Los mandamientos de la iglesia. Días festivos. Ayuno y abstinencia. La cuaresma. Comulgar por pascua florida. Limosna a los sacerdotes.

¿Por qué pone la Iglesia en el mismo plano las leyes eclesiásticas y las del Sinaí?

 No las pone. El perjurio, la calumnia y otras leyes divinas obligan siempre y sin excepción, o a que no se hagan, como las dos aducidas, o a que se hagan, como honrar a los padres. En cambio, las leyes eclesiásticas son condicionales. Así, por ejemplo, están exentos del ayuno los que obtienen dispensa por justas razones, y no están obligados a ir a misa los domingos los que estén legítimamente impedidos, como los enfermos y otros. La Iglesia, como representante que es de Jesucristo, tiene derecho a promulgar leyes para custodia de la fe (como la condenación de la masonería), y para promover la piedad y devoción de los fieles (como las leyes referentes a oír misa los domingos, la abstinencia, el ayuno, etc.). Para cumplir mejor este oficio de guardiana e intérprete de la revelación, la Iglesia promulga las leyes, autorizándolas con la sanción mayor que se puede imaginar, a saber, el pecado mortal; pero, repetimos, las leyes eclesiásticas dejan de obligar tan pronto como uno tiene una excusa válida para no observarlas.

¿Por qué se obliga a las mujeres a estar en la iglesia con la cabeza cubierta?Porque es una costumbre apostólica, como leemos en la epístolaprimera de San Pablo a los corintios (XI, 3-16). El apóstol reprende a las mujeres de Corinto por presumir entrar en la iglesia descubiertas, y las acusa de orgullo y arrogancia. La mujer debe estar sujeta a su marido por mandato de Dios, y, en señal de esta dependencia, lleva velada la cabeza. “El hombre —dice San Pablo— es cabeza de la mujer” y “la mujer es la gloria del hombre”. La mujer fue criada para el hombre. Rezar en la iglesia con la cabeza descubierta es insultar a los ángeles, y equivale a raparse el pelo, cosa que sólo hacían los esclavos griegos y las bailarinas de Roma. Después de alargarse bastante el apóstol en estos conceptos, termina con estas palabras: “Si alguno de vosotros no puede seguir el hilo de mi raciocinio en este punto, conténtese con saber que en ninguna parte se permite a las mujeres estar en la iglesia con la cabeza descubierta.”

¿No es cierto que la Iglesia en la Edad Media celebraba lo menos cincuenta días festivos? Y ¿no es esto fomentar la holgazanería? Ya San Pablo puso el veto a esta demasía de días festivos al escribir así a los cristianos de Galacia: “Vosotros guardáis días y meses y tiempos y años” (Gál IV, 10).

Es cierto que en la Edad Media los días festivos en Hungría llegaban a cuarenta y en Francia a cincuenta; pero los obispos se proponían con estas fiestas aliviar a los pobres en sus trabajos pesados, haciendo que descansasen, se recreasen y, sobre todo, cumpliesen con los preceptos de la Iglesia. Más tarde, llegaron quejas a Roma sobre el número excesivo de fiestas, y los Papas redujeron notablemente ese número, hasta que en el Concordato con Francia (1801) sólo se fijaron cuatro días de precepto, en los que se había de oír misa y no se había de trabajar. Estos días eran Navidad, la Ascensión, la Asunción y Todos los Santos. Dice así el Papa Urbano VIII en su bula Universa“Un número excesivo de días festivos origina tibieza entre los fieles. Más aún: los pobres se quejan de que con tantas fiestas no ganan lo suficiente para mantenerse. En cambio, otros se entregan esos días al ocio, que es la raíz de todos los vicios. Las fiestas se crearon para facilitar la salvación eterna; pero muchos se entregan en ellas a placeres mundanos y perniciosos, de suerte que hacen, de la triaca ponzoña y ponen en peligro su salvación.” San Pablo no condenó la guarda de las fiestas recomendadas en la Ley Antigua, como el sábado, la luna nueva, la Pascua, los Tabernáculos, el Jubileo y otras fiestas. Lo que condena el apóstol en su carta a los fieles de Galacia es el espíritu de los judaizantes, que insistían en que los cristianos debían guardar las fiestas y prácticas de la ley judía, que había sido anulada por la ley de gracia. Por eso les dice: “¿Por qué volvéis a los elementos débiles y vacíos, los cuales deseáis guardar de nuevo?” (Gál IV, 9).
La Pascua de los judíos tenía por fin conmemorar la salida de los hebreos de Egipto bajo la dirección de Moisés. Se guardaba el 14 de nisán, y cada año caía en el día siguiente al del año anterior. La Pascua de los cristianos, desde los tiempos apostólicos, tenía por fin conmemorar la Resurrección del Señor, y siempre caía en domingo (Eusebio, Hist ecles 5, 23). El Concilio de Nicea decretó que este domingo debía ser el que seguía al día 14 de la luna pascual, es decir, la luna cuyo día 14 seguía al equinoccio primaveral. En virtud de este decreto, el domingo de Pascua es siempre el primer domingo después del día 14 de la luna que sigue al 21 de marzo. Así que el domingo de Pascua nunca puede caer antes del 22 de marzo ni después del 25 de abril.

¿Cómo es que los católicos no comen carne los viernes? Jesucristo dijo que “no lo que entra por la boca mancha al hombre” (Mat XV, 11). Y San Pablo dice que “abstenerse de comer carne es doctrina de demonios” (1 Tim IV, 3). Y en otro lugar dice: “Todo lo que se venda en el mercado podéis comerlo —incluso la carne— sin hacer pregunta alguna por razones de conciencia” (1 Cor X, 25).

En la Iglesia católica tenemos una ley en virtud de la cual los que no estén dispensados de ella por bulas u otros documentos legítimos, han de abstenerse de carne todos los viernes del año, en conmemoración de la crucifixión del Señor. Esta ley puede verse mencionada en La doctrina de los doce apóstoles, 8; en Tertuliano, De Jejunio, 14, y en Clemente de Alejandría, Strom., 6, 75. Claro está que comer carne no es en sí pecaminoso, ya que “todas las criaturas de Dios son buenas y no hay que rechazar nada que se recibe con acción de gracias” (1 Tim IV, 4); pero comer carne contra la ley de la Iglesia de Dios es un pecado grave de desobediencia a una institución divina que prescribe la abstinencia para nuestro bien espiritual. San Agustín dice de la abstinencia que “purifica el alma, eleva la mente y sujeta la carne al espíritu” (De Orat et Jej. serm 230). Abstenerse de comer carne por creer, con los gnósticos, que la carne es un mal, o por temor de comer en ella a la abuela, al estilo de los brahmanes, es, ciertamente, pecaminoso (1 Tim IV, 3). En el pasaje de San Mateo (XV, 11) arriba aducido, Jesucristo reprende a los fariseos, que todo lo ponían en ceremonias externas; que “limpiaban la parte externa del vaso y por dentro estaban llenos de rapiña y suciedad” (Mat XXIII, 25). La malicia del pecado está en la corrupción del corazón y en la desobediencia de la voluntad (Mat XV, 19). Gran parte de la carne que se vendía en los mercados de Corintio venía de los sacrificios de los paganos. Si los judíos o los paganos se escandalizaban de ver a los cristianos comer esta carne, los cristianos debían abstenerse de “comerla, en atención al que los había avisado y a la conciencia” (1 Cor X, 28).

