia odiosa de los príncipes cristianos ambiciosos y suspicaces”.
En la obra que sobre Lutero escribió Grisar, leemos párrafos como éstos: “Ahora, escribe Luterovemos que la gente se está volviendo más infame, más cruel, más avarienta, más lujuriosa y peor en todos los órdenes que cuando estábamos regidos por el papado”. Llama a su ciudad Wittenberg “una Sodoma de inmoralidad” y añade que “aunque la mitad de sus habitantes son adúlteros, usureros, ladrones y engañadores, las autoridades se cruzan de brazos”. El obispo Pilkington, protestante de los reales de Isabel de Inglaterra, se expresa asi: “Hemos roto las ligaduras que nos tenían sujetos al Papa, para vivir a nuestro capricho, sin que nadie nos acuse. Cuando los ministros se proponen corregir nuestros abusos, nos reímos y mofamos de ellos. Para mí tengo que el Señor se va a irritar un día y va a tomar venganza con su mano. ¿Quién, ¡ay!, le resistirá?” (Nehemiah 388). Las causas que aceleraron la reforma fueron varias: las enemistades entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso, de Francia, que se rebeló contra el Padre Común de la cristiandad y desdoró el prestigio del papado; la resistencia de los Papas en Aviñon (1309-1376); la rebelión de Luis de Baviera; el cisma de Occidente, y aquella peste general que en sólo dos años llevó al sepulcro una tercera parte de la población Europea. Las consecuencias de esta mortandad no pudieran ser más desastrosas. Iglesia y beneficios eclesiásticos, a millares, quedaron sin sacerdotes y sin obispos. Para cubrir estas plazas se admitió al sacerdocio gentes sin vocación, mundana y ambiciosa, que tenían puesto los ojos en las riquezas que la Iglesia había acumulado a través de los siglos por donaciones y legados espontáneos de sus hijos. Este estado de cosas repercutió en las costumbres en general, y se vio la necesidad de una reforma. Esta la trajo, felizmente, el Concilio de Trento. A raíz de este Concilio florecieron a la Iglesia santos de primer orden y en número verdaderamente consolador.

Lutero y Calvino declararon que la Iglesia estaba compuesta de solos los justos y predestinados. Ahora bien: sólo Dios sabe quién es justo. Luego la Iglesia no es visible. Jesucristo dijo: “El reino de Dios no viene con señales externas, sino que está dentro de vosotros” (Lucas XVII, 20-21). Y en esta otra ocasión dijo: “Dios es espíritu y verdad” (Juan IV, 24).

Esta doctrina herética fue condenada por los Concilios Tridentino y Vaticano, que definieron la visibilidad e la Iglesia: “Dios, por medio de su Hijo unigénito, estableció una Iglesia y la doto de notas y marcas para que todos puedan ver en ella la guardiana y maestra de la verdad revelada” (Vatic. sesión 3 cap. 3). ¿Cómo iba a exigirnos Jesucristo, bajo pena de condenación eterna, que creyésemos (Marcos XVI, 18), y el que desobedeciese los mandatos de la Iglesia fuese tenido por “gentil y publicano (Mateo XVIII, 17), si no nos fuese dado conocer fácilmente la Iglesia? Además, el Nuevo Testamento está lleno de textos en los que compara la Iglesia a un reino, aun campo, al grano de mostaza, que crece y se hace un árbol; a una ciudad edificada sobre un monte, a un rebaño, etc.; lo cual da a entender que se trata de una Iglesia visible, pues estos términos de comparación son cosas externas bien visibles. La Iglesia no es una sociedad secreta. Ahí están sus templos abiertos a todo el que quiera entrar. Nada se hace allí en secreto. La Misa, la administración de los sacramentos, la doctrina evangelica que desde el púlpito se expone, los sacerdotes, los obispos, el Papa (desgraciadamente ahora ausente), todo en ella es patente y manifiesto. Los Padres de la Iglesia comparaban a esta con el sol y la luna, que “alumbran a todo lo que existe debajo de los cielos”. “Antes se apagaría el sol, dice San Juan Crisostomoque la Iglesia dejase de ser visible”.
Respondiendo a los dos textos la dificultad, decimos que el reino de Dios no ha de venir con señales externas, es decir, no había de venir con estrépito de armas y legiones, como en son de conquista, sino pacíficamente; no se había de forzar a nadie a hacerse ciudadano de este reino, en el que no se admiten más que voluntarios. Los judíos estaban muy equivocados al creer que el Mesías había de venir a libertarlos del yugo romano y restaurar en Israel la grandeza material de los días de David y Salomón. Las palabras “dentro de vosotros” significan que el reino de Dios y estaba “entre ellos”; ya estaba allí Jesucristo con sus apóstoles, que eran el cimiento del nuevo reino, la Iglesia.
Cuando Jesucristo dijo a la samaritana que Dios es espíritu y que debe ser adorado en espíritu, quiso darle a entender que el culto de Dios no se debía de limitar ni al templo del monte Garizim ni al de Jerusalén. Dios está en todas partes, y demanda de nosotros culto y adoración que nos salga, no de los labios sino del corazón.

LA IGLESIA CATÓLICA ES “UNA

¿Qué entienden los católicos por unidad? ¿Cómo pueden estar de acuerdo en un sistema de doctrinas millones de entendimientos?

