¿Es el cielo un lugar, o un estado del alma? ¿Qué es lo que sabemos acerca del cielo? ¿Reconocemos allí a nuestros amigos y parientes?

El cielo es, a la vez, la felicidad eterna y la morada donde habitarán eternamente los justos en la vida de ultratumba. En la Biblia recibe los nombres de reino de los cielos, reino de Dios, reino del Padre, vida eterna (Mat. V, 3; XIII, 43; XIX, 16; Marc. IX, 46), reino de Cristo, ciudad de Dios, paraíso, corona de vida de justicia, de gloria y nuestra herencia eterna (Luc. XXII, 30; Hebr. XII, 22; 2 Cor. VI, 4; Santiago I, 12; Hebr. IX, 15). 
La bienaventuranza sobrenatural del cielo consiste en la visión intuitiva de la esencia divina. “Ahora vemos confusamente, como en un espejo; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; entonces conoceré plenamente (a Dios) a la manera que yo soy conocido” (1 Cor XIII, 12). 
Esta doctrina fue definida primero por Benedicto XII en 1336 y luego por el Concilio de Florencia, en 1349. El Concilio de Viena nos dice que para que nuestro entendimiento pueda ver a Dios, es perfeccionado sobrenaturalmente por el lumen gloriae o luz de la gloria. Nadie puede entrar en el cielo a no ser que esté en estado de gracia (Apoc. XXII, 27). 
La felicidad suprema que allí se goza excluye forzosamente todo mal, sea éste moral o físico. “Y Dios les enjugará todas sus lágrimas; ni habrá ya muerte, ni alarido, ni llanto, ni habrá más dolor, porque las cosas de antes son ya pasadas” (Apoc. XXI, 4). 
Pero esa felicidad eterna será susceptible de grados. “Quien escasamente siembra, cogerá con escasez; y quien siembra a manos llenas, a manos llenas cogerá” (2 Cor IX, 6). 
La intimidad que el alma tendrá con Dios en el cielo, sus relaciones con los santos, su inmunidad contra todo pecado, son gozos que nuestro entendimiento no puede alcanzar. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman” (1 Cor. II, 9). 
No cabe duda que en el cielo conoceremos a nuestros amigos y parientes, y por cierto con más intimidad; de donde se seguirá un amor muy superior al que les tuvimos acá en la tierra. Uno de los mayores goces del hombre en esta vida es el amor de los amigos y familiares. Dios, en vez de destruir en el cielo ese amor, le sobrenaturalizará. En el cielo todo es sobrenatural, sin que por eso sea antinatural. Al fin y al cabo, del amor y la amistad acá en la tierra son plantas excesivamente delicadas. No es raro ver amistades cambiadas en odios, y por cosas bien insignificante. Dígase lo mismo de las familias donde por desgracia abundan las riñas y las desavenencias. En la otra vida, cuando el alma está confirmada en gracia, los efectos del corazón serán mejorados y aumentados el ciento por uno. Amaremos a los nuestros en Dios y por Dios.

¿Cómo es posible que se encuentre feliz en el cielo el que tenga noticia de que sus parientes y amigos están en el infierno, y para siempre?
El cielo no es otra cosa que la visión beatífica, lo cual equivale a decir que los santos lo verán todo desde el punto de vista de Dios. Los sufrimientos de los condenados no pueden afectar a los bienaventurados más de lo que afectan a Dios, que es infinitamente feliz, a pesar de los padecimientos de sus criaturas en el infierno. Hay una diferencia grandísima entre la manera de habernos en esta vida y en la otra. Acá lloramos desconsolados si sospechamos que un miembro de nuestra familia está en el infierno. Por eso hay en la Iglesia tantas Ordenes y Congregaciones religiosas que se dedican con todo ardor a la salvación de los hombres. El deseo de convertir a los pecadores espolea vivamente a estos siervos de Dios y hace que ayunen y se destierren a tierras lejanas, exponiéndose continuamente a mil peligros por salvar a las ovejas extraviadas. Pero en la otra vida nuestros sentimientos tienen que cambiar necesariamente. Entonces tendremos por los condenados la misma simpatía que ahora tenemos por los demonios, porque nos haremos perfecta cuenta de que están en el infierno justísimamente. Rehusaron obedecer a Dios, murieron impenitentes y en el infierno odian y odiarán a Dios eternamente. Esto despoja a los condenados de todo aquello que acá en la tierra los hacía amables a nuestros ojos.

¿Qué quieren decir aquellas palabras: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”? (Marc. XIII, 31).
No es difícil el sentido de estas palabras. Jesucristo acababa de hablar de la destrucción del templo de Jerusalén, que se avecinaba, y del fin del mundo. A continuación añadió que, aun cuando el mundo y todas las cosas terrenas son fugaces y perecen, su Evangelio es eterno. Ya había expresado esta misma idea el profeta Isaías: “Los cielos se desharán como humo, y la tierra se consumirá como un vestido, y perecerán como estas cosas sus moradores. Pero la salud (el Salvador) que Yo envío durará para siempre, y nunca faltará mi justicia” (Isaí. 51, 6).

¿Qué se entiende por la “comunión de los santos”?
La comunión de los santos es el lazo espiritual que une a los fieles de la tierra a las almas del purgatorio y a los bienaventurados del cielo en un Cuerpo místico, cuya cabeza es Jesucristo y la participación de todos en una misma vida sobrenatural. Los santos, por su proximidad a Dios, obtienen de El gracias innumerables, tanto por nosotros los fieles como para las almas del purgatorio. Los fieles, acá en la tierra, con sus plegarias y buenas obras, honran y aman a los santos y con sus sufragios socorren a las almas del purgatorio. De este modo, todos constituimos un Cuerpo místico, cuya cabeza es Jesucristo.
Los Evangelios abundan en textos que nos hablan del reino de Dios, y dicen que es un reino divino y espiritual establecido por Jesucristo y unido por el vinculo de la caridad (Mat. III, 2, 11, 48; XII, 28; Luc. XVII, 20; XII, 49; Marc. 1, 5). Son ciudadanos de ese reino los justos de acá abajo, los santos y los ángeles (Mat. XIX, 29; Apoc. XXI, 10-27). San Juan dice de esta comunión que es “la unión entre nosotros y nuestra unión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1, 3). San Pablo, hablando de este Cuerpo místico, dice que todos los fieles son miembros de él (Rom. XII, 5; Colos. 1, 18). Todos participan de las mismas bendiciones espirituales (1 Cor. XII, 13), de los mismos méritos (Rom. XII, 4-6; Efes. IV, 7-13) y de las mismas oraciones (Rom. XV, 30).

¿Dónde habla la Biblia del purgatorio o de las oraciones por los difuntos? ¿Creyeron los cristianos primitivos en un estado intermedio entre el cielo y el infierno? ¿No es más razonable suponer que, a la muerte, el alma va directamente, o al cielo, o al infierno?
La Iglesia ha definido la existencia del purgatorio en dos Concilios ecuménicos: el de Florencia y el de Trento. Dice así este último: “La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, basándose en las Escrituras y en la tradición de los Padres, ha declarado en otros Concilios sagrados, y recientemente en este Sínodo ecuménico, que existe un purgatorio y que las almas allí detenidas pueden ser ayudadas por los sufragios de los fieles y principalmente por el aceptable sacrificio del altar” (sesión 25). 
Fundándose en la Sagrada Escritura, el mismo Concilio declaró (sesión 14, canon 12) que Dios no siempre remite toda la pena temporal debida por los pecados ya perdonados (Núm. XX, 12; 2 Rey. XII, 13-14). 
El Apocalipsis nos dice que en el cielo no puede entrar nada que esté manchado (XXI, 7). Ahora bien: a nadie se le oculta que muchos cristianos mueren con pecados veniales. Siguese, pues, que todos aquellos que mueran manchados con pecados veniales o con pena temporal no remitida aún, tienen que expiar eso en el purgatorio. 
La doctrina del Antiguo Testamento sobre el purgatorio puede verse clara y precisa en el libro segundo de los Macabeos (XII, 43-46). Después que Judas Macabeo venció a Gorgias, volvió con sus compañías a sepultar a los judíos que habían perecido en el campo de batalla. Tenían los muertos en sus vestidos algunos amuletos tomados de los ídolos de Jamnia, contra lo preceptuado por el Deuteronomio (VII, 25). Cuando Judas los vio, hizo oración a Dios para que perdonase ese pecado a los difuntos (12, 31-42), y, “juntando doce dracmas de plata, las envió a Jerusalén para que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los muertos”. No creyó que éstos habían pecado mortalmente, “pues consideró que los que habían muerto piadosamente tenían asegurada una paz muy grande”. Luego añade el escritor sagrado: “Es, pues, un pensamiento santo y saludable el rogar por los difuntos, para que sean libres (de las penas) de sus pecados.” 
Los protestantes no admiten los libros de los Macabeos, sino como apócrifos; pero eso lo hacen para no verse obligados a admitir estos textos que condenan su doctrina sobre el purgatorio. Aun cuando no hubieran sido inspirados, estos libros nos muestran lo que creían los judíos mucho tiempo antes de la venida de Jesucristo.
Nuestro Señor habla en el Evangelio de pecados que pueden ser perdonados “en el otro mundo” (Mat. XII, 32), lo cual se refiere al purgatorio, como afirman San Agustín (De Civ Dei 21, 24) y San Gregorio Magno (Dial 4, 39). 
San Pablo habla de pecados veniales que serán borrados por el fuego y del alma que será salva, pero así como por fuego (1 Cor. III, 11-15). 
Orígenes, San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín dicen que en este pasaje el apóstol se refiere al purgatorio. Asimismo, todos los Padres, los de Oriente lo mismo que los de Occidente, mencionan la costumbre apostólica de rogar por los difuntos. 
Tertuliano (160-240) habla dos veces sobre las misas que se decían el día del aniversario del difunto. “Ofrecemos sacrificios por los muertos una vez al año, como si celebrásemos su onomástico” (De Cor Mil 3). “La viuda fiel hace oración por el alma de su esposo difunto, pidiendo para él, primero, refrigerio, y luego, unión y compañía con ella después de resucitados: y con este objeto hace oblaciones el día del aniversario de su muerte” (De Monog 10). 
San Cipriano (200-258) decretó que no se dijesen misas por el sacerdote que hubiese desempeñado el oficio de ejecutor en los testamentos (Epist. 66). 
San Ambrosio, en las honras fúnebres del emperador Teodosio, decía: “Dad, Señor, descanso perfecto a tu siervo Teodosio, ese descanso que habéis preparado para vuestros santos… Yo le he amado, y por eso quiero estar con él en la tierra de los vivos; ni descansaré hasta que con mis lágrimas y oraciones le lleve allá a donde sus buenas obras le reclaman, al monte santo del Señor.” 
A San Agustín le dijo su madre, Santa Mónica, momentos antes de morir: “Entierra este cadáver donde quieras; no te aflija en modo alguno su cuidado. Lo que sí te encarezco es que dondequiera que estés te acuerdes de mí ante el altar del Señor” (Confes 11, 27). 
San Cirilo de Jerusalén (315-386) escribe así: “Luego rogamos por los santos Padres y por los obispos que nos han precedido, así como por todos los que han muerto en comunión con nosotros, pues creemos que las almas por las cuales se ruega reciben gran ayuda mientras se celebra el santo y tremendo sacrificio” (Cath Myst 5, 9).
San Juan Crisóstomo (334-407): “No son vanas las oblaciones que se hacen por los difuntos; no son vanas las súplicas, no las limosnas” (Act. Apost XXI, 4). También son de mucho valor en este punto las oraciones de las liturgias más antiguas, tanto orientales como occidentales. 
Dice así la liturgia romana: “Acuérdate, ¡oh Señor!, de tus siervos, que nos han precedido con el sello de la fe y duermen el sueño de la paz. Te suplicamos, Señor, que les concedas un lugar de refrigerio, luz y paz, por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.” Estas palabras, “refrigerio, luz y paz” pueden verse en no pocas inscripciones de las catacumbas. En muchas tumbas cristianas de los tres primeros siglos se encuentran estas frases por demás significativas: “En paz”, “Tenga luz eterna en Cristo”, “Que Dios te dé el refrigerio.” Hoy día solemos escribir R. I. P., o sea: Descanse en paz. 
Toda esta serie de testimonios no pesan nada en la balanza protestante. La doctrina cristiana está tan entrelazada toda ella, que la negación de un dogma lleva forzosamente a la negación de muchos otros. Al afirmar Lutero que la fe sola nos justificaba, se vio forzado a negar la distinción entre pecado mortal y venial, la pena temporal, la necesidad de las buenas obras, la eficacia de las indulgencias y la utilidad de las oraciones por los difuntos. Efectivamente, si el pecado no es, en realidad, perdonado, sino sólo cubierto; si el “hombre nuevo” del Evangelio es Jesucristo imputando su propia justicia al que aún es pecador, siguese lógicamente que rogar para que los difuntos sean libres de la pena temporal de sus pecados es un contrasentido. La negación luterana del purgatorio implica dos hechos a cual más absurdos, a saber: o que la mayoría de los cristianos se condenan, o que Dios, “por un cambio repentino y mágico”, purifica el alma a la hora de la muerte para que se salve. Para Lutero no hay términos medios. En cambio, los católicos tenemos una doctrina más consoladora y más conforme a razón. Hay que admitir que muchos mueren con pecados veniales y con la pena temporal debida por los pecados ya perdonados en, cuanto a la culpa. 
De ordinario cometemos muchos pecados veniales, de los cuales nos olvidamos pronto, sin que se nos pase por las mentes arrepentimos de ellos, porque los tenemos en poco. Hay pecadores que viven apartados de la religión años y más años, y, por fortuna, se convierten a Dios en el lecho de muerte. Estos tales mueren de ordinario con mucha pena temporal, que habrán de pagar en la otra vida “hasta el último cuadrante”
Aun el filósofo pagano Platón distinguió entre las ofensas curables e incurables que han de ser castigadas en la otra vida; unas, temporalmente; las otras, eternamente. Yo me he encontrado con protestantes—algunos de ellos luteranos— que me han confesado sin ambages que rezan a menudo por sus parientes difuntos, aunque los pastores les dicen lo contrario; porque, según me han dicho, los difuntos no eran ni tan perversos que merecieran el infierno, ni tan buenos que pudieran entrar en el cielo pronto. Me acuerdo de una señora de Baltimore, luterana, que todos los días rezaba por su esposo difunto. Sin haber leído en su vida a San Agustín, estaba cumpliendo a la letra lo que dijo el santo, a saber: “Que hay muchos que salen de esta vida ni tan malos que no merezcan ser mirados con misericordia, ni tan buenos que tengan derecho a entrar en seguida a gozar de la bienaventuranza” (De Civ. Dei 24). Esta doctrina sobre el purgatorio es, además, tan conforme a razón, que muchos escritores no católicos se han visto forzados a admitirla. Mallock dice que, “lejos de ser ésta una superstición superflua, es ni más ni menos lo que la razón y la moralidad piden a una”.

