LA SOCIEDAD FAMILIAR ANTE EL ESTADO

Tres son las sociedades necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en el seno de las cuales nace el hombre: dos sociedades son de orden natural, la familia y el Estado; la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural.
La familia es sociedad instituida inmediatamente por Dios para su fin específico, que es la procreación y educación de la prole. Tiene, por ello, prioridad de naturaleza y, por consiguiente, prioridad de derechos respecto del Estado.
Pero la familia es sociedad imperfecta, puesto que no posee en sí misma todos los medios necesarios para la perfecta consecución de su fin propio. En cambio, el Estado es una sociedad perfecta, por tener en sí mismo todos los medios necesarios para su fin propio, que es el bien común temporal. Desde este punto de vista, pues, o sea en orden al bien común, el Estado tiene preeminencia sobre la familia, que sólo dentro del Estado alcanza su conveniente perfección temporal.
El Estado debe respetar a la sociedad familiar y está obligado a ayudarla, singularmente creando en torno suyo el ambiente moral y social que le permita cumplir su misión propia.
La familia es el principio y el fundamento de la sociedad civil y, por consiguiente, del Estado. Como que es la fuente perenne de donde mana la vida, el hogar en que se forja el hombre, luego ciudadano y, en fin, la célula vital del pueblo.
Su origen es divino. No sólo el de la primera pareja creada por Dios. También el de los sucesivos matrimonios, o por mejor decir, el del matrimonio mismo en cuanto institución. Las prerrogativas fundamentales de la familia han sido determinadas por el Creador.

LA PATRIA POTESTAD
Dios comunica de modo inmediato a la familia, en el orden natural, la fecundidad, principio de vida y, por tanto, principio de educación para la vida, y la autoridad, principio de orden.
Es falso, por tanto, pretender que el matrimonio sea un contrato civil y la sociedad doméstica una institución meramente convencional que reciba su autoridad del derecho positivo. Y falso también que la ordenación jurídica del matrimonio competa libremente a la autoridad civil y que ésta pueda legislar acerca del vínculo conyugal y sobre su unidad y estabilidad; establecer impedimentos dirimentes, sancionar el divorcio y asumir para sí las causas matrimoniales. El Estado debe respetar la autoridad, así legislativa como jurisdiccional, de la Iglesia acerca del matrimonio.
La familia forma una unidad en varios órdenes: económico, jurídico, moral y religioso. Tiene su gobierno propio, que corresponde al padre, cuya autoridad deriva de la autoridad del Padre celestial y que ejerce de modo incoercible sus derechos, que son, a la vez, deberes, respecto de sus hijos. Nadie puede arrebatar a los padres, sin grave ofensa del derecho, la misión que Dios les ha encomendado de proveer al bienestar temporal y al bien eterno de la prole.
Es errónea, por tanto, cualquier concepción del Estado que entregue a éste la autoridad sobre los hijos de familia, pretextando que las generaciones jóvenes le pertenecen. Y es falsa también la tesis que, aun respetando las prerrogativas paternas, no las reconoce como derechos naturales y las hace derivar y depender de la ley civil.
El unánime sentir del género humano repudia la idea de que la prole pertenezca al Estado por el hecho de que el hombre nazca ciudadano. Para ser ciudadano el hombre debe existir, y la existencia no se la da el Estado, sino los padres. Son los hijos como algo del padre, una extensión, en cierto modo, de su persona, y, hablando con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil por si mismos, sino a través de la familia en cuyo seno han nacido.
La patria potestad, en consecuencia, es de tal naturaleza, que no puede ser suprimida ni absorbida por el Estado, porque tiene el mismo principio que la vida misma del hombre.

LA MISIÓN EDUCATIVA
La familia recibe, también de modo inmediato, del Creador la misión y, por tanto, el derecho de educar la prole; derecho irrenunciable por estar inseparablemente unido a una estricta obligación; y anterior a cualquier otro derecho del Estado y de la sociedad y, por lo mismo, inviolable por parte de toda potestad terrena.
Pío XII dedica una encíclica, la Divini illius Magistri, a la educación cristiana de la juventud. Sigue, en punto a principios, a Santo Tomás y recoge lo fundamental del magisterio de León XIII. Sólo un capítulo de ella cae en el terreno de esta recopilación, el relativo a la misión educadora; a él se ciñe la exposición presente.
La educación no es obra de individuos, es obra de la sociedad, y, por abarcar a todo el hombre, como persona y como miembro de la sociedad, y así en el orden de la naturaleza como en el de la gracia, pertenece la educación a las tres sociedades necesarias, familia, Iglesia y Estado, en una medida proporcionada, que corresponde, según el orden presente de la providencia establecido por Dios, a la coordinación jerárquica de sus respectivos fines.
Sobre la misión educativa de la familia hay que añadir que el derecho de los padres a educar sus hijos no es absoluto ni despótico, porque está subordinado al fin último de éstos y a la ley natural y divina, por lo cual ese derecho comporta la obligación correlativa de que la educación de la prole se ajuste al fin para el cual Dios les ha dado los hijos; que el deber educativo de la familia comprende no sólo la formación religiosa y moral, sino también la física y la civil; y, en fin, que para aquello que no puedan los padres enseñar por si mismos deben delegar su misión educativa en el maestro, siempre que la escuela reúna los requisitos que garanticen una cristiana educación.