Los católicos, siguiendo a la letra las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, creemos que nuestra Iglesia es la única que goza de unidad de gobierno, unidad de fe y unidad de culto. Jesucristo nunca habló de sus “iglesias”, sino de “su Iglesia”“Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (San Mateo XVI, 18). En el Nuevo Testamento, la Iglesia es comparada a un rebaño pastoreado por Pedro, representante de Cristo, el Buen Pastor. En la Iglesia o reino de Dios, todos tienen que pertenecer al mismo rebaño gobernado por un solo pastor (San Juan X, 16) Todos tenemos que creer lo que Cristo y sus apóstoles nos han enseñado (San Mateo XVIII, 20); tenemos que obedecer a los apóstoles como al mismo Jesucristo (San Juan XX, 21; San Mateo XVIII, 18) y tenemos que santificarnos con aquellos sacramentos que Cristo instituyó y cuya administración confió a sus apóstoles (San Lucas XXII, 19-20; San Mateo XXVIII, 19). Tenemos, pues, un régimen de gobierno al que nos debemos someter; un magisterio cuya doctrina tenemos que aceptar en su totalidad, y un ministerio con los mismos ritos y los mismos sacramentos para todos.
No se le ocultó a Jesucristo que habían de venir tiempos calamitosos en los que la interpretación privada de la Biblia, por un lado, y por el otro el nacionalismo más exagerado, tendrían a desunir la sociedad o Iglesia que acababa de fundar; por eso se adelantó a prevenirnos que no temiésemos, que las puertas del infierno no prevalecerían contra ellas, pues El había de estar con nosotros hasta el fin de los siglos y nos había de enviar el Espíritu Santo para ayudarnos en la lucha contra el poder de las tinieblas. Tenía esta unidad tan en el corazón, que en la Última Cena hizo oración a su Padre pidiéndole “que todos sean una misma cosa; y que como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Tí, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado” (San Juan XVII, 21). En los Hechos de los Apóstoles leemos que estos perseveraban en oración “animados de un mismo espíritu”; que reunieron un Concilio en Jerusalén para poner coto a los cismas que ya entonces empezaban; que ordenaron diáconos para evitar rivalidades entre los griegos y los hebreos; que San Pedro admitió en esa unidad a los gentiles en la persona de Cornelio y que la doctrina de Jesucristo había sustituido a la de Moisés. San Pablo, en sus Epístolas, es el mejor panegirista de la unidad de la Iglesia. El nos da la doctrina del cuerpo místico de Jesucristo, del cual nosotros somos los miembros. A los Efesios les dice: “Un solo cuerpo y un solo espíritu, como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno el Dios y Padre de todos” (IV, 3-6). A los Corintios: “Porque así como el cuerpo humano es uno, y tiene muchos miembros, y todos los miembros, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también el cuerpo místico de Cristo. A este fin, todos nosotros somos bautizados en un mismo espíritu para componer un solo cuerpo… Vosotros, pues, sois el cuerpo místico de Cristo, y miembros unidos a otros miembros” (I Cor. 12-27). Por donde se ve que yerran los que, animados del espíritu moderno de independencia, creen que pueden interpretar a su capricho o negar algunos puntos contenidos “en el sagrado depósito de la sana doctrina”. No, más bien hay que “evitar las novedades profanas de las expresiones y las contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal”, y “evitar y alejar los vanos discursos de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad, y la plática de estos cunde como la gangrena” (I Tim. VI, 20; 2 Tim II, 16-18). San Ireneo refuta así a los enemigos de la unidad de la Iglesia: “Habiendo la Iglesia recibido de los apóstoles la fe y la doctrina, aunque está diseminada por doquiera y abraza a todas las naciones, guarda incólume esa fe como si viviera en sola una casa; siempre predica las mismas verdades, como si no tuviese más que un corazón y una boca, y las transmite de generación a generación. Los cismáticos rompen y dividen el cuerpo glorioso de Cristo y, en cuanto está en su parte, lo destruyen; pues, aunque con la boca predican la paz, de hecho han declarado contra Él guerra sin cuartel”. Una de las notas de la Iglesia Católica es la unidad. Preguntad a un obispo o a un sacerdote que os expliquen un punto cualquiera de la doctrina católica, y veréis cómo, con diferentes palabras, os dicen substancialmente la misma cosa. No vale aquí invocar la tradición o la autoridad o los decretos escritos. Que trescientos cincuenta millones de hombres creen lo mismo y obedezcan a la misma autoridad y se santifiquen con los mismos sacramentos…, esto es de tal calidad, que no se podría explicar sin la intervención del Espíritu Santo, que habita dentro de la Iglesia y la conserva una como la fundó Jesucristo. La Iglesia Católica no se contenta con términos medios. O sumisión al Romano Pontífice, o nada.
Así funcionó siempre hasta la muerte de S.S. Pío XII 

Necesidad de ser católico. El principio “fuera de la Iglesia no hay salvación”. ¿Se salvan los infieles?

Cuando los católicos decís que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, ¿no decís, indirectamente al menos, que los que no son católicos se condenan?

No decimos semejante cosa. Creemos, sin embargo, que la Iglesia católica es la única sociedad que Jesucristo instituyó para la salvación del género humano; de lo cual colegimos que para salvarse es menester vivir en comunión con ella. A esto aludió San Cipriano cuando dijo: “Ninguno puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre.” Pero no hay duda de que muchas personas que aparentemente están fuera de la Iglesia, están realmente en su seno delante de Dios, que escudriña los corazones. Aunque no están dentro de la Iglesia de hecho, lo están con el deseo. La Iglesia no se cansa de repetir que ninguno se condena sin saberlo, es decir, por su culpa, y que delante de Dios ninguno es responsable de lo que ignora con ignorancia invencible, ¿Cómo va Dios a condenar a uno porque no perteneció a una Iglesia de la que jamás oyó hablar?
He aquí cómo expone esta doctrina Su Santidad Pío IX en la alocución del 9 de diciembre de 1854: “Lejos de nosotros osar poner límites a la ilimitada misericordia de Dios; lejos de nosotros desear escudriñar las profundidades de sus secretos juicios y consejos, abismo que la mente humana es incapaz de explorar… Debemos defender como artículo de fe que fuera de la Iglesia apostólica romana no hay salvación; que ella es la verdadera arca, fuera de la cual se ahoga uno irremisiblemente en las aguas del diluvio. Pero debemos defender también que los que no pertenecen a ella por ignorancia inculpable, no son reos delante del Señor. Ahora bien: ¿quién se atreverá a marcar los límites y fronteras de esa ignorancia entre tanta diversidad de gentes, países, creencias, etc.?” Y más tarde, en la Encíclica que escribió a los obispos de Italia el 10 de agosto de 1863, escribe el mismo Pontífice: “No se Nos oculta que los que ignoran nuestra santísima religión con ignorancia invencible, si al mismo tiempo observan con cuidado la ley natural y los preceptos que Dios ha esculpido en los corazones de todos los hombres, y estando dispuestos a obedecer a Dios en todo llevan una vida honesta y arreglada, pueden, con la ayuda de la divina gracia, alcanzar la salvación eterna. Porque Dios, que lee los secretos de los corazones, no permitirá en su suprema bondad y misericordia que se condene aquel que no ha caído voluntariamente en ningún pecado.”
Esta liberalidad y caridad sin límites de la Iglesia católica, que no condena sino a aquellos que deliberadamente rehusan abrir los ojos para no ver, ha impresionado vivamente a no pocos que no son católicos, pero que son listos y se hacen cargo de las cosas. Oigamos, si no, a Mallock, que no es católico: “No ha habido religión que haya hecho tanto hincapié en sus dogmas y enseñanzas como la religión católica. Sin embargo, esta religión es todo caridad y simpatía para los que no pueden recibir su doctrina… Al bueno y humilde de corazón que la ignora o que la rechaza de buena fe, le deja a la infinita misericordia de Dios… Sus anatemas van dirigidos solamente contra los que la rechazan a sabiendas y rehusan abrir los ojos a la verdad ya conocida.”

¿No obráis ilógicamente los católicos al invitar a los protestantes a vuestras iglesias, y al prohibir al mismo tiempo a los católicos que asistan a las ceremonias en las iglesias protestantes?
No hay en esto falta alguna de lógica. El católico que asistiese a las ceremonias de culto en las iglesias protestantes violaría los principios católicos; mientras que el protestante que asista a las funciones de culto que se celebran en las iglesias católicas o para oír sermones o explicaciones catequéticas, no va contra principio alguno. El protestantismo es una religión que, por esencia, está basada en el juicio privado; de donde se sigue que todo protestante es un ser que vive siempre en busca de la verdad. En vista de la división doctrinal de las sectas y de la diversidad de opiniones en materia de religión, el protestante nunca puede estar cierto de que mañana no pensará diferentemente de como pensó hoy. Tal vez un sermón o una explicación de catecismo o la hermosura del culto católico le hagan conocer que la Iglesia católica es la única Iglesia de Jesucristo.
El catolicismo es por esencia una religión basada en una enseñanza divina e infalible; de lo cual se colige que el católico está siempre en posesión de la verdad. ¿Por qué, pues, ha de ir a otra religión a buscar lo que ya posee? Su fe, que descansa inconmovible en la autoridad de Dios, cierra el paso aun a la posibilidad de dudar. El católico no puede admitir jamás que cualquiera otra Iglesia, sea liberal, sea ortodoxa, pueda poseer la verdad. Un protestante congregacionalista me preguntó en una ocasión: “¿Qué puede haber más noble que buscar la verdad?” “Poseerla”, le respondí.