 ¿A qué viene eso del ayuno? Las leyes eclesiásticas sobre el ayuno son muy severas y piden demasiado a la pobre naturaleza, ¿Qué diferencia hay entre el ayuno y la abstinencia?

Abstinencia es lo mismo que privación de comer carne ciertos días prescritos; ayuno quiere decir que no se toma más que una comida al día, aunque se pueden tomar dos onzas en el desayuno y por la noche una colación que no exceda de ocho onzas. Los cristianos primitivos, siguiendo el ejemplo de los judíos, adoptaron la costumbre de no tomar alimento más que una vez al día —al atardecer—; pero luego se vio que este ayuno era excesivo para el promedio de los hombres. En vista de esto, la Iglesia moderó el ayuno, acomodándolo a las circunstancias modernas. Están dispensados del ayuno los que no han cumplido veintiún años, los que ya cumplieron sesenta y los que tienen razones justas para ser dispensados. El ayuno está recomendado lo mismo en el Antiguo que en el Nuevo Testamento. (Baste citar, entre otros pasajes, los siguientes: Ex XXXIV, 28; Deut IX, 18; 2 Rey XII, 16; 3 Rey XIX, 18; Mat III, 4; IV, 2; Hech XIII, 3; XIV, 22). Ayunar por ayunar no es cosa que agrade a Dios (Luc XVIII, 12); pero ayunar cuando y porque lo manda la Iglesia es meritorio por dos razones: porque en eso nos negamos a nosotros mismos y porque imitamos a Jesucristo, que ayunó cuarenta días en el desierto. Además, el ayuno hace que la carne se sujete al espíritu, como dice San Pablo (1 Cor IX, 27), y prepara el alma para recibir la gracia del Espíritu Santo (Hech XIII, 2-3). San Ambrosio llama al ayuno “muerte del pecado, raíz de la gracia y cimiento de la castidad”.

¿Qué me dice usted de las llamadas cuatro témporas?

Por precepto de la Iglesia, los católicos deben observar el ayuno y la abstinencia en los tres días de una semana, que son miércoles, viernes y sábados, al principio de cada una de las cuatro estaciones del año. Esta práctica, aunque de origen incierto, parece haber sido introducida en contraposición a las costumbres paganas de la Roma del siglo V. Al principio de la siembra y de la recolección, los romanos practicaban ciertas ceremonias religiosas para implorar la ayuda de los dioses: en junio, para que la cosecha fuera buena; en septiembre, para tener una vendimia abundante, y en diciembre, para que la sementera resultase bien.La Iglesia cristianizó esta costumbre pagana, y escogió estos días de las diversas estaciones como días dedicados de una manera especial a la oración y a la mortificación.
Las menciona por primera vez San León Magno (440-461), quien afirma que son de origen apostólico, aunque no conocemos prueba alguna en favor de esta aserción. En su tiempo se introdujo la costumbre de ordenar a los clérigos durante esos días. También eran días de órdenes el sábado anterior al Domingo de Pasión y el Sábado Santo.

¿Qué se entiende por Cuaresma?

La Iglesia, desde los principios, introdujo la costumbre de prepararse para la Pascua ayunando los dos días precedentes, o sea, el Viernes Santo y el Sábado Santo. Para conmemorar la Pasión y muerte de Jesucristo en la cruz, se introdujo la práctica de ayunar cuarenta días, los mismos que ayunaron Moisés (Ex XXIV, 28), Elias (3 Rey XIX, 8) y Nuestro Señor Jesucristo (Mat IV). Vemos mencionada por primera vez la Cuaresma en el canon quinto del Concilio de Nicea (325) y en las cartas festivales de San Atanasio. (Véase la carta al obispo Serapión de Thumis, escrita desde Roma el año 341) Entonces el ayuno era rigurosísimo. No se permitía más que una comida al día, que se tenía a las cuatro de la tarde. Los clérigos y los fieles de Roma se reunían en procesión, recorrían las estaciones de la ciudad y luego oían la misa del Papa, en la que recibían la comunión. Los penitentes hacían penitencia pública durante la Cuaresma, y el día de Jueves Santo eran reconciliados por el obispo. Los catecúmenos eran instruidos entonces para estar bien dispuestos el Sábado Santo, día destinado para los bautismos. La liturgia de la Cuaresma, recopilada entre los años 461 y 596, muestra en cada una de sus páginas las pruebas y sufrimientos a que estaban sometidos los cristianos de Roma. Esta era por entonces presa de los vándalos, godos, hunos y lombardos, que la sitiaban y saqueaban con excesiva frecuencia. A estas devastaciones se añadían el hambre, la pestilencia y las inundaciones. Esas exclamaciones que vemos en la liturgia implorando piedad y misericordia, perdón de los pecados y liberación de los enemigos, salían de labios de clérigos y obispos, probados en el crisol de los sufrimientos y atribulados hasta el extremo. Durante la Cuaresma, ningún católico debiera dejar de las manos el misal, traducido a la lengua del país. En él están contenidas las plegarias más sublimes que se pueden concebir, y su lectura y meditación sirven de consuelo y de refrigerio. La Cuaresma empieza el Miércoles de Ceniza y termina el Sábado Santo. La ley general de la Iglesia es que hay que ayunar todos los días de la Cuaresma, excepto los domingos, y hay que abstenerse de carne y caldo de carne los miércoles y viernes de la misma.

¿Cuándo están obligados los católicos a confesar y comulgar? 

Conforme a los cánones 906 y 859, todo católico que tenga uso de razón está obligado a confesar y comulgar, por lo menos una vez al año, durante el tiempo pascual, o sea, desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo in Albis, aunque de ordinario este período se extiende por concesión eclesiástica desde el Miércoles de Ceniza hasta el domingo de la Santísima Trinidad, ambas fechas inclusive. Hay que hacer notar que sólo los pecados mortales son materia necesaria de confesión. Por tanto, si alguno es de vida tan pura e inocente que no peca mortalmente en todo el año, no está obligado a confesarse este año. Si no peca nunca, nunca está obligado a confesarse. En cambio, la comunión pascual obliga a todos. Si alguno, por descuido o por malicia, deja pasar el período pascual sin comulgar, está obligado a comulgar lo antes posible dentro del año. El precepto de la confesión anual data del Concilio de Letrán (1215), y fue confirmado por el Concilio de Trento (sesión XIV, canon 8), que condenó a los protestantes por defender que el sacramento de la Penitencia había tenido origen en el Concilio de Letrán.

¿Con cuánto dinero están obligados a contribuir los católicos para el sostenimiento del párroco y de la iglesia parroquial? Si un católico se niega a pagar al sacerdote, ¿puede éste negarse a administrarle los sacramentos? 

Consta por la Biblia que los sacerdotes tienen derecho a ser mantenidos por los fieles a quienes sirven en sus funciones sacerdotales. Dice San Pablo: “¿No sabéis que los que sirven en el templo se mantienen de lo que es del templo, y que los que sirven en el altar participan de las ofrendas?” (1 Cor IX, 13, 14).  En, países donde el Gobierno no paga a los sacerdotes, éstos viven exclusivamente de las limosnas de los fieles. Los católicos están obligados por precepto divino a sostener con sus limosnas a los sacerdotes. La cantidad con que debe contribuir depende de las necesidades de la parroquia y de la riqueza del feligrés. A ningún sacerdote le está permitido negar los sacramentos o los servicios eclesiásticos a los pobres, ni puede cobrar nada a nadie por entrar en la iglesia a oír misa (canon 1181). 

