LOS SANTOS. SUS IMÁGENES Y RELIQUIAS. RELIQUIAS DE LA CRUZ. PEREGRINACIONES.

OBJECIÓN:
¿Por qué rezan los católicos a la Virgen y a los santos? El unico Mediador entre Dios y los hombres es Jesucristo (I Tim. II, 5). El es también el único Abogado con el Padre (I Juan II, 1). 
RESPUESTA:
La Doctrina de la Iglesia sobre la invocación de los santos fue resumida así por el Concilio de Trento: “Los santos que ahora reinan con Jesucristo ruegan a Dios por los hombres. Es bueno y provechoso invocarlos con preces y encomendarnos en sus oraciones e intercesión para que nos alcancen de Dios beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro único Redentor y Salvador. Los que condenan la invocación de los santos, que gozan de eterna bienaventuranza en el cielo; los que niegan que los santos pidan por nosotros; los que afirman que pedir a los santos que rueguen por cada uno de nosotros es idolatría, opuesto a la palabra de Dios y al honor debido a Jesucristo, único Mediador entre Dios y los hombres, esos tales son impíos” (sesión XXV). 
Los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo, abundan en pasajes donde se recomienda la práctica de encomendarnos en las oraciones de nuestros hermanos, especialmente cuando éstos son justos. Dios mandó a Abimelec que pidiese oraciones a Abraham: “El pedirá por ti, y tú vivirás” (Gén. XX, 7, 17). Gracias a los ruegos de Moisés, Dios miró con ojos de misericordia a los israelitas que habían pecado en el desierto (Salm. XV, 23). Dijo Dios a los amigos de Job: “Mi siervo Job pedirá por vosotros; Yo aceptaré su oración” (Job XLIII, 8). Finalmente, en las cartas de San Pablo vemos que el apóstol pedía constantemente a sus hermanos que rogasen a Dios por él (Rom. XV, 30; Efes. 6, 18; 1 Tes. V, 25).
¿No es absurdo pensar que el cristiano que en esta vida se esmeró en rogar caritativamente a Dios por sus hermanos va a perder todo interés por ellos una vez que sube al cielo y está delante del Omnipotente? La tradición cristiana nos dice todo lo contrario. Los santos, en el cielo, conocen mejor nuestras necesidades y los deseos que Dios tiene de despachar favorablemente sus súplicas. 
Oigamos a San Jerónimo: “Si los apóstoles y los mártires rogaban tanto por otros cuando aún estaban acá en la tierra y necesitaban rogar por sí mismos, ¿qué harán ahora en el cielo, seguros ya como están, pues han sido coronados por sus triunfos y victorias? Moisés, un hombre sólo, alcanza de Dios perdón para seiscientos mil hombres armados, y Esteban ruega por sus verdugos. ¿Serán acaso menos poderosos cuando estén con Jesucristo? San Pablo nos dice que sus oraciones en el navio salvaron a ciento setenta y seis tripulantes. Una vez muerto, ¿va a cerrar sus labios y no va a rogar por todos aquellos que acá y allá han creído en el evangelio, que él predicó? (Adv Vigil 6). 
Sabemos que los ángeles ruegan a Dios por los hombres (Zac I, 12-13).
Dijo el ángel Rafael a Tobías: “Cuando rogabas con lágrimas…, yo ofrecía tu oración al Señor” (Tob. XII, 12). El mismo Jesucristo nos dijo que los ángeles se interesaban por nosotros: “Se alegrarán los ángeles de Dios cuando un pecador haga penitencia” (Luc. XV, 10). En otro lugar nos manda que no escandalicemos a los niños, porque tienen ángeles que interceden por ellos en el cielo (Mat. XVIII, 10). Pues si los ángeles interceden por nosotros, con mayor motivo lo harán los santos, que están unidos con nosotros por el vínculo de la misma naturaleza humana, y por el vínculo sobrenatural de la comunión de los santos, tienen el mismo poder y el mismo privilegio. Esta doctrina sobre la intercesión de los santos puede verse desarrollada en los escritos de los Santos Padres, que la defienden unánimemente. No citaremos más que algunos testimonios.
Escribe San Hilario (366): “A los que hagan lo que está de su parte para permanecer fieles, no les faltará ni la vigilancia de los santos ni la protección de los ángeles” (In Ps 124). 
San Cirilo de Jerusalén (315-386): “Conmemoramos a los que han dormido en el Señor, a los patriarcas, a los apóstoles, a los mártires, para que Dios, por su intercesión, despache favorablemente nuestras peticiones” (Muys 5, 9).
San Juan Crisóstomo (344-407): “Cuando veas que Dios te castiga, no te pases al enemigo… Acude más bien a los amigos de Dios, a los mártires, a los santos y a los que le agradaron, porque éstos tienen ahora gran poder” (Orat 8; Adv Jus 6).
Los católicos estamos firmemente persuadidos de que el único Mediador es Jesucristo (I Tim II, 5), y el Concilio de Trento hace especial hincapié en esto al hablar de la invocación de los santos. La Iglesia católica enseña que el único que nos redimió fue Jesucristo, que murió por nosotros en la cruz y nos reconcilió con Dios, haciéndonos participantes de su gracia en esta vida y de su gloria en la otra. 
Ningún don divino nos puede venir si no es por Jesucristo y por su sagrada Pasión. Por tanto, nuestras oraciones todas, así como las de la Santísima Virgen y las de los ángeles y santos, tienen eficacia sólo por medio de Jesucristo. Lo que hacen los santos es unir sus plegarias a las nuestras. Ahora bien: esas plegarias no pueden menos de ser agradables a los ojos divinos, por la amistad íntima que los santos tienen con Dios. Sin embargo, la eficacia de esas plegarias está vinculada a los méritos del único Mediador. Nuestro Señor Jesucristo. 

OBJECIÓN:
¿Por qué adoran los católicos a las imágenes y oran delante de ellas? Dios prohibió las imágenes y demás obras de escultura (Exodo XX, 5). ¿No es cierto que los católicos suprimieron el segundo mandamiento, porque en él se prohibían las imágenes? ¿Por qué dividen los católicos los mandamientos de diferentes maneras?
RESPUESTA:
Es falso que los católicos adoren a las imágenes y se encomienden a ellas. 
Dice así el Concilio de Trento: “Las imágenes de Jesucristo, las de la Virgen Madre de Dios y las de otros santos deben ser guardadas en las iglesias, donde se les debe tributar especial honor y veneración; no porque creamos que haya en ellas divinidad o virtud alguna por la cual las debamos adorar o pedir favores, pues no queremos imitar en esto a los gentiles de la antigüedad, que ponían toda su confianza en los ídolos, sino porque al honrar a las imágenes honramos a los que las imágenes representan; de suerte que, cuando besamos la imagen o nos arrodillamos o descubrimos ante ella, adoramos a Jesucristo y veneramos al santo retratado en su imagen” (sesión XXV). 
Estas palabras son repetición de las del segundo Concilio de Nicea (787), que condenó a los iconoclastas orientales por decir que la reverencia tributada a las imágenes era obra del demonio y una nueva forma de idolatría. 
En cuanto al texto del Exodo, decimos que, aun cuando Dios hubiera prohibido a los judíos esculpir imágenes, esa prohibición no rezaba con los cristianos, pues la ley de Moisés quedó abrogada por la ley de Jesucristo (Rom. VIII, 1-2; Gál. III, 23-25). No hay maldad intrínseca en la escultura de imágenes. La ley eterna no puede ser abrogada jamás; siempre será pecaminoso “adorarlas y servirlas”. Sabemos que los judíos no interpretaron esa prohibición en sentido absoluto, pues vemos que tenían en el templo bastantes imágenes. Por ejemplo, tenían la serpiente de bronce (Núm. XXI, 9), el querubín de oro (III Rey. VI, 23), las guirnaldas de flores, frutos y árboles (Núm. VIII, 4), los leones que sostenían los lebrillos y el trono regio (III Rey. VII, 24) y el efod o vestidura sacerdotal (Jueces VIII, 27; III Reyes XIX, 13). 
Los judíos dispersos, a pesar del odio innato que tenían a la idolatría, decoraban sus cementerios con pinturas de pájaros, bestias, peces, hombres y mujeres. 
Los cristianos primitivos adornaban las catacumbas con frescos de Jesucristo, la Virgen y los santos, y describían en ellos escenas y pasajes de las Sagradas Escrituras. Entre estos frescos merecen especial mención Moisés, hiriendo la roca, el arca de Noé, Daniel en la cueva de los leones, el Nacimiento, la venida de los Reyes Magos, las bodas de Caná, la resurrección de Lázaro y Jesucristo, el Buen Pastor. Las estatuas escaseaban mucho, por la sencilla razón de que eran muy costosas y los cristianos eran pobres. Cuando la Iglesia salió triunfante de las catacumbas y empezó a esparcirse por la faz de la tierra, cobijando bajo su manto a todos, patricios y plebeyos, comenzó a decorar los templos con mosaicos de mucho precio, esculturas, pinturas y estatuas artísticas. 
Ahora bien: ninguno se atreverá a llamar idólatras a aquellos cristianos primitivos que daban gustosos su vida antes que consentir en adorar a los dioses del Imperio. La Iglesia no ha suprimido jamás el segundo mandamiento: lo que ha hecho es resumirlo abreviándolo en los catecismos para el pueblo, imitando en esto a la Biblia (IV Reyes XVII, 35), donde también se resume este mandamiento. El Antiguo Testamento nos dice que los mandamientos son diez (Exodo XX, 1-17; Deut V, 6-11), pero no da regla ninguna sobre la manera en que se han de dividir. 
Los católicos, siguiendo a San Agustín, comprenden en el primer mandamiento la idolatría y el culto falso, y en los mandamientos nono y décimo comprenden los pecados de lujuria y avaricia, respectivamente. 
En la división hecha por los protestantes no hay más que un mandamiento para los dos pecados de adulterio y robo; en cambio, ponen dos mandamientos para el culto falso. Esta división está basada en Filón, Josefo y Orígenes. 
Hablemos con claridad: los protestantes se hicieron iconoclastas por las ansias que tenían de incautarse de las múltiples obras artísticas encerradas en las iglesias católicas y en los monasterios. Los luteranos, en el continente, y los príncipes Tudores, en Inglaterra, confiscaron con gran alborozo todos los tesoros que poseía la Iglesia católica. No se movieron, pues, por religión, sino por avaricia. La religión ocupaba un lugar secundario. Lutero, por ejemplo, odíaba a las imágenes, porque creía falsamente que el pueblo las erigía para ganar méritos delante de Dios y para ejecutar obras buenas que él abominaba. Asimismo se propuso atacar a la Iglesia en un punto que le pareció vital. En realidad, nunca comprendió el carácter profundamente moral y religioso de la veneración de las imágenes ni su influencia consoladora que se reflejaba en las peregrinaciones de su tiempo.

OBJECIÓN:
¿No es superstición venerar las reliquias de los santos? ¿Qué eficacia pueden tener los huesos de hombres y mujeres ya difuntos, o los vestidos que llevaron cuando vivían?
RESPUESTA:
Según el Concilio de Trento, “solamente se ha de venerar a los santos cuerpos de los mártires y otros santos que ahora viven con Jesucristo —los cuales cuerpos fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo— y han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados; pero por estos cuerpos, Dios concede muchos beneficios a los hombres, de suerte que los que afirman que a las reliquias de los santos no se les debe honor ni veneración, o dicen que los fieles honran inútilmente a estos monumentos sagrados y visitan en vano los templos dedicados a su memoria para obtener su ayuda, esos tales son reos de condenación” (sesión XVI). 
Jamás ha dicho la Iglesia que la reliquia misma tenga virtud mágica de eficacia alguna curativa, sino que dice, apoyada en las Escrituras, que Dios se vale a veces de las reliquias para obrar milagros. Leemos en el Antiguo Testamento la veneración en que tenían los judíos a los huesos de José (Exodo XIII, 19; Josué XXIV, 32) y a los del profeta Eliseo, que resucitaron a un muerto (IV Reyes XII, 21). 
En el Nuevo Testamento leemos que una mujer enferma sanó con sólo tocar las vestiduras del Señor (Mateo IX, 20-21), que la sombra de San Pedro sanó a un enfermo (Hech V, 15-16) y que sanaban los enfermos al ser tocados por los pañuelos y delantales que habían tocado a San Pablo (Hech XIX, 12).
La veneración de las reliquias de los santos empezó, por lo menos, en el siglo II. Cuando los verdugos quemaron a San Policarpo, los discípulos del santo “recogieron sus huesos, más valiosos que las piedras preciosas y de quilates más subidos que los del oro refinado, y los colocaron en un lugar apropiado donde el Señor permite que nos juntemos con gozo y alegría para celebrar el aniversario de este martirio” (Mart. Polyc). 
Muchos Padres de la Iglesia, al mismo tiempo que anatematizaban la idolatría, ponían por las nubes el culto a las reliquias; entre otros, San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo, San Gregorio de Nisa, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo. 
Citemos sólo a San Jerónimo: “No damos culto ni adoramos ni nos inclinamos ante la criatura, sino ante el Creador; y si veneramos las reliquias de los mártires, lo hacemos para adorar mejor a Aquel por cuyo amor los mártires padecieron” (Ad Riparium 9).
Los católicos guardamos y veneramos todo aquello que perteneció a los santos, como la madre guarda y besa la trenza de cabello de su hijita difunta; como los norteamericanos guardan la espada de Jorge Washington, los españoles la de Carlos V y los hispanoamericanos las de San Martín y Bolívar. 
La Iglesia nunca ha declarado que esta o aquella reliquia es auténtica; lo que hace es vigilar cautelosamente para que en modo alguno se venere una reliquia cuya autenticidad no esté razonablemente probada. 
En último término, importa poco que la reliquia sea o no auténtica, ya que la reverencia es no para la reliquia material, sino para el santo. Véase cómo las naciones, después de la guerra europea, han levantado monumentos al Soldado Desconocido, para fomentar el espíritu de patriotismo. Tal vez el soldado a quien allí honran fue un cobarde y un canalla. La nación no le tributa honor a él en particular, sino a todos los soldados que murieron por la patria.

OBJECIÓN:
¿Qué pruebas históricas hay que nos convenzan de que Santa Elena encontró la misma cruz en que murió Nuestro Señor Jesucristo? ¿No es cierto que si se juntasen todas las reliquias que se dicen ser de la verdadera cruz, se podrían formar, por lo menos, trescientas cruces del tamaño de la original?
RESPUESTA:
No nos consta con toda certeza que Santa Elena misma descubriese la verdadera cruz; pero sabemos por muchos escritores contemporáneos que la verdadera cruz fue hallada a principios del siglo IV (327). 
San Cirilo de Jerusalén menciona este hecho en las catequesis que tuvo el año 347 en el sitio en que fue hallada (Cat 4, 10), y una inscripción del año 395 encontrada en Tixter de Mauritania habla de la “madera de la cruz”
Aunque Eusebio menciona el descubrimiento del Santo Sepulcro, nada dice del descubrimiento de la cruz. Sin embargo, en su Vida de Constantino (3, 39) inserta una carta del emperador a Macario, obispo de Jerusalén, en la que parece se alude a ella. Ciertamente, mencionan este hecho San Paulino de Nola, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, Sulpicio Severo, Sócrates y Sozomeno.
El año 335, Constantino erigió la basílica del Santo Sepulcro en el sitio mismo del sepulcro de Nuestro Señor, y los orientales celebraban la fiesta de su dedicación el 13 de septiembre. El leño de la verdadera cruz era venerado públicamente en Jerusalén, y de él tomaron fragmentos que enviaron a diversas partes de la cristiandad. 
San Paulino de Nola (353-431) envió una reliquia de la cruz a su amigo Sulpicio Severo, recomendándole que la conservase para que le sirviese de “protección en esta vida y de prenda para la vida eterna” (Epist 31). 
Rohault de Fleury, en 1870, después de hacer un detenido estudio sobre las reliquias de la cruz, halló que todas juntas no formarían más que dos quintos de un pie cúbico. Ahora bien: se calcula que en la cruz habría unos seis pies cúbicos de madera, más cinco octavos de pie cúbico. 

OBJECIÓN:
¿Que bienes pueden sacar los católicos de las peregrinaciones, si Dios está presente en todas partes? ¿O es que no se puede honrar a los santos si no es viajando kilómetros y más kilómetros, para visitar sus santuarios? ¿No nació más bien esta idea del concepto pagano de que el dios no tiene poder más que en ciertos lugares, como leemos en el libro primero de los Reyes, cap. 20, v. 23?
RESPUESTA:
No cabe duda de que las peregrinaciones son algo que pide el corazón humano, pues las hallamos en todas las edades y en todas las naciones. Era y es costumbre entre los paganos visitar los lugares donde el supuesto dios nació o murió, o donde se dice que tienen lugar milagros y otras maravillas. Los egipcios consultaban el oráculo de Ammón en Tebas, como los griegos acudían al oráculo de Apolo en Delfos, o esperaban ser curados mientras dormían en el templo de Asclepio. El budista aún va a Benares, y el mahometano a la Meca. 
Sabemos de sobra los católicos que Dios está en todas partes. Ya notó San Jerónimo que “las puertas del cielo están abiertas lo mismo para los habitantes de Jerusalén que para los de Bretaña”. Pero ya que Jesucristo se dignó santificar los confines de Palestina con su presencia, sus milagros sin cuento y su sagrada Pasión, los cristianos de todo el mundo han sentido siempre una devoción especial a estos Santos Lugares, y han acudido a ellos en peregrinación. 
Este mismo espíritu de devoción los mueve a visitar tantos otros santuarios de la Virgen y de los santos y mártires, como lo testifican Roma, Loreto, Lourdes, Santiago de Compostela, Guadalupe y otros lugares no menos célebres. Nadie negará que Dios se ha complacido en obrar muchos milagros en estos santuarios y ha concedido favores sin número, tanto espirituales como temporales, a los peregrinos que han acudido con espíritu de fe y devoción. El resultado de esas peregrinaciones ha sido, en general, excelente, pues ellas han motivado muchas confesiones, muchas comuniones y muchas preces y oraciones.
Sabemos por la Biblia que Elcana y Ana iban todos los años a orar a Silo (1 Rey 1, 3) y que Nuestro Señor Jesucristo tomaba parte en las peregrinaciones anuales que los judíos hacían a Jerusalén (Luc II, 41). Aquellas discípulas de San Jerónimo, las santas Paula y Eustaquia, escribieron desde Jerusalén a Marcela, que estaba en Roma, rogándola que imitase el ejemplo de tantos cristianos que iban por devoción a visitar los Santos Lugares. 
San Juan Crisóstomo ensalza la piedad de los cristianos “que visitaban los lugares donde habían vivido los santos”, y afirmaba que si no fuera por sus muchas ocupaciones, visitaría gustoso la ciudad de Roma para entrar a ver la cárcel donde había estado preso San Pablo (In Eph Hom 8). 
San Agustín nos habla de los milagros que tenían lugar en los santuarios de los santos Gervasio y Protasio (Epist 87). 
Aparte de la devoción y de otros bienes espirituales, las peregrinaciones o romerías trajeron consigo muchos bienes materiales. Gracias a ellas se levantaron en la Edad Media ciudades de importancia, se construyeron caminos de gran servicio, se fomentaron las relaciones entre países distintos, ampliándose así los conocimientos geográficos; se fundaron Ordenes religiosas, como los caballeros de San Juan y los Templarios, y, finalmente, libraron del mahometismo a Europa con las Cruzadas. Claro está que como lo malo sigue siempre de cerca a lo bueno, entre tantos bienes no faltaron algunos males. 
San Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, y Erasmo en el siglo XVI, nos hablan de los abusos que a veces se cometían con motivo de una peregrinación; pero eso no quita para que las peregrinaciones en sí fuesen buenas. Erasmo dice así en el coloquio 35: “Yo no disuadiría a ningún peregrino que se mueva a serlo por motivos piadosos”.