¿Enseña la Iglesia católica que todos los paganos se condenan? Porque el Concilio de Trento (sesión 6, cap. 4) dice que, después de la promulgación del Evangelio, ninguno se puede salvar si no está bautizado. ¿Qué decir, pues, de tantos millones de paganos que, tanto antes como después de Jesucristo, han muerto sin el bautismo? ¿No les impide la entrada en el cielo el pecado original?
La Iglesia católica no enseña que todos los paganos van al infierno. Lutero fue el que dijo que se habían condenado los filósofos paganos, “aunque en los secretos de su alma hubieran sido virtuosos”. Más aún: llegó a decir que sus buenas obras eran pecaminosas por no haber tenido fe en Jesucristo, y que sus virtudes estaban manchadas por el pecado original. La Iglesia católica, por el contrario, enseña que “Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4); que Dios da a todos los hombres gracia suficiente para que se salven, y que la incredulidad no es pecaminosa, a no ser que sea voluntaria. En la pregunta del adversario no se cita correctamente la doctrina de Trento. El Concilio dice que “nadie puede pasar del pecado original al estado de gracia, a no ser por medio del bautismo, al menos de deseos“. Para el pagano que aún no ha oído hablar del bautismo, la promulgación, del Evangelio no tiene fuerza alguna, pues por lo que a él se refiere, todavía no se ha promulgado. Su tabla de salvación en este caso será, no el bautismo de hecho, sino el bautismo “de deseo”. Esta es doctrina común, defendida por Santo Tomás cuando dijo que “el pagano obtiene la remisión del pecado original por la gracia, una vez que se ha vuelto a Dios, su último fin” (2, 2, q. 89, a. 6).
El pagano tiene que tener fe, que es necesaria para salvarse, pues “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebr 11, 6). A esto añade el apóstol que tiene que creer en dos artículos fundamentales, a saber: que Dios existe y que es remunerador. Este don divino de la fe será dado a toda alma bien dispuesta que sin culpa alguna ignora el Evangelio. La proposición de Quesnel de que “no se da gracia fuera de la Iglesia” fue condenada como herética por el Papa Clemente XI. Por el contrario, así como todos caímos en Adán, así también todos nos levantaremos al orden sobrenatural por Jesucristo, como enseña San Pablo (Rom 5, 18). Esto quiere decir que la gracia de Jesucristo se da a todos los hombres, iluminándoles la mente y moviéndoles la voluntad para que se vuelvan a Dios como el verdadero fin de su existencia. Si responden a la inspiración divina, reciben gracia santificante que les borra el pecado original, y si luego ofenden a Dios gravemente, les queda la gracia que da un acto de perfecta contrición. El pagano, sin embargo, no se salva por su buena fe, sino por la fe divina, es decir, debe aceptar las verdades que Dios reveló; explícitamente, que Dios existe y que es remunerador; implícitamente, todos los otros dogmas. Al creer en una Providencia sobrenatural el pagano cree implícitamente en Jesucristo, el único Mediador, porque ha aceptado todos los medios de salvación que Dios ha dispuesto, y el principal de ellos es la muerte de Jesucristo en la cruz para la salvación del mundo. En el orden actual de la divina Providencia, fe equivale a fe de Jesucristo y fe en Jesucristo, pues sólo en atención a los méritos infinitos del Salvador se da a los hombres esta virtud junto con la esperanza y la caridad.

BIBLIOGRAFÍA
Apostolado de la PrensaNuestra religión es divina.
Id.Espíritu del católico.
Id., Tiempo tendré de confesarme y convertirme.
BilbaoApologética escolar.
CroizierLos tópicos modernos ante el sentido común.
Gentilini,Única cosa necesaria.
GiebonsNuestra herencia cristiana.
Id.,La fe de nuestros padres.
MuñosaEl triunfo de la verdad católica.
Negueruela. ¿Por qué soy católico?
Ribera¡Señor, dadme almas.’

¿Es el cielo un lugar, o un estado del alma? ¿Qué es lo que sabemos acerca del cielo? ¿Reconocemos allí a nuestros amigos y parientes?

El cielo es, a la vez, la felicidad eterna y la morada donde habitarán eternamente los justos en la vida de ultratumba. En la Biblia recibe los nombres de reino de los cielos, reino de Dios, reino del Padre, vida eterna (Mat. V, 3; XIII, 43; XIX, 16; Marc. IX, 46), reino de Cristo, ciudad de Dios, paraíso, corona de vida de justicia, de gloria y nuestra herencia eterna (Luc. XXII, 30; Hebr. XII, 22; 2 Cor. VI, 4; Santiago I, 12; Hebr. IX, 15). 
La bienaventuranza sobrenatural del cielo consiste en la visión intuitiva de la esencia divina. “Ahora vemos confusamente, como en un espejo; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; entonces conoceré plenamente (a Dios) a la manera que yo soy conocido” (1 Cor XIII, 12). 
Esta doctrina fue definida primero por Benedicto XII en 1336 y luego por el Concilio de Florencia, en 1349. El Concilio de Viena nos dice que para que nuestro entendimiento pueda ver a Dios, es perfeccionado sobrenaturalmente por el lumen gloriae o luz de la gloria. Nadie puede entrar en el cielo a no ser que esté en estado de gracia (Apoc. XXII, 27). 
La felicidad suprema que allí se goza excluye forzosamente todo mal, sea éste moral o físico. “Y Dios les enjugará todas sus lágrimas; ni habrá ya muerte, ni alarido, ni llanto, ni habrá más dolor, porque las cosas de antes son ya pasadas” (Apoc. XXI, 4). 
Pero esa felicidad eterna será susceptible de grados. “Quien escasamente siembra, cogerá con escasez; y quien siembra a manos llenas, a manos llenas cogerá” (2 Cor IX, 6). 
La intimidad que el alma tendrá con Dios en el cielo, sus relaciones con los santos, su inmunidad contra todo pecado, son gozos que nuestro entendimiento no puede alcanzar. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman” (1 Cor. II, 9). 
No cabe duda que en el cielo conoceremos a nuestros amigos y parientes, y por cierto con más intimidad; de donde se seguirá un amor muy superior al que les tuvimos acá en la tierra. Uno de los mayores goces del hombre en esta vida es el amor de los amigos y familiares. Dios, en vez de destruir en el cielo ese amor, le sobrenaturalizará. En el cielo todo es sobrenatural, sin que por eso sea antinatural. Al fin y al cabo, del amor y la amistad acá en la tierra son plantas excesivamente delicadas. No es raro ver amistades cambiadas en odios, y por cosas bien insignificante. Dígase lo mismo de las familias donde por desgracia abundan las riñas y las desavenencias. En la otra vida, cuando el alma está confirmada en gracia, los efectos del corazón serán mejorados y aumentados el ciento por uno. Amaremos a los nuestros en Dios y por Dios.