BIBLIOGRAFIA.

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Apostolado de la Prensa, El cuarto, ayunar.
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Id., Los mandamientos de la Santa Iglesia.
GillinLa Semana Santa.
JardíLa ley del ayuno y abstinencia.
NievasEl párroco de la Cuaresma. 
Rignal, Oficio de la Semana Santa.
RojoPascua y el tiempo pascual.
SepúlvedaLa reforma de la vida

LOS CAMBIOS LITURGICOS DE PIO XII ATACADOS POR NEOGALICANOS TRADICIONALISTAS. (Padre Dominic Radecki C.M.R.I.)

Los modernistas, en su intento de destruir la liturgia Católica, gradual y astutamente introdujeron la “Misa Nueva”, también llamada “Novus Ordo”, los nuevos sacramentos y los cambios litúrgicos que resultaron del Vaticano II. Como consecuencia de eso los católicos se volvieron reacios hacia el cambio litúrgico. Desafortunadamente algunos tradicionalistas han ido más allá, hasta rechazar los legítimos cambios introducidos por el Papa Pio XII, el cual ellos lo consideran como Papa legítimo.           

 Ellos sostienen erróneamente que algunas de estos cambios, incluso la Semana Santa Reformada, fueros los primeros pasos hacia el Novus Ordo, debido al envolvimiento de Monseñor Annibale Bugnini, además a causa de unos retoques hechos por otros Modernistas. Estas almas fuertemente porfiadas no rechazan completamente  todos los cambios; ellos recogen y eligen lo que van a aceptar y lo que van a rechazar. Por ejemplo, ellos observan la reforma que hizo el Papa sobre el ayuno eucarístico y el permiso para decir Misas vespertinas. ¿Quién les dio la autoridad para determinar lo que hay que seguir respecto a los ritos litúrgicos, a los decretos y a las rubricas?            

El Papa Pio XII promulgó varios cambios litúrgicos, entre otros están los siguientes:            

1) Por muchos siglos la Iglesia Católica requirió que las personas estuviesen en ayunas desde la medianoche sin comer ni beber nada, incluso agua, antes de la recepción de la Comunión. En 1950 el Papa Pio XII cambió las leyes del ayuno para una hora para las bebidas no alcohólicas y tres horas para comidas y bebidas alcohólicas. Se puede tomar agua y se pude tomas medicamentos a cualquier hora antes de recibir la Sagrada Eucaristía. El resultado de esas mudanzas viene a ser que los católicos pueden recibir a Nuestro Señor en la Santa Comunión más frecuentemente. Los sacerdotes americanos que a menudo rezan varias Misas o Misas vespertinas en el Domingo apreciaron estos cambios.            

2) Su Santidad permitió la celebración de la Misa a la tarde y a la noche — un cambio muy notable en comparación con la observancia anterior.            

3) En 1955 él simplificó las rúbricas del Breviario Romano y del Misal cambiando la clase de algunas fiestas y descartando algunas octavas y vigilias. Él implemento al Breviario las reformas el Papa San Pio X hizo para el Breviario Monástico.            

4) En 1955 el Papa Pio XII aprobó la Nueva Semana Santa, en la cual se restauró algunas de las ceremonias que fueron alteradas a través de los años. Además él la hizo más fácil para concurrencia de los trabajadores en las ceremonias del Jueves Santo, del Viernes Santo y de la Vigilia Pascual volviéndolas a su tiempo original y apropiado. En los tiempos apostólicos la Iglesia Católica celebraba la liturgia del Jueves Santo, del Viernes Santo y de la Vigilia Pascual “en las mismas horas del día en que aquellos sagrados misterios ocurrieron. Así, la institución de la eucaristía tuvo lugar en el atardecer del Jueves Santo, la Pasión y la Crucifixión tuvieron lugar en las horas después del mediodía del Viernes Santo y la Vigilia Pascual ocurrió en la noche del Sábado Santo, terminando a la mañana del día de Pascua con el jubilo de la Resurrección de Nuestro Señor.”            

“Durante el Medio Evo… [la Iglesia], a causa de varias razones pertinentes, comenzó a hacer en horas más tempranas las performances litúrgicas en aquellos días, luego hacia el final de aquel periodo todos esos servicios litúrgicos han sido transferidos a la mañana. Esto no tuvo ligar sin detrimento del significado litúrgico y confusión entre las narraciones Evangélicas y la ceremonias litúrgicas adjuntas a ellas” (Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, pp. 1-2, 16 de Noviembre, 1955).          

 Los servicios litúrgicos solemnes del Jueves Santo, del Viernes Santo y de la Vigilia Pascual eran llevados a cabo a la mañana en Iglesias casi vacías porque pocos podían atender a ellas. Colegiales tenían que suplantar a los hombres en la ceremonia del lavado de los pies en el Jueves Santo porque estos tenían que trabajar. Debido a la restauración de la semana Santa hecha por el Papa Pio XII las Iglesia ahora están llenas y los fieles vienen en gran número para asistir las ceremonias y recibir la Santa Comunión.            

En 1951 el Papa Pio XII restauró la Vigilia Pascual para la noche, su propio tiempo:        

“Por siglos la Iglesia ha visto la incongruidad de la celebración de la Vigilia Pascual — un servicio cuyo textos [v.gr. el alleluia] y simbolismos [v.gr. Lumen Christi] obviamente se inclinan hacia las horas de la noche — en tempranas horas de la mañana del Sábado Santo cuando ciertamente Cristo no había surgido todavía. Que esto no ha sido siempre así está probado históricamente fuera de toda duda. (John Miller, C.S.C, “The History and Spirit of Holy Week”, The American Ecclesiastical Review, p.235.)            

El Papa Pio XII redujo el número de las lecciones recitadas de doce para cuatro, volviendo a la práctica de San Gregorio Magno. El Papa ordenó que el ayuno de la Cuaresma concluyese a la medianoche del Sábado Santo en lugar de a la tarde para que completase los 40 días de ayuno, y no 39 días de ayuno. Esta ley disciplinaria asegura que el Sábado Santo retenga su carácter de tristeza por la muerte de Nuestro Redentor que yace en el Santo Sepulcro.            

5) En 1954 el Papa Pio XII hizo una revisión del Oficio Divino, omitiendo varias oraciones, como el Padre Nuestro, el Ave-María y el Credo antes de las horas, las preces en Laudes y Vísperas con algunas excepciones, el largo Credo Atanasiano, a excepción del día de la Santísima Trinidad, etc. De acuerdo con la Sagrada Congregación de Ritos, el objetivo propuesto de estas modificaciones era “para reducir la gran complejidad de las rubricas a una forma más sencilla”.            

El Papa San Pio X ya había introducido algunos de esos cambios en el Breviario Monástico. A través de la influencia de los Benedictinos, el Papa Pio XII las extendió para todo el clero. Por la simplificación de las rubricas y la disminución de las oraciones, el Breviario pasó a ser más fácil para que los sacerdotes llevasen a cabo fiel y devotamente su obligación de recitar todos los días el Oficio Divino. El clero recibió de muy buena gana estos sabios cambios.            