Bibliografia
Apostolado de la Prensa, El Purgatorio y los sufragios
Id. Acto heroico en favor de las benditas almas.
Bilbao, Pláticas sobre el cielo.
Castaño, El dogma del purgatorio.
Drexiellus, El cielo, ciudad de los bienaventurados.
Electo, El cielo.
Garau, El purgatorio.
Ruiz Amado, El cielo.
Vidal, ¡Pobres almas!.
Vilariño, El cielo.
Id. El purgatorio.

Mientras se dice la Misa se han de considerar los pasos de la sagrada Pasión de nuestro Señor Jesucristo:

              El Introito significa los intensos deseos de los santos padres por la venida de Cristo nuestro Señor, y Encarnación del Verbo divino.

              Los Kyries significan los fervorosos actos de contrición que hacían los santos padres, deseando la venida del señor. Corresponde con actos de dolor por tus culpas, porque sin ellos no serás justificado.

El Gloria significa el nacimiento temporal de nuestro Señor Jesucristo.
Al Dominus vobiscum, considera la caridad inmensa de Cristo nuestro Señor conversando con los hombres, y buscando a los pecadores.

La Epístola significa la predicación fervorosa de san Juan Bautista , exhortando a la verdadera penitencia, para que lograsen los hombres la misericordia venida del Mesías esperado.

Cuando se pasa el misal, y se dice el Evangelio. Considera como después de la predicación de San Juan Bautista entró la divina predicación de nuestro Señor, y esta también paso al pueblo de los gentiles.

El Ofertorio. Considera la pronta voluntad con que nuestro Señor se ofreció a padecer por nosotros, no dudando entregarse en las manos de sus enemigos, y tolerar la muerte dura y afrentosa de cruz por la salvación de nuestras almas.

              Orate, fratres. Considera la oración afectuosa de nuestro Señor en el huerto de Gethsemaní, el sudor copioso de sangre, y el amoroso cuidado que el señor de despertar a sus amados discípulos para que también se empleasen en la oración, con que venciesen las tentaciones.

El Prefacio y Sanctus, etc. Considera la entrada triunfante y victoriosa de nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén el domingo de Ramos, el aplauso universal de todo el pueblo, y lo poco que duraron estas honras temporales.

Desde el Te igitur, etc. Considera toda la sagrada Pasión de nuestro Señor Jesucristo, las agonías del huerto, los tormentos de su prisión, la bofetada en la casa de Anás, las negaciones de San Pedro, los crueles azotes, los intensos dolores de la coronación de espinas, etc.

En la Elevación de la hostia consagrada y el cáliz. Considera como el Señor fue levantado en la Cruz, y los dolores y angustias que padeció en aquellas tres horas que estuvo vivo y clavado, y las siete palabras que dijo antes de morir; la conversión del buen ladrón, y la perdición eterna del malo.

En el Memento segundo. Considera el tiempo que el Señor estuvo en el sepulcro, y adora en espíritu sus santísimas llagas. Considera también como su alma santísima bajó al limbo a sacar las almas de los justos.

En el Nobis quoque peccatoribus. Cuando el sacerdote se golpea el pecho, haz tu lo mismo; y considera la confesión del buen ladrón, y el dolor grande del Centurión, y de otros que asistieron al Calvario, los cuales, siendo el Señor crucificado se arrepintieron de sus culpas, y dándose golpes de pecho se volvieron a la ciudad.

En el Pater noster. Cuando el sacerdote dice, considera las fervientes oraciones de María santísima y de las piadosas mujeres, mientras el Señor estuvo en el sepulcro.

En el Pax Domini. Considera resucitado a nuestro Señor Jesucristo, y cómo apareciéndose a sus a sus amados discípulos, les decía: Pax vobis: la paz sea con vosotros.

En la comunión del celebrante. Considera la admirable ascensión de nuestro Señor en cuerpo y alma a los cielos con inefable gloria.

Cuando se pasa el misal. Considera la segunda venida del Señor al mundo en el tremendo día del juicio.

En las últimas oraciones. Considera los beneficios divinos, y darás gracias al Señor por ellos; porque la ira de Dios vendrá sobre los ingratos y malos.

Al Ite Missa est. Considera que el santo sacrificio de la misa es ofrecido por el sacerdote en beneficio espiritual de todos los fieles vivos y difuntos, y para alcanzar la divina gracia para todos los que han asistido fervorosos y devotos.

En la Bendición. Considera la bendición misericordiosa que dará Cristo Señor nuestro a los buenos en el día del juicio, en premio de sus buenas obras, y dispondrás tu corazón para guardar los divinos mandamientos, y ejercitar muchas obras de piedad, con que te hagas digno de recibirla. Amén.

Ornamentos Sacerdotales para la celebración de la Santa Misa

El sacerdote, revestido de los ornamentos para celebrar, representa a nuestro Señor Jesucristo, como dice san Juan Crisóstomo.

              El Amito significa el lienzo que le pusieron a nuestro Señor Jesucristo sobre su cabeza y rostro, cuando le decían adivinase que le había dado la bofetada: ¿Prophetiza nobis quis est qui te percussit? También significa la corona de espinas.

              El Alba significa la vestidura blanca que le fue puesta en la casa de Herodes, tratándole de loco y fatuo.

              El Cíngulo significa la cadena o soga con que fue ligado por la cintura nuestro Señor, cuando le prendieron en el Huerto de Gethsemaní.

La Estola significa la cuerda que pusieron a nuestro Señor Jesucristo al cuello, cuando lo llevaron preso a Jerusalén.

El Manípulo significa la cuerda con que ataron las manos a nuestro Señor, cuando fue puesto en la columna, y cruelmente azotado.

            La Casulla significa la vestidura que le pusieron al Señor cuando le coronaron de espinas, y también significa la cruz que llevó sobre sus delicados hombros.

Para oír con devoción la Misa hay que tener presente siete cosas:

              Primero.- Que al entrar a la Iglesia sea con temor y reverencia, considerando que entra en casa de su Dios, casa de oración y de soberanos sacramentos, donde está consagrado nuestro Señor Jesucristo. Por lo cual entrando al templo, digan lo que decía san Francisco de Asís: Adorote, Señor mío Jesucristo, aquí y en todas tus iglesias que son en todo el mundo; y mi alma te bendice, porque con tu santa Cruz redimiste al mundo.

              También, arrodillándose: Adoro en este santo templo a toda la santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Adoro la santísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo sacramentado. Venero todas las santas reliquias que hubiere en esta iglesia, y todas las sagradas imágenes. Me pesa de haber ofendido a mi Dios y Señor, por su infinita bondad: propongo la enmienda de mi vida, asistido se su divina gracia, y espero en su infinita bondad y misericordia, que me ha de perdonar, y me ha de salvar.

Segundo.- Ofrecer el corazón a Dios; y alguna vez ofrecer una veladora, que por su devoción se encienda mientras se dice Misa.

Tercero.- No ponerse delante del altar para oír la Misa, ni por los lados del altar, para no perturbar al sacerdote; sino imitando con humildad al contrito publicano, este con mucha modestia, esperando la misericordia divina.

Cuarto.- Luchar contra los pensamientos vanos y ociosos, elevando el corazón al Señor, conforme lo exhorta el sacerdote en aquellas palabras: Sursum corda.

Quinto.- Mientras se dice la Misa, conformemos nuestra intención con las palabras del sacerdote, porque dado que no entendemos lo que dice, ya sabemos que ruega por el pueblo.

              Sexto.- Cuando se escuche nombrar el dulce nombre de Jesús, y de María Santísima, inclinen con humildad su cabeza; y se arrodillen a las palabras del Incarnatus est en el Credo, y del Verbum caro en el Evangelio de San Juan, conforme a las sagradas ceremonias de la Iglesia Católica.

              Séptimo.- No se adore la Hostia y Cáliz hasta que el sacerdote la eleva; porque no está nuestro Señor realmente en la hostia y el cáliz, sino después de las palabras de la consagración.

OÍR CON DEVOCIÓN LA SANTA MISA

Al divino mandamiento de santificar las fiestas ha puesto la Iglesia Católica su precepto de oír Misa los domingos y fiestas de guardar, que es el primero de sus cinco mandamientos, como consta en el sagrado texto de la doctrina cristiana; por lo cual en los días festivos hay obligación, pena de pecado mortal, de oír Misa; y en los otros días comunes no hay obligación; pero es gran devoción el oírla.
Y para que los fieles cristianos se animen a conservar en sus casa esta principalísima devoción de asistir al santo sacrificio de la Misa todos los días, ha llenado el Señor de prosperidades temporales y de buenas fortunas a muchas familias, en las cuales guardaban con puntualidad esta especial devoción; como consta frecuentemente de las eclesiásticas historias y vidas de Santos.
El sacrificio de la Misa en que Cristo Señor nuestro se ofreció por nosotros al Eterno Padre en el monte Calvario de Jerusalén, siendo crucificado por nuestro amor en el madero santo de la Cruz para la Redención de todo el linaje humano, como lo declara el sagrado Concilio de Trento. Solo hay una diferencia, que en el sacro Monte Calvario fue el santo Sacrificio cruento, y en el altar es incruento.
Todos los que asisten al santo sacrificio de la Misa, y la oyen, es bien que la ofrezcan juntamente con el sacerdote del Altísimo, que la celebra; porque así se da a entender en el primer memento, que es pro vivis, en aquellas palabras: Et omnium circumstatium, pro quibus tibi offerimus, vel tibi offerunt hoc sacrificium, etc. Por lo cual importa, que todos sepan esta provechosa doctrina. Y porque el santo sacrificio de la Misa, no solo es satisfactorio para ofrecerse por los difuntos, sino también propiciatorio para ofrecerse por los vivos, que aun son viadores, como expresamente lo declara el Concilio de Trento. Los que asisten con devoción al santo sacrifico de la Misa, contritos y humillados, consiguen la misericordia del Señor.
San Agustín dice: que con las oblaciones del santo sacrificio de la Misa se aplaca el Señor, concede su divina gracia y el don estimable de la penitencia, y perdona los crímenes y pecados, aunque sean gravísimos; porque el mismo Cristo, que se ofreció al Eterno Padre en el monte Calvario, es el que se ofrece en la misma (Civ. Dei Lib. X, 20).
Y la Iglesia Católica en una de sus oraciones afirma y dice, se ejercita la obra maravillosa de la redención siempre que se celebra el santo sacrificio de la Misa: Quoties hujus hostie commemoratio celebratur, opus nostrae redemptionis exercetur.
Al mismo tiempo que el sacerdote ofrece este santo sacrificio, asisten allí muchos ángeles y claman a Dios por nosotros, por lo cual debemos decir : Altísimo y soberano Señor, Eterno Padre, yo te ofrezco a tu Santísimo Hijo por todos mis pecados, ofensas y negligencias mías, y también por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos, para que a mí y a ellos nos aproveche, y consigamos la vida eterna. Amen.
El tiempo mas oportuno para negociar con Dios nuestro Señor es aquel en que se ofrece y se celebra el santo sacrificio de la Misa. ¿Qué sería de nosotros si no tuviésemos este sacrificio con que aplacar a la divina Majestad, ofendida de nuestras ingratitudes? Seriamos, como dice San Pablo, como los infelices de Sodoma, perdidos y exterminados por nuestras culpas. (Rom IX, 29).
Santo Tomás dice que el efecto propio de la misa es aplacar a Dios nuestro Señor.
El sacerdote en la Misa, se vuelve al pueblo y dice Orate fratres, orad hermanos, y pedidle a Dios nuestro Señor, que este sacrificio mío y vuestro sea aceptable para con Dios Omnipotente. Y el acólito responde: El Señor reciba el sacrificio de tus manos para honra y gloria de su santísimo nombre, y también para utilidad nuestra, y de toda su santa Iglesia. Y el sacerdote en voz baja dice: amen
Toda la santa Misa está llena de Misterios, por lo cual debemos estar atentos para sacar mucho fruto para nuestras almas. El sacerdote no solo ruega por sí mismo, sino también por el pueblo, por eso quién asiste a la Misa ha de unir su espíritu con el espíritu y oraciones del sacerdote celebrante, que ruega por ellos.
Por este motivo repite tantas veces el sacerdote en la Misa aquellas palabras: el Señor sea con vosotros, y el acólito responde: y también sea con tu espíritu. Todas las oraciones y deprecaciones que hace el sacerdote van en plural en nombre suyo, y de los que oyen la Misa, y el sacerdote habla a Dios Omnipotente, por todos, como dice San Pablo (I Cor., XI, 25).
Las personas sencillas e indoctas, mientras se dice la Misa, han de considerar los misterios de la santísima vida, Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo.