¿Cómo es posible que se encuentre feliz en el cielo el que tenga noticia de que sus parientes y amigos están en el infierno, y para siempre?
El cielo no es otra cosa que la visión beatífica, lo cual equivale a decir que los santos lo verán todo desde el punto de vista de Dios. Los sufrimientos de los condenados no pueden afectar a los bienaventurados más de lo que afectan a Dios, que es infinitamente feliz, a pesar de los padecimientos de sus criaturas en el infierno. Hay una diferencia grandísima entre la manera de habernos en esta vida y en la otra. Acá lloramos desconsolados si sospechamos que un miembro de nuestra familia está en el infierno. Por eso hay en la Iglesia tantas Ordenes y Congregaciones religiosas que se dedican con todo ardor a la salvación de los hombres. El deseo de convertir a los pecadores espolea vivamente a estos siervos de Dios y hace que ayunen y se destierren a tierras lejanas, exponiéndose continuamente a mil peligros por salvar a las ovejas extraviadas. Pero en la otra vida nuestros sentimientos tienen que cambiar necesariamente. Entonces tendremos por los condenados la misma simpatía que ahora tenemos por los demonios, porque nos haremos perfecta cuenta de que están en el infierno justísimamente. Rehusaron obedecer a Dios, murieron impenitentes y en el infierno odian y odiarán a Dios eternamente. Esto despoja a los condenados de todo aquello que acá en la tierra los hacía amables a nuestros ojos.

¿Qué quieren decir aquellas palabras: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”? (Marc. XIII, 31).
No es difícil el sentido de estas palabras. Jesucristo acababa de hablar de la destrucción del templo de Jerusalén, que se avecinaba, y del fin del mundo. A continuación añadió que, aun cuando el mundo y todas las cosas terrenas son fugaces y perecen, su Evangelio es eterno. Ya había expresado esta misma idea el profeta Isaías: “Los cielos se desharán como humo, y la tierra se consumirá como un vestido, y perecerán como estas cosas sus moradores. Pero la salud (el Salvador) que Yo envío durará para siempre, y nunca faltará mi justicia” (Isaí. 51, 6).

¿Qué se entiende por la “comunión de los santos”?
La comunión de los santos es el lazo espiritual que une a los fieles de la tierra a las almas del purgatorio y a los bienaventurados del cielo en un Cuerpo místico, cuya cabeza es Jesucristo y la participación de todos en una misma vida sobrenatural. Los santos, por su proximidad a Dios, obtienen de El gracias innumerables, tanto por nosotros los fieles como para las almas del purgatorio. Los fieles, acá en la tierra, con sus plegarias y buenas obras, honran y aman a los santos y con sus sufragios socorren a las almas del purgatorio. De este modo, todos constituimos un Cuerpo místico, cuya cabeza es Jesucristo.
Los Evangelios abundan en textos que nos hablan del reino de Dios, y dicen que es un reino divino y espiritual establecido por Jesucristo y unido por el vinculo de la caridad (Mat. III, 2, 11, 48; XII, 28; Luc. XVII, 20; XII, 49; Marc. 1, 5). Son ciudadanos de ese reino los justos de acá abajo, los santos y los ángeles (Mat. XIX, 29; Apoc. XXI, 10-27). San Juan dice de esta comunión que es “la unión entre nosotros y nuestra unión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1, 3). San Pablo, hablando de este Cuerpo místico, dice que todos los fieles son miembros de él (Rom. XII, 5; Colos. 1, 18). Todos participan de las mismas bendiciones espirituales (1 Cor. XII, 13), de los mismos méritos (Rom. XII, 4-6; Efes. IV, 7-13) y de las mismas oraciones (Rom. XV, 30).