El Papa Pio XII aprobó y promulgó oficialmente estos cambios. Bugnini no tenía autoridad para promulgar nada. Referirse a la Nueva Semana Santa como si fuera la liturgia de Bugnini es cosa poco ingeniosa y hasta deshonesta intelectualmente hablando. Cualquier que sea el rol que haya tomado, eso no obscurece el hecho de que varios cardinales y liturgistas ortodoxos tuvieron envolvimiento en los preparativos de estos cambios.            

La Sagrada Congregación de Ritos fue establecida para dirigir la liturgia de la Iglesia Latina. Por Iglesia Latina se entiende aquella parte de la Iglesia Católica, de lejos la mayor, que usa el latín en sus ceremonias. El Papa Pio XII estableció una comisión “para examinar la cuestión de la restauración del Ordo de la Semana Santa y proponer una solución. Obtenida la respuesta, Su Santidad decretó, como la seriedad del asunto demandaba, que la cuestión en su totalidad fuese sujeta a un especial examen hecho por los Cardenales de la Sagrada Congregación de Ritos.”            

[Cuando los Cardenales se reunieron en el Vaticano en 1950,] “ellos consideraron a fondo el asunto y votaron unánimemente que el Ordo de la Semana Santa restaurada fuera aprobada y prescrita, sujetos a la aprobación del Santo Padre. Acto continuo, habiendo sido detalladamente reportada al Santo Padre por el… Cardenal Prefecto, Su Santidad se dignó a aprobar lo que los Cardenales habían decidido. Entonces, por especial mandato del mismo Papa Pio XII, la Sagrada Congregación de Ritos declaró lo siguiente… [dando directivas específicas, incluso:] Aquellos que siguen el Rito Romano están obligados… a seguir el Ordo de la Semana Santa Reformada, expuesto en la edición oficial del Vaticano” (Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, pp. 1-2, 16 de Noviembre de 1955).            

De acuerdo con el Papa Pio XII, la reformas litúrgicas que él promulgó fueron “un signo de la disposición providencial de Dios en la moción del Espíritu Santo a la Iglesia para los tiempos presentes” (The Assisi Papers, Procedentes del Primer Congreso Internacional de liturgia pastoral, Asís-Roma, 18 al 22 Septiembre, 1956, p. 224). Cristo dijo a San Pedro y a todos sus sucesores legales, “Aquel que os oye, a mi me oye.” (Lucas 10:16). El tema en cuestión es la obediencia a la legítima autoridad suprema de la Iglesia Católica. Un verdadero Papa aprobó estos cambios. Debemos aceptar estos cambios como legales y dignos de seguimiento salvo que podamos probar que el Papa Pio XII no fue un verdadero Papa.            

El que diga que el Papa Pio XII no aprobó la Semana Santa Restaurada, lo dice sin fundamento. Es ridículo decir que el Papa Pio XII no tenía idea de que la Sagrada Congregación de Ritos y todo el mundo Católico estaban haciendo respecto a la Semana Santa. ¿No es este el mismo argumento que algunos usan para defender a los “papas” posconciliares — que desde la muerte del Papa Pio XII, los “Vicarios de Cristo” no han tenido idea de lo que pasaba en la Iglesia Católica? El argumento que dice que él era ya anciano o tenía cualquier otra discapacidad para regir la Iglesia es también completamente absurdo por lo claro de sus últimas encíclicas, directivas y discursos en el mismo año de su fallecimiento.            

El Papa Pio VI estigmatizó como “al menos errónea” la hipótesis “de que la Iglesia podría establecer una disciplina que fuera peligrosa, prejudicial, conducente a la superstición o al materialismo.” (Dz. 1578). En la sección 22, canon 7, el concilio de Trento condenó a cualquiera que diga que las ceremonias de la Iglesia son un estimulo a la impiedad más que a la piedad.            

Los cambios introducidos por el Papa Pio XII son legales, santos y conducentes a la santificación y salvación de las almas. La Iglesia Católica ha enseñado consistentemente que un Papa válido no puede promulgar una ceremonia o ley litúrgica que sea prejudicial a la fe y a la piedad y que desagrada a Dios. En tales decisiones el Papa es protegido por la infalibilidad.            

Los teólogos enseñan que las leyes disciplinarias universales y los cambios litúrgicos son objetos secundarios de la infalibilidad. Esto está claramente explicado por Monseñor Van Noort: “El bien conocido axioma, Lex orandi est lex credendi (la ley de la oración es la ley de la creencia), es una especial aplicación de la doctrina de la infalibilidad de la Iglesia en materias disciplinares. Este axioma dice en efecto que la formula de la oración aprobada para el uso público de la Iglesia universal no puede contener errores contra la fe y moral” (Christ’s Church — La Iglesia de Cristo — p.116).            

Los cambios litúrgicos del Papa Pio XII — la institución de la festividad de San José Obrero, la restauración de la Semana Santa, las leyes para el ayuno Eucarístico, etc. — no son pecaminosas. Se alguno dijere que ellas son heréticas o pecaminosas, éste estaría acusando la autoridad doctrinal infalible de la Iglesia de prácticas sacrílegas y errores doctrinales que corrompen la fe, comprometen sus doctrinas y perjudica a las almas. Tal acusación negaría que Cristo proteja a Su Iglesia y sagrada liturgia de ella del mal y del error.            

El Papa Pio XII prohibió sin excepciones, en un leguaje más preciso, a los sacerdotes de usar la liturgia antigua. Él condenó también el anticuarismo (arqueologismo), es decir, la práctica de volver a las observancias litúrgicas primitivas por la no conformidad con las rubricas concurrentes y con las leyes eclesiásticas, que en tal ocasión sería implícita la no actividad del Espíritu Santo en la conducción de la Iglesia. Ni siempre lo más antiguo es mejor, especialmente cuando desafía las órdenes de un verdadero Papa.            

El motivo por el cual nosotros seguimos los cambios litúrgicos del Papa Pio XII es la autoridad infalible de la Iglesia de enseñar. Los cambios fueron autorizados por un Vicario de Cristo infalible y fueron promulgados oficialmente para remplazar los antiguos ritos y leyes existentes. Ya que el Papa Pio XII era un Papa verdadero, debemos obedecer sus órdenes respecto a la sagrada liturgia. La obediencia es lo más seguro, lo más consistente y la regla de ortodoxia.            

Por otro lado, aquellos que aceptan a Pio XII como un verdadero Papa mientras rehúsan aceptar sus decretos litúrgicos, demuestran rebeldía y desobediencia. Recogiendo y eligiendo lo que ellos quieren, ellos se ponen a sí mismos como la suprema autoridad de la Iglesia Católica. Ellos se adjudican el derecho de juzgar al Papa, cerniendo lo que él enseña y decidiendo lo que van a obedecer y lo que van a rechazar. Recoger y escoger lo que se va obedecer y lo que se va a rechazar es un error. Es un sello de rebelión negar obediencia al verdadero vicario de Cristo; rebelión en materia de obediencia a la legítima autoridad es siempre un peligro para la Fe.            