EJERCICIO DEL VÍA CRUCIS

El Via Crucis es una de las principales prácticas para honrar la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, y al mismo tiempo, el medio más eficaz para convertir a los pecadores, enfervorizar a los tibios y santificar a los justos.
Este ejercicio tan saludable, aprobado repetidamente por la Santa Iglesia, está enriquecido con muchísimas indulgencias. Por lo tanto, los que, aun privadamente, con el corazón arrepentido, hacen este ejercicio en el lugar donde el Via Crucis esté canónicamente erigido, ganan una indulgencia plenaria cada vez; otra indulgencia plenaria si el mismo día comulgan, o si comulgan en el mes durante el cual hayan hecho a lo menos diez veces el mismo ejercicio del Via Crucis. — Una indulgencia de diez años por cada estación, si por una causa razonable no pudiesen terminar el ejercicio.
Las oraciones que se reciten en cada estación, los versículos y los cánticos no son necesarios para adquirir las indulgencias; son una piadosa y laudable costumbre introducida por la piedad de los fieles y que ahora se practica por todas partes.
Aquellos que están legítimamente impedidos (navegantes, enfermos, presos, etc.) para visitar las estaciones del Vía Crucis donde están erigidas, pueden ganar los mismas indulgencias teniendo en la mano un crucifijo bendecido especialmente para ello, y rezando veinte Padrenuestros, Avemarias y Gloriapatris; esto es, catorce por las catorce estaciones, cinco a las cinco Hagas, y uno según la intención de la Santa Iglesia.
Los enfermos de gravedad ganan las mismas indulgencias, aun sólo besando o contemplando el crucifijo bendecido especialmente para ello, y rezando, si es posible, alguna breve oración o jaculatoria en memoria de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

EJERCICIO PREPARATORIO
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Oremus
Réspice, quaesumus Dómine, super hanc familiam tuam, pro qua Dóminus noster Jesus Christus non dubitávit mánibus tradi nocentium et Crucis subiré torméntum. Qui tecum vivit et regnat in saecula saeculórum. Amen.

ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh Dios y Redentor mío! Vedme a vuestros pies arrepentido de todo corazón de mis pecados, porque con ellos he ofendido a vuestra infinita bondad. Quiero morir antes que volver a ofenderos, porque os amo sobre todas las cosas.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.
Haced, oh Santa Madre que las llagas del Señor, se impriman en mi corazón.

Stabat Mater dolorósa.
Juxta crucem lacrymósa.
Dum pendebat Fílius.

PRIMERA ESTACIÓN
JESÚS CONDENADO A MUERTE.
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta primera estación se contempla el Pretorio donde pronunció Pilatos la sentencia de muerte contra nuestro Redentor.
Considera, alma mía, cómo Pilatos condenó a muerte de cruz a tu inocentísimo Jesús, y cómo Él se sometió voluntariamente a la muerte para librarte de la condenación eterna.
¡Ah, Jesús mío! gracias os doy por tanta caridad, y os suplico que revoquéis la sentencia de condenación eterna, que he merecido por mis culpas, para que sea digno de poseer la vida eterna.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri. Dómine.
R. Miserere nostri.

Haced, oh Santa Madre.
que las llagas del Señor 
Se impriman en mi corazón.

Cujus, animan geméntem, 
Contristátam et doléntem,
Pertransívit gládius.

SEGUNDA ESTACIÓN
JESÚS CARGANDO CON LA CRUZ.
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta segunda estación se contempla cómo fue Jesús cargado con el pesadísimo leño de la cruz.
Considera, alma mía, cómo Jesús cargó sobre sus delicados hombros la cruz que hacían tan pesada tus enormes e innumerables pecados.
¡Ah, Jesús! perdonadme y dadme gracia para que no aumente el peso de vuestra cruz con nuevas culpas, y haced que lleve siempre la mía, haciendo verdadera penitencia.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri. Dómine.
R. Miserére nostri.

Haced, oh Santa Madre, 
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón

Oh quam tristis et aflict,
Fuit illa benedicta,
Mater Unigéniti!

TERCERA ESTACIÓN 
JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ BAJO EL PESO DE LA CRUZ
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta tercera estación se contempla cómo cayó Jesús por primera vez bajo el peso de la cruz.
Considera, alma mía, cómo Jesús, no pudiendo soportar el peso que le cargaron, cayó bajo la cruz, agobiado de cansancio y dolor.
¡Ah, Jesús mío! Mis caídas en el pecado son causa de la vuestra. Os suplico que me deis gracia para no renovaros este dolor con nuevas culpas.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.
Haced, oh Santa Madre 
que las llagas del Señor
se impriman en mi corazón.

Quae moerébat et dolebat.
Pia Mater, dum vidébat,
Nati poenas íncliti.

CUARTA ESTACIÓN 
JESÚS ENCUENTRA A SU MADRE SANTÍSIMA
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste ni mundo.
En esta cuarta estación se contempla el dolorísimo encuentro de María Santísima con su divino Hijo.
Considera, alma mía, el dolor que experimentó el corazón de Jesús de la Virgen a la vista de Jesús, y el corazón de Jesús a la vista de su afligidísima Madre. Tus culpas fueron la causa de este dolor de Jesús y María.
¡Ah, Jesús! ¡Ah, María! Hacedme sentir verdadero dolor de mis pecados para que los llore toda mi vida, y merezca ser consolado con vuestra asistencia en la hora de mi muerte.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapalri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.

Haced, oh Santa Madre, 
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Quis est homo, qui non fleret.. 
Matrem Christi si vidéret,
In tanto supplício?

QUINTA ESTACIÓN 
JESÚS AYUDADO POR EL CIRINEO
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta quinta estación se contempla cómo fue obligado Simón Cirineo a ayudar a Jesús a llevar la Cruz.
Considera, alma mía, cómo no teniendo ya Jesús fuerzas para llevar la cruz, los judíos le aliviaron de aquel peso con una fingida compasión.
¡Ah, Jesús mío! Yo soy quien merezco la cruz porque he pecado: haced que a lo menos os siga, llevando por vuestro amor la cruz de la adversidad.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.

Haced, oh Santa Madre, 
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Quis non posset contristan,
Christi Matrem contemplari,
Doléntem cum Filio?

SEXTA ESTACIÓN
EL ROSTRO DE JESÚS ENJUGADO POR LA VERÓNICA
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecírnoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta sexta estación se contempla cómo la Verónica enjugó el rostro de Jesús.
Considera, alma mía, la prontitud de aquella santa mujer en aliviar a Jesús, y cómo Jesús la recompensó inmediatamente, permitiendo que su adorable rostro quedará estampado en aquel lienzo.
¡Ah, Jesús mío! Purificad mi alma de todas sus manchas e imprimid en ella y en mi corazón vuestra santísima Pasión.
V. Miserere nostri, Dómine
R. Miserere nostri
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
Haced, oh Santa Madre, 
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Pro peccátis suae gentis.
Vidit Jesum in torméntís.
Et flagélis súbditum.

SÉPTIMA ESTACIÓN 
JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ BAJO EL PESO DE LA CRUZ
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta séptima estación se contempla la segunda caída de Jesús con gran dolor y tormento.Considera, alma mía, los padecimientos de Jesús al caer de nuevo, a causa de tus recaídas en el pecado.
¡Ah, Jesús! Me confundo en vuestra presencia, y os ruego que me ayudéis a levantarme de mis caídas de manera que no vuelva a recaer jamás.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri. Dómine.
R. Miserere nostri.
Haced, oh Santa Madre, 
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Vidit suum dulcem natum,
Moriéndo desolátum,
Dum emísit spíritum.

OCTAVA ESTACIÓN
JESÚS CONSOLANDO A LAS PIADOSAS MUJERES
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecimoste
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta octava estación se contempla cómo Jesús encontró a las piadosas mujeres que lloraban por Él.
Considera, alma mía, cómo Jesús dijo a aquellas mujeres que no llorasen por él, sino por sí mismas, para enseñarte que antes debes llorar por tus pecados, que compadecer sus sufrimientos.
¡Ah, Jesús mío! Dadme lágrimas de verdadera contrición, para que sea meritoria la compasión que siento por vuestros dolores.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.
Haced, oh Santa Madre, 
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Eja, Mater, fons amóris,
Me sentiré vim dolóris,
Fac, ut tecum lúgeam.

NOVENA ESTACIÓN
JESÚS CAE POR TERCERA VEZ BAJO LA CRUZ.
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta novena estación se contempla la tercera caída de Jesús, con nuevas heridas y nuevos tormentos.
Considera, alma mía, cómo cayó Jesús por tercera vez, para expiar tu malicia obstinada que te hace recaer sin cesar en nuevos pecados.
¡Ah, Jesús mío! Quiero poner para siempre término a mis iniquidades, a fin de procuraros algún alivio; confirmad, os ruego, mis propósitos y haced que con vuestra gracia sean eficaces.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.

Haced, oh Santa Madre.
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Fac ut árdeat cor meum,
In amando Christum Deum,
Ut sibi compláceam.

DÉCIMA ESTACIÓN
DESNUDAN A JESÚS Y LE DAN HIEL Y VINAGRE
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta décima estación se contempla cómo, habiendo llegado Jesús al Calvario, fue despojado de sus vestidos y le dieron a beber hiel y vinagre.
Considera, alma mía, la confusión de Jesús, al verse enteramente despojado de sus vestiduras y la pena que experimentó cuando le dieron a beber hiel y vinagre. Así expió tus inmodestias y sensualidad en la comida.
¡Ah, Jesús mío! Me arrepiento de todos mis excesos, y prometo con firme resolución no volver a renovar vuestras penas, y vivir en adelante con toda modestia y templanza. Así lo espero, ayudado de Vuestra divina gracia.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.

Haced, oh Santa Madre.
Que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Santa Mater, istud agas,
Crucifixi fige plagas,
Cordi meo valide.

UNDÉCIMA ESTACIÓN
JESÚS CLAVADO EN LA CRUZ
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecimoste
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta undécima estación se contempla cómo Jesús fue clavado en la cruz en presencia de su afligidísima Madre.
Considera, alma mía, los tormentos que sufrió Jesús al sentir sus pies y manos traspasados de gruesos clavos. ¡Oh, crueldad de los judíos! ¡Oh, amor de Jesús hacia nosotros!
¡Ah, Jesús mío! ¡Vos padecisteis tanto por mí, y yo nada quiero sufrir por Vos! Enclavad, os ruego, en vuestra cruz, mi rebelde voluntad, resuelta a no ofenderos más en lo porvenir, antes bien, a padecer voluntariamente cualquier pena por vuestro amor.
Padrenuestro, Avemaría y Gloriapatri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.

Haced, oh Santa Madre.
que las llagas del Señor
se impriman en mi corazón.

Tui Nati vulneráti.
Tam dignáti pro me pati.
Paenas mecum divide

DUODÉCIMA ESTACIÓN 
JESÚS MUERE EN LA CRUZ.
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecírnoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimirte al mundo.
En la duodécima estación se contempla la muerte de Jesús en la cruz.
Considera, alma mía, cómo, después de tres horas de cruel agonía, expiró el Redentor en la cruz por tu salvación.
¡Ah, Jesús mío! Justo es que emplee el resto de mi vida en serviros, puesto que Vos habéis dado la vuestra por mí en medio de tantos tormentos. Tomo aquí esta firme resolución; concededme, por los méritos de vuestra muerte, la gracia de ser fiel a ella.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.

Haceed, oh Santa Madre.
que las llagas del Señor
se impriman en mi corazón.

Mac me tecum pie flere.
Crucifixo condoleré,
Doñec ego víxero.

DECIMOTERCIA ESTACIÓN
EL DESPRENDIMIENTO DE JESÚS DE LA CRUZ
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta décimotercia estación se contempla cómo el Cuerpo Santísimo de Jesús fue bajado de la cruz y colocado en los brazos de su Santísima Madre.
Considera, alma mía, el dolor de la Virgen María al ver muerto entre sus brazos a su divino Hijo.
¡Ah Virgen Santísima! Por los méritos de Jesús, obtenedme la gracia de no volver a renovar en mi vida la causa de su muerte, sino que siempre viva en mi con su divina gracia.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri.
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.
Haced, oh Santa Madre, 
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Juxta crucem tecum stare 
Et me tibi sociáre
In planctu desídero.

DÉCIMOCUARTA ESTACIÓN 
JESÚS ES SEPULTADO
V. Adorámoste, oh Cristo, y bendecímoste.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En esta última estación se contempla cómo fue sepultado nuestro divino Redentor.
Considera, alma mía, cómo fue sepultado con gran devoción y respeto el Cuerpo santísimo de Jesús en un sepulcro nuevo que le habían preparado.
¡Ah, Jesús mío! Os doy gracias por todo lo que habéis sufrido por mí y os suplico que preparéis mi corazón para recibiros dignamente en la Santa Comunión y establezcáis vuestra morada para siempre en mi alma.
Padrenuestro, Avemaría y gloriapatri
V. Miserere nostri, Dómine.
R. Miserere nostri.

Haced, oh Santa Madre.
que las llagas del Señor 
se impriman en mi corazón.