Bibliografia
Apostolado de la prensa, Santos y santones.
Aracil, Santa Elena, en Tierra Santa. 
Bayle, Santa María en Indias.
Eguia, Los Santos
G. Villada, Rosas de martirio.

LA SANTÍSIMA VIRGEN. ES MADRE DE DIOS. NUNCA PECÓ. LOS CATÓLICOS NO LA “ADORAMOS”.

OBJECIÓN:
¿Por qué llaman los católicos a la Virgen Madre de Dios, en vez de Madre de Jesús? ¿Puede acaso un ser humano ser Madre del Dios eterno?
RESPUESTA:
La Sagrada Escritura dice terminantemente en varios lugares que la Santísima Virgen es la Madre de Dios. El ángel San Gabriel habló así a María: “He ahí que concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre Jesús… El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con tu sombra. Y, por tanto, el (fruto) santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios” (San Lucas I, 31, 35). Santa Isabel saludó a María con estas palabras: “¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a visitarme?” (San Lucas I, 43). San Pablo dice que “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer” (Gál IV, 4). Finalmente, en el Credo de los apóstoles se nos manda creer “en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo, y nació de la Virgen María”. 
El CONCILIO DE EFESO (431) declaró que esta verdad había sido revelada por Dios, y excomulgó a Nestorio, que la negaba. Los no católicos que hacen a María la Madre de Jesús, lo hacen porque siguen ideas erróneas en lo concerniente al dogma de la Encarnación, pues niegan que Jesucristo, siendo una Persona divina, posee dos naturalezas, una divina y otra humana. Jesucristo no fue nunca una persona humana. Jesucristo es la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que tomó nuestra naturaleza humana en el seno materno de la Virgen María. Sigúese, pues, que la Virgen es la Madre de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es decir, que es la madre de Dios. Así como nuestras madres no son solamente Madres de nuestros Cuerpos, sino Madres simplemente, porque el alma que cría Dios directamente se une al cuerpo en una persona humana, así también, la Santísima Virgen no es solamente Madre de la naturaleza humana de Jesucristo, sino que es Madre de Dios a secas, porque la naturaleza divina, engendrada de Dios Padre desde toda la eternidad, está unida a la naturaleza humana en la personalidad divina de Jesucristo. Muchos protestantes creen erróneamente que Lutero y Calvino negaron el dogma de la maternidad divina. Oigamos a Lutero: “No hay honor ni bienaventuranza comparables a la prerrogativa excelsa de ser la única persona de todo el género humano que fue digna de tener un Hijo en común con el Eterno Padre.” Y Calvino: “Al agradecer al cielo las bendiciones que nos trajo Jesús, no podemos menos de apreciar cuán inmensamente Dios honró y enriqueció a María al escogerla para Madre de Dios.”

OBJECIÓN:
¿Con qué fundamento dicen los católicos que María fue siempre virgen, si la Escritura nos habla con frecuencia de los hermanos de Jesús? (San Mateo XII, 46-50; San Marcos III, 31-36; San Lucas VIII, 19-21; Juan VII, 3,10; Hech I, 14).
RESPUESTA:
El dogma de que María permaneció siempre virgen aun después del parto, fue definido en el quinto Concilio general tenido en Constantinopla en 553, reinando el Papa Virgilio, y luego lo volvió a definir el Concilio de Letrán, celebrado en Roma el año 649 bajo el Papa Martín I. Este dogma fue siempre admitido unánimemente por los Padres de la Iglesia y está fundado en textos inequívocos, tanto del Viejo como del Nuevo Testamento.
El profeta Isaías predijo que Jesucristo había de nacer de una madre virgen. Dice así el profeta: “He ahí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y se le pondrá por nombre Manuel” (Isaías VII, 14). La palabra que usa el profeta para decir virgen es almah, palabra que siempre significa virgen en el Antiguo Testamento (Gen XXIV, 43; Exo II, 4; Cant I, 2; 6, 7; Prov XXX, 19). Los Setenta, en la traducción que hicieron del Antiguo Testamento, tradujeron almah por parcenos, palabra griega que siempre significa virgen que no ha sido violada. No son menos explícitos en el Nuevo Testamento los Evangelios de San Mateo y San Lucas. “No temas tomar por esposa a María, pues lo que se ha engendrado en su vientre es obra del Espíritu Santo” (San Mateo I, 20). “El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una virgen desposada con un hombre llamado José” (San Lucas I, 26-27). Entre los Padres de los cuatro primeros siglos que más se señalaron en defender este dogma, merecen citarse San Justino, mártir (Apolog 31, 46; Dial cum Tryph 85); Arístides (Apol.), San Ireneo (Adv Haer 5, 19), Orígenes (Hom 7, in Lucam), San Hilario (In Math I, 3), San Epifanio (Adv Haer 78, 1-7). San Jerónimo (Adv Helv).
Aunque algunos Padres, como San Epifanio, San Gregorio Niseno y San Cirilo de Alejandría, creyeron que los “hermanos del Señor” fueron hijos que había tenido San José en un matrimonio anterior, la inmensa mayoría opinó, con San Jerónimo, que no se trata aquí de “hermanos”, sino de primos. Los Padres dan cuatro razones para probar que éstos no fueron hijos de María:
La virginidad de María está sobrentendida en las palabras que dirigió al ángel: “¿Cómo se hará esto porque no conozco varón?” (San Lucas I, 34). 
Si María tuvo otros hijos, ¿por qué es llamado con tanto énfasis Jesús “el Hijo de María” (San Marcos VI, 3), y por qué no se llama nunca a María Madre de los hermanos del Señor? 
Los textos del Evangelio dan a entender que los hermanos tenían más edad que Jesús. Le tenían envidia por su popularidad; le reprendían y le daban consejos; más aun quisieron prenderle creyendo que estaba loco. 
Si María tenía más hijos, ¿por qué se la encargó Jesús al discípulo amado desde la cruz? Nunca llegaremos a descubrir con toda certeza qué clase de parentesco había entre Santiago y José, hermanos, y los hermanos Simón y Judas. Perdura la duda de si María Cleofás era la esposa o la hermana de Cleofás. En ambos casos, Santiago y José, sus hijos, eran primos de Jesús, aunque no sabemos si por parte de su madre o por parte de su padre. Ignoramos también si Santiago, el hermano del Señor, es Santiago, apóstol, el hijo de Alfeo, y si este Alfeo es Cleofás (Alfeo-Cleofás), el hermano de San José. Si ambas hipótesis son ciertas, y a nosotros nos parece que lo son, entonces Judas era primo del Señor por ambos lados, a saber: por parte del padre y de la madre. 
Desde luego, la palabra “hermano” no significa entre los judíos lo que significa entre nosotros. En el Antiguo Testamento la encontramos con significados diversos. A veces significa parientes en general (Job XIX, 13-14); a veces significa sobrinos (Gén XIII, 18; XXIV, 15), primos lejanos (Lev. X, 4) y también primos carnales (1 Paral XXIII, 21-22). Además, ni en hebreo ni en arameo existía la palabra “primo”; por eso los escritores del Antiguo Testamento se vieron obligados a usar la palabra Ah, hermano, para describir diferentes grados de parentesco. Así, por ejemplo, Jacob, hablando de su prima Raquel, se llama a sí mismo hermano de su padre de ella, en vez de llamarse hijo de la hermana del padre de Raquel, por ser la única manera como podía describir en hebreo su verdadero parentesco (Gén XX, 12). En resolución: ni Jesús tuvo primos, y si éstos, a su vez, eran hermanos, esos tales, en lengua aramea, tenían que ser forzosamente “hermanos” de Jesús, por no haber en esa lengua una palabra apropiada para “primo”.

OBJECIÓN:
Parece que ese dogma católico de la virginidad de María no es más que un concepto importado del paganismo, pues sabemos que, según la Mitología pagana, los dioses Mithra de Persia, Adonis de Siria, Osiris de Egipto y Krisna de la India, nacieron de madres vírgenes.
RESPUESTA:
Esta dificultad no tiene fundamento alguno. Aunque es cierto que a veces se encuentran semejanzas entre algunos puntos del cristianismo y del paganismo, éste no es uno de ellos. Dice el racionalista Harnack: “La conjetura de Usener de que el nacimiento de una virgen es un mito pagano recibido por los cristianos, va contra todo el desarrollo de la tradición cristiana.” Mithra ni siquiera tuvo madre, sino que se le consideraba como hijo de una roca, representada por una piedra cónica que figuraba la bóveda celeste en la cual apareció por primera vez el dios de la luz. Adonis o Tammus (Ezeq. VIII), era un semidiós que representaba la luz del sol. Varios mitos le hacen hijo de Ciniras, de Fénix y del rey Teyas de Asiria y su hija Mirra. Osiris es hijo, ya de Seb y Nuit (la tierra y el firmamento), ya del corazón de Atum, el primero de los dioses y de los hombres. Krisna, el más popular entre las encarnaciones de Vishnu, no nació de una virgen, pues, antes que él naciera, su madre había dado varios hijos a su esposo, Vasudeva. Las leyendas que le hacen semejante a Jesucristo están tomadas de documentos posteriores varios siglos a los Evangelios.
Los mitos paganos de la antigüedad están tomados de la naturaleza, y representan la sucesión del día y de la noche, la sucesión de las estaciones del año, el misterio de la vida y su transmisión de una criatura a otra. Ninguno lleva fecha ni lugar fijo, y pertenecen, en general, a un período vago e imaginado, anterior a la aparición del hombre. Por el contrario, en relación del nacimiento de Jesucristo tiene todas las características, no de mito, sino de historia; porque en ella se especifican la fecha, el lugar, las personas contemporáneas y los hechos más salientes que tuvieron lugar a su alrededor desde el día que nació hasta hoy, pues su evangelio ha sido y es un acontecimiento del que no puede prescindir la Historia universal. Nada tan ridículo como suponer que los evangelistas, a ciencia y conciencia, incluyeron en sus narraciones mitos importados del paganismo, pues los hechos narrados por ellos estaban tan reciente que no había transcurrido tiempo suficiente para que se formara una leyenda en derredor de ellos.

OBJECIÓN:
¿No es cierto que las palabras “antes que se juntasen” y “hasta que dio a luz a su Hijo primogénito” prueban con toda evidencia que el matrimonio de José y María fue realmente consumado más tarde? (San Mateo I, 18, 25).
RESPUESTA:
No, señor; no prueban eso. Esta misma dificultad fue puesta en el siglo IV por Elvidio, y fue magistralmente resuelta por San Jerónimo. Citó el santo otros muchos pasajes de la Escritura en los que las palabras “antes” y “hasta que” no exigen que de hecho sucedan los acontecimientos a que se refieren. “Noé, abriendo la ventana que tenía hecha en el arca, envió un cuervo, el cual, habiendo salido, no volvió hasta que las aguas se secaron sobre la tierra” (Gén VIII, 6-7), es decir, el cuervo no volvió. Asimismo: “Y ningún hombre ha sabido de su sepulcro hasta hoy” (Deut XXXIX, 6); es decir, nadie ha descubierto el sepulcro de Moisés.

OBJECIÓN:
Las palabras “dio a luz a su Hijo primogénito”, ¿no prueban que, al menos, tuvo dos hijos la Virgen María?
RESPUESTA:
De ninguna manera. Ya tuviera un solo hijo la madre, ya tuviera más, la ley mosaica llamaba “primogénito” al primero que nacía (Exodo XXXIV, 19-20). Es evidente que si una madre muere del primer parto, no puede tener más hijos. Ahora bien: a ese hijo único, así nacido, los judíos le llamaban primogénito.

OBJECIÓN:
¿Puede usted probarme por la Escritura que la Virgen María fue concebida milagrosamente? La doctrina católica sobre la Concepción Inmaculada de la Virgen, ¿no es cierto que contradice a la Escritura, según la cual todos murieron en Adán? (1 Cor XV, 22; Cf, Rom V, 12). ¿Y no es ésta una verdad nueva, proclamada por primera vez el año 1854?
RESPUESTA:
El que fue concebido milagrosamente fue Jesucristo, no la Virgen María, que tuvo padre y madre como los demás hombres. ¿Quién no sabe que fue hija de San Joaquín y de Santa Ana? Cuando decimos que la Santísima Virgen fue Inmaculada, queremos decir que el primer instante de su ser, es decir, desde que se unieron su cuerpo y su alma en el vientre de su santa madre, la Virgen María fue santificada por la gracia de Dios, de modo que su alma nunca estuvo sin gracia santificante. O si se quiere más claro, el alma de la Virgen María, por especial privilegio, nunca fue tiznada con el pecado original, con el cual son tiznadas al unirse al cuerpo las almas de todos los hijos de Adán. 
El 8 de diciembre de 1854. Pío IX definió que “es doctrina revelada por Dios, y, por tanto, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles la doctrina que declara que la bienaventurada Virgen María en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de pecado original” (Ineffabilis Deus). 
Los racionalistas y las sectas de manga ancha niegan este dogma, porque niegan sencillamente la existencia del pecado original. Otras sectas protestantes más ortodoxas también lo niegan por las nociones erróneas que tienen acerca de ese pecado. Creen, al parecer, que el pecado original viene a ser prácticamente lo mismo que el pecado actual. No es ésa la doctrina católica. El pecado original es el pecado de Adán en cuanto que nos fue transmitido a sus descendientes, o el estado al cual nos reduce el pecado de Adán. Para los católicos, ese pecado es algo negativo; para los protestantes, es algo positivo. Creen que es algo así como una enfermedad, un cambio radical de la naturaleza, un veneno activo que corroe el alma y la corrompe inficionando sus elementos primarios y desorganizándola; por eso se imaginan que atribuimos a la Santísima Virgen una naturaleza distinta de la de sus padres y distinta de la de Adán caído. Los católicos no opinamos así. Decimos que María murió en Adán como todos los demás, y que fue incluida en la sentencia pronunciada contra Adán juntamente con todo el género humano; que contrajo la deuda como nosotros; pero que, en atención a los méritos del futuro Redentor, esa deuda se la perdonó Dios anticipadamente. Tampoco se cumplió en ella la sentencia general, si se exceptúa la muerte natural, pues la Virgen María también murió como los demás hombres. 
Al afirmar esto, negamos que la Virgen contrajera el pecado original; pues, como dijimos arriba, el pecado original es algo negativo que nos priva de aquella gracia sobrenatural e inmerecida de que gozaron Adán y Eva luego de ser criados, a la cual privación hay que añadir una serie larga de consecuencias. María no mereció la restitución de esa gracia, como tampoco la merecieron nuestros primeros padres; pero Dios, por su infinita bondad, se la restituyó desde el primer momento de su existencia, de modo que María nunca incurrió en la maldición del pecado original, la cual maldición consiste en la pérdida de esa gracia. Es cierto que la Sagrada Escritura no habla expresa y categóricamente de esta doctrina, pero hay en ella textos, como los dos que cita Pío IX, que, mirados a la luz de la tradición católica, la indican con bastante claridad. “Pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la suya; ella quebrantará tu cabeza, y tú pondrás asechanzas a su calcañar” (Gén III, 15). “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre las mujeres” (San Lucas I, 28). Jesucristo y su Madre aparecen como enemigos de Satanás y del pecado. Jesucristo, absolutamente sin pecado, por ser Hijo de Dios; y María, también sin pecado, o llena de gracia, por donación y prerrogativa especial de Dios.
La Santísima Virgen ocupa un puesto de preeminencia en los escritos de los Santos Padres, los cuales le han tributado alabanzas a porfía y han dicho de ella tales grandezas, que sonarían increíbles o muy exageradas si hubiera sido concebida en pecado con los demás hombres. Insisten en llamarla segunda Eva, libre de todo pecado, que deshizo lo que hizo Eva en el Paraíso cuando comió la manzana y dio a comer de ella a su marido.
Escribe San Ireneo (140-205): “Así como Eva por su desobediencia fue la causa de la muerte para sí y para todo el linaje humano, así María, Madre del Hombre predestinado, y siendo aún Virgen, por su obediencia fue la causa de salvación para sí y para todo el género humano” (Adv Haer III, 22). Expresiones parecidas pueden verse en los escritos de San Justino, mártir; Tertuliano, San Cirilo de Jerusalén, San Efrén de Siria; San Epifanio, San Jerónimo y otros que cita el cardenal Newman en la carta que escribió al doctor Pusey. Digamos, para no citar más que uno, el testimonio de San Efrén (306-373); “María fue tan inocente como Eva antes de la caída, Virgen ajena a toda mancha de pecado, más santa que los serafines, la fuente sellada del Espíritu Santo, semilla pura de Dios, siempre pura e inmaculada en cuerpo y mente” (Carmina Nisibena).