MISIÓN EDUCATIVA DE LA IGLESIA
Pertenece la educación de un modo supereminente a la Iglesia por dos títulos de orden sobrenatural, superiores a cualquier otro de orden natural. Es el primero la expresa misión docente y la suprema autoridad de magisterio que le fueron conferidas por su divino Fundador. El segundo, la maternidad sobrenatural, por virtud de la cual la Iglesia engendra y alimenta a sus hijos en la vida divina de la gracia.
En el ejercicio de su misión educadora, la Iglesia es independiente de todo poder terreno; por ser sociedad perfecta con derecho a elegir los medios más idóneos, y porque toda enseñanza tiene una relación necesaria de dependencia con el fin último del hombre.
Esta misión educativa no sólo se refiere al objeto propio de su magisterio, la fe y las costumbres, el cual, por beneficio divino, está inmune de todo error, sino que alcanza al conjunto de las disciplinas y enseñanzas humanas que son patrimonio común de todos. Por esto la Iglesia fomenta la literatura, la ciencia y el arte, en cuanto son útiles para la educación cristiana de las almas.
Es, además, su derecho inalienable, y, a la vez, su inexcusable deber, vigilar la educación que se dé a los fieles en cualquier institución pública o privada, no sólo en lo referente a la enseñanza religiosa, sino en cualquier disciplina y plan de estudios, por la conexión que éstos puedan tener con la religión y la moral.
Por lo que toca a la extensión de la misión educativa de la Iglesia, ésta abarca a todos los pueblos, sin limitación alguna de tiempo o lugar, y comprende no sólo a los fieles en cuanto súbditos suyos, sino también a los infieles, ya que todos los hombres están llamados a conseguir la salvación eterna.
Esta supereminencia educativa de la Iglesia concuerda perfectamente con los derechos de la familia y del Estado, porque el orden sobrenatural no destruye ni menoscaba el orden natural, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona.

MISIÓN EDUCATIVA DEL ESTADO
El primado de la Iglesia y de la familia en la función educativa no implica daño alguno para los genuinos derechos del Estado en este orden.
Estos derechos le están atribuidos al Poder civil por el mismo Autor de la naturaleza en virtud de la autoridad que el Estado tiene para promover el bien común temporal, que es su fin específico.
En materia educativa, el Estado tiene el derecho y la obligación de tutelar con su legislación el derecho antecedente de la familia y de respetar el de la Iglesia. Y es también misión suya suplir, por razón del bien común, la labor de los padres en los casos en que falte por dejadez, incapacidad o indignidad.
Es, asimismo, función del Estado garantizar la educación moral y religiosa de la juventud, removiendo los obstáculos que la estorben, y promover su instrucción general, sea favoreciendo y ayudando las iniciativas de la Iglesia y de las familias, sea completando la labor de ellas cuando fuese insuficiente. Dado que posee el Estado mayores medios, puestos a su disposición para las comunes necesidades de todos, es justo que las emplee en provecho de aquellos de quienes proceden.
Por último, puede el Estado exigir y debe procurar la formación ciudadana de sus súbditos y aun reservarse la creación de escuelas preparatorias para sus funcionarios y especialmente para el ejército.
La condición general que se impone al Estado en el desarrollo de toda esta vasta función educadora es que respete los derechos naturales de la Iglesia y de la familia y que observe la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo.
Dedúcese de lo expuesto que es injusto todo monopolio estatal en materia de educación que fuerce física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos a la escuela del Estado, contrariando sus legítimas preferencias. Y que es pernicioso abuso de los nacionalismos configurar militarmente la educación física de los jóvenes exaltando el espíritu de violencia y substrayéndolos al santuario de la vida familiar.