El Galicanismo fue una herejía contra la jurisdicción papal, que tendía a limitar los poderes del Papa. Comenzó al principio del siglo XV y se desparramó por toda la Europa [especialmente en Francia, cuyo exponente actual es el lefebvrismo]. Acto continuo, muchos europeos perdieron su virtud de obediencia al Papa. En 1682 el clero francés formuló los Cuatro Artículos que se hicieron obligatorios para todas las escuelas y para todos los maestros de teología. Los cuatro artículos estatuyeron que el juicio papal carece de valor sin el consentimiento de la Iglesia. Los Papas Alejandro VIII y Pio VI y el Concilio Vaticano condenaron el Galicanismo. Tristemente, el espíritu del Galicanismo prevalece hoy día [y no sólo en el lefebvrismo, sino en varios obispos y sacerdotes sedevantistas].            

Aquellos que rechazan los cambios litúrgicos del Papa Pio XII son incoherentes. Si ellos aceptan a Pio XII como papa, deben reservar su propia opinión acerca de la liturgia de él, echar a un rincón sus gustos y disgustos litúrgicos y simplemente obedecerlo. La mentalidad católica es obedecer a los superiores legales en todo, excepto en el pecado.(…)            

Concluiremos con un discurso del Papa San Pio X a los sacerdotes de la Unión apostólica:            “Cuando uno ama al Papa, uno no se queda a debatir sobre lo que él aconseja o manda, no pregunta hasta donde se extiende el riguroso deber de obedecer y no marca los límites de esta obligación. Cuando uno ama al Papa, uno no objeta que él no ha hablado con toda claridad, como si él fuera obligado a repetir su voluntad en el oído de cada uno lo que muy a menudo expresa no sólo viva voce, sino también por cartas y otros documentos públicos; uno no pone en duda sus órdenes so pretexto — fácilmente usado por cualquiera que no quiera obedecer — de que ellas no emanan de él, sino de sus legados; uno no limita el espacio en el cual podemos y debemos ejecutar su voluntad; uno no se opone a la autoridad del Papa porque otras personas, letradas quizás, difieren de la opinión del Papa. Además, no obstante su gran conocimiento, su santificación está en espera, porque no puede haber santidad donde hay discordancia con el Papa.” (AAS 1912, p. 695)            

Acordarnos hemos de que todo esto incumbe al legítimo y válido Papa elegido; esto no se aplica a un hereje o un “papa” electo inválidamente — un falso papa.                                                                                        

Padre Dominic Radecki C.M.R.I

ICONOCLASTAS

     Herejes del siglo VII, que se levantaron contra el culto de las sagradas imágenes; esta palabra viene del griego, icono que quiere decir imagen, y clasta yo despedazo, porque los iconoclastas despedazaban las imágenes en todos los pueblos.     Después se dio este nombre a todos los que se declararon contra el culto de las sagradas imágenes, a los que se llaman reformados, y a ciertas sectas del Oriente que no las permiten en sus iglesias.     Los antiguos iconoclastas abrazaron este error, unos por complacer a los mahometanos, que aborrecían las estatuas, y en todas partes las hacían pedazos, y otros por prevenirse de la murmuración de los judíos, quienes acusaban a los cristianos de idolatras por el culto de las imágenes. Sostenidos al principio por los califas sarracenos, y después por algunos emperadores griegos, como León Isáurico y Constantino Coprónimo, inquietaron el Oriente, llenándolo de turbulencia y de carnicería. En el año 726 hizo Coprónimo que se congregase en Constantinopla un Concilio de más de trescientos obispos, en el cual fue absolutamente condenado el culto de las imágenes, alegando contra él las mismas razones que alegaron los protestantes, Este Concilio no fue recibido en Occidente, ni le siguieron los del Oriente, sino por la violencia de que usó el emperador para obligar a que se ejecutase.     En el reinado del emperador Constantino Porfirogeneto y de su madre Irene, se restableció el culto de las imágenes; esta princesa de acuerdo con el Papa Adriano, hizo que se convocase un Concilio en Nicea, que se verificó en el año 787, y en él fueron condenadas las actas del citado concilio de Constantinopla, igualmente que el error de los iconoclastas; este concilio niceno es el septimo general. Cuando el Papa Adriano envió las actas del concilio de Nicea a los obispos de las Galias y de Alemania, congregados en Francort el año 794, estos obispos las refutaron, creyendo que este concilio mandaba que se adorase a las imágenes como se adora a la Santísima Trinidad; pero esta prevención pronto fue disipada.     En tiempo de los emperadores griegos Nicéforo, León Armenio, Miguel el balbuciente y Teófilo, que favorecieron a los iconoclastas, volvió este partido a levantar cabeza. y dichos principes cometieron contra los católicos crueldades inauditas. Su descripción se puede ver en la historia que sobre esta herejía escribió M. Maimbourg.     Entre los nuevos iconoclastas se pueden mencionar los petrobusianos, los albigenses, los valdenses, los wiclefitas, los husitas, los zuinglianos y los calvinistas. Durante las guerras de religión cometiron estos últimos herejes los mismos excesos contra las imágenes que los antiguos iconoclastas. Mas moderados los luteranos, conservaron en lo general en sus templos algunas pinturas históricas, y la imagen del Crucificado.     No es idolatría, ni tiene nada de vicioso el culto que nosotros damos a las sagradas imágenes; que si alguna vez se miró como peligroso, fue a causa de circunstancias que ya no existen, y en fin los protestantes no tienen razón para fundar en este culto uno de los motivos de su cisma.

NOTAS DE LA IGLESIA CATÓLICA

¿Es cierto que Jesucristo estableció una sociedad a la que todos debemos de pertenecer? ¿No insistió más bien en ciertos principios espirituales que sus discípulos debían predicar y explicar lo mejor que pudiesen?

Los católicos creemos, con el Concilio Vaticano, “que Jesucristo, para perpetuar la obra salvadora de la Redención, echó los cimientos de una Iglesia Santa en la que se habían de cobijar, como en la casa de Dios, todos los fieles unidos por la unidad de una Fe y amor mutuo”.
La Escritura confirma esto en multitud de lugares. Jesucristo dio a sus Apóstoles el poder de enseñar (Mar. XVI, 15; Mat. XXVIII, 19), y el de gobernar (Mat. XVIII, 18; Juan XX, 21), y el de santificar las almas de los hombres (Mat. XXVIII, 20; Juan XX, 22; Luc. XXII, 19). Los verdaderos seguidores de Cristo tienen que aceptar las enseñanzas de los apóstoles (Mar. XVI, 16), obedecer sus mandatos (Luc. X, 16; Mat. XVIII, 17) y usar los medios de santificación que Jesucristo instituyó (Juan III, 5; VI, 54). Jesucristo, pues, instituyó una sociedad divina en su origen y sobrenatural en su fin y en los medios que usa para este fin. Esta sociedad es humana también, pues se compone de hombres; por eso vemos escándalos, herejías y cismas. Jesucristo lo había predicho cuando lo comparó con un campo de trigo en le que crece también cizaña, y a una red de pescador que coge peces buenos y malos (Mat. XIII, 24-47).

¿No es cierto que en el siglo XVI la Iglesia había llegado a tal grado de corrupción y había variado tanto, que ya no era la misma que instituyó Jesucristo?