MATRIMONIOS MIXTOS

OBJECIÓN:
¿Por qué se opone la Iglesia con tanta tenacidad a los matrimonios mixtos? Si éstos son en sí un mal, ¿por qué permite excepciones a los que pagan con dinero? El que no es católico, ¿necesita bautizarse para casarse con un católico? En un matrimonio mixto, ¿pueden los novios casarse primero por la Iglesia y luego por un pastor protestante para dar gusto a los padres de la parte no católica, que tampoco son católicos? ¿Por qué exige la Iglesia que todos los hijos sean educados en la fe católica? ¿Por qué no se celebran en la iglesia las ceremonias de los matrimonios mixtos?
RESPUESTA:
Se llama matrimonio mixto el contraído por dos personas bautizadas, de las cuales una es católica y la otra es hereje o cismática. La Iglesia se ha opuesto siempre a este género de matrimonios, como puede verse por las leyes promulgadas al efecto desde los primeros siglos; por ejemplo, las leyes de los Concilios de Elvira (300), Laodicea (343-389), Hipona (393) y Calcedonia (451). En los tiempos modernos han condenado severisimamente los matrimonios mixtos los Papas Urbano VIII, Clemente XI, Benedicto XIV, Pío IX y León XIII.
La razón de esta condenación no es otra que el peligro que corren de perder la fe la parte católica y los hijos nacidos del matrimonio. No es raro que un protestante prometa a una joven católica libertad absoluta para practicar su religión, y, una vez que están casados, muestre su fanatismo y su odio a la Iglesia católica, ridiculizándola siempre que se ofrece ocasión, y consiguiendo, al cabo de cierto tiempo, que la esposa católica, débil de carácter o poco instruida en el catecismo, apostate y venga a abrazar la herejía de su esposo protestante. De este modo, la Iglesia pierde miles de almas en los Estados Unidos, donde son frecuentes estos matrimonio.
Y sabemos por el canon 1060 que si el peligro de perversión es próximo, los matrimonios mixtos están prohibidos por la misma ley divina. Desde luego, se puede asegurar, en términos generales, que una gran parte de los hijos de tales matrimonios se cría y educa fuera de la fe católica. Si uno de los padres, y, especialmente, la madre, no va jamás a la iglesia, o, lo que es peor, se ríe de los que van, ya se ve que los hijos están en peligro grandísimo de crecer sin amor ni devoción a las prácticas católicas, a no ser que el padre, católico, tome cartas en el asunto y vigile con perseverancia a los hijos, enviándolos a escuelas católicas y obligándolos a asistir a la Iglesia. También ocurre con cierta frecuencia que la parte católica muere y la parte no católica se casa de nuevo con una persona que no es católica. En estos casos, la prole del matrimonio mixto es infaliblemente criada y educada en la fe de los padres no católicos. Además, la diversidad de creencias entre esposos es con harta frecuencia motivo de discordias en el hogar, especialmente cuando la parte no católica está dominada por parientes y amigos llenos de prejuicios contra la Iglesia católica. Asimismo, es fuente de discordias la diferencia de opinión en asuntos delicados, como son el divorcio, la limitación de la familia y la necesidad de educar a la prole en la fe católica.
Atendidas todas estas razones, nadie extrañará que la Iglesia no conceda dispensa para contraer un matrimonio mixto, a no ser que medien razones justas y graves. Desde luego, no es menester que la parte no católica se bautice; basta con que se obligue por escrito a alejar todo peligro de perversión de la parte católica. Los dos esposos deben prometer que han de educar a los hijos en la fe católica (canon 1.061). La Iglesia no hace esto por capricho, sino porque está obligada a mirar por el bien espiritual de sus hijos. Ante todo, salta a la vista que la facilidad con que los esposos no católicos firman estas promesas es prueba evidente de lo poco arraigados que están en su fe. En general, son completamente indiferentes en materia de religión.
El Derecho Canónico (canon 1063) prohíbe terminantemente a los católicos renovar el consentimiento matrimonial delante de un ministro no católico. Los que tal hagan quedan por el mero hecho excomulgados, pues esa acción equivale a profesar abiertamente la herejía o el cisma. No debemos hacer traición a la conciencia ni a los principios sólo por dar gusto a personas irreflexivas. Además, si el primer matrimonio obliga a los casados hasta la muerte, ¿por qué se ha de recurrir a una segunda ceremonia, que no tiene significado alguno? En aquellos países en que se obliga a los ciudadanos a pasar por la ceremonia civil del matrimonio, los católicos pueden y deben obedecer la ley a fin de asegurar los derechos civiles; pero tal ceremonia es entonces considerada como una pura formalidad legal sin significado alguno religioso.
Los matrimonios mixtos no tienen lugar dentro de la Iglesia, para que todos vean la repugnancia con que la Iglesia católica concede dispensa para ellos. De ordinario se celebran en la sacristía o en casa del párroco. Tampoco se leen las amonestaciones, ni se bendice el anillo ni se celebra misa nupcial.
No es cierto que la Iglesia conceda dispensa por dinero. El Concilio de Trento declaró que las dispensas matrimoniales, caso de ser concedidas, lo fuesen de balde (sesión IV, De Ref Mat 5). Esta declaración ha sido confirmada repetidas veces por los Papas y por las congregaciones. Lo único que se acepta es un donativo para cubrir los gastos de la cancillería, y a los pobres no se les exige absolutamente nada (canon 1056).

OBJECIÓN:
¿Considera la Iglesia católica válido el matrimonio contraído por un protestante bautizado y un infiel?
RESPUESTA:
El Derecho Canónico antiguo consideraba inválidos estos matrimonios por el impedimento de disparidad de cultos. En el nuevo Derecho Canónico, es decir, desde el 19 de mayo de 1918, este impedimento ha sido abolido cuando se trata de dos personas no católicas; por tanto, el matrimonio citado en la pregunta es válido. La Iglesia cambió la ley en este punto para evitar la invalidez de muchos matrimonios, pues hoy día son legión los protestantes que no se bautizan. El impedimento, pues, de disparidad de cultos sólo reza con el matrimonio contraído por un católico y un no católico que no está bautizado.

OBJECIÓN:
¿Por qué prohíbe la Iglesia los matrimonios entre parientes cercanos, por ejemplo, entre primos carnales y primos segundos?
RESPUESTA:
El canon 1076 prohíbe los matrimonios entre parientes en cualquier grado si están emparentados en línea recta; si están emparentados en línea oblicua, prohíbe contraer matrimonio a los emparentados hasta el tercer grado inclusive. En el primer caso, la Iglesia nunca concede dispensa; en el segundo, la concede por justas causas a los primos segundos y aun a los primos carnales. El fin de estas leyes es robustecer el respeto debido a los parientes cercanos, que existe aun entre los paganos, y prevenir que los hijos nazcan físicamente defectuosos. San Agustín notó que casándose con personas que no son parientes se ensancha el círculo de amigos, y el amor y la caridad se multiplican más y más.
La ciencia médica nos dice que mientras más de cerca están emparentados los padres, más defectuosos nacen los hijos, generalmente. Esto suele tener lugar principalmente entre los sordomudos de nacimiento.
El doctor Boudin afirma que si en un matrimonio ordinario el peligro de hijos sordomudos es representado por uno, tratándose de primos carnales el peligro asciende a dieciocho, y a treinta y siete si se trata de tíos y sobrinas. Al escribir esto me vienen a la memoria dos matrimonios de primos carnales. En uno de ellos los cuatro hijos nacieron defectuosos física y mentalmente; en el segundo, los tres hijos nacieron normales y se criaron robustos. Tal vez—como observa De Smet—los hijos de parientes cercanos heredan los defectos físicos de la familia desarrollados; mientras que tratándose de dos individuos de familias distintas, los defectos propios de cada una se neutralizan en la prole.

OBJECIÓN:
¿Por qué no se les permite a los católicos casarse durante el Adviento y la Cuaresma?
RESPUESTA:
A los católicos, como a todos, les está permitido casarse cuando lo juzguen oportuno. Lo que se prohíbe durante el Adviento y la Cuaresma es solemnizar el matrimonio echando a vuelo las campanas, tocando el órgano, etc., etc. Estas ceremonias exteriores quedan prohibidas desde el primer domingo de Adviento hasta el día de Navidad inclusive, y desde el miércoles de Ceniza hasta el domingo de Pascua inclusive (canon 3108). El obispo, sin embargo, puede permitir la bendición nupcial; pero debe urgir a los recién casados a que se abstengan de solemnizar demasiado el matrimonio, pues el Adviento y la Cuaresma son en la Iglesia épocas de recogimiento y penitencia.

BIBLIOGRAFIA
Pío XI, Encíclica sobre el matrimonio.
Caro, El matrimonio cristiano.
Ferreres, Los esponsales y el matrimonio.
Id., Derecho sacramental.
García Figar, Matrimonio y familia. 
Gomá, La familia según el derecho natural cristiano.
Id., El matrimonio.
Id., Matrimonio civil y canónico.
Martínez, Matrimonio, amor libre y divorcio.
Monegal, Exhortaciones matrimoniales. 
Razón y Fe, El matrimonio cristiano.
Schmidt, Amor, matrimonio, familia. 
Vauencina, Preparación para el matrimonio.
Vilariño, Regalo de boda. 
Bujanda, El matrimonio y la Teología católica. 
Blanco, Ya no sois dos.

DIVORCIO

OBJECIÓN:
¿Por qué prohíbe la Iglesia el divorcio sin excepción? ¿No es cruel y horrendo obligar a una pobre mujer a vivir toda la vida con un esposo borracho y adúltero, que ni siquiera la mantiene? ¿No es más conforme a razón admitir el divorcio en ciertos casos, como lo hacen todos los Estados modernos?
RESPUESTA:
La Iglesia católica prohíbe el divorcio simplemente porque Jesucristo también lo prohibió. He aquí cómo se expresa el Concilio de Trento en este punto: “Si alguno dijere que el vínculo matrimonial puede ser disuelto por la herejía, o porque la cohabitación es molesta, o por la ausencia afectada de uno de los cónyuges, sea anatema” (sesión XXIV, canon 5).
La doctrina de Jesucristo sobre la indisolubilidad del matrimonio cristiano no puede ser más clara. A los fariseos que le preguntaron sobre la legalidad del divorcio, les respondió: “¿No habéis leído que Aquel que al principio crió el linaje humano, crió un solo hombre y una sola mujer? Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, para unirse con su mujer, y serán dos en una sola carne. Así que ya no son dos, sino Una sola carne. Lo que Dios, pues, ha unido, no lo desuna el hombre.” Y como los fariseos le objetasen que Moisés había permitido el divorcio, respondió el Señor: “A causa de la dureza de vuestro corazón, os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; mas desde el principio no fue así” (Mat XIX, 4-8).
Esta misma doctrina puede verse repetida en los Evangelios de San Marcos y San Lucas. Jesucristo dice que los esposos que se casan de nuevo después de divorciados cometen adulterio; y que el que se case con la mujer repudiada, también comete adulterio. “Cualquiera que desechare a su mujer y tomare otra, comete adulterio contra ella. Y si la mujer se aparta de su marido y se casa con otro, es adúltera” (Marc X, 11-12). “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y comételo también el que se casa con la repudiada por su marido” (Luc XVI, 18).
San Pablo compara el matrimonio cristiano a la unión indisoluble que existe entre Cristo y su Iglesia (Efes V, 24), y afirma categóricamente que el vínculo matrimonial no se disuelve más que con la muerte. “Así es que una mujer casada está ligada por la ley (del matrimonio) al marido mientras éste vive; mas en muriendo su marido queda libre de la ley que la ligaba al marido. Por esta razón, será tenida por adúltera si viviendo su marido se junta con otro hombre; pero si el marido muere queda libre del vínculo, y puede casarse con otro sin ser adúltera” (Rom VII, 2-3). “Pero a las personas casadas mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe del marido; que si se separa (por justa causa) no pase a otras nupcias, o bien reconcilíese con su marido” (1 Cor VII, 10-11).
Como se ve, las palabras de Jesucristo, lo mismo que las de San Pablo, no pueden estar más claras. Si los casados se separan y se casan de nuevo con otro, son adúlteros; el que se case con la mujer repudiada vive en adulterio; si por algún motivo razonable se separan los casados, deben vivir solos o reconciliarse, y, finalmente, el vínculo conyugal no puede ser disuelto más que por la muerte de una de las partes.
La Iglesia permite a los esposos separarse y vivir apartados el uno del otro por razones graves (Trento, sesión XXIV, can 8); pero no les permite a ninguno de los dos casarse con un tercero. La borrachera o el adulterio son motivo suficiente para pedir esa separación.
Traer a cuento la legislación civil, como si ella fuera una autoridad en esta materia, es impertinente. No lo decimos nosotros, lo dijo San Juan Crisóstomo hace más de mil años. “No me citéis—decía el santo—la ley civil hecha por extraños, que manda que se extienda un libelo y que se conceda el divorcio. No os va a juzgar el Señor el último día según estas leyes, sino según las leyes que El mismo nos dio” (De Lib Rep). La Iglesia no niega al Estado el derecho que éste tiene de legislar sobre los efectos civiles del matrimonio. Así, el Estado puede con todo derecho fijar la dote, el derecho de sucesión, la inscripción en los registros, etc. Lo que la Iglesia reclama para sí, por encima de todo, es el derecho único y exclusivo que tiene de declarar cuándo un matrimonio es válido y cuándo no lo es.

OBJECIÓN:
¿No es cierto que Jesucristo mismo permitió el divorcio en caso de adulterio? (Mat V, 32; 19, 9)
RESPUESTA:
No, señor; Jesucristo no admitió excepción alguna. El primer pasaje aducido dice así: “Pero Yo os digo que todo aquel que despida a su mujer, a no ser en caso de fornicación, la hace cometer adulterio, y el que tome a esta mujer despedida es adúltero.”
Los judíos estaban en la persuasión de que por la ley de Moisés, las obligaciones del esposo para con la esposa cesaban por completo tan pronto como aquél daba a ésta libelo de divorcio. El esposo, según ellos, quedaba entonces libre para casarse de nuevo con otra. Jesucristo les dice: “No, las obligaciones del esposo para con la esposa no quedan terminadas por el mero hecho de haber obtenido el divorcio. Es el responsable de adulterio que ella puede cometer, si la despide por otra causa distinta de la fornicación.”
Nótese que en este caso la mujer no es adúltera antes de ser despedida; de lo contrario, la frase “la hace cometer adulterio” carece por completo de sentido. Y para que nadie se llamase a engaño creyendo que con el divorcio quedaba disuelto el vínculo conyugal, agregó Jesús: “Y el que tome a esta mujer despedida es adúltero.”
El segundo pasaje mencionado en la pregunta dice así: “Pero Yo os digo que cualquiera que despidiere a su mujer, si no es en caso de fornicación, y se casare con otra, es adúltero, y el que se casare con la mujer despedida es adúltero.”
En este pasaje, Jesucristo no permite un segundo matrimonio en caso de que uno de los esposos cometa adulterio. Lo que quiso el Señor declarar con estas palabras es que si uno comete adulterio, el otro tiene derecho a pedir la separación. La razón de esta interpretación es obvia. Acababa el Señor de restaurar el matrimonio a su perfección primitiva, diciendo: “Lo que Dios ha unido, no lo desuna el hombre.” Si, pues, ahora hubiese permitido el divorcio y Un segundo matrimonio, se habría contradicho a Sí mismo.
Es norma elemental en la interpretación de la Biblia comparar un pasaje dudoso con otros paralelos más claros y precisos. Ahora bien: el que dude de la ilicitud del divorcio por este pasaje,que lea y examine los textos siguientes: Marc X, 11-12; Lucas XVI, 18; 1 Cor VII, 39. Por aquí verá que el divorcio no tiene soporte alguno en los textos bíblicos. Dígase lo mismo de los Santos Padres y escritores de los primeros siglos, que convinieron en afirmar que el adulterio no era motivo para pedir el divorcio. 
“Si la esposa es adúltera—escribía Hermas en el siglo II—, el esposo puede despedirla, pero no le es lícito juntarse con otra. Si se casare con otra, comete adulterio” (Mand 4, 4).
San Justino, mártir (165): “El que se case con la mujer que ha despedido el esposo comete adulterio” (Apol 1, 15). 
San Clemente de Alejandría (150-216): “La Biblia declara que el cónyuge que se casa con un tercero mientras vive el otro cónyuge, comete adulterio” (Strom 2, 23). 
San Jerónimo (340-420): “Mientras viva el esposo, aunque sea un adúltero… y por sus crímenes se vea abandonado de la esposa, los dos son verdaderos esposos; por tanto, ella no debe casarse con otro… Ya sea ella la que se separa, ya sea el esposo el que la despide, cualquiera que se case con ella es adúltero” (Epist 55).
Finalmente, el gran San Agustín (354-430) escribió un tratado De conjugis adulterinis contra Polencio, que defendía que el adulterio justificaba el divorcio. El santo le responde: “De ninguna manera.” Y cita en su apoyo los textos (Mar X, 11-12; Luc XVI, 18).

OBJECIÓN:
¿No es verdad que San Pablo permite a los cristianos divorciarse? (1 Cor VII, 12-15).
RESPUESTA:
San Pablo en este pasaje no se refiere al matrimonio cristiano, sino al pagano, que es un matrimonio puramente natural. Dice, pues, el apóstol que si dos esposos no están bautizados, y uno de ellos se convierte y se bautiza, y el otro rehusa vivir en paz con la parte bautizada, el matrimonio puede disolverse. He aquí las palabras de San Pablo: “Si algún hermano tiene por mujer a una infiel, y ésta consiente en habitar con él, no la repudie. Y si alguna mujer fiel (cristiana) tiene por marido a un infiel, y éste consiente en habitar con ella, no abandone a su marido… Pero si el infiel se separa, sepárese en hora buena; porque en tal caso, ni nuestro hermano ni nuestra hermana deben sujetarse a servidumbre. Pues Dios nos ha llamado a un estado de paz y tranquilidad”. Esto es lo que el Derecho canónico llama privilegio paulino.
Antes de poder hacer uso de este privilegio, la parte convertida tiene que averiguar: si la parte no bautizada está dispuesta a recibir el bautismo, pues en caso afirmativo el matrimonio queda intacto; , si está dispuesta a vivir pacíficamente con ella sin “blasfemar del Creador”, es decir, sin intentar pervertir a la parte bautizada y sin tentarla para que cometa pecado mortal. Si después de estas interpelaciones la respuesta de la parte no bautizada es negativa, el matrimonio queda por el mero hecho disuelto en virtud del privilegio paulino, y se pueden casar de nuevo con un tercero (cánones 1120-1127). Aunque el matrimonio natural es en sí indisoluble, puede ser disuelto por Dios, que permitió el divorcio en la Ley antigua y en la nueva permite el privilegio paulino.

OBJECIÓN:
¿No es verdad que la Iglesia católica, aunque desaprueba el divorcio en teoría, prácticamente lo permite con su sistema de dispensas y anulaciones? Porque, prácticamente, ¿qué diferencia hay entre anular un matrimonio y permitir a los esposos que se divorcien? ¿Qué me dice usted de la disolución que decretó el Papa sobre los matrimonios del duque de Marlborough con miss Vanderbilt, y Marconi con miss O’Brien?
RESPUESTA:
Entendámonos. La Iglesia jamás dispensa cuando se trata de una ley natural o divina; dispensa, sí, de las leyes que ella misma ha hecho.
El Estado, por ejemplo, no vacila en declarar nulo e inválido un matrimonio que fue contraído válidamente. La Iglesia no hace eso.
La Iglesia declara si los que viven como esposos lo son de verdad o no. Si no lo son, anula ese matrimonio, que estrictamente hablando no es matrimonio. La diferencia, como se ve, es inmensa. Se la podría comparar a la que existe entre romper un billete de mil pesetas (divorcio del Estado) y declarar que cierto billete de mil pesetas es falso (anulación de la Iglesia).
Las dispensas que concede la Iglesia son siempre razonables. Si existen estas razones, la Iglesia permite a uno que se case con su prima carnal, con su cuñada o con una que no esté bautizada; pero jamás ha concedido ni concederá dispensa para que se case con otra mientras viva su mujer, o para que se case con su hermana, o con su hija, o con una que sea impotente.
La Iglesia declaró nulo el matrimonio Marlborough-Vanderbilt porque al cabo de prolijas investigaciones averiguó que en él había habido coacción. La ley está clara: “Es inválido el matrimonio contraído por violencia o por miedo grave ocasionado extrínseca e injustamente, de modo que, para librarse de él, uno se ve obligado a casarse” (canon 1087).
El que quiera cerciorarse de la clase de matrimonios que ha anulado la Iglesia, puede revisar el órgano oficial de ésta, Acta Apostolicae Sedis.
El matrimonio Marconi-O’Brien fue declarado inválido porque ambos habían dado consentimiento bajo la condición de que el matrimonio podía disolverse. La madre de miss O’Brien rehusó al principio permitir a su hija que se casara si se había de considerar perpetuo el vínculo conyugal, porque—decía ella—muchos matrimonios resultan un desastre. Entonces Marconi hizo un convenio con la madre, la hija y toda la familia, en virtud de cual se dejaba a la libertad de cualquiera de las dos partes pedir divorcio si andando el tiempo él o ella lo creyesen conveniente. Ahora bien: un convenio de este género va contra las leyes de la Iglesia.
Dice así el canon 1086, número 2: “Si una de las partes, o las dos, en un acto positivo de voluntad excluyen el matrimonio mismo… o alguna de las propiedades esenciales del matrimonio, el contrato es inválido.”
No han faltado controversistas que han acusado a la Rota Romana de prodigar las anulaciones con una abundancia exagerada. Nada más falso. A pesar de que el campo de acción de este tribunal es el mundo entero, no ha expedido en cinco años más que 93 decretos de anulación, y ha rehusado 50. En cambio, en sólo los Estados Unidos se conceden anualmente 150.000 divorcios.