¿Dónde habla la Biblia del purgatorio o de las oraciones por los difuntos? ¿Creyeron los cristianos primitivos en un estado intermedio entre el cielo y el infierno? ¿No es más razonable suponer que, a la muerte, el alma va directamente, o al cielo, o al infierno?
La Iglesia ha definido la existencia del purgatorio en dos Concilios ecuménicos: el de Florencia y el de Trento. Dice así este último: “La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, basándose en las Escrituras y en la tradición de los Padres, ha declarado en otros Concilios sagrados, y recientemente en este Sínodo ecuménico, que existe un purgatorio y que las almas allí detenidas pueden ser ayudadas por los sufragios de los fieles y principalmente por el aceptable sacrificio del altar” (sesión 25). 
Fundándose en la Sagrada Escritura, el mismo Concilio declaró (sesión 14, canon 12) que Dios no siempre remite toda la pena temporal debida por los pecados ya perdonados (Núm. XX, 12; 2 Rey. XII, 13-14). 
El Apocalipsis nos dice que en el cielo no puede entrar nada que esté manchado (XXI, 7). Ahora bien: a nadie se le oculta que muchos cristianos mueren con pecados veniales. Siguese, pues, que todos aquellos que mueran manchados con pecados veniales o con pena temporal no remitida aún, tienen que expiar eso en el purgatorio. 
La doctrina del Antiguo Testamento sobre el purgatorio puede verse clara y precisa en el libro segundo de los Macabeos (XII, 43-46). Después que Judas Macabeo venció a Gorgias, volvió con sus compañías a sepultar a los judíos que habían perecido en el campo de batalla. Tenían los muertos en sus vestidos algunos amuletos tomados de los ídolos de Jamnia, contra lo preceptuado por el Deuteronomio (VII, 25). Cuando Judas los vio, hizo oración a Dios para que perdonase ese pecado a los difuntos (12, 31-42), y, “juntando doce dracmas de plata, las envió a Jerusalén para que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los muertos”. No creyó que éstos habían pecado mortalmente, “pues consideró que los que habían muerto piadosamente tenían asegurada una paz muy grande”. Luego añade el escritor sagrado: “Es, pues, un pensamiento santo y saludable el rogar por los difuntos, para que sean libres (de las penas) de sus pecados.” 
Los protestantes no admiten los libros de los Macabeos, sino como apócrifos; pero eso lo hacen para no verse obligados a admitir estos textos que condenan su doctrina sobre el purgatorio. Aun cuando no hubieran sido inspirados, estos libros nos muestran lo que creían los judíos mucho tiempo antes de la venida de Jesucristo.
Nuestro Señor habla en el Evangelio de pecados que pueden ser perdonados “en el otro mundo” (Mat. XII, 32), lo cual se refiere al purgatorio, como afirman San Agustín (De Civ Dei 21, 24) y San Gregorio Magno (Dial 4, 39). 
San Pablo habla de pecados veniales que serán borrados por el fuego y del alma que será salva, pero así como por fuego (1 Cor. III, 11-15). 
Orígenes, San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín dicen que en este pasaje el apóstol se refiere al purgatorio. Asimismo, todos los Padres, los de Oriente lo mismo que los de Occidente, mencionan la costumbre apostólica de rogar por los difuntos. 
Tertuliano (160-240) habla dos veces sobre las misas que se decían el día del aniversario del difunto. “Ofrecemos sacrificios por los muertos una vez al año, como si celebrásemos su onomástico” (De Cor Mil 3). “La viuda fiel hace oración por el alma de su esposo difunto, pidiendo para él, primero, refrigerio, y luego, unión y compañía con ella después de resucitados: y con este objeto hace oblaciones el día del aniversario de su muerte” (De Monog 10). 
San Cipriano (200-258) decretó que no se dijesen misas por el sacerdote que hubiese desempeñado el oficio de ejecutor en los testamentos (Epist. 66). 
San Ambrosio, en las honras fúnebres del emperador Teodosio, decía: “Dad, Señor, descanso perfecto a tu siervo Teodosio, ese descanso que habéis preparado para vuestros santos… Yo le he amado, y por eso quiero estar con él en la tierra de los vivos; ni descansaré hasta que con mis lágrimas y oraciones le lleve allá a donde sus buenas obras le reclaman, al monte santo del Señor.” 
A San Agustín le dijo su madre, Santa Mónica, momentos antes de morir: “Entierra este cadáver donde quieras; no te aflija en modo alguno su cuidado. Lo que sí te encarezco es que dondequiera que estés te acuerdes de mí ante el altar del Señor” (Confes 11, 27). 
San Cirilo de Jerusalén (315-386) escribe así: “Luego rogamos por los santos Padres y por los obispos que nos han precedido, así como por todos los que han muerto en comunión con nosotros, pues creemos que las almas por las cuales se ruega reciben gran ayuda mientras se celebra el santo y tremendo sacrificio” (Cath Myst 5, 9).
San Juan Crisóstomo (334-407): “No son vanas las oblaciones que se hacen por los difuntos; no son vanas las súplicas, no las limosnas” (Act. Apost XXI, 4). También son de mucho valor en este punto las oraciones de las liturgias más antiguas, tanto orientales como occidentales. 
Dice así la liturgia romana: “Acuérdate, ¡oh Señor!, de tus siervos, que nos han precedido con el sello de la fe y duermen el sueño de la paz. Te suplicamos, Señor, que les concedas un lugar de refrigerio, luz y paz, por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.” Estas palabras, “refrigerio, luz y paz” pueden verse en no pocas inscripciones de las catacumbas. En muchas tumbas cristianas de los tres primeros siglos se encuentran estas frases por demás significativas: “En paz”, “Tenga luz eterna en Cristo”, “Que Dios te dé el refrigerio.” Hoy día solemos escribir R. I. P., o sea: Descanse en paz. 
Toda esta serie de testimonios no pesan nada en la balanza protestante. La doctrina cristiana está tan entrelazada toda ella, que la negación de un dogma lleva forzosamente a la negación de muchos otros. Al afirmar Lutero que la fe sola nos justificaba, se vio forzado a negar la distinción entre pecado mortal y venial, la pena temporal, la necesidad de las buenas obras, la eficacia de las indulgencias y la utilidad de las oraciones por los difuntos. Efectivamente, si el pecado no es, en realidad, perdonado, sino sólo cubierto; si el “hombre nuevo” del Evangelio es Jesucristo imputando su propia justicia al que aún es pecador, siguese lógicamente que rogar para que los difuntos sean libres de la pena temporal de sus pecados es un contrasentido. La negación luterana del purgatorio implica dos hechos a cual más absurdos, a saber: o que la mayoría de los cristianos se condenan, o que Dios, “por un cambio repentino y mágico”, purifica el alma a la hora de la muerte para que se salve. Para Lutero no hay términos medios. En cambio, los católicos tenemos una doctrina más consoladora y más conforme a razón. Hay que admitir que muchos mueren con pecados veniales y con la pena temporal debida por los pecados ya perdonados en, cuanto a la culpa. 
De ordinario cometemos muchos pecados veniales, de los cuales nos olvidamos pronto, sin que se nos pase por las mentes arrepentimos de ellos, porque los tenemos en poco. Hay pecadores que viven apartados de la religión años y más años, y, por fortuna, se convierten a Dios en el lecho de muerte. Estos tales mueren de ordinario con mucha pena temporal, que habrán de pagar en la otra vida “hasta el último cuadrante”
Aun el filósofo pagano Platón distinguió entre las ofensas curables e incurables que han de ser castigadas en la otra vida; unas, temporalmente; las otras, eternamente. Yo me he encontrado con protestantes—algunos de ellos luteranos— que me han confesado sin ambages que rezan a menudo por sus parientes difuntos, aunque los pastores les dicen lo contrario; porque, según me han dicho, los difuntos no eran ni tan perversos que merecieran el infierno, ni tan buenos que pudieran entrar en el cielo pronto. Me acuerdo de una señora de Baltimore, luterana, que todos los días rezaba por su esposo difunto. Sin haber leído en su vida a San Agustín, estaba cumpliendo a la letra lo que dijo el santo, a saber: “Que hay muchos que salen de esta vida ni tan malos que no merezcan ser mirados con misericordia, ni tan buenos que tengan derecho a entrar en seguida a gozar de la bienaventuranza” (De Civ. Dei 24). Esta doctrina sobre el purgatorio es, además, tan conforme a razón, que muchos escritores no católicos se han visto forzados a admitirla. Mallock dice que, “lejos de ser ésta una superstición superflua, es ni más ni menos lo que la razón y la moralidad piden a una”.

Bibliografia
Apostolado de la Prensa, El Purgatorio y los sufragios
Id. Acto heroico en favor de las benditas almas.
Bilbao, Pláticas sobre el cielo.
Castaño, El dogma del purgatorio.
Drexiellus, El cielo, ciudad de los bienaventurados.
Electo, El cielo.
Garau, El purgatorio.
Ruiz Amado, El cielo.
Vidal, ¡Pobres almas!.
Vilariño, El cielo.
Id. El purgatorio.

HEREJE

HEREJE: Es el sectario o defensor de una opinión contraria a la creencia de la Iglesia católica. Bajo este nombre se comprende no solo a los que han inventado un error, le han abrazado por su propia elección, sino también a los que han tenido la desgracia de haber sido imbuidos en él desde la infancia, y porque nacieron de padres herejes. Un hereje, dice M. Bossuet, es el que tiene una opinión suya, que sigue su propio pensamiento y su sentir particular; un católico, por el contrario, sigue sin titubear la doctrina de la Iglesia universal. Con este motivo tenemos que resolver tres cuestiones: la primera, si es justo castigar a los herejes con penas aflictivas, o si, por el contrario, es preciso tolerarlos; la segunda, si está decidido en la Iglesia romana, que no se deba guardar la fe jurada a los herejes, la tercera, si se hace mal en prohibir a los fieles la lectura de los libros heréticos.

I.- A la primera, respondemos desde que los primeros autores de una herejía emprenden el extenderla, ganar prosélitos y hacerse un partido, son dignos de castigo como perturbadores del orden público. Una experiencia de diez y ocho siglos (ahora 20 siglos) ha convencido a todos los pueblos que una nueva secta jamás se establece sin causar tumultos, sediciones, sublevaciones contra las leyes, violencias, y sin que haya habido tarde o temprano sangre derramada.