No, Señor. Esta acusación era el pretexto de que se valían los seudorreformadores para establecer sus sectas; como los modernistas, obcecados por la falsa teoría de la verdad relativa, dedujeron la defectibilidad de la Iglesia como artículo fundamental de su credo racionalista. Los imperios de este mundo y todas las sociedades humanas llevan dentro de sí el germen de corrupción y descomposición, y, más tarde o más temprano, cambian o parecen; pero esta sociedad divina (la Iglesia), que Cristo instituyó, lleva dentro de sí un preservativo que la salva de toda influencia corruptora y hace que, al cabo de siglos y más siglos de vida, esté tan remozada como cuando salió de las manos de su Fundador. Este preservativo es el Espíritu Santo, que habita en ella y habitará junto con el mismo Jesucristo hasta el fin del mundo (Mat. XXVIII, 20; Juan XIV, 16). Los Profetas de la Ley Antigua predijeron que el reinado de Cristo no había de tener fin (Dan. II, 44; Isaías IX, 6-7), lo cual confirmó Jesucristo cuando prometió expresamente “que las puertas del infierno no habían de prevalecer sobre su Iglesia”. Es cierto que algunas partes de esa Iglesia pueden corromperse con la herejía o el cisma, como sucedió en los tiempos aciagos de Arrio y en los del cisma de Oriente, y en la reforma protestante, y en la usurpación modernista de nuestra época; pero, como escribía San Cipriano“El que broten en el campo de la Iglesia cardos y espinas no debe acobardarnos y hacernos desmayar, sino más bien animarnos a ser buen trigo que demos el ciento por uno” (Ad Cornelium, 55). Y en otra carta nos dice que no nos debemos escandalizar si algunos hombres ensoberbecidos apostatan del catolicismo, pues a Jesucristo mismo le abandonaron algunos de sus discípulos (Juan VI, 66) y Él y sus apóstoles predijeron la apostasías de muchos cristianos.

¿No es cierto que en el siglo XVI se necesitaba una reforma, y que con Lutero se mejoró la situación? ¿No deseaban esta reforma los Papas de su tiempo, León X y Clemente VII? ¿Por qué hubo un movimiento tan general contra la Iglesia Católica?

Estamos de acuerdo en que en el siglo XVI se necesitaba una reforma para cortar los abusos de muchos católicos que solo eran de nombre, y el historiador Pastor nos confirma en esta opinión al contarnos detalladamente escenas de mundanidad, nepotismo, avaricia e inmoralidad por parte de no pocas personas eclesiásticas; aunque nos previene también contra las exageraciones de los controversistas fanáticos de la época, y nos da una lista de ochenta y ocho santos y beatos que solo en Italia florecieron desde el año 1400 al 1529, añadiendo esta observación: “En los anales de las naciones no se conservan más que datos y escenas de crímenes. La virtud camina humilde y silenciosa; el vicio y la ilegalidad todo lo llenan de ruido y alboroto. Se desliza uno, y toda la ciudad lo comenta; el virtuoso practica heroicidades, y nadie lo ve (Historia de los Papas 5, 10). Cualquiera que discurra sin prejuicios ve fácilmente que la revolución de Lutero, amparada por los reyes y príncipes que ambicionaban los bienes de la Iglesia y negaban las verdades reveladas, no fue inspirada por Dios, sino atizadas por el infierno. Los católicos de corazón permanecieron en la Iglesia de Cristo, como los santos Pedro Canisio y Carlos Borromeo; los católicos inmorales y viciosos, como Enrique VIII y el Landgrave Felipe de Hesse, apostataron. Y aunque es cierto que ni León X ni Clemente VII tuvieron la energía que necesitaba para reunir el Concilio de Trento, que trajo la verdadera reforma, también es verdad que este tardó en reunirse más de lo debido por la interferencia odiosa de los príncipes cristianos ambiciosos y suspicaces”.
En la obra que sobre Lutero escribió Grisar, leemos párrafos como éstos: “Ahora, escribe Luterovemos que la gente se está volviendo más infame, más cruel, más avarienta, más lujuriosa y peor en todos los órdenes que cuando estábamos regidos por el papado”. Llama a su ciudad Wittenberg “una Sodoma de inmoralidad” y añade que “aunque la mitad de sus habitantes son adúlteros, usureros, ladrones y engañadores, las autoridades se cruzan de brazos”. El obispo Pilkington, protestante de los reales de Isabel de Inglaterra, se expresa asi: “Hemos roto las ligaduras que nos tenían sujetos al Papa, para vivir a nuestro capricho, sin que nadie nos acuse. Cuando los ministros se proponen corregir nuestros abusos, nos reímos y mofamos de ellos. Para mí tengo que el Señor se va a irritar un día y va a tomar venganza con su mano. ¿Quién, ¡ay!, le resistirá?” (Nehemiah 388). Las causas que aceleraron la reforma fueron varias: las enemistades entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso, de Francia, que se rebeló contra el Padre Común de la cristiandad y desdoró el prestigio del papado; la resistencia de los Papas en Aviñon (1309-1376); la rebelión de Luis de Baviera; el cisma de Occidente, y aquella peste general que en sólo dos años llevó al sepulcro una tercera parte de la población Europea. Las consecuencias de esta mortandad no pudieran ser más desastrosas. Iglesia y beneficios eclesiásticos, a millares, quedaron sin sacerdotes y sin obispos. Para cubrir estas plazas se admitió al sacerdocio gentes sin vocación, mundana y ambiciosa, que tenían puesto los ojos en las riquezas que la Iglesia había acumulado a través de los siglos por donaciones y legados espontáneos de sus hijos. Este estado de cosas repercutió en las costumbres en general, y se vio la necesidad de una reforma. Esta la trajo, felizmente, el Concilio de Trento. A raíz de este Concilio florecieron a la Iglesia santos de primer orden y en número verdaderamente consolador.

Lutero y Calvino declararon que la Iglesia estaba compuesta de solos los justos y predestinados. Ahora bien: sólo Dios sabe quién es justo. Luego la Iglesia no es visible. Jesucristo dijo: “El reino de Dios no viene con señales externas, sino que está dentro de vosotros” (Lucas XVII, 20-21). Y en esta otra ocasión dijo: “Dios es espíritu y verdad” (Juan IV, 24).

Esta doctrina herética fue condenada por los Concilios Tridentino y Vaticano, que definieron la visibilidad e la Iglesia: “Dios, por medio de su Hijo unigénito, estableció una Iglesia y la doto de notas y marcas para que todos puedan ver en ella la guardiana y maestra de la verdad revelada” (Vatic. sesión 3 cap. 3). ¿Cómo iba a exigirnos Jesucristo, bajo pena de condenación eterna, que creyésemos (Marcos XVI, 18), y el que desobedeciese los mandatos de la Iglesia fuese tenido por “gentil y publicano (Mateo XVIII, 17), si no nos fuese dado conocer fácilmente la Iglesia? Además, el Nuevo Testamento está lleno de textos en los que compara la Iglesia a un reino, aun campo, al grano de mostaza, que crece y se hace un árbol; a una ciudad edificada sobre un monte, a un rebaño, etc.; lo cual da a entender que se trata de una Iglesia visible, pues estos términos de comparación son cosas externas bien visibles. La Iglesia no es una sociedad secreta. Ahí están sus templos abiertos a todo el que quiera entrar. Nada se hace allí en secreto. La Misa, la administración de los sacramentos, la doctrina evangelica que desde el púlpito se expone, los sacerdotes, los obispos, el Papa (desgraciadamente ahora ausente), todo en ella es patente y manifiesto. Los Padres de la Iglesia comparaban a esta con el sol y la luna, que “alumbran a todo lo que existe debajo de los cielos”. “Antes se apagaría el sol, dice San Juan Crisostomoque la Iglesia dejase de ser visible”.
Respondiendo a los dos textos la dificultad, decimos que el reino de Dios no ha de venir con señales externas, es decir, no había de venir con estrépito de armas y legiones, como en son de conquista, sino pacíficamente; no se había de forzar a nadie a hacerse ciudadano de este reino, en el que no se admiten más que voluntarios. Los judíos estaban muy equivocados al creer que el Mesías había de venir a libertarlos del yugo romano y restaurar en Israel la grandeza material de los días de David y Salomón. Las palabras “dentro de vosotros” significan que el reino de Dios y estaba “entre ellos”; ya estaba allí Jesucristo con sus apóstoles, que eran el cimiento del nuevo reino, la Iglesia.
Cuando Jesucristo dijo a la samaritana que Dios es espíritu y que debe ser adorado en espíritu, quiso darle a entender que el culto de Dios no se debía de limitar ni al templo del monte Garizim ni al de Jerusalén. Dios está en todas partes, y demanda de nosotros culto y adoración que nos salga, no de los labios sino del corazón.