OBJECIÓN:
¿No es verdad que Alejandro VI concedió el divorcio a Lucrecia Borgia, y más tarde se lo concedió también a Luis XII de Francia? ¿No se lo concedió a Enrique IV de Francia el Papa Clemente Vlll? Y a Napoleón y a su hermano Jerónimo, ¿no les extendió un divorcio Pío Vll?
RESPUESTA:
No, señor. En ninguno de estos casos concedió el Papa divorcio alguno.
El matrimonio de Lucrecia Borgia con Juan Sforza fue anulado en 1497. La razón alegada fue que el matrimonio nunca había sido consumado, como consta por la carta que escribió el cardenal Ascania Sforza a Ludovico il Moro, citado por Pastor en su Historia de los Papas.
Pastor llama a este episodio “desgraciado”, ya que a Sforza le obligaron a dar testimonio de esto sus parientes, y Lucrecia tenía puesta la mira en un nuevo matrimonio con Alfonso, hijo natural de Alfonso II.
2.° El matrimonio de Luis XII con Juana de Valois fue anulado en 1498 por una Comisión judicial nombrada por el Papa. El rey juró que el matrimonio nunca había sido consumado; que se había casado con ella porque le había forzado a ello Luis XI, padre de Juana; que eran parientes en cuarto grado y que había el impedimento dirimente de parentesco espiritual, pues Luis XI había sido su padrino.
3.° El matrimonio de Enrique IV con Margarita de Valois fue anulado por una Comisión especial nombrada por el Papa y compuesta del cardenal De Joyeuse, del nuncio de París y del arzobispo de Arlés. Estos príncipes habían sido casados por el cardenal de Borbón sin haber obtenido antes las dispensas necesarias, pues, además de ser consanguíneos, mediaba el impedimento de parentesco espiritual, ya que Enrique II, padre de Margarita, había sido padrino de Enrique de Navarra. Asimismo, Margarita había dado el consentimiento forzada por Catalina de Médicis y por su hijo, Carlos IX.
4.° Es falso que Pío VII concedió el divorcio a Jerónimo Bonaparte. Al contrario, en 1803 declaró que el matrimonio de Jerónimo con la señorita Patterson—joven protestante de Baltimore—había sido perfectamente válido.
Pío VII, respondiendo por carta al emperador, le dice que las cuatro razones aducidas en favor de la nulidad no son convincentes. No fue el Papa, sino el Estado francés, el que, en 21 de marzo de 1805, anuló el matrimonio, para que Jerónimo se pudiera casar con una princesa de Alemania.
5.° Pío VII no tuvo parte ninguna en la anulación del matrimonio de Napoleón con Josefina de Beauharnais, pues ni Josefina apeló jamás al Papa, ni apelaron tampoco los tribunales eclesiásticos franceses, que fueron los que intervinieron en el asunto.
Napoleón contrajo matrimonio con Josefina el 9 de marzo de 1796, es decir, durante la revolución francesa. El matrimonio fue puramente civil, y, por tanto, inválido delante de la Iglesia, que requiere en los matrimonios la presencia del párroco o del obispo, u otro sacerdote designado por uno de éstos, más dos testigos.
La víspera de la coronación de Napoleón, 1 de diciembre de 1804, el Papa declaró que no tomaría parte en la ceremonia si antes no se accedía a los ruegos de Josefina, que sentía escrúpulos acerca del matrimonio civil y quería arreglar el matrimonio conforme a las leyes eclesiásticas. Consintió el emperador, y en secreto, sin. testigos, los casó en las Tullerías el cardenal Fesch, después de haber obtenido del Papa todas las dispensas necesarias.
Cinco años más tarde, en 1809, Napoleón decidió divorciarse de Josefina, porque ésta no le había dado un heredero. Reunió un consejo de familia en Fontainebleau, indujo a Josefina a consentir en el divorcio, y luego hizo que el Senado francés lo aprobase oficialmente. El plan de Napoleón era casarse con la hermana del zar; cuando este plan le falló, se resolvió a casarse con María Luisa de Austria. Pero Austria era católica, y exigió que fuese antes anulado el matrimonio religioso con Josefina. Napoleón, en vez de acudir al Papa, que es el juez ordinario en las causas matrimoniales de los soberanos, acudió a los tribunales eclesiásticos del país, integrados por miembros indignos, dispuestos a dar en todo gusto a su emperador.
¿Para qué acudir al Papa, si éste había excomulgado a Napoleón? Además, ¿no había rehusado Pío VII acceder a sus ruegos en favor del divorcio de su hermano Jerónimo? Napoleón, pues, puso el negocio en manos del archicanciller Cambacérés, que presentó el caso al tribunal eclesiástico de la diócesis de París. Para obtener una sentencia favorable, presentó Cambacérés testimonios del cardenal Fesch, Berthier, Duroc y Talleyrand, quienes depusieron con juramento de que el matrimonio no se había celebrado delante del párroco y dos testigos, y que, además, Napoleón nunca había dado su consentimiento al matrimonio religioso, sino que había aceptado la ceremonia únicamente para que Josefina se aquietase en sus escrúpulos. En vista de estos testimonios, el tribunal diocesano declaró nulo el matrimonio por haber sido celebrado en ausencia del párroco y dos testigos, alegando con cierto sarcasmo “que era difícil recurrir al Papa, a quien tocaba pronunciar la sentencia definitiva en estos casos extraordinarios”. Tres días más tarde, el tribunal metropolitano declaró nulo el matrimonio, no sólo porque había sido contraído sin la presencia del párroco, sino porque el emperador nunca había dado el consentimiento.
Que este decreto de los tribunales franceses fue injusto, lo ve un ciego. En primer lugar, el mismo cardenal Fesch nos dice que obtuvo del Papa todas las dispensas necesarias para el matrimonio de Napoleón con Josefina. Venir, pues, más tarde, como lo hizo el tribunal eclesiástico, con que Fesch había obtenido estas dispensas en calidad de gran limosnero y no en calidad de párroco y testigo, es jugar con los conceptos. El Papa supo de sobra lo que se le pedía y lo que concedía cuando concedió la dispensa para el matrimonio, ni era Pío VII persona endeble o apasionada que consintiera en un matrimonio de burla.
El Papa tenía pleno poder para dispensar de la ley tridentina. Conocemos, además, las palabras textuales del ritual católico leídas en aquella ceremonia, y sabemos también que el cardenal dio a la emperatriz un certificado de dicho matrimonio. En segundo lugar, el tribunal diocesano rechazó como ridículo lo que se alegaba de la falta de consentimiento del emperador, aunque el tribunal metropolitano no vaciló en afirmar falsamente que los dos tribunales habían descubierto este hecho. Otro tribunal imparcial jamás hubiera dado crédito a las deposiciones de cortesanos tan serviles como Duroc, Berthier, Telleyrand y Fesch, tío este último del emperador. Es tal el parecido de estas deposiciones, que se echa de ver fácilmente haber sido una misma la mano que las forjó. No se les ocultaba a esos señores la clase de testimonio que esperaba de ellos el emperador, y sabían muy bien lo caro que les costaría incurrir en su desgracia. A la vista estaba el tratamiento cruel que este tirano había infligido al Papa Pío VII.
Pronto iban a tener ocasión de contemplar una vez más hasta dónde llegaba su furor cuando se le oponían, en el castigo que le había de imponer a aquellos trece “cardenales negros” que tuvieron la valentía y la honradez de protestar contra la invalidez de su matrimonio con María Luisa de Austria. Es de lamentar que Josefina no llevase el caso a Roma, como lo había hecho Ingeburga, que apeló a Celestino III contra los tribunales eclesiásticos de Francia, que habían anulado su matrimonio con Felipe Augusto.

BIBLIOGRAFIA
Apostolado de la Prensa, Concubinato civil y matrimonio cristiano.
Gaume, ¿Adónde vamos a parar?
Goma, La familia.
Lemaitre, Matrimonio civil y divorcio.
Viollett, Gravísimo problema resuelto.
Id., Armonía conyugal.
Id., Educación de la pureza y del sentimiento.
Id., Educación por la familia.

EXTREMAUNCIÓN. SUS EFECTOS. CÓMO SE CONFIERE.

ESCOLIO:
¿Por qué ungen con óleo los sacerdotes a los católicos cuando están para morir? Las palabras de Santiago (V, 14-15), ¿no se refieren al poder milagroso de curar que existía en la primitiva Iglesia, más bien que a un sacramento de Jesucristo?
RESPUESTA:
Según el Concilio de Trento (sesión XIV, cap 1), nuestro Señor Jesucristo instituyó esta unción sagrada de los enfermos como propio y verdadero sacramento de la nueva ley, unción que fue insinuada (prefigurada) en San Marcos (VI, 13), y que fue recomendada y promulgada para todos los fieles por el apóstol Santiago con estas palabras: “¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, y oren por él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor. Y la oración nacida de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará; y si se halla con pecados, se le perdonará” (Santiago V, 14-15). Con las cuales palabras, como consta por la tradición ininterrumpida de la Iglesia, Santiago declara la materia, la forma, el ministro y el efecto de este saludable sacramento. Así es, en efecto. La unción con óleo, como la ablución en el bautismo, es un acto visible, la materia; la oración que se dice sobre el enfermo es la forma. A este rito externo, el apóstol le atribuye gracia interna, a saber: salvación, alivio corporal y, principalmente, perdón de los pecados. Las palabras “en nombre del Señor” prueban el origen divino del sacramento. Sólo Dios puede hacer que un rito externo dé gracia y perdone los pecados. No habla aquí Santiago del don de curar milagrosamente, don que fue concedido a los discípulos cuando no eran todavía sacerdotes, sino que habla de una institución divina que debe ser administrada por los sacerdotes. Librar a uno de males físicos no es “salvarle” en lenguaje evangélico, como puede verse por otros pasajes de esta misma epístola (1, 21; 2, 14; 4, 12; 5, 20). Uno de los efectos de este sacramento es el restablecimiento de la salud corporal, pero sólo cuando ésta conviene para la salvación del alma, como expresamente declara el Concilio de Trento.

ESCOLIO:
¿No hay que pensar que se equivocó el Concilio de Trento al citar el pasaje de San Marcos (VI, 13) como una prueba en favor del sacramento de la Extremaunción?
RESPUESTA:
No hay que pensar tal cosa, pues el Concilio de Trento midió y pensó cuidadosamente la palabra que usó. No dijo que la unción que usaban los apóstoles “era una prueba”, sino que “insinuaba”, es decir, prefiguraba este sacramento; como el bautismo del Bautista prefiguraba el de Jesucristo. La unción que menciona San Marcos se refería sólo a la salud corporal (Mat X, 1; Lucas IX, 1-2), y se daba no sólo a los enfermos, sino también a los ciegos y cojos; a los cristianos, lo mismo que a los judíos y gentiles. En suma: era un don carismático que Jesús concedió a los apóstoles para acreditarlos como ministros suyos (Mat X, 8) antes que los ordenase sacerdotes, y antes que instituyese el sacramento de la Penitencia, del cual es complemento el de la Extremaunción.

OBJECIÓN:
Si es cierto que la Extremaunción es un sacramento, ¿cómo es que nunca se menciona hasta el siglo XII?
RESPUESTA:
Este sacramento se menciona mucho antes del siglo XII. Es cierto que los padres y escritores primitivos no hablan de él con la frecuencia con que hablan de la Penitencia y de la Eucaristía, por ejemplo; pero la causa de esto es sencillísima. En primer lugar, no han llegado hasta nosotros más que fragmentos exiguos de los comentarios que escribieron sobre esta epístola San Clemente de Alejandría, Dídimo, San Agustín y San Cirilo de Alejandría. El comentario más antiguo que poseemos es el de San Beda (735), en, el siglo VIII.
La Extremaunción era consagrada siempre como un complemento de la Penitencia, y se daba antes del Viático, como se hace hoy no pocas veces. Nótese que aún nosotros hablamos de los que mueren con los últimos sacramentos, sin mencionar expresamente la Extremaunción; y por cada tratado sobre la Extremaunción hay en todas las lenguas quinientos sobre la Eucaristía. Además, no hay que esperar que los escritores de los primeros siglos hablasen en términos expresos y categóricos por el estilo de las definiciones del Concilio de Trento. La Iglesia estaba satisfecha con el texto de Santiago, y no necesitaba tratados teológicos que le dijesen que ungiese con óleo a los moribundos, pues sabía de sobra la eficacia sacramental de la Extremaunción.
Sin embargo, no faltan alusiones bastante claras entre los escritores eclesiásticos primitivos. 
ORIGENES (185-255), en su homilía sobre el Levítico (II, 43), dice que esta unción es complemento del sacramento de la Penitencia, y dice que la remisión de los pecados de que nos habla Santiago es semejante a la remisión que tiene lugar en el sacramento de la Penitencia. Como los enfermos están incapacitados para sobrellevar “los rigores y asperezas” de la penitencia pública, Dios proveyó para ellos con el sacramento de la Extremaunción.
SAN JUAN CRISÓSTOMO (344-407), en el tratado que escribió sobre el sacerdocio, compara el poder de los sacerdotes al poder de los padres carnales (3, 6). “Nuestros padres nos engendran para esta vida; los sacerdotes nos engendran, para la otra. Nuestros padres no pueden librarnos ni de las enfermedades ni de la muerte; en cambio, los sacerdotes curan con frecuencia el alma enferma y el peligro de perderse, suavizando el castigo a muchos y haciendo que otros ni siquiera caigan; y esto lo hacen no solamente con su doctrina, sino también con la ayuda de la oración. Porque no sólo nos perdonan los pecados cuando nos regeneran (por el bautismo), sino que tienen también poder para perdonarnos los pecados cometidos después del bautismo, pues como dijo Santiago: “¿Enferma alguno entre vosotros?”…, etc. Ahora bien: si la Extremaunción perdona los pecados, es un sacramento instituido por Jesucristo.
EL PAPA INOCENCIO I, en una carta (416) que escribió a Decencio, obispo de Gubio, cita el capítulo V de Santiago para probar que la Extremaunción es un sacramento al par que los de la Penitencia y Eucaristía. Añade que ese sacramento debe ser administrado por los sacerdotes o por los obispos, aunque el óleo no debe ser bendecido sino por el obispo, y termina diciendo que el sacramento mencionado por Santiago perdona los pecados.
Cesáreo de Arlés (503-543), en uno de sus sermones, reprende a los cristianos que acuden a los hechiceros en las enfermedades, y les dice que tenemos en la Iglesia un sacramento que cura el cuerpo y el alma, como lo declara Santiago (V, 14): “El que esté enfermo, que vaya a la Iglesia, y a la salud del cuerpo se le juntará el perdón de sus pecados.”
El Eucologio o Sacramentario, de Serapión, obispo egipcio, escrito el año 325, contiene una oración para bendecir el óleo de los enfermos, la cual es un argumento poderoso en favor de lo que venimos diciendo. Dice así la oración: “Te invocamos…, Padre de nuestro Salvador Jesucristo, y te pedimos que envíes desde el cielo sobre este óleo el poder de curar del Unigénito, para que a los que sean ungidos con él… los libre de enfermedades y les sea antídoto contra todos los demonios…, les dé gracia y les remita los pecados, les sea medicina vitalicia y les dé fortaleza y vigor de alma, cuerpo y espíritu, etc” (D. L. (d. l.: Dictionnaire d’Archéologie et Liturgia), 5, 1032).
Hay asimismo otro documento oriental del siglo IV que ha llegado hasta nosotros traducido al latín. Es un sacramentario, conocido con el nombre de Testimonio del Señor, en el que se puede ver una oración para consagrar el óleo de los enfermos, y, entre otras cosas, dice así: “Te pedimos, ¡oh Dios!, curador de todas las enfermedades y sufrimientos…, que envíes sobre este óleo… la plenitud de tu misericordia amorosa, para que con él se curen los enfermos y se santifiquen los que se arrepienten cuando acuden a Ti con fe” (D. L., 5, 1033).
También tenemos en el Occidente documentos parecidos. Tales son el Sacramentario de Gelasio (735) y el gregoriano, que Duchesne atribuye al Papa Adriano I (772-795), aunque es cierto que sus oraciones se decían ya en tiempo de San Gregorio (590-604). En esas oraciones se pide a Dios no sólo que “cure las enfermedades del cuerpo, sino también que se compadezca de las iniquidades del alma, para que “el cuerpo y el espíritu a una sientan refrigerio.” Es evidente que estos documentos litúrgicos de Oriente y Occidente son prueba clara de lo que la Iglesia creía y practicaba. Las palabras Extrema Unción las vemos mencionadas por primera vez en los estatutos atribuidos a Sonacio, obispo de Reims (600-631). Dice así uno de ellos: “Se debe llevar la Extremaunción al enfermo que la pida, y el sacerdote debe ir en persona a visitarle, animando al enfermo y preparándole debidamente para la gloria futura” (D. L. 5, 1034).

OBJECIÓN:
¿Cómo se administra la Extremaunción y cuáles son sus efectos? ¿No es cierto Que este sacramento contribuye a amedrentar al enfermo?
RESPUESTA:
El sacramento de la Extremaunción consiste en ungir los ojos, narices, boca, manos y pies del enfermo con aceite de oliva bendecido por el obispo. El sacerdote dice mientras unge: “Por esta santa unción y su piadosísima misericordia, perdónete el Señor las faltas que cometiste con…” (aquí se nombran separadamente los sentidos arriba citados). Cuando la muerte es inminente y no hay tiempo para ungir los diferentes sentidos, basta ungir la frente con esta fórmula: “Por esta santa unción, perdónete el Señor todas las faltas que has cometido.”
Este sacramento no se administra más que a los que están enfermos de peligro. Por eso no se debe administrar a los soldados a punto de entrar en batalla ni a los reos momentos antes de ser ejecutados, pues éstos, en sentido estricto, no están enfermos.
Los efectos de este sacramento son tres: fortalecer el alma para que sobrelleve la enfermedad con paciencia, darle nuevo vigor para que resista con valentía las tentaciones del demonio y dar salud al cuerpo si conviene para la salud del alma. Aunque los llamados sacramentos de vivos presuponen gracia santificante en el alma del que los recibe, y éste es un sacramento de vivos, sin embargo, si el enfermo está tan al cabo que no puede confesarse, este sacramento le perdona los pecados si lo recibe con atrición.
Diferir este sacramento hasta que el enfermo haya perdido el sentido para no amedrentarle, es pecaminoso, pues se le priva de los efectos saludables del sacramento. Nunca vacilamos en llamar al médico en caso de peligro, aunque ello sea presagio de muerte para el enfermo. ¿Por qué, pues, hemos de vacilar en llamar al Médico divino precisamente cuando el alma está a punto de franquear las puertas de la eternidad?

BIBLIOGRAFIA
Ascondo, Vademécum.
Ferreres, La muerte real y la muerte aparente.
Isasi, La Extremaunción.
Rojo. Manual de viático y Extremaunción.
Solanes, La Santa Unción.