Por más que se diga que, según este principio, los judíos y los paganos hicieron bien condenar a muerte a los apóstoles y a los primeros cristianos; no hay nada de esto, los apóstoles probaron que tenían una misión divina; jamás ha probado la suya un heresiarca. Los apóstoles predicaron constantemente la paz, la paciencia, la sumisión a las potestades seculares; los heresiarcas han hecho lo contrario. Los apóstoles y los primeros cristianos no causaron ni sediciones, ni tumultos, ni guerras sangrientas; por lo tanto se derramó su sangre injustamente, y jamás tomaron las armas para defenderse. En el Imperio romano y en la Persia, en las naciones civilizadas y entre los bárbaros observaron la misma conducta.

En segundo lugar, respondemos que cuando los miembros de una secta herética, ya establecida, son apacibles, sumisos a las leyes, fieles observadores de las condiciones les han sido prescritas, cuando por otra parte su conducta no es contraria ni a la pureza de las costumbres ni a la tranquilidad pública, es justo tolerarlos; entonces no debe emplearse más que la dulzura y la instrucción para atraerlos al seno de la Iglesia. En los dos casos contrarios, el gobierno tiene derecho para reprimirlos y castigarlos; y sí no lo hace bien pronto tendrá motivo de arrepentirse. Pretender en general que se deban tolerar todos los sectarios, sin atender a sus opiniones, a su conducta, al mal que pueda resultar de ello; que todo rigor, toda violencia ejercida con respecto a esto es injusta y contra al derecho natural, es una doctrina absurda que choca al buen sentido y a la sana política: los incrédulos de nuestro siglo que se han atrevido a sostenerla, se han cubierto de ignominia.

Le Clerc, a pesar de su inclinación a excusar a todos los sectarios, conviene en que desde el origen de la Iglesia, y aun desde la época de los apóstoles, hubo herejes de estas dos especies, que los unos parecían errar de buena fe, en cuestiones de poca consecuencia, sin causar sedición ni ningún desorden; que otros obraban por ambición y con designios sediciosos; que sus errores atacaban esencialmente al cristianismo. Al sostener que los primeros debían ser tolerados, confiesa que los segundos merecían el anatema que se pronunció contra ellos. (Hist. ecclés., año 83, § 4 y 5).

Leibnitz, aunque protestante, después de haber observado que el error no es un crimen, si es involuntario, confiesa que la negligencia voluntaria de lo que es necesario para descubrir la verdad en las cosas que debemos saber, es sin embargo un pecado, y aun pecado grave, según la importancia de la materia. Por lo demás, dice, un error peligroso, aunque fuera completamente involuntario y exento de todo crimen, puede ser sin embargo reprimido muy legítimamente por el temor de que perjudique, por la misma razón que se encadena a un furioso, aunque no sea culpable. (Espíritu de Leibnitz, t. 2,  p. 64).

La Iglesia cristiana, desde su origen, se ha conducido respecto de los herejes, según la regla que acabamos de establecer; jamás ha implorado contra ellos el brazo secular, sino cuando han sido sediciosos, turbulentos, insociables, o cuando su doctrina tendía evidentemente a la destrucción de las costumbres, de los lazos de la sociedad y del orden público. Por el contrario, muchas veces ha intercedido por ellos cerca de los soberanos y magistrados para obtener la remisión o mitigar las penas en que habían incurrido los herejes. Este hecho está probado hasta la demostración en el Tratado de la unidad de la Iglesia por el P. Tomasino; pero como nuestros adversarios afectan continuamente desconocerlo, es preciso comprobarlo, echando una ojeada, por lo menos, sobre las leyes dadas por los príncipes cristianos contra los herejes.

Las primeras leyes dadas con este motivo fueron las de Constantino el año 331. Prohibió por medio de un edicto las reuniones de los herejes, mandó que sus templos fuesen devueltos a la Iglesia católica, o adjudicados al fisco. Nombra a los novacianos, a los paulíanístas, a los valentinianos, a los marcionitas y a los catafrigos o montanistas; pero declara terminantemente que es a causa de los crímenes y de los delitos de que eran culpables estas sectas, y que no era posible tolerar. (Eusebio, Vida de Constantino, l. 3, c. 64, 65, 66). Por otra parte, ninguna de estas sectas gozaba de la tolerancia en virtud de una ley; Constantino no comprendió en su edicto a los arrianos, porque todavía no tenía nada que vituperarles.

Mas después, cuando los arríanos protegidos por los emperadores Constancio y Valente emplearon las vías de hecho contra los católicos, Graciano y Valentiniano II, Teodosio y sus hijos conocieron la necesidad de reprimirlos. De aquí provinieron las leyes del código Teodosiano que prohíben las reuniones de los herejes, que les mandan devolver a los católicos las iglesias que les habían quitado, que les obligan a permanecer tranquilos bajo la pena de ser castigados a voluntad de los emperadores. No es cierto que estas leyes impongan la pena de muerte, como algunos incrédulos han dicho; no obstante muchos arríanos lo merecían, y esto se probó en el concilio de Sárdica el año 347.

Ya Valentiniano I, príncipe muy tolerante, alabado por su dulzura por los mismos paganos, proscribió a los maniqueos a causa de las abominaciones que practicaban. (Cod. Theod., l. 16. t. 5, n. 3). Teodorico y sus sucesores hicieron lo mismo. La opinión de estos herejes, respecto al matrimonio, era directamente contraria al bien de la sociedad. Honorio, su hijo, usó del mismo rigor respecto de los donatistas, a ruego de los obispos de África; pero se sabe a los furores y pillaje que se entregaron los circunceliones de los donatistas. San Agustín atestigua que tales fueron los motivos de las leyes dadas contra ellos; y por esta sola razón sostuvo su justicia y necesidad. (L. contra Epist. Parmen). Pero fue uno de los primeros que intercedieron, para que los más culpables, aun de los donatistas, no fuesen castigados con la muerte. Los que se convirtieron, guardaron las iglesias de que se habían apoderado, y los obispos quedaron en posesión de sus sillas. Los protestantes no han dejado de declamar contra la intolerancia de S. Agustín.

Arcadio y Honorio publicaron también leyes contra los frigios y montanistas, contra los maniqueos y los priscilianistas de España; les condenaron a la pérdida de sus bienes. Se ve la causa de esto en la doctrina misma de estos herejes y en su conducta. Las ceremonias de los montanistas son llamadas misterios execrables, y los parajes de sus reuniones cuevas de asesinos, o cuevas mortíferas. Los priscilianistas sostenían, como los maniqueos, que el hombre no es libre en sus acciones, sino dominado por la influencia de los astros; que el matrimonio y la procreación de los hijos son obra del hijo del demonio; practicaban la magia y torpezas en sus reuniones. (San León. Epist. 13 ad Turib). Todos estos desórdenes ¿pueden tolerarse en un estado civilizado?