LA IGLESIA CATÓLICA ES “UNA

¿Qué entienden los católicos por unidad? ¿Cómo pueden estar de acuerdo en un sistema de doctrinas millones de entendimientos?

Los católicos, siguiendo a la letra las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, creemos que nuestra Iglesia es la única que goza de unidad de gobierno, unidad de fe y unidad de culto. Jesucristo nunca habló de sus “iglesias”, sino de “su Iglesia”“Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (San Mateo XVI, 18). En el Nuevo Testamento, la Iglesia es comparada a un rebaño pastoreado por Pedro, representante de Cristo, el Buen Pastor. En la Iglesia o reino de Dios, todos tienen que pertenecer al mismo rebaño gobernado por un solo pastor (San Juan X, 16) Todos tenemos que creer lo que Cristo y sus apóstoles nos han enseñado (San Mateo XVIII, 20); tenemos que obedecer a los apóstoles como al mismo Jesucristo (San Juan XX, 21; San Mateo XVIII, 18) y tenemos que santificarnos con aquellos sacramentos que Cristo instituyó y cuya administración confió a sus apóstoles (San Lucas XXII, 19-20; San Mateo XXVIII, 19). Tenemos, pues, un régimen de gobierno al que nos debemos someter; un magisterio cuya doctrina tenemos que aceptar en su totalidad, y un ministerio con los mismos ritos y los mismos sacramentos para todos.
No se le ocultó a Jesucristo que habían de venir tiempos calamitosos en los que la interpretación privada de la Biblia, por un lado, y por el otro el nacionalismo más exagerado, tendrían a desunir la sociedad o Iglesia que acababa de fundar; por eso se adelantó a prevenirnos que no temiésemos, que las puertas del infierno no prevalecerían contra ellas, pues El había de estar con nosotros hasta el fin de los siglos y nos había de enviar el Espíritu Santo para ayudarnos en la lucha contra el poder de las tinieblas. Tenía esta unidad tan en el corazón, que en la Última Cena hizo oración a su Padre pidiéndole “que todos sean una misma cosa; y que como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Tí, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado” (San Juan XVII, 21). En los Hechos de los Apóstoles leemos que estos perseveraban en oración “animados de un mismo espíritu”; que reunieron un Concilio en Jerusalén para poner coto a los cismas que ya entonces empezaban; que ordenaron diáconos para evitar rivalidades entre los griegos y los hebreos; que San Pedro admitió en esa unidad a los gentiles en la persona de Cornelio y que la doctrina de Jesucristo había sustituido a la de Moisés. San Pablo, en sus Epístolas, es el mejor panegirista de la unidad de la Iglesia. El nos da la doctrina del cuerpo místico de Jesucristo, del cual nosotros somos los miembros. A los Efesios les dice: “Un solo cuerpo y un solo espíritu, como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno el Dios y Padre de todos” (IV, 3-6). A los Corintios: “Porque así como el cuerpo humano es uno, y tiene muchos miembros, y todos los miembros, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también el cuerpo místico de Cristo. A este fin, todos nosotros somos bautizados en un mismo espíritu para componer un solo cuerpo… Vosotros, pues, sois el cuerpo místico de Cristo, y miembros unidos a otros miembros” (I Cor. 12-27). Por donde se ve que yerran los que, animados del espíritu moderno de independencia, creen que pueden interpretar a su capricho o negar algunos puntos contenidos “en el sagrado depósito de la sana doctrina”. No, más bien hay que “evitar las novedades profanas de las expresiones y las contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal”, y “evitar y alejar los vanos discursos de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad, y la plática de estos cunde como la gangrena” (I Tim. VI, 20; 2 Tim II, 16-18). San Ireneo refuta así a los enemigos de la unidad de la Iglesia: “Habiendo la Iglesia recibido de los apóstoles la fe y la doctrina, aunque está diseminada por doquiera y abraza a todas las naciones, guarda incólume esa fe como si viviera en sola una casa; siempre predica las mismas verdades, como si no tuviese más que un corazón y una boca, y las transmite de generación a generación. Los cismáticos rompen y dividen el cuerpo glorioso de Cristo y, en cuanto está en su parte, lo destruyen; pues, aunque con la boca predican la paz, de hecho han declarado contra Él guerra sin cuartel”. Una de las notas de la Iglesia Católica es la unidad. Preguntad a un obispo o a un sacerdote que os expliquen un punto cualquiera de la doctrina católica, y veréis cómo, con diferentes palabras, os dicen substancialmente la misma cosa. No vale aquí invocar la tradición o la autoridad o los decretos escritos. Que trescientos cincuenta millones de hombres creen lo mismo y obedezcan a la misma autoridad y se santifiquen con los mismos sacramentos…, esto es de tal calidad, que no se podría explicar sin la intervención del Espíritu Santo, que habita dentro de la Iglesia y la conserva una como la fundó Jesucristo. La Iglesia Católica no se contenta con términos medios. O sumisión al Romano Pontífice, o nada.
Así funcionó siempre hasta la muerte de S.S. Pío XII 

Necesidad de ser católico. El principio “fuera de la Iglesia no hay salvación”. ¿Se salvan los infieles?

Cuando los católicos decís que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, ¿no decís, indirectamente al menos, que los que no son católicos se condenan?