Quando corpus morietur.
Fac ut ánimae donetur,
Paradisi gloria. Amén

V. Salva nos, Christe Salvátor, per virtútem Crucis.
R. Qui salvásti Petrum in mari, miserere nobis.

OREMUS
Deus qui Unigenití Fílii tui praetióso sánguine vivificae Crucis vexillum sanctificáre voluísti, concede quaesumus, eos qui ejúsdem sanctae Crucis gaudent honóre, tua quóque ubique protectióne gaudére. Per eúmdem Christum Dóminum nostrum. R. Amen.
V. Divínum auxílium máneat semper nobiscum.
R. Amen.
Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri,

ORACIÓN DE LAS CINCO LLAGAS
V. Deus, in adjutórium meum inténde.
R. Dómine, ad adjuvándum me festina.
Gloriapatri.
A LA LLAGA DE LA MANO DERECHA. Amabilísimo Señor mío Jesús Crucificado, profundamente postrado, y en unión de María Santísima, de todos los ángeles y bienaventurados del cielo, adoro la llaga sacratísima de vuestra Mano derecha. Os doy gracias por el amor infinito con que quisisteis soportar tantos y tan atroces dolores por mis pecados que de todo corazón detesto, y os suplico que concedáis a la iglesia la victoria sobre sus enemigos, y a todos sus hijos caminar santamente por la senda de vuestros mandamientos. (Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri).
A LA LLAGA DE LA MANO IZQUIERDA. Amabilísimo Señor mío Jesús Crucificado, profundamente postrado, y en unión de María
Santísima, de todos los ángeles y bienaventurados del cielo, adoro la llaga sacratísima de vuestra Mano izquierda, y os pido vuestra gracia para los pobres pecadores y moribundos, en especial para los que no quieren reconciliarse con Vos. (Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri).
A LA LLAGA DEL PIE DERECHO. Amabilísimo Señor mío Jesús Crucificado, profundamente postrado y en unión de María Santísima, de todos los ángeles y bienaventurados del cielo, adoro la llaga sacratísima de vuestro Pie derecho, y os pido la gracia de que en las Órdenes y Congregaciones religiosas germinen muchos Santos. (Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri).
A LA LLAGA DEL PIE IZQUIERDO. Amabilísimo Señor mío Jesús Crucificado, profundamente postrado, y en unión de María Santísima, de todos los ángeles y bienaventurados del cielo, adoro la llaga sacratísima de vuestro Pie izquierdo, y os ruego por la libertad de las almas del purgatorio, principalmente por las que en vida fueron más devotas de vuestras sacratísimas llagas. (Padrenuestro, Avemaria y Gloriapatri).
A LA LLAGA DEL SAGRADO COSTADO. Amabilisimo Señor mío Jesús Crucificado, profundamente postrado, y en unión de María Santísima, de todos los ángeles y bienaventurados del cielo, adoro la llaga sacratísima de vuestro Costado, y os ruego que bendigáis y escuchéis a todas aquellas personas que se encomiendan a nuestras oraciones, (Padrenuestro, Avemaría y Gloriapatri).

Virgo dolorosíssima, ora pro nobis, (3 veces).

Jesús Crucificado, reforzad estas plegarias con los méritos de vuestra Pasión: concedednos la santidad de vida y la gracia de recibir los Santos Sacramentos en eI momento de la muerte, y la gloria eterna. Amén.
(Trescientos días de indulgencia)

Oh buen Jesús, en tus llagas escóndeme
(Trescientos días de indulgencia)

EL DEMONIO. EL INFIERNO. JUSTICIA DE DIOS EN CONDENAR ETERNAMENTE AL IMPÍO.

OBJECIÓN:
¿Están obligados los católicos a creer en un demonio personal? ¿Por qué creó Dios al demonio? Si Dios es bueno y la misma bondad, ¿por qué no destruye al demonio?
RESPUESTA:
Dice así el IV Concilio de Letrán: “El diablo y otros demonios fueron creados buenos por Dios, pero ellos se hicieron malos por su culpa.” El diablo no es otro que aquel espíritu maligno. Lucifer (Isaí. XIV, 12), que, lleno de malicia y de soberbia, se rebeló contra su Hacedor, y fue por El condenado al infierno con toda la multitud de ángeles que sedujo (Luc. X, 18; Judas I, 6; 2 Pedro II, 4; Apoc. XII, 7-9). Las Escrituras dicen que él tentó a nuestros primeros padres (Gén III, 1), a David (1 Paral. XXI, 1), a Nuestro Señor en el desierto (Mat. IV, 10), a Judas (Luc. XXII, 3) y finalmente tienta a todo el género humano (Luc. XXII, 31; Juan VII, 44; 1 Pedro V, 8). Si Dios hubiera sido forzado a cambiar su plan divino por la conducta de una de sus criaturas, por ejemplo, destruyendo al demonio, estaría por el mero hecho sometido a la voluntad de una criatura, y su acción, por tanto, dependería de la acción de una criatura; es decir, que entonces Dios no sería Dios. No cabe duda de que el poder que tiene Satanás y los espíritus malignos para tentarnos es grande, como confiesa el apóstol (Ef. VI, 11-12); pero, “fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros” (1 Cor X, 13).

OBJECIÓN:
¿Puede la razón sola probar que existe un infierno eterno? ¿No es cierto que la palabra judía sheol significa la tumba? ¿Por qué creen los católicos que hay un infierno eterno? ¿No fueron acaso universalistas muchos Padres primitivos?
RESPUESTA:
La razón, por sí sola, no puede probar que el infierno es eterno; lo que sí puede probar es que la eternidad del infierno no envuelve contradicción alguna. Si sabemos que hay un castigo eterno, es porque Dios nos lo reveló. Ahora bien: si Dios lo reveló, la Iglesia católica no fue la que inventó que los que mueren en pecado mortal se condenan para siempre. Las definiciones, pues, de la Iglesia en este punto no son más que una aceptación de la revelación divina (Trento, sesión 14, canon 5). Es cierto que la palabra hebrea sheol. en el Antiguo Testamento, significa, en general, la sepultura, o también la otra vida, sea buena o mala. A veces significa esto mismo aun en el Nuevo Testamento (Hech. II, 27; Apoc. XX, 13). Los judíos, en un principio, tenían una idea muy vaga acerca de la otra vida, aunque Dios tomó a su cargo protegerlos contra los errores paganos entonces en boga, como el panteísmo, el dualismo y la metempsicosis. Creían, sí, en la otra vida, pero estaban demasiado pegados a ésta, siempre solícitos por el bienestar personal y por el engrandecimiento de su país. 
En los libros del Pentateuco, Josué, los Jueces y los Reyes no se hace una distinción clara entre la suerte que correrán en la otra vida los buenos y los malos. Job es el primero que nos habla del premio que espera al justo en la otra vida, de donde se puede colegir que al malvado le esperará pena y castigo (Job XIV, 16, 8). Nos hablan de un juicio universal y divino los salmos (48, 72, 91, 95 y 109), el Eclesiastés (XI, 12), los Proverbios (10, 11, 14, 24) y los profetas Joel (III, 1-21) y Sofonías (I, 3); con lo cual indican que los reos serán castigados en la otra vida. Pero los que mencionan ya expresamente el castigo eterno que les espera a los malos son los profetas Isaías (76), Ezequiel (32) y Daniel (12). 
El Nuevo Testamento no puede ser más explícito en este punto. San Juan Bautista ponía ante los ojos de sus oyentes el fuego del infierno para moverlos a hacer penitencia por sus pecados (Mat. III, 10-12; Juan III, 36). Jesucristo, al invitar a los hombres a que le siguiesen y creyesen en su Evangelio, los avisaba que mirasen por su salvación; pues si morían en sus pecados, se condenarían para siempre. Así, por ejemplo, los avisaba que se guardasen de pecar contra el Espíritu Santo (Mat. XII, 32) y que no escandalizasen (XVIII, 8); que fuesen caritativos con sus hermanos (V, 32) y que viviesen castamente. Los que desobedeciesen estos mandatos se condenarían para siempre. A los que hacen la voluntad del Padre celestial les espera el reino de los cielos; a los inicuos y perversos les espera el castigo del infierno (Mat. VII, 21-23). Muchas de las parábolas del Señor terminan con la condenación de los malos al infierno; por ejemplo, la parábola del trigo y la cizaña, la de la red de pescar, la de las fiestas nupciales, la de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias, la de los talentos (Mat. XIII, 24-30; 47-50; XXII, 1-14; XXV, 1-13; 14-30), la del rico Epulón y Lázaro, la de la gran cena (Luc. XVI, 18-31;XIV, 16-26). En la descripción que hizo Jesucristo del juicio final pintó con vivos colores la separación de los malos y de los buenos. A los malos les dirá: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno” (Mat. XXV, 41). Algunos han creído que el Evangelio de San Juan contradice lo que Cristo había dicho sobre este punto en los sinópticos. Nada más falso. En el cuarto Evangelio se pinta el destino futuro del hombre con la misma alternativa: vida eterna, perdición eterna (Juan III, 3; XV, 16; 12, 25, 48, 50). Los apóstoles no se cansan de repetir la misma doctrina del Maestro. San Pedro dice que los profetas falsos y los maestros mentirosos perecerán y serán atormentados en el infierno como los ángeles rebeldes (2 Pedro II, 1, 4, 9, 12). San Judas habla de los impíos y de los que niegan a Jesucristo, los cuales, a imitación de los ángeles malos y de las ciudades nefandas Sodoma y Gomorra, sufrirán el castigo del fuego eterno y serán arrojados en las tinieblas eternas (Judas 4, 6, 7, 8, 12). San Pablo consuela a los tesalonicenses con la promesa del gozo venidero y del premio que les espera por su fe y su paciencia; y de sus perseguidores dice que serán desterrados del Señor para siempre, privados eternamente de su gloria, y reos de tribulación y castigo eterno para su destrucción (2 Tes I, 6-9). Los malvados no poseerán el reino de los cielos (1 Cor. VI, 9-10; Gál V, 19-21; Efes V, 5).
Según los universalistas, la palabra griega aionios no significa eterno, sino un período de duración muy largo (Mat. XXV, 46). Merece notarse que esa misma palabra griega es la que se usa para “vida eterna” y “castigo eterno”. Como no se ha opinado jamás que el premio de los buenos ha de tener fin, no hay motivo para suponer que el castigo de los malos lo tendrá. Desde luego, si Jesucristo quiso decirnos que el castigo de los malos ha de ser eterno, no lo pudo haber dicho con palabras más claras y expresivas. Y, al contrario, si quiso decirnos que no será eterno, no pudo haber escogido palabras más a propósito para engañar a sus seguidores generación tras generación. 
Es cierto que algunos Padres, como San Gregorio de Nisa (395), y, probablemente, San Gregorio Nacianceno (330-390), negaron la eternidad del infierno, engañados por Orígenes (185-255), que creyó en la apokatastasis o “restauración de todas las cosas”. Pero no hay que olvidar que Orígenes fue condenado el año 543 en un sínodo de Constantinopla, y más tarde fue de nuevo condenado oficialmente en el V Concilio ecuménico, que tuvo lugar en Constantinopla el año 553. Dejadas a un lado estas excepciones, la regla fue que todos los Padres y escritores primitivos defendieron unánimemente con la Escritura la eternidad del infierno. San Ignacio de Antioquía (98-117) escribió que “los maestros falsos que corrompen la fe serán privados del reino de los cielos, e irán al sueño inextinguible” (Ad Eph 16, 2). San Justino, mártir (165), declara que si, por una suposición, no hubiese infierno, “o no existía Dios o, si existía, no se cuidaba de los hombres, o la virtud y el vicio eran cuentos de hadas” (Apol 2, 9). Tertuliano (160-240), refutando a Marción, dice que hay un infierno y que tiene que haberlo para que los hombres teman y practiquen la virtud. San Basilio (331-379) habla en muchos pasajes del castigo eterno del infierno, e insiste en la pena de daño y en la pena de sentido. “Los pecadores—dice—pretenden dudar de su existencia para seguir así pecando impunemente; pero nos certificaron de su existencia Jesucristo y los apóstoles” (De Sancto Spiritu 16).
San Juan Crisóstomo (344-407), además de condenar el universalismo de Orígenes, respondió valientemente a las objeciones de los herejes y paganos contra la eternidad del castigo. Nadie en todo el Oriente habló con tanta claridad sobre este punto como él, ni insistió tanto como él en sus sermones y homilías a la sociedad corrompida de Antioquía y Constantinopla. Basta leer algunas de sus homilías para convencerse de esta verdad.
San Agustín (354-430) prueba la doctrina del infierno por la Escritura y por la razón, y responde sapientísimamente a las dificultades que estaban en boga en su tiempo.
También prueba la existencia del infierno el convencimiento universal de todo el género humano que siempre ha creído, y cree, que los malos serán justamente castigados en la otra vida. Si quitamos el infierno, nos vemos obligados a tener que admitir una serie infinita de absurdos. El principal de ellos sería éste: que el hombre podría blasfemar a su antojo y odiar a Dios con la certidumbre de que Dios estaba obligado a perdonarle. Dios, en tal caso, sería impotente para hacerse obedecer y respetar por estas criaturas miserables que sacó de la nada.