EL MATRIMONIO

Según el catecismo del Concilio de Trento, se entiende por matrimonio: “La unión conyugal del hombre y la mujer, contraída por dos personas capaces, y por la cual se obligan a vivir juntos durante toda la vida.” El matrimonio entre dos personas que no están bautizadas no es más que un contrato; pero si los que contraen matrimonio están bautizados, entonces el contrato se identifica con el sacramento. La materia y la forma de este sacramento están contenidas en el contrato mismo, a saber: el mutuo consentimiento expresado con palabras y señales exteriores. Los ministros del sacramento son los mismos que contraen matrimonio. El sacerdote no es más que el testigo oficial de la Iglesia. Esta exige que los matrimonios de los católicos se celebren delante de un sacerdote autorizado y de dos testigos, so pena de la validez (canon 1094).

OBJECION:
¿Cómo me prueba usted por la Biblia que el matrimonio es realmente un sacramento? ¿Hubo acaso algún Padre de la Iglesia que incluyese el matrimonio entre los siete sacramentos?
RESPUESTA:
Según el Concilio de Trento, “el matrimonio es propia y verdaderamente un sacramento de la nueva ley y, por tanto, confiere gracia” (sesión XXIX, can 2). Aunque el carácter sacramental del matrimonio se prueba principalmente por la tradición de los Padres y Concilios, pruébase también por la autoridad de San Pablo, que aludió a él en su epístola a los efesios (V, 25-32). Dice San Pablo: “Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se sacrificó por ella para santificarla, limpiándola en el bautismo de agua con la palabra de vida… Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos… Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se juntará con su mujer, y serán los dos una carne. Sacramento es éste grande, mas yo hablo con respecto a Cristo y a la Iglesia.” En estas palabras del apóstol están contenidos los tres requisitos esenciales para el sacramento, conviene, a saber: un signo exterior, instituido por Jesucristo, para dar gracia. Decimos que estos tres requisitos se encuentran claramente en el contrato matrimonial tal como lo explica San Pablo. Veámoslo: la unión de Cristo con la Iglesia es una unión sagrada que tiene lugar por la gracia santificante y mediante un influjo continuo de gracias. Por consiguiente, aquello que sea una representación perfecta de esta unión debe contener algo que corresponda a las gracias que Jesucristo derrama sobre su Esposa. Ahora bien: según el apóstol, el matrimonio cristiano es signo grande de la unión entre Jesucristo y la Iglesia. Luego el matrimonio cristiano es un signo externo instituido por Jesucristo para conferir gracia a los que lo contraen, a fin de que puedan sobrellevar mejor las cargas anejas a su estado. Y, ciertamente, las obligaciones contraídas por los esposos son de tal calidad, que no es fácil cumplirlas con la perfección debida sin una gracia especial de Dios. Esa gracia es la que confiere a los esposos el sacramento del Matrimonio.
Todos los Padres de la Iglesia insisten en la santidad del matrimonio. Citemos sólo a San Agustín (354-430), que le llama sacramento en varios pasajes de sus escritos. “No sólo la fecundidad, cuyo fruto es la prole; ni sólo la castidad, cuyo vínculo es la fidelidad, sino también el sacramento, es lo que recomienda el apóstol a los fieles cuando, hablando del matrimonio, dice: “Esposos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. No cabe duda de que la sustancia de este sacramento está en que el hombre y la mujer que se juntan en el matrimonio deben vivir sin separarse todo el tiempo que les dure la vida” (De Nupt et Concup 1, 10). Y en otro lugar: “La excelencia del matrimonio es triple: fidelidad, prole y sacramento. La fidelidad exige que ninguno de los dos viole el vínculo conyugal; la prole demanda que se la reciba con amor, que se la alimente con cariño, y que se la eduque religiosamente, y, finalmente, el sacramento pide que el matrimonio no sea disuelto, y que, en caso de divorcio, ninguno se junte con un tercero, aunque parezca que así lo exige el cuidado de la prole” (De Gen ad Lit 9, 7, 12).

OBJECION:
Parece que el Evangelio permite la poligamia, pues así lo enseñaron Lutero y los reformadores, que permitieron al landgrave de Hesse vivir con dos mujeres, ¿Y qué me dice usted de Calvino, que condenó como, adúlteros a los patriarcas por sus matrimonios polígamos?
RESPUESTA:
Los dos, Lutero y Calvino, incurrieron en la herejía al tratar sobre la poligamia. Aun cuando el matrimonio es por su naturaleza monógamo, como lo declaró expresamente el Papa Nicolás (858-867) (Ad Cons Bulg). Dios dispensó a los patriarcas y les permitió tomar varias mujeres (Deut XXI, 15-17). El Evangelio prohíbe en absoluto la poligamia, como consta por las palabras expresadas de Jesucristo y San Pablo (Mateo XIX, 4-6; Rom VII, 2; Efes V, 23-31). El Concilio de Trento condenó la doctrina de los reformadores, según los cuales “a los cristianos se les permite tener varias mujeres, pues no hay ley divina en contra” (sesión XXIV, canon 2). Asimismo, la poligamia fue condenada por los Padres de la Iglesia sin excepción. Dice San Ambrosio (340-397): “Mientras viva tu mujer, no te es lícito tomar otra; si lo haces, cometes adulterio” (De Abraham 7).
Lutero, Melanchton y Bucero escribieron al landgrave Felipe de Hesse diciéndole que no había ninguna ley divina contra la poligamia. En virtud de este consejo, el landgrave tomó una segunda mujer, Margarita de Sale. Como esta decisión podía originar algún escándalo, y por ir, además, contra las leyes del Imperio, los reformadores le aconsejaron que guardase secreto este segundo matrimonio. Bucero no dudó en aconsejar a Felipe que si por este acto le venía alguna dificultad por parte del emperador, se desembarazase del negocio mintiendo simplemente.
El historiador protestante Kostlin dice, hablando de este asunto: “La bigamia de Felipe es el mayor borrón en la historia de la Reforma, y sigue siendo un borrón en la vida de Lutero, por más que se aleguen excusas en su defensa” (Grisar, Lutero, 4, 13-70).

OBJECION:
¿Por qué es llamado el matrimonio “sacramento de los legos”?
RESPUESTA:
Porque en la celebración del matrimonio se administran mutuamente el sacramento las partes contrayentes. El sacerdote no es más que el testigo oficial de la Iglesia, a la que representa, y testigo también oficial del sacramento del Matrimonio. Su presencia durante la ceremonia es necesaria, y él es el que da la bendición nupcial en la misa que celebra por los esposos; bendición que todos los católicos debieran recibir, si cómodamente pueden. Pero como, en último término, el contrato matrimonial se identifica con el sacramento, y la materia y la forma están contenidas en el mismo contrato, siguese que el sacerdote no puede ser el ministro de este sacramento.

OBJECION:
¿Qué se entiende por matrimonio morganático?
RESPUESTA:
Se llama morganático el matrimonio contraído entre un príncipe y una mujer de linaje inferior, con la condición expresa de que la mujer y los hijos no heredarán más que cierta porción de los bienes paternos. Es un matrimonio válido como otro cualquiera, diferenciándose sólo en los efectos civiles, que envuelven una renuncia del rango, títulos y posesiones del esposo.

OBJECION:
¿Por qué se arroga la Iglesia un dominio absoluto sobre el matrimonio cristiano? ¿Con qué derecho legisla la Iglesia sobre la validez o invalidez del matrimonio independientemente del Estado?
RESPUESTA:
El matrimonio cristiano es un sacramento, y ya sabemos que Jesucristo encomendó los siete sacramentos al cuidado de la Iglesia. La Iglesia nunca se entremete en las consecuencias civiles del matrimonio, pues éstas pertenecen al Estado; pero, como representante que es de Jesucristo, tiene derecho a decidir si el contrato matrimonial ha sido o no anulado por error, fraude o violencia. Tiene asimismo derecho a limitar la competencia de ciertas personas al matrimonio, como son, por ejemplo, los menores de edad, los parientes próximos y los que han recibido las sagradas Ordenes; como también tiene derecho a evitar que sus hijos contraigan matrimonios de resultado dudoso, impidiendo para ello la disparidad de cultos, el rapto y el crimen.
He aquí lo que definió el Concilio de Trento sobre esta materia: “Si alguno dijere que la Iglesia no tiene facultad para establecer impedimentos que diriman el matrimonio, o que al establecerlos se equivoca, sea anatema.” “Si alguno dijere que las causas matrimoniales no son incumbencia de los jueces eclesiásticos, sea anatema” (sesión XXIV, cánones 4 y 12). La Iglesia ha venido ejerciendo dominio sobre el matrimonio desde sus principios independientemente del Estado, y al hacerlo así ha librado a los fieles de la tiranía de la legislación civil anticristiana. No hace esto la Iglesia por ambición de poderío, sino por cumplir el encargo que le confió Jesucristo, y se ha mantenido fiel en este cumplimiento a despecho de la oposición y opresión de gobernantes poderosos.
Los no católicos que lamentan el estado de descomposición en que se encuentra actualmente el matrimonio civil, oigan las palabras del inmortal Pontífice León XIII en su Encíclica Arcanum: “No hay duda de que la Iglesia católica ha contribuido notablemente al bienestar de los pueblos por su defensa constante de la santidad y perpetuidad del matrimonio. La Iglesia merece plácemes y enhorabuenas por la resistencia que opuso a las leyes civiles escandalosas que sobre esta materia fueron promulgadas hace un siglo; por haber anatematizado la herejía protestante en lo que se refería al divorcio y la separación; por condenar de diversas maneras la disolución del matrimonio que admiten los griegos; por declarar nulos e inválidos todos los matrimonios contraídos con la condición de que no han de ser perpetuos, y, finalmente, por haber rechazado, ya desde los primeros siglos, las leyes imperiales en favor del divorcio y de la separación. Y cuando los romanos Pontífices resistieron a príncipes potentísimos, que recurrían a las amenazas para que la Iglesia aprobase sus divorcios, no luchaban sólo por salvar la religión, sino también por salvar la civilización. Las generaciones venideras admirarán la valentía de los documentos que publicaron Nicolás I contra Lotario, Urbano II y Pascual II contra Felipe I de Francia, Celestino III e Inocencio III contra Felipe II de Francia, Clemente VII y Paulo III contra Enrique VIII, y, finalmente, Pío VII contra Napoleón I, precisamente cuando éste se hallaba en el cénit de su poder y gloria.”

BIBLIOGRAFIA
Pío XI, Encíclica sobre el matrimonio.
Caro, El matrimonio cristiano.
Ferreres, Los esponsales y el matrimonio.
Id., Derecho sacramental.
García Figar, Matrimonio y familia.
Gomá, La familia según el derecho natural cristiano.
Id., El matrimonio.
Id., Matrimonio civil y canónico.
Martínez, Matrimonio, amor libre y divorcio.
Monegal, Exhortaciones matrimoniales.
Razón y Fe, El matrimonio cristiano.
Schmidt, Amor, matrimonio, familia.
Vauencina, Preparación para el matrimonio.
Vilariño, Regalo de boda.
Bujanda, El matrimonio y la Teología católica.
Blanco, Ya no sois dos.

EPISCOPADO. LAS ÓRDENES DE LOS ANGLICANOS SON INVÁLIDAS. POR QUÉ NO ORDENA LA IGLESIA A LAS MUJERES. POR QUÉ SE LLAMA “PADRE” A LOS RELIGIOSOS Y SACERDOTES

OBJECIÓN:
¿Qué es lo que constituye el sacramento del Orden en la Iglesia? ¿Cómo se prueba que Jesucristo instituyó este sacramento? ¿Cuándo y con qué ceremonia se estableció el sacerdocio? A mí me parece que todo aquel que esté lleno del espíritu de los apóstoles tiene derecho a predicar el Evangelio. ¿No dice la Biblia que cada cristiano es un sacerdote?
RESPUESTA
Dice así el Concilio de Trento: “Si alguno dijese que el Orden u Ordenación sagrada no es propia y verdaderamente un sacramento instituido por Jesucristo, o que es una invención humana trazada por hombres inexpertos en asuntos eclesiásticos, o que no es más que un género de rito con el que se seleccionan los ministros de la palabra de Dios y de los sacramentos, sea anatema” (sesión 23, can 3). “Si alguno dijere que cuando Jesucristo dijo a los apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (Lucas XXII, 19), no los constituyó sacerdotes, o no mandó que tanto ellos como otros sacerdotes ofreciesen su Cuerpo y su Sangre, sea anatema” (sesión 22, canon 2).
En la última Cena, Jesucristo, el Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, según el orden de Melquisedec (Salmo 109, 4; Hebr VII, 11), instituyó como acto oficial y permanente de culto el sacrificio eucarístico que entonces acababa de ofrecer; y al mandar a sus apóstoles que hiciesen lo que El acababa de hacer, les dio plenos poderes para que ofreciesen el mismo sacrificio en calidad de representantes y participantes de su sacerdocio eterno. Y para completar esta comunicación de su sacerdocio, dio también a los apóstoles, apenas resucitado, otro poder estrictamente sacerdotal, a saber: el poder de perdonar y retener los pecados (sesión 22, can 1). Aunque es muy probable que Jesucristo ordenó a sus apóstoles sin ceremonia alguna particular, sin embargo, en los Hechos de los apóstoles y en las epístolas de San Pablo se mencionan todos los elementos del sacramento del Orden: el rito simbólico de la imposición de manos, la oración, la gracia interna que da este rito y su institución por Jesucristo. “Llevaron (a los siete diáconos) a los apóstoles, y éstos, naciendo oración, les impusieron las manos” (Hech VI, 6). “Entonces, después de haber ayunado y orado, y después de haberles impuesto las manos, los despidieron” (XIII, 3).
Los santos Pablo y Bernabé, en sus giras apostólicas, ordenaban sacerdotes en diferentes iglesias: “Luego, habiendo ordenado sacerdotes en cada una de las iglesias, orando y ayunando, los encomendaron al Señor, en quien habían creído” (XIV, 22).
Y San Pablo, escribiendo a Timoteo, le dice: “No impongas de ligero las manos sobre alguno” (1 Tim V, 22).
En otro lugar le dice que la imposición de las manos confiere gracia santificante: “No malogres la gracia que tienes, la cual se te dio en virtud de la revelación particular, con la imposición de las manos de los presbíteros” (IV, 14).
“Por esto te exhorto que avives la gracia de Dios, que reside en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim 1, 6).
Escribiendo a los efesios, San Pablo menciona la institución divina del Orden. Dice que Jesucristo “constituyó a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en la perfección de los santos en las funciones de su ministerio, en la edificación del Cuerpo (místico) de Cristo” (Efes. IV, 11-12).
Ninguno tiene derecho a predicar el Evangelio con autoridad ni a desempeñar las funciones del sagrado ministerio si no ha sido antes escogido por Dios para suceder a los apóstoles o para participar en el sacerdocio de Jesucristo: “Ni nadie se apropie esta dignidad, si no es llamado de Dios, como Aarón” (Hebr V, 4).
El Concilio de Trento declara que “las Escrituras, la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los Padres” prueban que las Ordenes son un sacramento (sesión 23, cap 3).
Nada tan absurdo como la opinión de algunos protestantes que creen que la distinción entre los clérigos y los legos no tiene más razón de ser que la necesidad de guardar orden y disciplina en la Iglesia, y para este fin el pueblo eligió sacerdotes, como quien dice, oficiales, que reciben su autoridad del pueblo. Ya en tiempo de los apóstoles había obispos, sacerdotes y diáconos (Hech XX, 17-28; Filip I, 1; 1 Tim III, 2, 8, 12; Tito 1, 5-7).
SAN CLEMENTE (90-99) escribe: “Jesucristo es de Dios, y los apóstoles son de Jesucristo. Yendo de ciudad en ciudad y por todo el país, los apóstoles nombraban de entre sus convertidos los obispos y diáconos para cuidar de los futuros cristianos, después de haberlos probado en el espíritu” (Ad Cor 43, 2-4).
Luego reprende con severidad a los cristianos de Corinto, que trataban de “expulsar del ministerio eclesiástico a los que habían puesto en este oficio los apóstoles o sus sucesores con aprobación de toda la Iglesia”. Los corintios tomaron muy bien esta reprensión, pues, según nos dice Eusebio en su Historia eclesiástica, guardaron la carta y la tenían en tanta estima como la Biblia misma, leyéndola en las iglesias alrededor de setenta y cinco años consecutivos. Las didascalias o doctrina de los doce apóstoles (290) mandan al lego que “honre y respete al obispo como a un padre y a un rey; como al sacerdote e intermediario entre Dios y el hombre, al cual no debe pedir cuenta de sus actos, para que no se ponga frente a Dios y ofenda al Señor” (cap IX).
SAN GREGORIO NISENO (395) escribe: “El mismo poder de la palabra hace sublime y honorable al sacerdote, el cual, al ser ordenado, es separado de la multitud, de suerte que el que ayer no era más que uno de tantos, hoy tiene ya derecho a mandar y presidir y enseñar lo recto, y es dispensador de los misterios ocultos” (Orat In Bapt Christi).
SAN JUAN CRISÓSTOMO (344-407): “Si el Espíritu Santo no hubiera cumplido lo que nos prometió, a estas horas no tendríamos ni bautismo ni remisión de los pecados… Ni tendríamos tampoco sacerdotes, pues sin esa continuidad las Ordenes serían imposibles” (De ress mort 8).
Finalmente San Agustín pone a las Ordenes y al Bautismo en el mismo plano. “Los dos —dice— son un sacramento, y los dos se dan al hombre mediante cierta consagración: el del Bautismo, cuando uno es bautizado; el otro, cuando uno es ordenado; y por esta causa, en la Iglesia católica ninguno se puede repetir” (Contra Epist Parmen 2, 13).
Es cierto que, tanto San Pedro (1 Pedro II, 9) como San Juan (Apoc 1, 6), llaman a los cristianos sacerdotes; pero esto necesita interpretación. Los llaman sacerdotes, porque en la misa ofrecen el sacrificio a una con el sacerdote que la celebra; porque aunque el sacerdote es el único que, por ordenación divina, puede consagrar el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, esto lo hace como representante del pueblo cristiano. Asimismo, el cristiano puede ser llamado sacerdote porque ofrece sacrificios espirituales: el sacrificio del propio cuerpo (Filip IV, 18), el de la oración (Hebr XIII, 15), el de la limosna y el de la fe en Jesucristo (Hebr XIII, 16; Filip II, 17).