No decimos semejante cosa. Creemos, sin embargo, que la Iglesia católica es la única sociedad que Jesucristo instituyó para la salvación del género humano; de lo cual colegimos que para salvarse es menester vivir en comunión con ella. A esto aludió San Cipriano cuando dijo: “Ninguno puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre.” Pero no hay duda de que muchas personas que aparentemente están fuera de la Iglesia, están realmente en su seno delante de Dios, que escudriña los corazones. Aunque no están dentro de la Iglesia de hecho, lo están con el deseo. La Iglesia no se cansa de repetir que ninguno se condena sin saberlo, es decir, por su culpa, y que delante de Dios ninguno es responsable de lo que ignora con ignorancia invencible, ¿Cómo va Dios a condenar a uno porque no perteneció a una Iglesia de la que jamás oyó hablar?
He aquí cómo expone esta doctrina Su Santidad Pío IX en la alocución del 9 de diciembre de 1854: “Lejos de nosotros osar poner límites a la ilimitada misericordia de Dios; lejos de nosotros desear escudriñar las profundidades de sus secretos juicios y consejos, abismo que la mente humana es incapaz de explorar… Debemos defender como artículo de fe que fuera de la Iglesia apostólica romana no hay salvación; que ella es la verdadera arca, fuera de la cual se ahoga uno irremisiblemente en las aguas del diluvio. Pero debemos defender también que los que no pertenecen a ella por ignorancia inculpable, no son reos delante del Señor. Ahora bien: ¿quién se atreverá a marcar los límites y fronteras de esa ignorancia entre tanta diversidad de gentes, países, creencias, etc.?” Y más tarde, en la Encíclica que escribió a los obispos de Italia el 10 de agosto de 1863, escribe el mismo Pontífice: “No se Nos oculta que los que ignoran nuestra santísima religión con ignorancia invencible, si al mismo tiempo observan con cuidado la ley natural y los preceptos que Dios ha esculpido en los corazones de todos los hombres, y estando dispuestos a obedecer a Dios en todo llevan una vida honesta y arreglada, pueden, con la ayuda de la divina gracia, alcanzar la salvación eterna. Porque Dios, que lee los secretos de los corazones, no permitirá en su suprema bondad y misericordia que se condene aquel que no ha caído voluntariamente en ningún pecado.”
Esta liberalidad y caridad sin límites de la Iglesia católica, que no condena sino a aquellos que deliberadamente rehusan abrir los ojos para no ver, ha impresionado vivamente a no pocos que no son católicos, pero que son listos y se hacen cargo de las cosas. Oigamos, si no, a Mallock, que no es católico: “No ha habido religión que haya hecho tanto hincapié en sus dogmas y enseñanzas como la religión católica. Sin embargo, esta religión es todo caridad y simpatía para los que no pueden recibir su doctrina… Al bueno y humilde de corazón que la ignora o que la rechaza de buena fe, le deja a la infinita misericordia de Dios… Sus anatemas van dirigidos solamente contra los que la rechazan a sabiendas y rehusan abrir los ojos a la verdad ya conocida.”

¿No obráis ilógicamente los católicos al invitar a los protestantes a vuestras iglesias, y al prohibir al mismo tiempo a los católicos que asistan a las ceremonias en las iglesias protestantes?
No hay en esto falta alguna de lógica. El católico que asistiese a las ceremonias de culto en las iglesias protestantes violaría los principios católicos; mientras que el protestante que asista a las funciones de culto que se celebran en las iglesias católicas o para oír sermones o explicaciones catequéticas, no va contra principio alguno. El protestantismo es una religión que, por esencia, está basada en el juicio privado; de donde se sigue que todo protestante es un ser que vive siempre en busca de la verdad. En vista de la división doctrinal de las sectas y de la diversidad de opiniones en materia de religión, el protestante nunca puede estar cierto de que mañana no pensará diferentemente de como pensó hoy. Tal vez un sermón o una explicación de catecismo o la hermosura del culto católico le hagan conocer que la Iglesia católica es la única Iglesia de Jesucristo.
El catolicismo es por esencia una religión basada en una enseñanza divina e infalible; de lo cual se colige que el católico está siempre en posesión de la verdad. ¿Por qué, pues, ha de ir a otra religión a buscar lo que ya posee? Su fe, que descansa inconmovible en la autoridad de Dios, cierra el paso aun a la posibilidad de dudar. El católico no puede admitir jamás que cualquiera otra Iglesia, sea liberal, sea ortodoxa, pueda poseer la verdad. Un protestante congregacionalista me preguntó en una ocasión: “¿Qué puede haber más noble que buscar la verdad?” “Poseerla”, le respondí.

¿Enseña la Iglesia católica que todos los paganos se condenan? Porque el Concilio de Trento (sesión 6, cap. 4) dice que, después de la promulgación del Evangelio, ninguno se puede salvar si no está bautizado. ¿Qué decir, pues, de tantos millones de paganos que, tanto antes como después de Jesucristo, han muerto sin el bautismo? ¿No les impide la entrada en el cielo el pecado original?
La Iglesia católica no enseña que todos los paganos van al infierno. Lutero fue el que dijo que se habían condenado los filósofos paganos, “aunque en los secretos de su alma hubieran sido virtuosos”. Más aún: llegó a decir que sus buenas obras eran pecaminosas por no haber tenido fe en Jesucristo, y que sus virtudes estaban manchadas por el pecado original. La Iglesia católica, por el contrario, enseña que “Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4); que Dios da a todos los hombres gracia suficiente para que se salven, y que la incredulidad no es pecaminosa, a no ser que sea voluntaria. En la pregunta del adversario no se cita correctamente la doctrina de Trento. El Concilio dice que “nadie puede pasar del pecado original al estado de gracia, a no ser por medio del bautismo, al menos de deseos“. Para el pagano que aún no ha oído hablar del bautismo, la promulgación, del Evangelio no tiene fuerza alguna, pues por lo que a él se refiere, todavía no se ha promulgado. Su tabla de salvación en este caso será, no el bautismo de hecho, sino el bautismo “de deseo”. Esta es doctrina común, defendida por Santo Tomás cuando dijo que “el pagano obtiene la remisión del pecado original por la gracia, una vez que se ha vuelto a Dios, su último fin” (2, 2, q. 89, a. 6).
El pagano tiene que tener fe, que es necesaria para salvarse, pues “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebr 11, 6). A esto añade el apóstol que tiene que creer en dos artículos fundamentales, a saber: que Dios existe y que es remunerador. Este don divino de la fe será dado a toda alma bien dispuesta que sin culpa alguna ignora el Evangelio. La proposición de Quesnel de que “no se da gracia fuera de la Iglesia” fue condenada como herética por el Papa Clemente XI. Por el contrario, así como todos caímos en Adán, así también todos nos levantaremos al orden sobrenatural por Jesucristo, como enseña San Pablo (Rom 5, 18). Esto quiere decir que la gracia de Jesucristo se da a todos los hombres, iluminándoles la mente y moviéndoles la voluntad para que se vuelvan a Dios como el verdadero fin de su existencia. Si responden a la inspiración divina, reciben gracia santificante que les borra el pecado original, y si luego ofenden a Dios gravemente, les queda la gracia que da un acto de perfecta contrición. El pagano, sin embargo, no se salva por su buena fe, sino por la fe divina, es decir, debe aceptar las verdades que Dios reveló; explícitamente, que Dios existe y que es remunerador; implícitamente, todos los otros dogmas. Al creer en una Providencia sobrenatural el pagano cree implícitamente en Jesucristo, el único Mediador, porque ha aceptado todos los medios de salvación que Dios ha dispuesto, y el principal de ellos es la muerte de Jesucristo en la cruz para la salvación del mundo. En el orden actual de la divina Providencia, fe equivale a fe de Jesucristo y fe en Jesucristo, pues sólo en atención a los méritos infinitos del Salvador se da a los hombres esta virtud junto con la esperanza y la caridad.

BIBLIOGRAFÍA
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BilbaoApologética escolar.
CroizierLos tópicos modernos ante el sentido común.
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MuñosaEl triunfo de la verdad católica.
Negueruela. ¿Por qué soy católico?
Ribera¡Señor, dadme almas.’