Mosheim nos parece que interpretó mal el sentido de una ley de estos dos emperadores, del año 415; dice, según él, que es preciso mirar y castigar como herejes a todos aquellos que se separan del juicio y creencia de la religión católica, aun en materia leve, (vel levi argumento. Syntagm., disert. 3, § 2). Nos parece que levi argumento significa más bien con frívolos pretextos, por razones frívolas, como hacían los donatístas; ninguna de las sectas conocidas en aquella época erraba en materia leve.

Cuando Pelagio y Nestorio fueron condenados por el concilio de Efeso, los emperadores proscribieron sus errores e impidieron su propagación; sabían por experiencia lo que hacen los sectarios desde el momento en que se conocen con fuerzas. Tampoco los pelagianos consiguieron formar reuniones separadas, y los nestorianos no se establecieron sino en la parte del Oriente que no estaba sujeta a los emperadores. (Assemani, Bibliot. oriental, t. 4, c. 4, § 1 y 2).

Después de la condenación de Eutiques en el concilio de Calcedonia. Teodosio el Joven y Marcian, en Oriente, y Mayoriano, en Occidente, prohibieron predicar el eutiquianísmo en el imperio; la ley de Mayoriano impone la pena de muerte, a causa de los asesinatos que los eutiquianos habían cometido en Constantinopla, en la Palestina y en Egipto. Esta secta se estableció por medio de una revolución; sus partidarios después favorecieron a los mahometanos en la conquista del Egipto, a fin de no estar ya sujetos a los emperadores de Constantinopla.

Desde mediados del siglo V, ya no se encuentran leyes imperiales en Occidente contra los herejes; los reyes de los pueblos bárbaros que se establecieron en él, y los cuales abrazaron la mayor parte el arrianismo, ejercieron con frecuencia violencias contra los católicos; pero los príncipes obedientes a la Iglesia no usaron de represalias. Recaredo, para convertir a los godos en España; Agilulfo, para hacer católicos a los lombardos; San Segismundo, para atraer a los borgoñones al seno de la Iglesia, no emplearon más que la instrucción y la dulzura. Desde la conversión de Clodoveo, los reyes de Francia no dieron leyes sangrientas contra los herejes.

En el siglo IX, los emperadores iconoclastas emplearon la crueldad para abolir el culto de las imágenes; los católicos no pensaron en vengarse. Focio, para atraer a los griegos al cisma, usó más de una vez de violencias; no fue castigado con tanto rigor como merecía. En el siglo XI y en los tres siguientes, muchos fanáticos fueron ajusticiados; pero por sus crímenes y torpezas, y no por sus errores. No se puede citar ninguna secta que haya sido perseguida por opiniones que en nada atacaban al orden público.

Se mete mucho ruido con la proscripción de los albigenses, con la cruzada publicada contra ellos, con la guerra que se les hizo, pero los albigenses tenían las mismas opiniones y la misma conducta que los maniqueos de Oriente, los priscilianistas de España, los paulicianos de Armenia y de los búlgaros de las orillas del Danubio; sus principios y moral eran destructores de toda sociedad, y tomaron las armas cuando se les persiguió a fuego y sangre.

Por espacio de doscientos años los vadenses permanecieron tranquilos, no se les envió mas que predicadores; en 1375 mataron dos inquisidores, y se empezó a perseguirlos. En 1545 se unieron a los calvinistas, é imitaron sus procederes; se organizaron y sublevaron cuando Francisco I les hizo exterminar.

En Inglaterra, el año 1381, Juan Balle o Vallée, discípulo de Wiclef, había excitado por medio de sus sermones una sublevación de doscientos mil paisanos; seis años despues, otro religioso, imbuido en los mismos errores, y sostenido por los caballeros encapillados, motivó una nueva sedición; en 1413, los wiclefistas, que tenían a su cabeza a Juan de Oldcastel, se sublevaron otra vez; los que fueron ajusticiados en estas diferentes ocasiones no lo fueron seguramente por sus dogmas. Juan Hus y Jerónimo de Praga, herederos de la doctrina de Wiclef, habian puesto en conmoción a toda la Bohemia cuando fueron condenados en el concilio de Constancia; el emperador Sigismundo fue quien los juzgó dignos de muerte; creía contener las sublevaciones por su suplicio, y no hizo más que aumentar el incendio.

Los escritores protestantes repitieron cien veces que las revoluciones y crueldades de que sus padres se hicieron culpable no eran más que la represalia de las persecuciones que los católicos habían ejercido contra ellos. Es una impostura demostrada por los hechos más palpables. El año 1520 Lutero publicó un libro De la libertad cristiana, en el cual excitaba a los pueblos a sublevarse; el primer edicto de Carlos V contra él no apareció hasta el año siguiente. Cuando se vio apoyado por los príncipes, declaró que el Evangelio, es decir su doctrina, no podía establecerse sino de mano armada y derramando sangre; en efecto, el año 1525 causó la guerra de Muncero y de los anabaptistas. En 1526 Zuinglio hizo proscribir en Zurich el ejercicio de la religión católica; era pues el verdadero perseguidor: se vió aparecer el tratado de Lutero con respecto al fisco común, en el cual excitaba a los pueblos a apoderarse de los bienes eclesiásticos; moral que se siguió con la mayor exactitud. En 1527, los luteranos del ejército de Carlos V saquearon a Roma, y cometieron allí crueldades inauditas. En 1528, el catolicismo fue abolido en Berna: Zuinglio hizo castigar con la muerte a los anabaptistas; una estatua de la Virgen fue mutilada en Paris; en esta ocasión fue cuando apareció el primer edicto de Francisco I contra los novadores; se sabe que habían puesto ya en conmoción la Suiza y la Alemania. En 1529 se abolió la misa en Estrasburgo y en Basilea; en 1530 so suscitó la guerra civil en Suiza entre los zuinglianos y los católicos; fue muerto en ella Zuinglio. En 1533 hubo la misma disensión en Ginebra, cuya consecuencia fue la destrucción del catolicismo: Calvino en muchas de sus cartas predicó la misma moral que Lutero, y sus emisarios vinieron a practicarla a Francia, cuando vieron el gobierno dividido y poco fuerte. En 1534, algunos luteranos fijaron en Paris pasquines sediciosos, y trataron de formar una conspiración; seis de ellos fueron condenados al fuego, y Francisco I dio el segundo edicto contra ellos. Las vías de hecho de estos sectarios no eran seguramente represalias.

Todo el mundo sabe con el tono que predicaron los calvinistas en Francia, cuando se vieron protegidos por algunos grandes del reino; nunca tuvieron designio de limitarse a hacer prosélitos por la seducción, sino destruir el catolicismo, y emplear para esto los medios más violentos; se desafía a sus apologistas a que citen una sola ciudad en la cual hayan permitido el ejercicio de la religión católica. ¿En qué sentido y ocasión puede sostenerse que los católicos hayan sido los agresores?.

Cuando se les opone en el día la intolerancia brutal de sus primeros jefes, responden con la mayor frialdad que era un resto del papismo. ¡Nueva calumnia! Jamás el papismo enseñó a sus discípulos a predicar el Evangelio con la espada en la mano. Cuando condenaron a muerte a los católicos, era para hacerles abjurar su religión; cuando se ha castigado de la misma suerte a los herejes, fue por sus crímenes, así que nunca se les prometió la impunidad si renunciaban al error.