OBJECIÓN:
Parece que hay contradicción en estos dos conceptos: Dios nos ama con amor infinito, y, sin embargo, nos condena a los tormentos eternos del infierno. Si es cierto esto del infierno, Dios tiene unas entrañas tan crueles que no hay hombre tan desalmado que se le pueda comparar. ¿Dónde se han visto padres tan crueles que atormenten de esa manera a sus hijos, por perversos que éstos sean? Además, la doctrina del infierno implica el triunfo de Satanás sobre Jesucristo Redentor. 
RESPUESTA:
El infierno es un misterio, y, como todos los misterios, está sobre el alcance de nuestra razón, que es finita. Los católicos sabemos que es un dogma revelado por Dios, y lo aceptamos sin dudar un momento de la palabra de Jesucristo, Hijo de Dios. Ya dijo el apóstol: “¡Cuán incomprensibles son los juicios de Dios, y cuán insondables son sus caminos!” (Rom XI, 32). ¿Acaso los científicos niegan un hecho porque no saben cómo explicarlo? Para los incrédulos, Dios es, o muy malo, o muy bueno. Hoy preguntan altivos: “¿Cómo va a ser Dios tan cruel que mande al infierno a sus criaturas?” Mañana preguntarán escépticos: “¿Cómo va a ser hechura de Dios, infinitamente bueno y sabio, este mundo villano que chorrea maldad y miseria?” De esta manera, el incrédulo cree poder negar impunemente hoy el infierno y mañana la divina Providencia. Y, sin embargo, en Dios todas las perfecciones están identificadas en una, su misericordia, su justicia, su poder y su amor, todas. La pequeñez de nuestro entendimiento es la que ve en Dios atributos que se contradicen. Las perfecciones en Dios no pueden estar más equilibradas. Ni la misericordia es mayor que la justicia o viceversa, ni puede apartarse un punto de lo recto sin dejar de ser Dios. El es la misma misericordia y la justicia misma. Es evidente que Dios pudo haber creado un mundo tal que el alma, por naturaleza, nunca cediese a la tentación. Los bienaventurados en el cielo, por ejemplo, son libres, y, sin ¿embargo, no pueden pecar. Pero la realidad es que Dios no creó mundo semejante. Dios ha prometido al mundo felicidad eterna si le sirve y obedece sus mandatos, y el mundo se ha empeñado en apartarse de Dios y en seguir los apetitos de la carne. ¿Quién podrá contar el número de pecados que se han cometido desde que Adán y Eva pecaron en el Paraíso? Y, sin embargo, el pecador es siempre libre para pecar o no pecar. Si peca, que no se queje después que Dios es injusto. Ahí está Jesucristo en el sagrario día y noche esperando al pecador. Si éste, en vez de enderezar sus pasos a la Iglesia, sale a dar rienda suelta a sus pasiones, que no se queje después que Dios es injusto. La misericordia de Dios es infinita; por eso espera año tras año al pecador para que se arrepienta y pueda así perdonarle. Si el pecador se olvida de Dios, si se ríe y mofa de la divina misericordia, que no se queje después que Dios es injusto. Esto es tan claro, que un ciego lo ve.
La Iglesia no se cansa de repetir que el que va al infierno es porque quiere y porque lo merece. Si pudiera disculparse delante de Dios diciendo que no supo que tal o cual cosa era pecado, o que la hizo por necesidad, Dios —nótese bien esto—no le condenará. “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim II, 4). Por tanto el que va al infierno, va porque quiere. Yo me he encontrado con hombres tan perversos, que, a ciencia y conciencia, han corrompido a jóvenes inocentes de uno u otro sexo, enseñándoles a cometer los pecados más abominables. También he conocido a hombres que en la guerra se divertían y mataban el tiempo ejercitando la puntería en los prisioneros, a quienes ponían por blanco. He conocido a hombres que por pura malicia han arruinado la felicidad de una familia amiga, y hombres que se han complacido en apropiarse tramposamente los bienes de menores, dejándoles en la calle sin un céntimo. Ahora bien: supongamos que estos hombres mueren sin arrepentirse y sin pedir perdón a Dios por sus pecados. ¿Cómo van a esperar que el día del juicio les diga Jesucristo: “Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os tengo preparado desde el principio del mundo”? (Mat XXV, 24). Nada tan volteriano como pintar a Dios complaciéndose desde el cielo en los tormentos atroces de sus víctimas en el infierno, como si se negase con crueldad refinada a escuchar los ayes de perdón y misericordia de los condenados. Jamás ha habido ni habrá condenado alguno que levante sus ojos al cielo implorando perdón. La voluntad del condenado está confirmada en el mal para siempre. En cuanto al triunfo de Satanás sobre Jesucristo, decimos que lo sería ciertamente si Satanás pudiera prometer el cielo a los que han llevado una vida pecaminosa. La existencia del infierno está pregonando día y noche la derrota de Satanás y la supremacía de Jesucristo y de la ley divina, que no puede ser violada impunemente.

OBJECIÓN:
¿Cómo va a predestinar al infierno a un alma que es todo bondad? Parece que este decreto de Dios nos quita la libertad de escoger. Además, si Dios previó que yo me había de condenar, ¿por qué me crió?
RESPUESTA:
Jamás ha dicho la Iglesia que Dios predestine a nadie al infierno. El que dijo esto fue Calvino, quien no vaciló en afirmar que una parte de los hombres nacía predestinada para el cielo y otra para el infierno, doctrina a todas luces impía, que tuvo que condenar el Concilio de Trento (sesión 6, canon 17). Dijo más Calvino: dijo que Dios, para que los predestinados al infierno no se pudiesen salvar, los predestinaba para que pecasen. Si esto fuese cierto, ningún hombre de razón se determinaría a adorar a un Dios autor del pecado, o a un Dios que nos quitaba la libertad de despojarnos de la facultad de merecer o desmerecer. A Calvino le condena la Escritura, que insiste en la misericordia de Dios y en los deseos que tiene de perdonar a los pecadores más empedernidos (Rom. II, 4; 2 Pedro III, 9). Jesucristo murió por todos los hombres (2 Cor. V, 15; Juan 1, 29; I Juan II, 2). Asimismo, “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim II, 4). Absolutamente hablando, para Dios no hay ni pasado ni futuro; no hay más que un presente eterno: “Yo soy el que soy” (Exodo III, 14). Como es omnisciente, todo lo sabe. Si, pues, lo sabe todo, tiene que saber también lo futuro antes que suceda. Antes que hagamos una cosa, ya sabe que la vamos a hacer; pero —nótese bien esto—no la hacemos porque Dios previo que la haríamos, sino porque libremente la quisimos hacer. Si un individuo que apenas sabe nadar me dice a mi que va atravesar a nado un río de un kilómetro de ancho, y yo le digo que no haga semejante disparate, porque se ahoga, y él insiste y se lanza y perece ahogado, ¿con qué derecho se me va a culpar a mí de que fui la causa de su muerte, pues preví que se ahogaría? Una cosa es prever y otra muy distinta ser la causa. Dios avisa de mil modos al pecador que no se aventure a pecar, que resista a las tentaciones, porque “el que ama el peligro perecerá en él”. Si el pecador se ríe de Dios y escoge libremente el pecado, ¿qué culpa tiene Dios de que este pecador se condene? Si alguno replica que la comparación no es exacta, sepa que en todas las comparaciones hay alguna inexactitud. Yo no pude impedir que el nadador se lanzase al agua y se ahogase; mientras que Dios pudo impedir que el pecador pecase dándole, por ejemplo, una gracia eficacísima, o para que no cayese, o para que se arrepintiese. ¿Por qué no se la dio? Esta pregunta no tiene respuesta. No sabemos cómo distribuye Dios su gracia. Esto es para nosotros un misterio impenetrable. Lo que sí sabemos con toda certeza es que Dios da al pecador gracia suficiente para que se salve si quiere, y que el que se condena es porque quiere. Aquí entra de lleno el problema de la libertad. Es ésta un don tan precioso, que por ella el hombre se parece a Dios más que por ninguna otra facultad. Es tal el respeto que Dios tiene a nuestra libertad, que antepone este respeto al deseo que tiene de nuestra felicidad. Al obrar libremente mostramos la caballerosidad o la villanía de nuestro corazón. Somos libres para amar a Dios sobre todas las cosas, y somos también libres para blasfemar y renegar de nuestro Hacedor; es decir, somos libres para escoger a Dios y salvarnos, y no somos menos libres para huir de Dios y condenarnos. No culpemos a Dios; culpémonos a nosotros mismos. Supongamos que Dios no pudiese crear un alma que previo se había de perder por el abuso de su libre albedrío y por su terquedad en resistir a la gracia divina. La consecuencia entonces sería ésta: todos los hombres, por el mero hecho de haber sido creados, y sin esfuerzo. alguno por su parte, estarían infaliblemente seguros de que se habían de salvar. En tal caso, correrían parejas la virtud y el vicio. No habría entonces sanción alguna por la ley moral.

OBJECIÓN:
¿Cuál es la doctrina de la Iglesia en lo referente a los tormentos del infierno?
RESPUESTA:
La Iglesia no ha definido nada acerca de la naturaleza de los tormentos que los condenados padecen en el infierno. Los teólogos convienen en que los condenados padecen un doble tormento, a saber: la pena de daño y la pena de sentido. La pena de daño consiste en la separación eterna que media entre Dios y el condenado, y en la convicción que éste tiene de que se condenó porque quiso (Mat. XXV, 41; Luc. XIII, 27; Apoc. XXII, 15). 
Este es el tormento más angustioso, como dicen los Santos Padres. San Agustín dice que no conocemos un tormento que se le pueda comparar; y, según San Juan Crisóstomo: “El fuego del infierno es insoportable, y sus tormentos atroces; pero aunque se junte en uno el fuego de mil infiernos, no es nada comparado con el tormento que causa la convicción de que está uno excluido de Dios y de la visión beatífica en el cielo, odiado de Cristo, y obligado a oír de sus labios el “no te conozco” (Hom in Hat 23, 8). 
La pena de sentido consiste en el tormento del fuego, tan frecuentemente mencionado en la Escritura (Mat. XIII, 30-50; XVIII, 8; Marc. IX, 42; Lucas XVI, 24; 2 Tes 1, 8; Apoc. XIX, 20). Se cree que el fuego del infierno, aunque real, no es material como el nuestro. Sabemos que las almas de los condenados estarán separadas de sus cuerpos hasta el día del juicio universal, y que los cuerpos serán entonces de tal naturaleza, que no los podrá destruir el fuego. Discutir la naturaleza de esos cuerpos me parece perder el tiempo en divagaciones. Mejor es confesar de una vez nuestra ignorancia. El cuerpo en sí es incapaz de padecer. Lo que padece es el alma, por ser el principio vital del cuerpo.

OBJECIÓN
¿No le parece a usted que es injusto castigar unos años de pecado con un castigo eterno?
RESPUESTA:
No, señor. No debemos establecer la comparación entre la cortedad de esta vida y la eternidad, sino entre la obstinación eterna del pecador y la santidad de Dios, “cuyos ojos son demasiado puros para contemplar el mal” (Habacuc 1, 13). Aunque viviese el pecador diez mil años en este mundo, el problema seguiría lo mismo, pues diez mil años son un soplo comparados con la eternidad. En realidad de verdad, deberíamos dar gracias a Dios por la cortedad de esta vida, gracias a la cual el peligro de caer es menor. No es el tiempo, sino la voluntad la que juega en esto el papel principal. Basta un minuto para escoger entre Dios y Satanás. Díganlo, si no, la conversiones a la hora de la muerte. Dios nos está diciendo en todo momento: “Te doy a escoger entre la vida o la muerte, entre la maldición y la bendición. Escoge, pues, la vida” (Deut. XXX, 19).

OBJECIÓN:
¿No sufre el hombre bastante en esta vida sin que sea necesario que Dios le sepulte luego en el infierno? ¿No bastaría un castigo temporal en la otra vida? 
RESPUESTA:
Nadie niega que el hombre tiene que pasar por una serie de pruebas, algunas muy costosas y dolorosas. El gusano de la conciencia nunca se cansa de roer cuando las cosas no van bien con Dios. Los mismos vicios son un manantial perenne de enfermedades, y las consecuencias de la mala vida son siempre desastrosas. Pero no es imposible mellar el aguijón del gusano de la conciencia para que no nos molesten más sus rejonazos, ni faltan medios para neutralizar los malos efectos del vicio, ni escasean los recursos con que podamos salir airosos de la posición vergonzosa en que nos precipitó nuestra vida silenciosa (cf. Balmes, Cartas a un escéptico, capítulo 3). 
Precisamente una de las pruebas de la inmortalidad del alma es el hecho de que la maldad no castigada en esta vida exige que Dios la juzgue y la castigue en la otra. “Ay de vosotros los ricos (malos), que tenéis acá vuestra consolación” (Luc. VI, 24). “Hijo, acuérdate de que tú recibiste durante tu vida las cosas buenas y Lázaro las cosas malas; pero ahora él es consolado y tú eres atormentado” (Luc. XVI, 25). Con estas palabras nos enseña Jesucristo que los malos pueden vivir muy contentos en esta vida, pero que les espera el castigo en la otra. 
Es curioso que los protestantes del siglo XVI negaron el purgatorio e insistieron ahincadamente en los tormentos del infierno, y los protestantes del siglo XX rechazan el infierno y quisieran que todos los castigos de la otra vida se pagasen en el purgatorio. Las dos negaciones van igualmente contra la Escritura y contra la tradición. El purgatorio no es sanción suficiente. Si el hombre supiera que no había condenación eterna, este mundo sería un caos. Un porcentaje elevadísimo de hombres se daría al vicio sin restricción alguna. Es, pues, menester que haya un infierno eterno para que el hombre, si no por amor, por el temor al menos, guarde la ley moral y se someta a Dios, su Creador y Redentor.

OBJECIÓN:
Parece que esta doctrina del infierno va contra el espíritu moderno.
RESPUESTA:
De acuerdo. Supongo que por “espíritu moderno” entenderá usted el espíritu de estos incrédulos de nuestros días, que niegan la existencia de un Dios personal, que rechazan la divinidad de Jesucristo y su muerte redentora, que ponen en tela de juicio la libertad de la voluntad y la existencia del pecado, y, finalmente, se mofan de la autoridad divina, desconociendo la Escritura y la tradición apostólica. Los Estados modernos tienden a ser cada vez más indulgentes con los criminales, y si el reo es persona influyente, o por sus riquezas o por su situación política, se hace la vista gorda y se le deja en libertad. Ninguna nación toleraría hoy las mazmorras donde gemían los presos en épocas anteriores y con razón. Asimismo, se está haciendo mucho ambiente contra la pena de muerte, abogando por castigos meramente correctivos. Las leyes humanas están sujetas a cambios y mudanzas. La ley eterna de Dios no cambia con las leyes de los hombres. La doctrina sobre el infierno no nació de cabezas educadas en un ambiente de crueldad y fanatismo, sino que nos fue revelada por Jesucristo como la sanción y reivindicación de la ley moral. Los católicos no caerán jamás en la tentación de cambiar el significado de la revelación de Jesucristo por el mero hecho de que los nervios de los sentimentalistas modernos enfermen y se descompongan.