OBJECIÓN:
¿Cómo se prueba que el episcopado existía ya en la primitiva Iglesia? ¿No es cierto que los vocablos obispo y presbítero son sinónimos en el Nuevo Testamento?
RESPUESTA:
El Concilio de Trento declara que existe en la Iglesia una jerarquía divinamente constituida, y que esa jerarquía consta de obispos, sacerdotes y diáconos; que los obispos son superiores a los sacerdotes y tienen el poder de confirmar y ordenar (sesión 13, cánones 6 y 7).
Como Jesucristo hizo del sacerdocio una institución permanente, dio a ciertos sacerdotes, es decir, a los obispos, el poder de comunicar a otros ese sacerdocio. El Nuevo Testamento nos dice claramente que los apóstoles eran obispos, pues nos dice con frecuencia que ordenaban, y ordenar es la función característica del obispo. Estamos de acuerdo en que los vocablos “obispo” y “presbítero” se usan indistintamente en el Nuevo Testamento; pero no es difícil atinar con la razón de este fenómeno.
A mediados del siglo II vemos ya en cada Iglesia un obispo con sacerdotes y diáconos. Hasta entonces parece que no había más que delegados apostólicos, que tenían a su cargo todo un distrito o territorio, como vemos por Tito y Timoteo, a quienes les fueron confiadas las Iglesias de Creta y Efeso, respectivamente. Por ciertos pasajes bíblicos vemos que las Iglesias de Efeso y Filipos (Hech 20, 17; Filip 1, 1) tenían un cuerpo o colegio de obispos sujetos, ya a un apóstol, ya a su delegado.
El episcopado monárquico del siglo II no era novedad alguna, pues la Iglesia metropolitana de Jerusalén tenía por obispo a Santiago desde los días en que los apóstoles se dispersaron. Y es que los obispos eran los sucesores de los apóstoles, bien hubiese un solo obispo en cada iglesia, bien un colegio o grupo de ellos.
Las cartas de San Ignacio de Antioquía (98-117) mencionan distintamente los tres órdenes, obispos, sacerdotes y diáconos, y hablan con toda claridad del origen divino del episcopado y su superioridad sobre el simple sacerdocio. El obispo es el centro de la unidad de la Iglesia, y tiene en sus manos todos los poderes religiosos. “Sin él no hay ni bautismo ni Eucaristía ni ágape. Los presbíteros se adhieren al obispo como las cuerdas a la lira” (Ad Efes 4, 1). “Donde esté el obispo, allí está la multitud de los creyentes; como donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica” (Ad Smirn 8, 2).
Eusebio nos dice en su Historia eclesiástica (4, 22) que Hegesipo escribió un tratado polémico contra los gnósticos de entonces (190), demostrando con evidencia la tradición eclesiástica y recalcando el hecho de que ésta se transmite por la sucesión ininterrumpida de obispos. Asimismo, San Ireneo (Adv Haer 3, 3) empalma al obispo de Roma con los apóstoles Pedro y Pablo, y Dionisio de Corinto empalma a los obispos de Atenas con San Dionisio.

OBJECIÓN:
¿Por qué declaró León XIII nulas e inválidas las órdenes de los anglicanos? Desde luego, los católicos se gozaron en esparcir el rumor falso de que Parker había sido consagrado arzobispo en la taberna de la “Cabeza del Caballo” con un rito a todas luces impropio
RESPUESTA:
Las razones que motivaron la condenación de las órdenes anglicanas no son históricas, sino dogmáticas. En el nuevo rito que se implantó en Inglaterra en tiempo del rey Eduardo, con el que se consagró arzobispo a Parker en 1559, la forma es defectuosa, a lo cual hay que añadir la falta de intención en los que le ordenaron.
Escribe así el Papa León XIII: “Las palabras “recibe el Espíritu Santo” que los anglicanos creían hasta hace poco que constituían la forma de la ordenación sacerdotal, no expresan, ni mucho menos, el Orden sagrado del sacerdocio ni su gracia y poder, que es principalmente el poder de consagrar el verdadero Cuerpo y Sangre del Señor en aquel sacrificio que no es una “mera conmemoración del sacrificio ofrecido en la cruz” (Trento, sesiones 23, can 1; 22, can 3).
Aunque más tarde (en 1662) se añadieron a esa forma las palabras “para el oficio y trabajo propios del sacerdote”, etc.; sin embargo, no se dio ningún paso adelante, pues lo único que prueba es que los mismos anglicanos cayeron en la cuenta de lo defectuosa e inadecuada que era la primera forma (de 1552). Además, aun cuando esta adición diese a la forma el verdadero significado, vino muy tarde, pues hacía ya un siglo que se venía usando el rito establecido en tiempo del rey Eduardo, con el que se puso fin a la jerarquía y al poder de conferir válidamente nuevas órdenes. Son inútiles todas las demás oraciones que se añaden en la ordenación a fin de que ésta sea válida, pues, para no citar más que un argumento en contra, en el rito anglicano se ha suprimido deliberadamente todo aquello que en la Iglesia católica da a entender el oficio y dignidad del sacerdocio.
Por tanto,“debe ser considerada insuficiente e inadecuada para el sacramento esa forma que omite lo que debiera esencialmente significar”. Dígase lo mismo de la consagración episcopal, pues las palabras “para el oficio y trabajo propios del obispo” no fueron añadidas a la fórmula “recibe el Espíritu Santo” hasta mucho más tarde (1662); y, además, estas palabras deben ser entendidas en un sentido totalmente diferente de como las entendemos los católicos. No hay duda de que el episcopado, al ser instituido por Jesucristo, debe pertenecer al sacramento del Orden, y constituye el sacerdocio en un grado superior…
Por eso, como el rito anglicano eliminó el sacramento del Orden y el verdadero sacerdocio de Jesucristo, y en la consagración episcopal no confiere verdadera y válidamente ese sacerdocio, siguese que tampoco puede conferir verdadera y válidamente el episcopado, tanto más, que entre los deberes principales del episcopado hay que consignar la ordenación de ministros para la santa Eucaristía y para el sacrificio.
“En cuanto a la intención, la Iglesia la presupone si ve que en la administración de los sacramentos se pone la materia y la forma con toda seriedad, pues ya esto es muestra de que quiere hacer lo que la Iglesia manda. Por eso decimos que un hereje o uno que no esté bautizado puede administrar debidamente ciertos sacramentos si se vale para ello del rito católico. Pero cuando se cambia este rito por otro no aprobado por la Iglesia, y, lo que es peor, con intención de rechazar lo que la Iglesia hace y lo que pertenece a la naturaleza del sacramento por institución de Jesucristo, entonces ya no hay duda no sólo de que falta la intención debida, sino también de que esa intención se opone al sacramento y lo destruye” (Apostolicae Curae, 13-IX-1896).
Añade León XIII que sus predecesores los Papas Julio III y Paulo IV habían decidido esto mismo sobre la invalidez de las órdenes anglicanas cuando se discutió el asunto en tiempo de María Tudor, y que durante más de trescientos años la Iglesia católica ha venido ordenando absolutamente a todos los ministros anglicanos convertidos. Lo cual prueba claramente la actitud de la Iglesia respecto a las órdenes anglicanas, porque jamás permite que se repita el sacramento del Orden, y en este caso, no sólo lo permite, sino que lo exige.
Por lo que se refiere a la consagración de Parker en la taberna arriba mencionada, hay que decir que es una de tantas leyendas. Probablemente salió de la pluma de algún controversista de buen humor que no sabía explicarse el porqué del silencio misterioso que se guardaba en los círculos oficiales sobre la consagración de Parker.
Cuando están en su cénit la persecución y la tiranía, el pueblo cree a carga cerrada todo lo que se diga contra los contrarios, por absurdo que ello sea. Lo que no consta es que Barlow, el que ordenó a Parker, fuese jamás consagrado obispo; lo cual quiere decir que tenemos derecho a dudar de la validez de sus ordenaciones. En el rito que se fabricó en tiempo del rey Eduardo se evitó cuidadosamente toda mención de sacerdocio, y esto se debió a aquel movimiento general protestante que dio por resultado la destrucción de los altares en toda la nación y su sustitución por las llamadas mesas de comunión, “con el fin de apartar al pueblo de las opiniones supersticiosas de la misa papista”. Aun hoy no es raro oír de labios de muchos obispos anglicanos que cuando ordenan no tienen intención de hacer sacerdotes que puedan decir misa.

OBJECIÓN:
¿Por qué no ordena la Iglesia católica a las mujeres lo mismo que a los hombres? ¿No había diaconisas ordenadas en la primitiva Iglesia?
RESPUESTA:
Consta por los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, que Dios se ha opuesto siempre a tal género de ordenaciones. Jesucristo escogió doce apóstoles, y éstos, a su vez, escogieron sucesores entre los hombres. San Pablo excluyó a las mujeres de todas las funciones litúrgicas y les prohibió enseñar y aun dirigir la palabra a los fieles reunidos (1 Tim II, 12; 1 Cor XIV, 34-35).
Las diaconisas de la primitiva Iglesia recibían una bendición especial, pero nunca fueron ordenadas, como lo declaró expresamente San Epifanio a fines del siglo IV (Haer 79, 3). Su oficio se reducía a mantener el orden en la iglesia entre las mujeres y a instruirlas en la fe, como hacen hoy día muchas religiosas de la enseñanza, y, sobre todo, a asistirlas en el bautismo, que entonces era por inmersión, Dejaron de existir hacia el siglo VIII.

OBJECIÓN:
¿Por qué llaman los católicos “padre” a los sacerdotes? Jesucristo dijo: “No llaméis a nadie padre sobre la tierra; uno sólo es vuestro Padre, que está en los cielos” (Mat XXIII, 9).
RESPUESTA:
En algunos países sólo llaman Padres a los religiosos que son sacerdotes; en otros llaman Padres a todos los sacerdotes indistintamente. La razón de este nombre es muy sencilla: el sacerdote es el ministro ordinario del bautismo, y por el bautismo renacemos a la vida de la gracia (Juan III, 5). Jesucristo no se opuso absolutamente al uso de los vocablos “Rabbí” o “Padre”, sino que nos quiso dar a entender que sólo Dios es nuestro Padre común y la fuente y origen de toda autoridad. Además, nótese que cuando el Señor pronunció esas palabras estaba reprendiendo severísimamente el orgullo de los escribas y fariseos que ambicionaban demasiado esos títulos honoríficos. Si hubiese que interpretar a la letra las palabras del Señor, no podríamos llamar padre al que nos engendró, ni maestro al que nos enseña. San Pablo llama hijo a Timoteo (1 Tim 1, 2), y se llama a sí mismo padre espiritual de todos los que había convertido “Pues aun cuando tengáis millares de ayos o maestros en Jesucristo, no tenéis muchos Padres. Pues yo soy el que os ha engendrado en Jesucristo por medio del Evangelio” (1 Cor IV, 15).
Y San Jerónimo nos dice que en Egipto y Palestina los monjes del siglo IV se llamaban “padre” unos a otros.

BIBLIOGRAFIA
Apostolado de la Prensa, El sacerdote y el pueblo.
Capron, Excelencias del sacerdocio.
Dubois, El sacerdote santo.
Gentilini, La mies evangélica.
Id., Llamamiento divino al apostolado sacerdotal.
Mannin, El sacerdote eterno.

CELIBATO ECLESIÁSTICO

OBJECIÓN:
Parece que el celibato es imposible, como puede verse por lo que los penitentes declaran en la confesión. Además, ¿no es cierto que el celibato es contra la naturaleza? A mí me parece que los sacerdotes debieran casarse, pues en el padre se desarrolla más el sentido de ternura y cariño, y con su experiencia personal, puede enseñar la religión con más eficacia.
RESPUESTA:
Es falso que el celibato sea imposible. Ahí están para desmentirlo las legiones, siempre en aumento, de sacerdotes seculares, religiosos y religiosas, que adornan con su virginidad a la Iglesia, especialmente en el Occidente. No queremos decir que no haya habido ningún escándalo en este particular, pues debajo de la sotana y del hábito religioso se esconde el hombre de carne y hueso con sus pasiones y malas inclinaciones; pero deleitarse en escarbar y ahondar en los casos aislados que forzosamente tienen que ocurrir, dada la miseria humana, es, por no decir otra cosa, imitar al escarabajo, que busca el estiércol para alimentarse.
Es de todos sabido que ha habido en la Historia algunas épocas un tanto decadentes, como, por ejemplo, la que sucedió a la desmembración del Imperio de Carlomagno. Debido a las circunstancias anormales del feudalismo y otros males naturales, el celibato padeció menoscabo en Europa, y no eran pocos los clérigos que vivían en concubinato. Pero aun entonces, la voz de los Papas resonó en todos los ámbitos de la cristiandad condenando implacablemente el concubinato de los clérigos e iniciando la reforma que tuvo lugar más tarde.
Merecen mención honorífica entre los Papas de entonces San Gregorio VII (1073-1085), Urbano II (1088-1099) y Calixto II (1119-1124). El I Concilio de Letrán (1123) declaró inválidos todos los matrimonios contraídos después de las sagradas Ordenes, y éste fue el principio de la renovación del celibato en Occidente. No es menester saber mucha Historia para ver que en Occidente se ha observado con fidelidad el celibato eclesiástico para la mayor parte de los clérigos desde el siglo IV hasta nuestros días. Los únicos que han dicho que el celibato es imposible y contra la naturaleza, fueron aquellos señores feudales, mitad obispos y mitad príncipes, a quienes siguieron más tarde Lutero y los seudorreformadores del siglo XVI.
El sermón que predicó Lutero sobre el matrimonio (Grisar, Lutero, 3, 242) es una muestra clara de la indecencia que se había apoderado del monje apóstata.
No, el celibato no es imposible, pues Dios da con abundancia gracia a los sacerdotes para que vivan castamente. La celebración diaria de la misa, el rezo diario del Oficio divino, la meditación frecuente de las verdades eternas, los consuelos que se derivan del confesonario, el ayudar a morir y otros ejercicios de caridad y devoción, son ayudas eficaces que mantienen al sacerdote fiel a sus votos. Además, el sacerdote no es un cualquiera, sino que ha sido probado y ejercitado en ciencia y virtud durante los años de su carrera sacerdotal, vigilado de cerca por superiores celosos que sólo dan su voto de aprobación cuando el joven seminarista ha dado pruebas inequívocas de solidez en la virtud.
A decir verdad, basta dar un adarme de sentido común para refutar a los que dicen que el celibato es imposible. Porque, vamos a ver: ¿son impuros los jóvenes solteros de uno y otro sexo, los que por una razón o por otra nunca se han casado, los viudos y viudas? ¿Están obligados a cometer adulterio los esposos que por negocios o por otros motivos tienen que vivir largos períodos de tiempo separados de sus esposas? ¡Si el celibato es imposible! Decir que sí a estas preguntas es tildar de inmundos al hermano, a la hermana, al tío, a la tía, al padre y a la madre. Y no creemos que nadie toleraría semejante insulto a un miembro tan cercano de la familia. Sin embargo, nos hacemos cargo perfecto cuando oímos estas acusaciones de boca de un vicioso e impuro. Ya dice el refrán “que piensa el ladrón que todos son de su condición”.
Otros dicen que el celibato es contra la Naturaleza. Tienen toda la razón si por naturaleza entienden la naturaleza baja del hombre, con sus inclinaciones sensuales y corrompidas, esa naturaleza de la que dijo San Pablo que está haciendo guerra perpetua “a la ley de la mente” (Rom VII, 23); pero se equivocan de medio a medio si creen que para ser uno puro no tiene más remedio que casarse. Se cuentan a millares los hombres y las mujeres que han renunciado al matrimonio por fines que no son puramente espirituales, y, sin embargo, han vivido una vida pura y ejemplar. Todos conocemos y hemos conocido a hombres que no se han casado por ayudar a su madre viuda y con hijos pequeños, y mujeres que han hecho otro tanto ayudando a su padre viudo con familia numerosa. ¿Sería justo calumniarlos por haber violado las leyes de la Naturaleza?
Y no olvidemos que la virginidad ha sido tenida siempre en gran estima aun por los paganos, como puede verse con sólo abrir los anales de Roma, Grecia, las Galias, etc.
Los escándalos aislados que han ocurrido a través de las edades no prueban nada contra lo que venimos diciendo, pues tampoco han faltado escándalos entre clérigos casados, ya sean éstos cismáticos rusos, luteranos alemanes o pastores de cualquiera de las sectas norteamericanas.
La experiencia de muchos años y muchos siglos ha enseñado a la Iglesia que el clero célibe puede hacer, y de hecho hace, por la gloria de Dios mucho más que el clero casado. La mujer y los hijos restan muchas energías al sacerdote, energías que pueden ser empleadas en negocios puramente espirituales. Esto es tan evidente, que parece mentira que haya quien lo pueda poner en duda. Por eso han sido muchos los protestantes que me han confesado ingenuamente la superioridad del celibato, especialmente cuando se trata de misioneros entre infieles.
En cuanto a la última dificultad, remitimos a los lectores a las decisiones de los tribunales civiles. Es falso que el casado tenga un carácter más amable y cariñoso que el célibe. Tantos crímenes y atropellos comete el casado como el soltero. El sacerdote fiel a sus votos y obligaciones es la persona más amable y caritativa de todos los mortales; le quieren con desinterés lo mismo los niños que los viejos, y le veneran y admiran los ricos y los pobres, los rústicos y los instruidos. Finalmente, decir que el sacerdote debiera casarse para enseñar la religión con más eficacia, es como decir que el médico debiera gustar y saborear todas las medicinas antes de prescribírselas a los enfermos.

OBJECIÓN:
¿No es cierto que Dios nos mandó “crecer y multiplicarnos”? (Gén 1, 23).
RESPUESTA:
Estas palabras que Dios dijo a nuestro primer padre Adán son una bendición universal sobre el género humano, que se había de propagar y cubrir el globo merced a la institución divina del matrimonio. Es un mandato general, no individual. Nadie tema que se acabe el mundo por el celibato de los sacerdotes. Las naciones más prolíferas han sido siempre las naciones católicas, por la estima grande que tienen al sacramento del Matrimonio y por la santidad con que lo guardan. El verdadero peligro está en contraer matrimonio con intención expresa de no tener hijos. Las palabras del Génesis, como no van dirigidas a cada individuo en particular, no condenan, ni mucho menos, al hombre o a la mujer que se abstenga de casarse.

OBJECIÓN:
¿No es cierto que San Pedro estaba casado? (Mateo VIII, 14).

RESPUESTA:
Supongamos que la palabra ambigua penzera está bien traducida y que San Pedro estuvo casado; bien, ¿y qué? Ya dijimos que el celibato no es ley divina, sino ley eclesiástica, que no fue puesta en vigor hasta el siglo IV. San Pedro se casó antes de ser apóstol, y Jesucristo vino precisamente a decirnos, entre otras cosas, que, aparte de los mandamientos, hay otros preceptos de más subidos quilates. Ahora bien: la Iglesia ha creído siempre que el celibato voluntario por el reino de los cielos es una imitación de Cristo, más perfecta que el matrimonio, y por eso ha querido que sus clérigos sean célibes. Además, sabemos por San Jerónimo que San Pedro ya no vivía con su mujer desde que fue llamado por Cristo al apostolado (Epist 48, ad Pamm). San Pedro mismo dijo de sí que había dejado todas las cosas (Mat XIX, 27). También cree San Jerónimo que la mujer de San Pedro ya había, probablemente, fallecido cuando ocurrió el milagro referido por San Mateo (VIII, 14-15), pues de lo contrario debía haber sido, por fuerza, mencionada por el evangelista.

OBJECIÓN:
¿No dijo San Pablo: “Evitad la fornicación, y tenga para ello cada uno su mujer”? (1 Cor VII, 2)
RESPUESTA:
San Pablo no quiso decir con esto que todos debiéramos casarnos. Muchos comentadores, siguiendo a Santo Tomás, creen que lo que el apóstol pretendió fue urgir el matrimonio a los que no se sienten con fuerzas para vivir continentes. Parece, sin embargo, más probable que no habla aquí el apóstol de contraer o no matrimonio, sino que manda a los cristianos que usen del matrimonio como Dios manda y eviten los pecados del adulterio y otros pecados contra la Naturaleza (1 Cor VII, 2-7). “Tener mujer” nunca significa en la Biblia “tomar mujer”. Pues, en cuanto a las palabras “su mujer”, se ve claro que ésta ya está casada. “Tenga cada uno su mujer” equivale a “sea cada uno fiel a su mujer”.