Se encuentra, pues, probado hasta la evidencia que los principios y conducta de la Iglesia católica fueron constantemente los mismos en todos los siglos; el no emplear más que la instrucción y la persuasión para atraer a los herejes cuando son pacíficos; implorar contra ellos el brazo secular cuando son brutales, violentos y sediciosos.

Mosheim calumnia a la Iglesia, cuando dice que en el siglo IV se adoptó generalmente la máxima, de que todo error en materia de religión, en el que se persistía después de haber sido amonestado debidamente, era digno de castigo, y merecía las penas civiles y aun los tormentos corporales, (Híst. ecclés., IV siglo, 2° part., c. 3. § 16). Jamás han sido considerados como dignos de castigo más que los errores que interesaban al orden público.

No dejamos de confesar el horror que tenían los PP. al cisma y a la herejía, ni la nota de infamia que los decretos de los concilios imprimieron a los herejes. San Cipriano, en su libro de la Unidad de la Iglesia, prueba que el crimen de los herejes es más capital que el de los apóstatas que sucumbieron al temor de los suplicios. Tertuliano, San Atanasio, San Hilario, San Jerónimo y Lactancio no quieren que los herejes sean puestos en el número de los cristianos; el concilio de Laodicea, que casi puede considerarse como ecuménico, les niega este título. Una fatal experiencia ha probado que estos hijos rebeldes de la Iglesia son capaces de hacerla más daño que los judíos y paganos.

Es falso que los PP. hayan calumniado a los herejes, imputándoles muchas torpezas abominables. Es cierto que todas las sectas que condenaron el matrimonio, incurrieron poco más o menos en los mismos desórdenes, y esto ha acontecido también a las de los últimos siglos. Es particular que Beausobre y otros protestantes hayan querido acusar a los PP. de mala fe, que a los herejes de malas costumbres.

Su inconsecuencia es palpable; hicieron de los filósofos paganos en general un cuadro odioso, y no se atrevieron a contradecir el que trazó San Pablo: ahora bien, es seguro que los herejes de los primeros siglos eran filósofos que llevaron al cristianismo el carácter vano, disputador, pertinaz, embrollón y vicioso que habían contraído en sus escuelas: ¿por qué, pues, toman los protestantes el partido de los unos más bien que el de los otros? (Le Clerc. Hist. ecclés., sec. 2‘, c. 3; Mosheim, Hist. crist., proleg., c. -1, §23 y siguientes).

Mosheim principalmente ha llevado la prevención hasta el último extremo, cuando dice que los PP., y con particularidad San Jerónimo, usaron de disimulo, de doblez y fraudes piadosos, disputando contra los herejes para vencerlos con más facilidad. (Dissert. sintagm., dissert. 3, § 11). Ya hemos refutado esta calumnia.

II.- Muchos escribieron también que, según la doctrina de la Iglesia romana, no se está obligado a guardar la fe jurada de los herejes; que el concilio de Constanza lo decidió así, que por lo menos se condujo de esta suerte respecto de Juan Hus; los incrédulos lo afirmaron así. Pero es también una calumnia del ministro Jurieu, y Bayle la refutó; sostiene con razón que ningún concilio ni teólogo de nota enseñó esta doctrina; y el pretendido decreto que se atribuye al concilio de Constanza, no se encuentra en las actas pertenecientes a dicho concilio.

¿Qué resulta de su conducta respecto de Juan Hus? Que el salvoconducto concedido por un soberano a un hereje no quita a la jurisdicción eclesiástica el poder formarle un proceso, condenarle y entregarle al brazo secular, si no se retracta de sus errores: según este principio se procedió contra Juan Hus. Este, excomulgado por el papa, apeló al concilio; protestó solemnemente que si se podía convencerle de algún error, no rehusaba incurrir en las penas dadas contra los herejes. Según esta declaración, el emperador Sigismundo le concedió un salvoconducto para que pudiera atravesar la Alemania con seguridad, y presentarse en el concilio, pero no para ponerle a cubierto de la sentencia del concilio. Cuando Juan Hus fue convencido por el concilio, aun en presencia del mismo emperador, de haber enseñado una doctrina herética y sediciosa, no quiso retractarse, y probó de esta suerte que era el autor de los desórdenes de la Bohemia: este príncipe juzgó que merecía ser condenado al fuego. En virtud de esta sentencia, y de haberse negado a retractarse, fue por lo que se condenó a este hereje al suplicio. Todos estos hechos se encuentran consignados en la historia del concilio de Constanza, compuesta por el ministro Lenfant, apologista decidido de Juan IIus.

Nosotros sostenemos que la conducta del emperador y del concilio es irreprensible, que un fanático sedicioso tal como Juan Hus merecía el suplicio que padeció, que el salvoconducto que se le concedió no fue violado, que él mismo dictó su sentencia de antemano, sometiéndose al juicio del concilio.

III. Otros enemigos de la Iglesia dijeron que hizo mal en prohibir a los fíeles la lectura de los libros de los herejes, a menos que no alcanzase esta prohibición a los de los ortodoxos que los refutan. Si estos, dicen, refieren fielmente, como deben, los argumentos de los herejes, tanto dejar leer las obras de los mismos herejes. Es en raciocinio falso. Los ortodoxos, al referir fielmente las objeciones de los herejes, manifiestan su falsedad y prueban lo contrario; los simples fieles que leyeran estas obras, no siempre tienen instrucción para encontrar por si mismos la respuesta y conocer lo débil de la objeción Lo mismo sucede con los libros de los incrédulos.

Una vez que los apóstoles prohibieron a los simples fieles el escuchar los discursos herejes, frecuentarlos, ni tener ninguna sociedad con ellos, (II Tim. II, 16; III, 5; II Joan 10. etc.), con más razón hubieran condenado la temeridad de los que hubiesen leído sus libros. ¿Qué pueden ganar con esa curiosidad frívola? Dudas, inquietudes, una tintura de incredulidad, con frecuencia la perdida completa de la fe. Pero la Iglesia no rehúsa este permiso a los teólogos, que son capaces de refutar los errores de los herejes, y de evitar la seducción de los fieles.

Desde el origen de la Iglesia, los herejes no se han contentado con dar libros para c der y sostener y extender sus errores, sino que los forjaron y supusieron bajo el nombre de los personajes más respetables del antiguo y nuevo Testamento. Mosheim no ha podido menos de convenir en esto, con respeto a los gnósticos que aparecieron Inmediatamente después de los apóstoles. (Inst. Hist. crist., 2* párt., c. 5, pág. 367). Por lo tanto es muy injusto el que los herejes modernos atribuyan estos fraudes a los cristianos en general y aun a los PP. de la Iglesia, deduciendo de esto que la mayor parte no tienen el menor escrúpulo en mentir y engañar por el interés de la religión. ¿Existe algo de común entre los verdaderos fieles y los enemigos de la Iglesia? Es llevar muy adelante la malignidad el atribuir a los PP. los crímenes de sus enemigos.

DICCIONARIO DE TEOLOGIA

Por el Abate Bergier

Segunda edición

Año de 1854