OBJECIÓN:
¿Qué quieren decir aquellas palabras del Credo de los apóstoles: “Bajó a los infiernos”? ¿Bajó Jesucristo al infierno de los condenados? ¿Qué cosa es el limbo?
RESPUESTA:
Dice así el catecismo del Concilio de Trento: “Profesamos que inmediatamente después de la muerte de Jesucristo su alma bajó al infierno, y habitó allí todo el tiempo que el Cuerpo estuvo en el sepulcro; y que la única Persona de Jesucristo estuvo al mismo tiempo en el infierno y en el sepulcro… Hay que entender aquí por infierno aquellas moradas secretas donde estaban detenidas las almas que no habían obtenido aún la felicidad celeste.” 
Esta doctrina, definida formalmente por el cuarto Concilio de Letrán, está claramente contenida en la Escritura. “Pero Dios le ha resucitado, librándole de los dolores del infierno, siendo, como era, imposible quedar Él preso en tal lugar” (Hech. II, 24). “Mas ¿por qué se dice que subió, sino porque antes había descendido a los lugares más ínfimos de la tierra?” (Efes. IV, 9). “En el cual (en el Espíritu de Dios) fue también a predicar a los espíritus encarcelados” (1 Pedro III, 19). Nuestro Señor mismo se refirió con frecuencia a este limbo de los Padres, donde estuvieron detenidos los justos hasta el día de la Ascensión, bajo la figura de un banquete (Mat. VIII, 11) o de una fiesta nupcial (Mat. XXV, 10). También lo llamó “seno de Abraham” en la parábola de Lázaro y el rico Epulón (Luc. XVI, 22), y “paraíso” en las palabras que dirigió al buen ladrón desde la cruz (Luc. XXIII, 43). Al presentarse allí Jesucristo, aquellas almas juntas empezaron a gozar de la visión beatífica, y el limbo quedó de repente cambiado en cielo. Por limbo de los niños se entiende el estado de felicidad natural de que gozan los que mueren en pecado original sin haber cometido jamás pecados personales graves. Santo Tomás opina que los niños gozan de felicidad positiva, estando unidos con Dios por un conocimiento y un amor proporcionados a su capacidad. 

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, El dogma del infierno.
Id., Eternidad de las penas del infierno. 
Bonett, La filosofía de la libertad.
Bremond, Concepto católico del infierno.
R. Amado. ¡Si habrá infierno! 
Portugal, La bondad divina. 
Rosignoli, Verdades eternas. 
Sutter, El diablo. 
Martínez Gómez, El infierno. 
Bujanda, Teología del más allá. 
Id., Angeles, demonios, magos… y Teología Católica.

LOS NOVISIMOS. EL JUICIO FINAL. EL JUICIO PARTICULAR. LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE. MILENARISMO.

OBJECIÓN:
¿Es cierto que hemos de ser probados después de muertos? ¿Podría usted probarme por la Biblia que, de hecho, a continuación de la muerte viene un juicio? Porque si en realidad somos juzgados individualmente al morir, ¿a qué viene el juicio universal? (Mat XXIV, 37). 
RESPUESTA:
Que todos hemos de morir, nos lo dicen a una la experiencia y la Biblia (Hebr IX, 27). La muerte es un castigo que nos vino por el pecado de Adán (Gén. II, 17; III, 19; Rom. V, 13). Con la muerte se termina el tiempo de prueba, y se termina asimismo el tiempo de merecer o desmerecer (Ecles. XI, 3; 2 Cor. V, 10). 
Aunque es cierto que la Biblia no menciona expresamente el juicio particular, sin embargo, éste no es más que una conclusión lógica de los textos que nos hablan del premio y castigo que tienen lugar inmediatamente después de la muerte. Jesucristo, en la parábola del rico Epulón, dice que el rico fue sepultado inmediatamente en el infierno, y Lázaro, por el contrario, fue al punto llevado al seno de Abraham (Luc. XVI, 22). Asimismo, en la cruz, prometió al buen ladrón que aquel mismo día le llevaría al Paraíso (Luc. XXIII, 43). 
San Pablo también habló explícitamente de la gloria en que entrarían inmediatamente los bienaventurados (2 Cor V, 6-8).
Escribe SAN AGUSTÍN (354-430): “Las almas son juzgadas cuando salen del cuerpo, antes que llegue aquel juicio (el juicio final) en el que serán juzgadas unidas ya al cuerpo, para ser atormentadas o glorificadas en aquella misma carne en que habitaron acá en la tierra” (De anima et ejus origine 2, 8). 
El año 1336 definió BENEDICTO XII, en la Bula Benedictus Deus, que “las almas de los que salen de este mundo en pecado bajan al infierno inmediatamente después de la muerte, y allí están sujetas a tormentos infernales”, y que los que mueren en estado de gracia “ven la Esencia Divina intuitivamente y cara a cara”. 
Esta fue también la doctrina del Concilio de Florencia, en 1439. 
En cuanto al juicio final, baste decir que es un artículo de fe contenido en los credos antiguos -el de los apóstoles, el de Nicea, y el de Atanasio—. 
Los profetas del Antiguo Testamento le llaman “el día del Señor” (Joel II, 31; Ezequiel XIII, 5; Isaí II, 12). Jesucristo le describe con detalles y pormenores (Mat. XXIV, 27; XXV, 31) y los apóstoles nos hablan de él en muchísimos pasajes. 
El fin del Juicio universal es manifestar a todo el genero humano la misericordia y la justicia de Dios. Allí saldrá a relucir todas nuestras acciones, buenas y malas sin que queden excluidas ni las palabras ociosas, ni los más secretos pensamientos (Mat. XII. 36; 1 Cor. IV, 5). 
Entre los acontecimientos más notables que le han de preceder, figuran: la predicación del Evangelio en todo el orbe (Mat XXIV, 14), la conversión de muchos judíos (Rom XI, 25); una apostasía grande y la venida del anticristo (2 Tes. II, 3), y, finalmente, trastornos notables en la Naturaleza (Mat. XXIV, 29; Pedro III, 10).

OBJECIÓN:
¿No es contra la razón el dogma, de la resurrección de la carne? ¿Cómo va a ser posible que resucitemos un día con los mismos cuerpos que ahora tenemos? ¿No es cierto que nuestras cuerpos están cambiando constantemente?
RESPUESTA:
El dogma de la resurrección de la carne es muy conforme a razón, y se verificará merced a un milagro de Dios omnipotente. La razón por sí sola jamás hubiera pensado en semejante cosa; pero lo creemos firmemente porque la iglesia, maestra infalible de la revelación divina, lo ha enseñado así, fundándose para ello en la Biblia y en la tradición. Allí están sino el Credo de los apóstoles, el de Nicea, el de San Atanasio y los Concilios de Constantinopla (553) y el IV de Letrán (1215). 
Este último Concilio dice que “todos los hombres resucitarán de nuevo con sus propíos cuerpos, para recibir conforme a sus obras.” Esta doctrina puede verse ya en el Antiguo Testamento, que empieza por iniciarla y acaba por definirla. Los profetas predijeron la restauración de Israel valiéndose de la figura de una resurrección general (Oseas VI, 3: XIII, 14; Ezeq XXVII, 11), y se refirieron a la resurrección de Jesucristo, prenda de nuestra resurrección (salmo XV, 10). Los padres primitivos citan con frecuencia varios textos en confirmación de esta verdad (Isaías XX, 19; Dan. XII, 2 y el famoso de Job: “Y en mi carne veré a Dios”, XIX, 25-27).
Pero el éxito inequívoco del Antiguo Testamento es el del libro segundo de los Macabeos (VII, 10-11). 
Nuestro Señor Jesucristo habló con frecuencia acerca de la resurrección de la carne, y a los saduceos, que la negaban, les echó en cara que ignoraban las Escrituras (Juan V, 28-29; VI, 39-40; XI. 23, 26; Mat. XXII, 29). 
La resurrección de Jesucristo con su mismo cuerpo no es más que una confirmación de la resurrección de la carne. San Pablo, en Atenas, predicó la resurrección de los muertos como una de las doctrinas fundamentales del cristianismo (Hech. 17, 18, 31, 32), y lo mismo hizo en Jerusalén (XXIII, 6), delante de Félix (XXIV, 15), y delante de Agripa (XXVI, 8), además de mencionarla constantemente en sus epístolas. 
Prueba por la resurrección de Jesucristo que también nosotros hemos de resucitar, diciendo que “si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó” (1 Cor XV, 13).
Los Padres de la Iglesia defendieron acérrimamente esta doctrina contra los paganos, que negaban la inmortalidad, y contra los gnósticos, que decían que la materia era un mal. Al mismo tiempo que afirmaban que esta doctrina la conocemos sólo por revelación, aseveraban que no es imposible en modo alguno a la omnipotencia de Dios y que, más aún, es muy conforme a razón que resucite este cuerpo que fue templo del Espíritu Santo, alimentado con la Sagrada Eucaristía, y, finalmente, que es muy justo que también el cuerpo participe en el premio o castigo que se ha de dar al alma. 
A veces se valían de analogías para explicar esta doctrina, como el grano de trigo, que primero se corrompe en el seno de la tierra y luego aparece de nuevo mejorado en la espiga; la sucesión de las estaciones del año, y la señal del profeta Jonás (Mat XII, 39-40). 
El dogma de la resurrección de los muertos implica algo más que la inmortalidad del alma; implica una resurrección real y completa del hombre en la plenitud de su naturaleza. Hay en el hombre resucitado una identidad triple que hace que éste sea la misma persona humana que fue desde que nació, a saber: identidad del alma, identidad de vida corporal e identidad de la última sustancia material del cuerpo. 
Todos los teólogos católicos convienen en admitir la identidad del alma, pues ésta es el factor principal en la determinación de la identidad personal. También convienen en que la médula de este misterio y de este milagro está en que de hecho se devuelva al hombre la vida corporal. En lo que discrepan es en si de hecho es o no idéntica la materia del cuerpo en los dos estados, pues algunos opinan que no es necesaria tal identidad. Sabemos perfectamente que la sustancia corporal de que se compone el cuerpo está cambiando continuamente; pero la razón y la experiencia nos dicen que este proceso continuo no interrumpe en modo alguno la identidad vital del cuerpo desde la infancia hasta la senectud. 
San Pablo nos dice que al cuerpo resucitado le serán dadas cualidades que antes no tenía (1 Cor XV, 42-44); pero estas cualidades no excluyen la igualdad sustancial. El cuerpo resucitado será impasible, es decir, inmortal e incorruptible: “Resucitará en incorrupción.” “Ni podrán morir otra vez” (Luc XX, 36). “Resucitará en gloria”, es decir, “brillará como el sol en el reino de su Padre” (Mat. XIII, 43). “Resucitará en poder”, es decir, no estará ya sujeto a las limitaciones del espacio. “Resucitará en cuerpo espiritual”, es decir, adornado con propiedades espirituales y sobrenaturales.
En toda resurrección vemos un acto directo de Dios que produce una vida que ya no existe en forma alguna, y que la hace idéntica a la vida que antes existió. La identidad de la vida corporal no tiene otro origen ni otra fuente que la omnipotencia de Dios, el cual puede restituir el reino de los vivos seres que habían dejado ya de existir. 

OBJECIÓN:
¿Qué opina la Iglesia católica acerca del período milenario, o los mil años que habrá de reinar Jesucristo después del fin del mundo? (Apoc 22, 4-7). 
RESPUESTA:
La Iglesia no ha definido nada acerca de este período, ni ha dicho jamás que lo hayan enseñado la Biblia o la tradición apostólica. Algunos escritores de la primitiva Iglesia —Papías, Tertuliano, San Ireneo y San Justino— hablaron en favor del milenarismo, guiados, a lo que parece, por la interpretación literal de algunos textos bíblicos. 
El gnóstico Cerinto, que creía en un paraíso sensual y terreno, no fue menos hereje que los anabaptistas alemanes del siglo XVI. 
Ni los Evangelios ni las epístolas hacen la más mínima alusión a este período singular. Al contrario, dicen que a la resurrección de los muertos seguirá inmediatamente el Juicio universal, excluyendo así el mito de que Jesucristo ha de reinar mil años en la tierra con sus santos antes del día del juicio. Aunque el texto del Apocalipsis, arriba citado, es muy oscuro, parece que se refiere al combate espiritual de Cristo y su Iglesia contra Satanás y los poderes del mal. 
San Agustín interpretó las palabras de San Juan en sentido alegórico. La primera resurrección representa la Redención y el llamamiento a la vida cristiana; el reino de Jesucristo con los santos representa la Iglesia y su trabajo apostólico sobre la tierra; los mil años significan, o los mil años que precederán al juicio, o la duración total de la Iglesia (De Civitate Dei 20, 6. 7). 

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, Muerte, juicio, infierno y gloria. 
Bougaud, Los dogmas del Credo.
Baubraud, Cuidados del alma penitente.
Gazaznel, El destino del alma después de la muerte.
Félix, El juicio final.
Ligorio, Preparación para la muerte.
Nierenberg, Diferencia entre lo temporal y eterno.
Bujanda. Teología del más allá.

DEVOCIONES. EL SAGRADO CORAZÓN. EL ROSARIO. LAS CUARENTA HORAS.