OBJECIÓN:
San Pablo dice que “es mejor casarse que abrasarse” (1 Cor VII, 9).
RESPUESTA:
Así es, ciertamente. Habla aquí el apóstol con los solteros y las viudas, y los aconseja que, si se sienten con fuerzas para seguir a Cristo en el celibato, como hace él, que no se casen; pero si no se casan para vivir más a sus anchas en toda clase de vicios sin las trabas de la mujer y los hijos, o si el no casarse es para ellos cosa tan pesada que pasan la vida abrasados en deseos impuros y carnales, entonces, ciertamente, “mejor es casarse que abrasarse”. Pero ¿dónde está aquí el mandato expreso de que todos debemos casarnos?

OBJECIÓN:
¿No dijo expresamente San Pablo que él estaba casado? (1 Cor IX, 5)
RESPUESTA:
No, señor. Al contrario, en el capítulo VII, versículo 8 de la misma epístola, dice positivamente que él no está casado. La palabra latina mulier de este pasaje, en el griego no significa “esposa”, sino mujer a secas. San Jerónimo, refutando a Joviniano (1, 14), dice que el apóstol se refiere aquí a las santas mujeres que, según la costumbre judía, adoptada por el mismo Jesucristo, acompañaban a los maestros religiosos y los servían y ayudaban.

OBJECIÓN:
¿No dijo San Pablo que los obispos y los diáconos deben estar casados? (1 Tim III, 12; Tito 1, 6)
RESPUESTA:
San Pablo no quiso decir que todos los obispos y diáconos debían estar casados, ya vimos que él no lo estaba, sino que no debían ser ordenados si habían contraído matrimonio en segundas nupcias. Aun hoy día es impedimento para las Ordenes haber estado casado dos veces.
Dice San Pablo que prohibir el matrimonio es doctrina del demonio (1 Tim IV, 1-3).
San Pablo está aquí hablando contra los gnósticos de su tiempo, que condenaban el matrimonio como si éste fuese un mal en sí, y decían que el hombre podía hacerse señor de la materia si se dejaba por completo a la voluntad y capricho de sus pasiones. Si San Pablo viviese hoy, condenaría implacablemente como doctrina satánica el celibato del vicioso y libertino, y no tendría más que alabanzas para el celibato de los que son continentes por el reino de los cielos.

OBJECIÓN:
Parece que la ley eclesiástica del celibato empequeñece el matrimonio.
RESPUESTA:
De ninguna manera. Aunque la Iglesia ensalza el celibato, no por eso tiene en poco al matrimonio; al contrario, lo tiene y considera como uno de los siete sacramentos, instituido por Jesucristo. Por eso condena con tanta severidad el adulterio, el divorcio, la poligamia y el control de la natalidad, vicios todos opuestos a la verdadera doctrina del matrimonio.
La virginidad es para la flor y nata de la sociedad, mientras que el matrimonio es para la mayoría; los dos estados son santos, aunque de manera diferente. Las sectas protestantes, al desechar el consejo evangélico de la virginidad, no han parado en sus tumbos cuesta abajo hasta degradar el mismo matrimonio con las doctrinas paganas del divorcio y de la limitación de la familia. En cambio, la Iglesia católica ha sido siempre fiel a la doctrina de Cristo. “Lo que Dios juntó, que no lo separe el hombre” (Mat XIX, 6). “Se salvará la mujer criando hijos” (1 Tim II, 16). “Se han hecho eunucos por el reino de los cielos. El que quiera entender, que entienda” (Mat XIX, 12).

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, Para qué sirven los curas.
Debrel, Vocación de los jóvenes. 
Hoornaert, El combate de la pureza.
L. Bayo, La castidad virginal.
Merino, Cura y mil veces cura.
Valls, Manual de Pedagogía eclesiástica.
Bertrans, El celibato eclesiástico.

LAS ORDENES RELIGIOSAS Y SUS VOTOS

OBJECIÓN:
¿Dónde nos habla la Biblia de Ordenes religiosas? ¿Son acaso algo esencial al cristianismo? Desde luego, es cosa ininteligible que tantos hombres y mujeres se retiren del mundo y vivan en el claustro, apartando el hombro a las cargas y responsabilidades de la vida; y Jesucristo mismo nos dijo: “Así brille vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras” (Mat V, 16).
RESPUESTA:
Claro está que la Biblia no habla expresamente de Ordenes religiosas, pero las ideas y principios que motivaron su fundación están sacados de la Biblia, es decir, de las enseñanzas de Jesucristo, a quien las Ordenes religiosas se esfuerzan por seguir e imitar. Mientras que la gran mayoría de los cristianos se contentan con guardar los diez mandamientos, nunca han faltado ni faltarán jamás almas privilegiadas que, no contentas con los mandamientos, se proponen guardar los consejos de perfección tan alabados por Jesucristo en el Evangelio. “Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mat V, 48), dijo Jesucristo, y señaló particularmente a la castidad y a la pobreza como dos pináculos de perfección religiosa. “El que sea capaz de eso, séalo.” “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás Un tesoro en el cielo; luego ven y sigúeme” (Mat XIX, 12, 21). Absolutamente hablando, las Ordenes religiosas no son necesarias en la Iglesia, y el Papa las podría suprimir todas mañana mismo si quisiera, como Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús en 1773, sin que por eso dejara de existir la Iglesia con toda su doctrina, sus leyes y su culto. Pero, de hecho, las Ordenes religiosas son floración espontánea del campo de la Iglesia. Nunca han faltado ni faltarán hombres y mujeres que se ofrezcan a vivir bajo una Regla aprobada por la Santa Sede, con el fin único de amar a Dios con más perfección y al prójimo por amor de Dios. El texto citado en la dificultad no va contra lo que venimos diciendo. Lo que el Señor quiso decir a sus discípulos con esas palabras fue que la mejor prueba de la verdad del Evangelio es una vida cristiana y santa. Los santos sin número de tantas Ordenes religiosas han alumbrado con los rayos de su doctrina y santidad la noche tenebrosa de este mundo envuelto en el pecado, glorificando de ese modo a su Padre celestial, que está en, los cielos.

OBJECIÓN:
Parece que los votos religiosos son contrarios a la libertad evangélica. Además, ¿quién va a negar que esos votos son una esclavitud degradante, pues con ellos se prometen a Dios cosas imposibles de guardar?
RESPUESTA:
Precisamente, el fin que el religioso se propone al hacer los votos es libertarse de las cadenas y tiranías del dinero, de la sensualidad y del orgullo. Contra el dinero, pobreza; contra la sensualidad, castidad; contra el orgullo, obediencia. Cuando a Lutero se le ocurrió decir que los votos religiosos son una esclavitud degradante, los religiosos tibios y aseglarados le siguieron batiendo palmas; pero los prudentes y virtuosos empezaron a mirarle con recelo, y no pararon hasta declararse abiertamente contra él. No, no hay tal esclavitud; ni es libertad volverse atrás y ser infiel a los votos, sino ligereza e inconstancia propias de gente imbécil y para poco. El religioso, al hacer los votos, hace a sabiendas un acto de heroísmo parecido, aunque superior en calidad, al de Cortés, que quemó las naves para convencer a los soldados que ya no tenían más remedio que vencer o morir. Pues ¿por qué vamos a regatear a los religiosos ese heroísmo que la Historia venera en Cortés y su gente? Y el mérito del voto está en que a nadie se le obliga a hacerlo. En las religiones no hay más que voluntarios. Los religiosos no se obligan a nada imposible. Cuando Jesucristo dijo al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres…, ven y sigúeme” (Mat XIX, 21), exigió, ciertamente, una cosa difícil, pero no imposible. La gracia de Dios está siempre a merced del que la pide con humildad y confianza. “Con Dios todas las cosas son posibles” (Mat. XIX, 26).
La modalidad más reciente, introducida por el Papa Pío XII, y que tan extraordinaria aceptación ha tenido en toda la Iglesia, es la de los Institutos Seculares. Sus miembros aspiran a la plena perfección evangélica con la obligación de guardar castidad perfecta, con la dependencia de sus Superiores para la actitud personal y el uso de los bienes exteriores. Se incorporan a su Instituto por medio de un vínculo estable, mutuo y pleno. No tienen hábito distintivo, ni tampoco vida común permanente o normal. No se rigen por las normas de los Religiosos, sino por las establecidas para ellos por la Santa Sede y las propias Constituciones. Tratan de santificarse continuando su vida dentro de las actividades propias de los seglares o no religiosos.

OBJECIÓN:
¿No es verdad que los monjes de la Edad Media eran holgazanes, ignorantes e inmorales?
RESPUESTA:
No, señor; no es verdad. Por fortuna, se van desvaneciendo poco a poco las calumnias increíbles que los seudorreformadores protestantes levantaron contra los monjes de la Edad Media. Son legión los historiadores protestantes que, lejos de dar oídos a esas calumnias, ensalzan a porfía a los monasterios medievales. Maitland dice de ellos que eran “refugio de paz para la infancia y la senectud desamparadas; asilo incomparable para la joven huérfana y para la viuda desconsolada; punto céntrico de donde emana la agricultura, que desde las tapias del monasterio se esparcía por colinas pedregosas, por valles lodosos y por llanuras estériles, proporcionando con ello pan a millones que eran presa del hambre, con sus terribles consecuencias. Eran los monasterios centros de cultura, los únicos donde entonces se cultivaba la ciencia, y por los cuales, como por canales, se nos comunicó el saber a las generaciones venideras; pues en ellos hallaron abrigo y ambiente propicio el artista de mano delicada y el sabio de entendimiento penetrante. Finalmente, los monasterios fueron como el núcleo de la vida y de la ciudad que había de crecer y desarrollarse hasta verse surcada de calles con plazas y palacios dominados fácilmente por la cruz de la esbelta catedral. A mi juicio, esto no tiene vuelta de hoja” (The Dark Ages 2).
Y ésa es, ciertamente, la verdad. Los monjes medievales convirtieron en tierra fértil extensiones inmensas de terreno estéril y pantanoso dondequiera que se establecieron; copiaron miles de manuscritos de la Biblia, de los Santos Padres y de los clásicos griegos y latinos; fundaron escuelas de fama mundial en diferentes ciudades de Europa; formaron bibliotecas valiosísimas; practicaron la caridad en todos sus aspectos, con el pobre, con el enfermo, con el leproso, con el prisionero; gracias a ellos, la Iglesia fue conocida y abrazada en Irlanda, Inglaterra, Escocia, Francia, Alemania, Flandes y gran parte de Italia. Cerremos, pues, los oídos a las calumnias, y juzguemos el árbol por su fruto, como dijo Jesucristo. Claro está que algunas veces algún que otro monasterio se entibiaba en el fervor, especialmente cuando los reyes y los nobles ambiciosos ponían al frente de la comunidad a favoritos indignos; pero la vigilancia de los Papas y obispos aplicaba pronto la segur a la raíz del mal, y a la relajación sucedía una reforma eficaz y benéfica. La civilización nunca podrá pagar a los monjes lo que les debe.

OBJECIÓN:
¿Por qué se opone la Iglesia a que el Gobierno inspeccione los conventos? ¿No es cierto que las monjas están encerradas en los conventos contra su voluntad?
RESPUESTA:
Los conventos son casas privadas. Enhorabuena que el Estado inspeccione las cárceles, los hospitales, las universidades, los cuarteles, los manicomios y todas las demás instituciones que dependen de él, para que se cerciore de que hay en ellas aseo, orden y bienestar, y para que vea que el dinero aplicado a esas instituciones no es malgastado por los agentes ni robado. Pero no tiene derecho a irrumpir sin más ni más en la casa privada del ciudadano, a no ser que haya sospecha bien fundada de que en ella se ha cometido un crimen o de que en ella se guardan armas contra la orden de la autoridad. Los conventos son visitados periódicamente por los obispos de las diócesis y por los superiores de las comunidades respectivas. Pueden asimismo ser visitados por todas las personas de buena voluntad, respetando, claro está, la clausura los que la tengan. Los católicos aceptan a más no poder las leyes que han votado algunos Estados protestantes, en virtud de las cuales la autoridad pública tiene derecho a inspeccionar los conventos de las religiosas. Esas leyes son hijas del fanatismo y del odio a la Iglesia. Parece mentira que personas, por otra parte, sensatas, den oídos a las calumnias de monjes y monjas apóstatas que venden las mentiras por dinero. La raíz hay que buscarla en los prejuicios que tienen contra todo lo que se refiera a la Iglesia católica. Tampoco es cierto que las monjas viven encerradas en los conventos contra su voluntad. Así como no se obliga a ninguna a que entre, así tampoco se la detiene por la fuerza si quiere salir. En muchas congregaciones, las religiosas renuevan los votos cada cierto número de años, para que las que no se sientan con fuerza para seguir no los renueven y se vayan tranquilamente a su casa; y aun en las Ordenes más estrictas y severas, las religiosas pueden obtener dispensa de los votos solemnes si rehúsan absolutamente continuar en el convento. Muchos que no son católicos creen que en los conventos no se recogen más que las fracasadas. Vemos todos los días entrar en conventos jóvenes finas y educadas que han dicho adiós a los novios, a las riquezas, a la familia y al mundo en general, y se ofrecen Ubérrimamente a trabajar toda la vida en las misiones de China y Japón, cuidando y sirviendo a los leprosos o enseñando los rudimentos del catecismo a los negros del Africa Central. En la religión no perseveran más que los llamados por Dios.
Y ésta es una de tantas notas características de la verdadera Iglesia, a saber: que, a través de los siglos, haya podido mantener tantos conventos con tantas mujeres heroicas que, con la santidad de su vida, expían los pecados y mundanidad de este mundo villano. El que quiera conocer un poco la clase de vida que llevan las religiosas y lo que hacen por el pueblo en general, que lea la historia de las diferentes Ordenes y congregaciones o las biografías de las fundadoras, y no dé crédito a las mentiras y calumnias.

OBJECIÓN:
¿No es verdad que en la Edad Media eran encerradas vivas entre cuatro paredes las monjas impuras, y allí morían sin alimentos y sin ser visitadas por nadie?
RESPUESTA:
Esta calumnia, además de ser muy vieja, es demasiado gruesa para que la crea nadie en el siglo XX. Se la puede ver en letras de molde en el poema Marmion, de Walter Scott, y de ahí la han tomado no pocos conferenciantes anticatólicos. Nada tan fácil como levantar una calumnia. La dificultad está en probar que no es calumnia. Por eso los que se complacen en repetir ésta, deben, ante todo, mostrarnos un ejemplar de las Constituciones de aquellas Ordenes religiosas en que aparezca mencionado semejante castigo. Deben asimismo citar documentos contemporáneos que hablen de ese castigo y de que, efectivamente, era aplicado; y si fue aplicado, cuántas veces, dónde, contra quiénes, etc. Nos explicamos perfectamente el desarrollo de esta calumnia fabricada y aumentada por el fanatismo de los que odian a la Iglesia católica con todas sus instituciones. Por fortuna, este fanatismo va siendo cada vez menor, pues notamos con satisfacción que muchos historiadores protestantes van dejando a un lado las calumnias levantadas contra la Iglesia, y entre esas calumnias relegadas al olvido está esta de que tratamos.

OBJECIÓN:
¿Por qué disolvió Enrique VIII los monasterios en Inglaterra, sino porque eran todos ellos focos de corrupción e inmoralidad?
RESPUESTA:
¿De veras? ¿No sería más exacta y más conforme con la verdad decir que Enrique mismo inventó eso de corrupción e inmoralidad como un pretexto para entrar a saco en los conventos y robarles todas sus propiedades? Porque sabemos que los visitadores que mandó a los monasterios para averiguar el estado en que se hallaban eran todos gente infame que profería más mentiras que palabras. Ya los supo escoger el rey, y a fe que no se equivocó. Podemos afirmar sin temor a ser desmentidos que no había un solo fraile en todos los monasterios ingleses tan canalla como Layton, Leigh, Ap Rice y London, los principales acusadores de los monjes. Las mentiras que escribían al rey y el sarcasmo con que las cuentan hacen indignarse al lector moderno más desapasionado. Ya no hay historiador que dé fe a semejantes documentos, escritos con el fin expreso de halagar al monarca y poner en sus manos una excusa para disolver los monasterios y apropiarse los bienes. El sentido común y la justicia piden a voces que no se juzgue a los monjes por lo que de ellos digan sus calumniadores.

BIBLIOGRAFIA
Apostolado de la Prensa, El clericalismo.
Idem, Los fieles y sus detractores.
Id., Frailes, curas y masones
Idem, La labor de los sectarios.
Id., La sopa de los conventos
Buitrago, Las Ordenes religiosas y los religiosos.
Albers, El espíritu de San Benito.
Aznar, Ordenes monásticas.
Fabo, Los aborrecidos.
Jorgensen, San Francisco de Asís.
Pérez de Urbel, Semblanzas benedictinas
Id., Los monjes de la Edad Media.
Guana. Qué debe España a los religiosos.
Tarín, La real Cartuja de Miraflores.

HEREJE

HEREJE: Es el sectario o defensor de una opinión contraria a la creencia de la Iglesia católica. Bajo este nombre se comprende no solo a los que han inventado un error, le han abrazado por su propia elección, sino también a los que han tenido la desgracia de haber sido imbuidos en él desde la infancia, y porque nacieron de padres herejes. Un hereje, dice M. Bossuet, es el que tiene una opinión suya, que sigue su propio pensamiento y su sentir particular; un católico, por el contrario, sigue sin titubear la doctrina de la Iglesia universal. Con este motivo tenemos que resolver tres cuestiones: la primera, si es justo castigar a los herejes con penas aflictivas, o si, por el contrario, es preciso tolerarlos; la segunda, si está decidido en la Iglesia romana, que no se deba guardar la fe jurada a los herejes, la tercera, si se hace mal en prohibir a los fieles la lectura de los libros heréticos.

I.- A la primera, respondemos desde que los primeros autores de una herejía emprenden el extenderla, ganar prosélitos y hacerse un partido, son dignos de castigo como perturbadores del orden público. Una experiencia de diez y ocho siglos (ahora 20 siglos) ha convencido a todos los pueblos que una nueva secta jamás se establece sin causar tumultos, sediciones, sublevaciones contra las leyes, violencias, y sin que haya habido tarde o temprano sangre derramada.

Por más que se diga que, según este principio, los judíos y los paganos hicieron bien condenar a muerte a los apóstoles y a los primeros cristianos; no hay nada de esto, los apóstoles probaron que tenían una misión divina; jamás ha probado la suya un heresiarca. Los apóstoles predicaron constantemente la paz, la paciencia, la sumisión a las potestades seculares; los heresiarcas han hecho lo contrario. Los apóstoles y los primeros cristianos no causaron ni sediciones, ni tumultos, ni guerras sangrientas; por lo tanto se derramó su sangre injustamente, y jamás tomaron las armas para defenderse. En el Imperio romano y en la Persia, en las naciones civilizadas y entre los bárbaros observaron la misma conducta.

En segundo lugar, respondemos que cuando los miembros de una secta herética, ya establecida, son apacibles, sumisos a las leyes, fieles observadores de las condiciones les han sido prescritas, cuando por otra parte su conducta no es contraria ni a la pureza de las costumbres ni a la tranquilidad pública, es justo tolerarlos; entonces no debe emplearse más que la dulzura y la instrucción para atraerlos al seno de la Iglesia. En los dos casos contrarios, el gobierno tiene derecho para reprimirlos y castigarlos; y sí no lo hace bien pronto tendrá motivo de arrepentirse. Pretender en general que se deban tolerar todos los sectarios, sin atender a sus opiniones, a su conducta, al mal que pueda resultar de ello; que todo rigor, toda violencia ejercida con respecto a esto es injusta y contra al derecho natural, es una doctrina absurda que choca al buen sentido y a la sana política: los incrédulos de nuestro siglo que se han atrevido a sostenerla, se han cubierto de ignominia.