OBJECIÓN:
Parece que la devoción al Sagrado Corazón flaquea por la base, pues en ella se tributan honores divinos a una criatura. Además, según los adelantos de la Filosofía, es falso que el corazón sea el asiento del amor. ¿Y qué pruebas hay en favor de la autenticidad de la gran promesa? ¿No es herético sostener que uno tiene asegurada la salvación?
RESPUESTA:
Ninguno que entienda bien los dogmas de la Encarnación y de la Redención dudará lo más mínimo de la legitimidad de la devoción al Sagrado Corazón. Jesucristo, siendo una sola Persona divina, es al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero Hombre. La Persona divina está hipostáticamente unida a la humanidad de Jesucristo, no solamente considerada en su totalidad, sino también considerada en sus partes diferentes; por ejemplo: sus manos, sus pies, su Sangre preciosa y su Corazón. Siguese, pues, que cada una de estas partes orgánicas merece ser adorada, no en cuanto se la considera en sí misma, sino por razón de su unión con la divinidad. 
Pío VI condenó la herejía jansenista, según la cual, adorar directamente a la humanidad de Jesucristo o a cualquiera de sus partes equivale a tributar honores divinos a una criatura. 
El Sagrado Corazón de Jesús merece el mismo culto que la divinidad, con tal que sea adorado juntamente con la Persona divina. En esta devoción consideramos el corazón no como el órgano, sino como el símbolo del amor. El corazón nos sugiere el amor, como la azucena nos sugiere la pureza y la balanza la justicia. La Biblia nos habla del corazón como el asiento ideal de los afectos (Isaí XLV, 14; Prov XXIII, 17; 1 Tim 1, 5), el origen de los deseos y de la volición (Mat 15, 19), y hasta le asigna operaciones intelectuales (Deut XI, 18; 1 Corintios II, 9).
La carta original en la que estaba contenida la gran promesa se perdió; pero ha llegado a nosotros en cinco versiones distintas. La primera puede verse en el primer volumen de la edición Vida y obras de Margarita María, editadas por la Visitación en 1867 y 1876. La segunda, en el segundo volumen de estas mismas ediciones. La tercera, en la Vida del obispo Languet. La cuarta, en un manuscrito que descubrió el P. Hamon el año 1902 en la biblioteca de José Dechelete. La quinta, en los anales del monasterio de Dijon. 
Por ahora nos es imposible determinar con exactitud cuál de estas versiones es la original. Desde luego, todas las versiones insisten de consuno en la comunión de los nueve primeros viernes, prometiendo la gracia del arrepentimiento final y la de no morir sin sacramentos. La versión de Languet dice que, después de haber cumplido las condiciones requeridas, puede uno abrigar la esperanza de recibir los sacramentos y de perseverar fiel hasta el fin. La primera versión añade estas palabras: “Si ella no se engaña”; las cuales prueban que la eficacia de la devoción de los nueve primeros viernes no es infalible. Esto no debe extrañar a nadie, pues ninguno tiene derecho a creerse seguro haga lo que hiciere. No basta hacer los nueve primeros viernes; hay que procurar vivir bien. Ya se ve, sin embargo, que estas comuniones no pueden menos de alcanzar del Señor gracias especiales, que, como dice el obispo Languet, “hagan a uno abrigar la esperanza de que obtendrá la gracia de la penitencia final”. Nadie, pues, se llame a engaño creyendo que con comulgar los nueve primeros viernes está seguro. Es menester, además, llevar buena vida; los nueve primeros viernes ayudan a llevarla buena hasta el fin.

OBJECIÓN:
¿Cuál es el origen y el significado del rosario? ¿A qué viene ese mecanismo con que los católicos poco instruidos cuentan sus oraciones por las sartas de los rosarios? Porque Jesucristo condenó eso ciertamente cuando dijo: “Al orar, no habléis mucho, como hacen los paganos” (Mat VI, 7).
RESPUESTA:
El objeto principal de la devoción del rosario es hacer que los fieles mediten en los misterios de nuestra redención. Los misterios son quince: la Anunciación, la Visitación, el Nacimiento, la Purificación, el encuentro del Niño en el templo, la Oración del huerto, la Flagelación, la Coronación de espinas, la Cruz a cuestas camino del Calvario, la Crucifixión, la Resurrección, la Ascensión, la venida del Espíritu Santo, la Asunción y la Coronación de la Santísima Virgen. 
En estos quince misterios puede decirse que está contenido todo el Evangelio. Los católicos, mientras rezan un Padrenuestro y diez Avemarias en cada misterio, meditan suavemente hasta empaparse en el espíritu de estos misterios salvadores. Desde el siglo IX al XII, los sacerdotes de las Ordenes monásticas decían misa por los hermanos difuntos, mientras que los legos recitaban cincuenta salmos o cincuenta Padrenuestros. 
En el siglo XII ya se usaba dividir en grupos de diez las cincuenta Avemarias que entonces rezaban. Las sartas del rosario ayudan notablemente para no distraerse, y para este fin fueron introducidas ya entonces. Se considera a Santo Domingo como reglamentador del rosario en su forma actual, quien introdujo, además, la práctica de meditar en los misterios.
Lo que Jesucristo condena en el pasaje arriba citado es aquella elocuencia verbosa con que los paganos pretendían doblegar la voluntad de los dioses y hacerles que hicieran lo que les pedían (Séneca, Epist 31, 5; Marcial 7, 60). Ya dijo San Agustín, comentando este pasaje, que “los gentiles eran los que hablaban mucho, fijándose más en la retórica con que adornaban sus plegarias que en la limpieza de sus almas”
Jesucristo mismo quiso enseñar a orar a sus apóstoles, y para ello les dio la más sublime de todas las oraciones: el Padrenuestro (Mat VI, 9-15). También se propuso el Señor con estas palabras condenar a los fariseos, a quienes les “gustaba orar en pie en las esquinas de las plazas para ser vistos de los hombres” (Mat VI, 5). “Con ese género de oración honraban a Dios con los labios, pero estaban lejos de El con el corazón” (Mat XV, 8; Isaí XXIX, 13). 
Es falso que Jesucristo condenase las repeticiones en la oración. El mismo, en el huerto de los Olivos, repitió tres veces la misma oración (Mat XXVI, 39, 42, 44), y dio vista al ciego que no hacía más que repetir la misma súplica (Mat XX, 31). En uno de los salmos más hermosos, el 135, se repite veintisiete veces la misma antífona: “Porque su misericordia (la de Dios) es eterna”; y los ángeles en el cielo no cesan de repetir día y noche esta alabanza: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, el cual era, el cual es y el cual ha de venir” (Apoc IV, 8).
No siempre implica mecanismo la repetición de una oración. Un pianista de fama mundial, digamos Paderewski, puede repetir el mismo concierto veinte veces, siempre con la misma ejecución y con el mismo efecto de placer en los oyentes; un actor renombrado puede repetir su papel noche tras noche, y el teatro estará rebosante siempre de espectadores. Una madre se pasa las horas muertas diciendo y repitiendo las mismas ternezas a su niño, sin que ponga en la última expresión menos afecto que en la primera. Pues ¿por qué se va a acusar a los católicos de repetir una y otra vez el Padrenuestro y el Avemaria, como si repitiesen mecánicamente esas palabras hermosas, tomadas casi en su totalidad de la misma Escritura?

OBJECIÓN:
¿Qué cosa es la devoción de las Cuarenta Horas?
Es una devoción que tiene por objeto honrar a Jesucristo Sacramentado. Los fieles oran delante del Santísimo, que está expuesto cuarenta horas continuas en memoria de las cuarenta horas que estuvo el Cuerpo de Cristo en el sepulcro. Se empieza y se termina con una misa solemne, en la cual se tiene una procesión con el Santísimo Sacramento, y se cantan las letanías de los santos.
Tuvo origen en Milán a principios del siglo XVI, y su fin, según nos dice Paulo III (1543-1539), era “aplacar la ira de Dios, ofendido por los cristianos, y desbaratar las maquinaciones de los turcos, que se estaban armando para destruir la cristiandad”
En Roma popularizaron mucho esta devoción San Felipe Neri y San Ignacio, que recomendaban su observancia como un acto de reparación de los pecados cometidos durante los días de Carnaval. Hoy día se encuentra ya esparcida por todo el mundo católico.

BIBLIOGRAFIA
Arratibel, Manual de las Cuarenta Horas
Alcañiz, La devoción al Sagrado Corazón
Id. El Reinado del Sagrado Corazón, ideal de la juventud.
Getino, Origenes del Rosario.
Estebañez, La gran Promesa del Corazón de Jesús.
Grignon, El Secreto admirable del Santo Rosario.
Meschler, Jardín de Rosas de Nuestra Señora.
Tejada, La gran revelación del Sagrado Corazón.
Oraá, El Sagrado Corazón de Jesús.

LOS SANTOS. SUS IMÁGENES Y RELIQUIAS. RELIQUIAS DE LA CRUZ. PEREGRINACIONES.

OBJECIÓN:
¿Por qué rezan los católicos a la Virgen y a los santos? El unico Mediador entre Dios y los hombres es Jesucristo (I Tim. II, 5). El es también el único Abogado con el Padre (I Juan II, 1). 
RESPUESTA:
La Doctrina de la Iglesia sobre la invocación de los santos fue resumida así por el Concilio de Trento: “Los santos que ahora reinan con Jesucristo ruegan a Dios por los hombres. Es bueno y provechoso invocarlos con preces y encomendarnos en sus oraciones e intercesión para que nos alcancen de Dios beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro único Redentor y Salvador. Los que condenan la invocación de los santos, que gozan de eterna bienaventuranza en el cielo; los que niegan que los santos pidan por nosotros; los que afirman que pedir a los santos que rueguen por cada uno de nosotros es idolatría, opuesto a la palabra de Dios y al honor debido a Jesucristo, único Mediador entre Dios y los hombres, esos tales son impíos” (sesión XXV). 
Los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo, abundan en pasajes donde se recomienda la práctica de encomendarnos en las oraciones de nuestros hermanos, especialmente cuando éstos son justos. Dios mandó a Abimelec que pidiese oraciones a Abraham: “El pedirá por ti, y tú vivirás” (Gén. XX, 7, 17). Gracias a los ruegos de Moisés, Dios miró con ojos de misericordia a los israelitas que habían pecado en el desierto (Salm. XV, 23). Dijo Dios a los amigos de Job: “Mi siervo Job pedirá por vosotros; Yo aceptaré su oración” (Job XLIII, 8). Finalmente, en las cartas de San Pablo vemos que el apóstol pedía constantemente a sus hermanos que rogasen a Dios por él (Rom. XV, 30; Efes. 6, 18; 1 Tes. V, 25).
¿No es absurdo pensar que el cristiano que en esta vida se esmeró en rogar caritativamente a Dios por sus hermanos va a perder todo interés por ellos una vez que sube al cielo y está delante del Omnipotente? La tradición cristiana nos dice todo lo contrario. Los santos, en el cielo, conocen mejor nuestras necesidades y los deseos que Dios tiene de despachar favorablemente sus súplicas. 
Oigamos a San Jerónimo: “Si los apóstoles y los mártires rogaban tanto por otros cuando aún estaban acá en la tierra y necesitaban rogar por sí mismos, ¿qué harán ahora en el cielo, seguros ya como están, pues han sido coronados por sus triunfos y victorias? Moisés, un hombre sólo, alcanza de Dios perdón para seiscientos mil hombres armados, y Esteban ruega por sus verdugos. ¿Serán acaso menos poderosos cuando estén con Jesucristo? San Pablo nos dice que sus oraciones en el navio salvaron a ciento setenta y seis tripulantes. Una vez muerto, ¿va a cerrar sus labios y no va a rogar por todos aquellos que acá y allá han creído en el evangelio, que él predicó? (Adv Vigil 6). 
Sabemos que los ángeles ruegan a Dios por los hombres (Zac I, 12-13).
Dijo el ángel Rafael a Tobías: “Cuando rogabas con lágrimas…, yo ofrecía tu oración al Señor” (Tob. XII, 12). El mismo Jesucristo nos dijo que los ángeles se interesaban por nosotros: “Se alegrarán los ángeles de Dios cuando un pecador haga penitencia” (Luc. XV, 10). En otro lugar nos manda que no escandalicemos a los niños, porque tienen ángeles que interceden por ellos en el cielo (Mat. XVIII, 10). Pues si los ángeles interceden por nosotros, con mayor motivo lo harán los santos, que están unidos con nosotros por el vínculo de la misma naturaleza humana, y por el vínculo sobrenatural de la comunión de los santos, tienen el mismo poder y el mismo privilegio. Esta doctrina sobre la intercesión de los santos puede verse desarrollada en los escritos de los Santos Padres, que la defienden unánimemente. No citaremos más que algunos testimonios.
Escribe San Hilario (366): “A los que hagan lo que está de su parte para permanecer fieles, no les faltará ni la vigilancia de los santos ni la protección de los ángeles” (In Ps 124). 
San Cirilo de Jerusalén (315-386): “Conmemoramos a los que han dormido en el Señor, a los patriarcas, a los apóstoles, a los mártires, para que Dios, por su intercesión, despache favorablemente nuestras peticiones” (Muys 5, 9).
San Juan Crisóstomo (344-407): “Cuando veas que Dios te castiga, no te pases al enemigo… Acude más bien a los amigos de Dios, a los mártires, a los santos y a los que le agradaron, porque éstos tienen ahora gran poder” (Orat 8; Adv Jus 6).
Los católicos estamos firmemente persuadidos de que el único Mediador es Jesucristo (I Tim II, 5), y el Concilio de Trento hace especial hincapié en esto al hablar de la invocación de los santos. La Iglesia católica enseña que el único que nos redimió fue Jesucristo, que murió por nosotros en la cruz y nos reconcilió con Dios, haciéndonos participantes de su gracia en esta vida y de su gloria en la otra. 
Ningún don divino nos puede venir si no es por Jesucristo y por su sagrada Pasión. Por tanto, nuestras oraciones todas, así como las de la Santísima Virgen y las de los ángeles y santos, tienen eficacia sólo por medio de Jesucristo. Lo que hacen los santos es unir sus plegarias a las nuestras. Ahora bien: esas plegarias no pueden menos de ser agradables a los ojos divinos, por la amistad íntima que los santos tienen con Dios. Sin embargo, la eficacia de esas plegarias está vinculada a los méritos del único Mediador. Nuestro Señor Jesucristo. 