Le Clerc, a pesar de su inclinación a excusar a todos los sectarios, conviene en que desde el origen de la Iglesia, y aun desde la época de los apóstoles, hubo herejes de estas dos especies, que los unos parecían errar de buena fe, en cuestiones de poca consecuencia, sin causar sedición ni ningún desorden; que otros obraban por ambición y con designios sediciosos; que sus errores atacaban esencialmente al cristianismo. Al sostener que los primeros debían ser tolerados, confiesa que los segundos merecían el anatema que se pronunció contra ellos. (Hist. ecclés., año 83, § 4 y 5).

Leibnitz, aunque protestante, después de haber observado que el error no es un crimen, si es involuntario, confiesa que la negligencia voluntaria de lo que es necesario para descubrir la verdad en las cosas que debemos saber, es sin embargo un pecado, y aun pecado grave, según la importancia de la materia. Por lo demás, dice, un error peligroso, aunque fuera completamente involuntario y exento de todo crimen, puede ser sin embargo reprimido muy legítimamente por el temor de que perjudique, por la misma razón que se encadena a un furioso, aunque no sea culpable. (Espíritu de Leibnitz, t. 2,  p. 64).

La Iglesia cristiana, desde su origen, se ha conducido respecto de los herejes, según la regla que acabamos de establecer; jamás ha implorado contra ellos el brazo secular, sino cuando han sido sediciosos, turbulentos, insociables, o cuando su doctrina tendía evidentemente a la destrucción de las costumbres, de los lazos de la sociedad y del orden público. Por el contrario, muchas veces ha intercedido por ellos cerca de los soberanos y magistrados para obtener la remisión o mitigar las penas en que habían incurrido los herejes. Este hecho está probado hasta la demostración en el Tratado de la unidad de la Iglesia por el P. Tomasino; pero como nuestros adversarios afectan continuamente desconocerlo, es preciso comprobarlo, echando una ojeada, por lo menos, sobre las leyes dadas por los príncipes cristianos contra los herejes.

Las primeras leyes dadas con este motivo fueron las de Constantino el año 331. Prohibió por medio de un edicto las reuniones de los herejes, mandó que sus templos fuesen devueltos a la Iglesia católica, o adjudicados al fisco. Nombra a los novacianos, a los paulíanístas, a los valentinianos, a los marcionitas y a los catafrigos o montanistas; pero declara terminantemente que es a causa de los crímenes y de los delitos de que eran culpables estas sectas, y que no era posible tolerar. (Eusebio, Vida de Constantino, l. 3, c. 64, 65, 66). Por otra parte, ninguna de estas sectas gozaba de la tolerancia en virtud de una ley; Constantino no comprendió en su edicto a los arrianos, porque todavía no tenía nada que vituperarles.

Mas después, cuando los arríanos protegidos por los emperadores Constancio y Valente emplearon las vías de hecho contra los católicos, Graciano y Valentiniano II, Teodosio y sus hijos conocieron la necesidad de reprimirlos. De aquí provinieron las leyes del código Teodosiano que prohíben las reuniones de los herejes, que les mandan devolver a los católicos las iglesias que les habían quitado, que les obligan a permanecer tranquilos bajo la pena de ser castigados a voluntad de los emperadores. No es cierto que estas leyes impongan la pena de muerte, como algunos incrédulos han dicho; no obstante muchos arríanos lo merecían, y esto se probó en el concilio de Sárdica el año 347.

Ya Valentiniano I, príncipe muy tolerante, alabado por su dulzura por los mismos paganos, proscribió a los maniqueos a causa de las abominaciones que practicaban. (Cod. Theod., l. 16. t. 5, n. 3). Teodorico y sus sucesores hicieron lo mismo. La opinión de estos herejes, respecto al matrimonio, era directamente contraria al bien de la sociedad. Honorio, su hijo, usó del mismo rigor respecto de los donatistas, a ruego de los obispos de África; pero se sabe a los furores y pillaje que se entregaron los circunceliones de los donatistas. San Agustín atestigua que tales fueron los motivos de las leyes dadas contra ellos; y por esta sola razón sostuvo su justicia y necesidad. (L. contra Epist. Parmen). Pero fue uno de los primeros que intercedieron, para que los más culpables, aun de los donatistas, no fuesen castigados con la muerte. Los que se convirtieron, guardaron las iglesias de que se habían apoderado, y los obispos quedaron en posesión de sus sillas. Los protestantes no han dejado de declamar contra la intolerancia de S. Agustín.

Arcadio y Honorio publicaron también leyes contra los frigios y montanistas, contra los maniqueos y los priscilianistas de España; les condenaron a la pérdida de sus bienes. Se ve la causa de esto en la doctrina misma de estos herejes y en su conducta. Las ceremonias de los montanistas son llamadas misterios execrables, y los parajes de sus reuniones cuevas de asesinos, o cuevas mortíferas. Los priscilianistas sostenían, como los maniqueos, que el hombre no es libre en sus acciones, sino dominado por la influencia de los astros; que el matrimonio y la procreación de los hijos son obra del hijo del demonio; practicaban la magia y torpezas en sus reuniones. (San León. Epist. 13 ad Turib). Todos estos desórdenes ¿pueden tolerarse en un estado civilizado?

Mosheim nos parece que interpretó mal el sentido de una ley de estos dos emperadores, del año 415; dice, según él, que es preciso mirar y castigar como herejes a todos aquellos que se separan del juicio y creencia de la religión católica, aun en materia leve, (vel levi argumento. Syntagm., disert. 3, § 2). Nos parece que levi argumento significa más bien con frívolos pretextos, por razones frívolas, como hacían los donatístas; ninguna de las sectas conocidas en aquella época erraba en materia leve.

Cuando Pelagio y Nestorio fueron condenados por el concilio de Efeso, los emperadores proscribieron sus errores e impidieron su propagación; sabían por experiencia lo que hacen los sectarios desde el momento en que se conocen con fuerzas. Tampoco los pelagianos consiguieron formar reuniones separadas, y los nestorianos no se establecieron sino en la parte del Oriente que no estaba sujeta a los emperadores. (Assemani, Bibliot. oriental, t. 4, c. 4, § 1 y 2).

Después de la condenación de Eutiques en el concilio de Calcedonia. Teodosio el Joven y Marcian, en Oriente, y Mayoriano, en Occidente, prohibieron predicar el eutiquianísmo en el imperio; la ley de Mayoriano impone la pena de muerte, a causa de los asesinatos que los eutiquianos habían cometido en Constantinopla, en la Palestina y en Egipto. Esta secta se estableció por medio de una revolución; sus partidarios después favorecieron a los mahometanos en la conquista del Egipto, a fin de no estar ya sujetos a los emperadores de Constantinopla.

Desde mediados del siglo V, ya no se encuentran leyes imperiales en Occidente contra los herejes; los reyes de los pueblos bárbaros que se establecieron en él, y los cuales abrazaron la mayor parte el arrianismo, ejercieron con frecuencia violencias contra los católicos; pero los príncipes obedientes a la Iglesia no usaron de represalias. Recaredo, para convertir a los godos en España; Agilulfo, para hacer católicos a los lombardos; San Segismundo, para atraer a los borgoñones al seno de la Iglesia, no emplearon más que la instrucción y la dulzura. Desde la conversión de Clodoveo, los reyes de Francia no dieron leyes sangrientas contra los herejes.

En el siglo IX, los emperadores iconoclastas emplearon la crueldad para abolir el culto de las imágenes; los católicos no pensaron en vengarse. Focio, para atraer a los griegos al cisma, usó más de una vez de violencias; no fue castigado con tanto rigor como merecía. En el siglo XI y en los tres siguientes, muchos fanáticos fueron ajusticiados; pero por sus crímenes y torpezas, y no por sus errores. No se puede citar ninguna secta que haya sido perseguida por opiniones que en nada atacaban al orden público.

Se mete mucho ruido con la proscripción de los albigenses, con la cruzada publicada contra ellos, con la guerra que se les hizo, pero los albigenses tenían las mismas opiniones y la misma conducta que los maniqueos de Oriente, los priscilianistas de España, los paulicianos de Armenia y de los búlgaros de las orillas del Danubio; sus principios y moral eran destructores de toda sociedad, y tomaron las armas cuando se les persiguió a fuego y sangre.

Por espacio de doscientos años los vadenses permanecieron tranquilos, no se les envió mas que predicadores; en 1375 mataron dos inquisidores, y se empezó a perseguirlos. En 1545 se unieron a los calvinistas, é imitaron sus procederes; se organizaron y sublevaron cuando Francisco I les hizo exterminar.

En Inglaterra, el año 1381, Juan Balle o Vallée, discípulo de Wiclef, había excitado por medio de sus sermones una sublevación de doscientos mil paisanos; seis años despues, otro religioso, imbuido en los mismos errores, y sostenido por los caballeros encapillados, motivó una nueva sedición; en 1413, los wiclefistas, que tenían a su cabeza a Juan de Oldcastel, se sublevaron otra vez; los que fueron ajusticiados en estas diferentes ocasiones no lo fueron seguramente por sus dogmas. Juan Hus y Jerónimo de Praga, herederos de la doctrina de Wiclef, habian puesto en conmoción a toda la Bohemia cuando fueron condenados en el concilio de Constancia; el emperador Sigismundo fue quien los juzgó dignos de muerte; creía contener las sublevaciones por su suplicio, y no hizo más que aumentar el incendio.

Los escritores protestantes repitieron cien veces que las revoluciones y crueldades de que sus padres se hicieron culpable no eran más que la represalia de las persecuciones que los católicos habían ejercido contra ellos. Es una impostura demostrada por los hechos más palpables. El año 1520 Lutero publicó un libro De la libertad cristiana, en el cual excitaba a los pueblos a sublevarse; el primer edicto de Carlos V contra él no apareció hasta el año siguiente. Cuando se vio apoyado por los príncipes, declaró que el Evangelio, es decir su doctrina, no podía establecerse sino de mano armada y derramando sangre; en efecto, el año 1525 causó la guerra de Muncero y de los anabaptistas. En 1526 Zuinglio hizo proscribir en Zurich el ejercicio de la religión católica; era pues el verdadero perseguidor: se vió aparecer el tratado de Lutero con respecto al fisco común, en el cual excitaba a los pueblos a apoderarse de los bienes eclesiásticos; moral que se siguió con la mayor exactitud. En 1527, los luteranos del ejército de Carlos V saquearon a Roma, y cometieron allí crueldades inauditas. En 1528, el catolicismo fue abolido en Berna: Zuinglio hizo castigar con la muerte a los anabaptistas; una estatua de la Virgen fue mutilada en Paris; en esta ocasión fue cuando apareció el primer edicto de Francisco I contra los novadores; se sabe que habían puesto ya en conmoción la Suiza y la Alemania. En 1529 se abolió la misa en Estrasburgo y en Basilea; en 1530 so suscitó la guerra civil en Suiza entre los zuinglianos y los católicos; fue muerto en ella Zuinglio. En 1533 hubo la misma disensión en Ginebra, cuya consecuencia fue la destrucción del catolicismo: Calvino en muchas de sus cartas predicó la misma moral que Lutero, y sus emisarios vinieron a practicarla a Francia, cuando vieron el gobierno dividido y poco fuerte. En 1534, algunos luteranos fijaron en Paris pasquines sediciosos, y trataron de formar una conspiración; seis de ellos fueron condenados al fuego, y Francisco I dio el segundo edicto contra ellos. Las vías de hecho de estos sectarios no eran seguramente represalias.

Todo el mundo sabe con el tono que predicaron los calvinistas en Francia, cuando se vieron protegidos por algunos grandes del reino; nunca tuvieron designio de limitarse a hacer prosélitos por la seducción, sino destruir el catolicismo, y emplear para esto los medios más violentos; se desafía a sus apologistas a que citen una sola ciudad en la cual hayan permitido el ejercicio de la religión católica. ¿En qué sentido y ocasión puede sostenerse que los católicos hayan sido los agresores?.

Cuando se les opone en el día la intolerancia brutal de sus primeros jefes, responden con la mayor frialdad que era un resto del papismo. ¡Nueva calumnia! Jamás el papismo enseñó a sus discípulos a predicar el Evangelio con la espada en la mano. Cuando condenaron a muerte a los católicos, era para hacerles abjurar su religión; cuando se ha castigado de la misma suerte a los herejes, fue por sus crímenes, así que nunca se les prometió la impunidad si renunciaban al error.

Se encuentra, pues, probado hasta la evidencia que los principios y conducta de la Iglesia católica fueron constantemente los mismos en todos los siglos; el no emplear más que la instrucción y la persuasión para atraer a los herejes cuando son pacíficos; implorar contra ellos el brazo secular cuando son brutales, violentos y sediciosos.

Mosheim calumnia a la Iglesia, cuando dice que en el siglo IV se adoptó generalmente la máxima, de que todo error en materia de religión, en el que se persistía después de haber sido amonestado debidamente, era digno de castigo, y merecía las penas civiles y aun los tormentos corporales, (Híst. ecclés., IV siglo, 2° part., c. 3. § 16). Jamás han sido considerados como dignos de castigo más que los errores que interesaban al orden público.

No dejamos de confesar el horror que tenían los PP. al cisma y a la herejía, ni la nota de infamia que los decretos de los concilios imprimieron a los herejes. San Cipriano, en su libro de la Unidad de la Iglesia, prueba que el crimen de los herejes es más capital que el de los apóstatas que sucumbieron al temor de los suplicios. Tertuliano, San Atanasio, San Hilario, San Jerónimo y Lactancio no quieren que los herejes sean puestos en el número de los cristianos; el concilio de Laodicea, que casi puede considerarse como ecuménico, les niega este título. Una fatal experiencia ha probado que estos hijos rebeldes de la Iglesia son capaces de hacerla más daño que los judíos y paganos.

Es falso que los PP. hayan calumniado a los herejes, imputándoles muchas torpezas abominables. Es cierto que todas las sectas que condenaron el matrimonio, incurrieron poco más o menos en los mismos desórdenes, y esto ha acontecido también a las de los últimos siglos. Es particular que Beausobre y otros protestantes hayan querido acusar a los PP. de mala fe, que a los herejes de malas costumbres.

Su inconsecuencia es palpable; hicieron de los filósofos paganos en general un cuadro odioso, y no se atrevieron a contradecir el que trazó San Pablo: ahora bien, es seguro que los herejes de los primeros siglos eran filósofos que llevaron al cristianismo el carácter vano, disputador, pertinaz, embrollón y vicioso que habían contraído en sus escuelas: ¿por qué, pues, toman los protestantes el partido de los unos más bien que el de los otros? (Le Clerc. Hist. ecclés., sec. 2‘, c. 3; Mosheim, Hist. crist., proleg., c. -1, §23 y siguientes).

Mosheim principalmente ha llevado la prevención hasta el último extremo, cuando dice que los PP., y con particularidad San Jerónimo, usaron de disimulo, de doblez y fraudes piadosos, disputando contra los herejes para vencerlos con más facilidad. (Dissert. sintagm., dissert. 3, § 11). Ya hemos refutado esta calumnia.

II.- Muchos escribieron también que, según la doctrina de la Iglesia romana, no se está obligado a guardar la fe jurada de los herejes; que el concilio de Constanza lo decidió así, que por lo menos se condujo de esta suerte respecto de Juan Hus; los incrédulos lo afirmaron así. Pero es también una calumnia del ministro Jurieu, y Bayle la refutó; sostiene con razón que ningún concilio ni teólogo de nota enseñó esta doctrina; y el pretendido decreto que se atribuye al concilio de Constanza, no se encuentra en las actas pertenecientes a dicho concilio.

¿Qué resulta de su conducta respecto de Juan Hus? Que el salvoconducto concedido por un soberano a un hereje no quita a la jurisdicción eclesiástica el poder formarle un proceso, condenarle y entregarle al brazo secular, si no se retracta de sus errores: según este principio se procedió contra Juan Hus. Este, excomulgado por el papa, apeló al concilio; protestó solemnemente que si se podía convencerle de algún error, no rehusaba incurrir en las penas dadas contra los herejes. Según esta declaración, el emperador Sigismundo le concedió un salvoconducto para que pudiera atravesar la Alemania con seguridad, y presentarse en el concilio, pero no para ponerle a cubierto de la sentencia del concilio. Cuando Juan Hus fue convencido por el concilio, aun en presencia del mismo emperador, de haber enseñado una doctrina herética y sediciosa, no quiso retractarse, y probó de esta suerte que era el autor de los desórdenes de la Bohemia: este príncipe juzgó que merecía ser condenado al fuego. En virtud de esta sentencia, y de haberse negado a retractarse, fue por lo que se condenó a este hereje al suplicio. Todos estos hechos se encuentran consignados en la historia del concilio de Constanza, compuesta por el ministro Lenfant, apologista decidido de Juan IIus.

Nosotros sostenemos que la conducta del emperador y del concilio es irreprensible, que un fanático sedicioso tal como Juan Hus merecía el suplicio que padeció, que el salvoconducto que se le concedió no fue violado, que él mismo dictó su sentencia de antemano, sometiéndose al juicio del concilio.

III. Otros enemigos de la Iglesia dijeron que hizo mal en prohibir a los fíeles la lectura de los libros de los herejes, a menos que no alcanzase esta prohibición a los de los ortodoxos que los refutan. Si estos, dicen, refieren fielmente, como deben, los argumentos de los herejes, tanto dejar leer las obras de los mismos herejes. Es en raciocinio falso. Los ortodoxos, al referir fielmente las objeciones de los herejes, manifiestan su falsedad y prueban lo contrario; los simples fieles que leyeran estas obras, no siempre tienen instrucción para encontrar por si mismos la respuesta y conocer lo débil de la objeción Lo mismo sucede con los libros de los incrédulos.

Una vez que los apóstoles prohibieron a los simples fieles el escuchar los discursos herejes, frecuentarlos, ni tener ninguna sociedad con ellos, (II Tim. II, 16; III, 5; II Joan 10. etc.), con más razón hubieran condenado la temeridad de los que hubiesen leído sus libros. ¿Qué pueden ganar con esa curiosidad frívola? Dudas, inquietudes, una tintura de incredulidad, con frecuencia la perdida completa de la fe. Pero la Iglesia no rehúsa este permiso a los teólogos, que son capaces de refutar los errores de los herejes, y de evitar la seducción de los fieles.

Desde el origen de la Iglesia, los herejes no se han contentado con dar libros para c der y sostener y extender sus errores, sino que los forjaron y supusieron bajo el nombre de los personajes más respetables del antiguo y nuevo Testamento. Mosheim no ha podido menos de convenir en esto, con respeto a los gnósticos que aparecieron Inmediatamente después de los apóstoles. (Inst. Hist. crist., 2* párt., c. 5, pág. 367). Por lo tanto es muy injusto el que los herejes modernos atribuyan estos fraudes a los cristianos en general y aun a los PP. de la Iglesia, deduciendo de esto que la mayor parte no tienen el menor escrúpulo en mentir y engañar por el interés de la religión. ¿Existe algo de común entre los verdaderos fieles y los enemigos de la Iglesia? Es llevar muy adelante la malignidad el atribuir a los PP. los crímenes de sus enemigos.

DICCIONARIO DE TEOLOGIA

Por el Abate Bergier

Segunda edición

Año de 1854