OBJECIÓN:
¿Por qué adoran los católicos a las imágenes y oran delante de ellas? Dios prohibió las imágenes y demás obras de escultura (Exodo XX, 5). ¿No es cierto que los católicos suprimieron el segundo mandamiento, porque en él se prohibían las imágenes? ¿Por qué dividen los católicos los mandamientos de diferentes maneras?
RESPUESTA:
Es falso que los católicos adoren a las imágenes y se encomienden a ellas. 
Dice así el Concilio de Trento: “Las imágenes de Jesucristo, las de la Virgen Madre de Dios y las de otros santos deben ser guardadas en las iglesias, donde se les debe tributar especial honor y veneración; no porque creamos que haya en ellas divinidad o virtud alguna por la cual las debamos adorar o pedir favores, pues no queremos imitar en esto a los gentiles de la antigüedad, que ponían toda su confianza en los ídolos, sino porque al honrar a las imágenes honramos a los que las imágenes representan; de suerte que, cuando besamos la imagen o nos arrodillamos o descubrimos ante ella, adoramos a Jesucristo y veneramos al santo retratado en su imagen” (sesión XXV). 
Estas palabras son repetición de las del segundo Concilio de Nicea (787), que condenó a los iconoclastas orientales por decir que la reverencia tributada a las imágenes era obra del demonio y una nueva forma de idolatría. 
En cuanto al texto del Exodo, decimos que, aun cuando Dios hubiera prohibido a los judíos esculpir imágenes, esa prohibición no rezaba con los cristianos, pues la ley de Moisés quedó abrogada por la ley de Jesucristo (Rom. VIII, 1-2; Gál. III, 23-25). No hay maldad intrínseca en la escultura de imágenes. La ley eterna no puede ser abrogada jamás; siempre será pecaminoso “adorarlas y servirlas”. Sabemos que los judíos no interpretaron esa prohibición en sentido absoluto, pues vemos que tenían en el templo bastantes imágenes. Por ejemplo, tenían la serpiente de bronce (Núm. XXI, 9), el querubín de oro (III Rey. VI, 23), las guirnaldas de flores, frutos y árboles (Núm. VIII, 4), los leones que sostenían los lebrillos y el trono regio (III Rey. VII, 24) y el efod o vestidura sacerdotal (Jueces VIII, 27; III Reyes XIX, 13). 
Los judíos dispersos, a pesar del odio innato que tenían a la idolatría, decoraban sus cementerios con pinturas de pájaros, bestias, peces, hombres y mujeres. 
Los cristianos primitivos adornaban las catacumbas con frescos de Jesucristo, la Virgen y los santos, y describían en ellos escenas y pasajes de las Sagradas Escrituras. Entre estos frescos merecen especial mención Moisés, hiriendo la roca, el arca de Noé, Daniel en la cueva de los leones, el Nacimiento, la venida de los Reyes Magos, las bodas de Caná, la resurrección de Lázaro y Jesucristo, el Buen Pastor. Las estatuas escaseaban mucho, por la sencilla razón de que eran muy costosas y los cristianos eran pobres. Cuando la Iglesia salió triunfante de las catacumbas y empezó a esparcirse por la faz de la tierra, cobijando bajo su manto a todos, patricios y plebeyos, comenzó a decorar los templos con mosaicos de mucho precio, esculturas, pinturas y estatuas artísticas. 
Ahora bien: ninguno se atreverá a llamar idólatras a aquellos cristianos primitivos que daban gustosos su vida antes que consentir en adorar a los dioses del Imperio. La Iglesia no ha suprimido jamás el segundo mandamiento: lo que ha hecho es resumirlo abreviándolo en los catecismos para el pueblo, imitando en esto a la Biblia (IV Reyes XVII, 35), donde también se resume este mandamiento. El Antiguo Testamento nos dice que los mandamientos son diez (Exodo XX, 1-17; Deut V, 6-11), pero no da regla ninguna sobre la manera en que se han de dividir. 
Los católicos, siguiendo a San Agustín, comprenden en el primer mandamiento la idolatría y el culto falso, y en los mandamientos nono y décimo comprenden los pecados de lujuria y avaricia, respectivamente. 
En la división hecha por los protestantes no hay más que un mandamiento para los dos pecados de adulterio y robo; en cambio, ponen dos mandamientos para el culto falso. Esta división está basada en Filón, Josefo y Orígenes. 
Hablemos con claridad: los protestantes se hicieron iconoclastas por las ansias que tenían de incautarse de las múltiples obras artísticas encerradas en las iglesias católicas y en los monasterios. Los luteranos, en el continente, y los príncipes Tudores, en Inglaterra, confiscaron con gran alborozo todos los tesoros que poseía la Iglesia católica. No se movieron, pues, por religión, sino por avaricia. La religión ocupaba un lugar secundario. Lutero, por ejemplo, odíaba a las imágenes, porque creía falsamente que el pueblo las erigía para ganar méritos delante de Dios y para ejecutar obras buenas que él abominaba. Asimismo se propuso atacar a la Iglesia en un punto que le pareció vital. En realidad, nunca comprendió el carácter profundamente moral y religioso de la veneración de las imágenes ni su influencia consoladora que se reflejaba en las peregrinaciones de su tiempo.

OBJECIÓN:
¿No es superstición venerar las reliquias de los santos? ¿Qué eficacia pueden tener los huesos de hombres y mujeres ya difuntos, o los vestidos que llevaron cuando vivían?
RESPUESTA:
Según el Concilio de Trento, “solamente se ha de venerar a los santos cuerpos de los mártires y otros santos que ahora viven con Jesucristo —los cuales cuerpos fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo— y han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados; pero por estos cuerpos, Dios concede muchos beneficios a los hombres, de suerte que los que afirman que a las reliquias de los santos no se les debe honor ni veneración, o dicen que los fieles honran inútilmente a estos monumentos sagrados y visitan en vano los templos dedicados a su memoria para obtener su ayuda, esos tales son reos de condenación” (sesión XVI). 
Jamás ha dicho la Iglesia que la reliquia misma tenga virtud mágica de eficacia alguna curativa, sino que dice, apoyada en las Escrituras, que Dios se vale a veces de las reliquias para obrar milagros. Leemos en el Antiguo Testamento la veneración en que tenían los judíos a los huesos de José (Exodo XIII, 19; Josué XXIV, 32) y a los del profeta Eliseo, que resucitaron a un muerto (IV Reyes XII, 21). 
En el Nuevo Testamento leemos que una mujer enferma sanó con sólo tocar las vestiduras del Señor (Mateo IX, 20-21), que la sombra de San Pedro sanó a un enfermo (Hech V, 15-16) y que sanaban los enfermos al ser tocados por los pañuelos y delantales que habían tocado a San Pablo (Hech XIX, 12).
La veneración de las reliquias de los santos empezó, por lo menos, en el siglo II. Cuando los verdugos quemaron a San Policarpo, los discípulos del santo “recogieron sus huesos, más valiosos que las piedras preciosas y de quilates más subidos que los del oro refinado, y los colocaron en un lugar apropiado donde el Señor permite que nos juntemos con gozo y alegría para celebrar el aniversario de este martirio” (Mart. Polyc). 
Muchos Padres de la Iglesia, al mismo tiempo que anatematizaban la idolatría, ponían por las nubes el culto a las reliquias; entre otros, San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo, San Gregorio de Nisa, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo. 
Citemos sólo a San Jerónimo: “No damos culto ni adoramos ni nos inclinamos ante la criatura, sino ante el Creador; y si veneramos las reliquias de los mártires, lo hacemos para adorar mejor a Aquel por cuyo amor los mártires padecieron” (Ad Riparium 9).
Los católicos guardamos y veneramos todo aquello que perteneció a los santos, como la madre guarda y besa la trenza de cabello de su hijita difunta; como los norteamericanos guardan la espada de Jorge Washington, los españoles la de Carlos V y los hispanoamericanos las de San Martín y Bolívar. 
La Iglesia nunca ha declarado que esta o aquella reliquia es auténtica; lo que hace es vigilar cautelosamente para que en modo alguno se venere una reliquia cuya autenticidad no esté razonablemente probada. 
En último término, importa poco que la reliquia sea o no auténtica, ya que la reverencia es no para la reliquia material, sino para el santo. Véase cómo las naciones, después de la guerra europea, han levantado monumentos al Soldado Desconocido, para fomentar el espíritu de patriotismo. Tal vez el soldado a quien allí honran fue un cobarde y un canalla. La nación no le tributa honor a él en particular, sino a todos los soldados que murieron por la patria.

OBJECIÓN:
¿Qué pruebas históricas hay que nos convenzan de que Santa Elena encontró la misma cruz en que murió Nuestro Señor Jesucristo? ¿No es cierto que si se juntasen todas las reliquias que se dicen ser de la verdadera cruz, se podrían formar, por lo menos, trescientas cruces del tamaño de la original?
RESPUESTA:
No nos consta con toda certeza que Santa Elena misma descubriese la verdadera cruz; pero sabemos por muchos escritores contemporáneos que la verdadera cruz fue hallada a principios del siglo IV (327). 
San Cirilo de Jerusalén menciona este hecho en las catequesis que tuvo el año 347 en el sitio en que fue hallada (Cat 4, 10), y una inscripción del año 395 encontrada en Tixter de Mauritania habla de la “madera de la cruz”
Aunque Eusebio menciona el descubrimiento del Santo Sepulcro, nada dice del descubrimiento de la cruz. Sin embargo, en su Vida de Constantino (3, 39) inserta una carta del emperador a Macario, obispo de Jerusalén, en la que parece se alude a ella. Ciertamente, mencionan este hecho San Paulino de Nola, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, Sulpicio Severo, Sócrates y Sozomeno.
El año 335, Constantino erigió la basílica del Santo Sepulcro en el sitio mismo del sepulcro de Nuestro Señor, y los orientales celebraban la fiesta de su dedicación el 13 de septiembre. El leño de la verdadera cruz era venerado públicamente en Jerusalén, y de él tomaron fragmentos que enviaron a diversas partes de la cristiandad. 
San Paulino de Nola (353-431) envió una reliquia de la cruz a su amigo Sulpicio Severo, recomendándole que la conservase para que le sirviese de “protección en esta vida y de prenda para la vida eterna” (Epist 31). 
Rohault de Fleury, en 1870, después de hacer un detenido estudio sobre las reliquias de la cruz, halló que todas juntas no formarían más que dos quintos de un pie cúbico. Ahora bien: se calcula que en la cruz habría unos seis pies cúbicos de madera, más cinco octavos de pie cúbico. 

OBJECIÓN:
¿Que bienes pueden sacar los católicos de las peregrinaciones, si Dios está presente en todas partes? ¿O es que no se puede honrar a los santos si no es viajando kilómetros y más kilómetros, para visitar sus santuarios? ¿No nació más bien esta idea del concepto pagano de que el dios no tiene poder más que en ciertos lugares, como leemos en el libro primero de los Reyes, cap. 20, v. 23?
RESPUESTA:
No cabe duda de que las peregrinaciones son algo que pide el corazón humano, pues las hallamos en todas las edades y en todas las naciones. Era y es costumbre entre los paganos visitar los lugares donde el supuesto dios nació o murió, o donde se dice que tienen lugar milagros y otras maravillas. Los egipcios consultaban el oráculo de Ammón en Tebas, como los griegos acudían al oráculo de Apolo en Delfos, o esperaban ser curados mientras dormían en el templo de Asclepio. El budista aún va a Benares, y el mahometano a la Meca. 
Sabemos de sobra los católicos que Dios está en todas partes. Ya notó San Jerónimo que “las puertas del cielo están abiertas lo mismo para los habitantes de Jerusalén que para los de Bretaña”. Pero ya que Jesucristo se dignó santificar los confines de Palestina con su presencia, sus milagros sin cuento y su sagrada Pasión, los cristianos de todo el mundo han sentido siempre una devoción especial a estos Santos Lugares, y han acudido a ellos en peregrinación. 
Este mismo espíritu de devoción los mueve a visitar tantos otros santuarios de la Virgen y de los santos y mártires, como lo testifican Roma, Loreto, Lourdes, Santiago de Compostela, Guadalupe y otros lugares no menos célebres. Nadie negará que Dios se ha complacido en obrar muchos milagros en estos santuarios y ha concedido favores sin número, tanto espirituales como temporales, a los peregrinos que han acudido con espíritu de fe y devoción. El resultado de esas peregrinaciones ha sido, en general, excelente, pues ellas han motivado muchas confesiones, muchas comuniones y muchas preces y oraciones.
Sabemos por la Biblia que Elcana y Ana iban todos los años a orar a Silo (1 Rey 1, 3) y que Nuestro Señor Jesucristo tomaba parte en las peregrinaciones anuales que los judíos hacían a Jerusalén (Luc II, 41). Aquellas discípulas de San Jerónimo, las santas Paula y Eustaquia, escribieron desde Jerusalén a Marcela, que estaba en Roma, rogándola que imitase el ejemplo de tantos cristianos que iban por devoción a visitar los Santos Lugares. 
San Juan Crisóstomo ensalza la piedad de los cristianos “que visitaban los lugares donde habían vivido los santos”, y afirmaba que si no fuera por sus muchas ocupaciones, visitaría gustoso la ciudad de Roma para entrar a ver la cárcel donde había estado preso San Pablo (In Eph Hom 8). 
San Agustín nos habla de los milagros que tenían lugar en los santuarios de los santos Gervasio y Protasio (Epist 87). 
Aparte de la devoción y de otros bienes espirituales, las peregrinaciones o romerías trajeron consigo muchos bienes materiales. Gracias a ellas se levantaron en la Edad Media ciudades de importancia, se construyeron caminos de gran servicio, se fomentaron las relaciones entre países distintos, ampliándose así los conocimientos geográficos; se fundaron Ordenes religiosas, como los caballeros de San Juan y los Templarios, y, finalmente, libraron del mahometismo a Europa con las Cruzadas. Claro está que como lo malo sigue siempre de cerca a lo bueno, entre tantos bienes no faltaron algunos males. 
San Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, y Erasmo en el siglo XVI, nos hablan de los abusos que a veces se cometían con motivo de una peregrinación; pero eso no quita para que las peregrinaciones en sí fuesen buenas. Erasmo dice así en el coloquio 35: “Yo no disuadiría a ningún peregrino que se mueva a serlo por motivos piadosos”.

Bibliografia
Apostolado de la prensa, Santos y santones.
Aracil, Santa Elena, en Tierra Santa. 
Bayle, Santa María en Indias.
Eguia, Los Santos
G. Villada, Rosas de martirio.