EL ESTADO

El Estado, o sea la sociedad jurídicamente organizada bajo una autoridad soberana, no es ninguna abstracción. Es una entidad viva, emanación normal de la naturaleza humana. Es, además, una sociedad necesaria, con necesidad de medio, para la propia vida humana, en cuanto forma de unidad y de orden entre los hombres. La familia, fuente de vida, y el Estado, tutor del derecho, son las dos columnas que sostienen la sociedad.
Tiene sus raíces en el orden de la Creación, y es por ello uno de los elementos constitutivos del derecho natural. Dicho de otro modo, se funda en el orden moral del mundo. Pero si su origen trascendente está en Dios, el próximo o inmediato se encuentra en el hombre y en la sociedad. De aquí que su fin último sea servir a la persona humana, directamente o a través de la sociedad, entendida en su sentido más amplio.

MEDIO Y NO FIN
Se puede repetir en este punto lo que queda dicho acerca de la sociedad civil, a saber: que el Estado es medio y no fin de sí mismo. Como también que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. El Estado, el Poder político, ha sido establecido por el supremo Creador con el designio de facilitar a la persona humana su perfección física, intelectual y moral, y para ayudarle, además, a que consiga su fin sobrenatural. No debe ser su único objetivo obtener la prosperidad y el bienestar públicos, pero sí el primordial, el preferente. Los gobiernos deben consagrar su principal preocupación a crear los medios materiales de vida necesarios para el ciudadano.
El modo como ordinariamente el Estado contribuye a los fines de la persona es a través de la comunidad, sirviendo al bien común. Por eso, en cierto modo, puede decirse que el fin del Estado es, a la vez, la persona individual y la colectiva. Su imperio debe ponerse a un tiempo al servicio de la sociedad y al del individuo. Su función, su «magnífica función», consiste en favorecer, ayudar, promover la cooperación activa de sus miembros en orden al bien de la comunidad. Los verbos que se emplean para expresar las funciones del Estado están escogidos por los Papas con sumo cuidado. Véase en este otro pasaje: el Estado tiene esta noble misión: reconocer, regular y promover en la vida nacional las actividades de los individuos y dirigir estas actividades al bien común, definido éste en función con el perfeccionamiento natural del hombre. El Estado no puede absorber ni suplantar a la sociedad ni a la persona.
Se produce en el funcionamiento del Estado como una corriente que circula del individuo a la colectividad, para refluir de nuevo sobre el individuo. Toda su actividad está como presidida por este designio: la realización permanente del bien común en la sociedad, mirando siempre a la persona.

PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
Las funciones del Estado son concurrentes con las de otras sociedades intermedias y son subsidiarias de éstas. Veamos cómo se entiende este «principio de subsidiaridad», que, viene determinado por el bien común como objetivo de la actividad del Estado.
El bien común dijérase que es como el sistema de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de su vida, así económica como profesional, intelectual y religiosa, en tanto en cuanto no basten o no alcancen a conseguirlas las energías de la familia y los esfuerzos de otras sociedades a las que corresponde una precedencia «natural» sobre el Estado y en cuanto no correspondan a la Iglesia, sociedad universal deparada por la voluntad salvífica de Dios al servicio de la persona humana, y singularmente de sus fines religiosos.
El Estado, por tanto, no puede ser una omnipotencia opresora de las autonomías legítimas. Su misión no es la de asumir directamente las funciones económicas, culturales o sociales que pertenecen a otras competencias. Su misión está en coordinar y orientar los esfuerzos de todos al fin común superior. Por eso, debe reconocer una justa parte de autonomía y de responsabilidad a cuanto represente en el país un poder efectivo y valioso.
Crece la importancia de esta doctrina a medida que se extienden, de día en día, las atribuciones del Estado en todos los campos: en el social, en el técnico, en el económico. Nadie pone hoy en duda la necesidad de ensanchar su campo de acción para el mejor servicio del bien colectivo, como tampoco la precisión de acrecer sus poderes. Pero esta ampliación creciente de las funciones del Estado sólo se hará sin daño ni peligro si se tiene una apreciación justa del fin del Estado y del carácter supletorio de una parte de sus funciones con relación a las demás sociedades.
La misión del Estado, en resumen, el bien común de orden temporal, consiste en una paz y seguridad de las cuales puedan disfrutar las familias y los individuos en el libre ejercicio de sus derechos; y en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible; todo ello mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos. La función de la autoridad política del Estado es, pues, garantizar y promover, pero nunca absorber a la familia y al individuo o suplantarlos.

ESTATOLATRÍA
Incompatible con este concepto cristiano de la misión del Estado es cualquier suerte de totalitarismo o estatolatría que diviniza al Estado considerándole como fin de sí mismo, al que hay que subordinarlo todo y como suprema norma, fuente y origen de todos los derechos. Tales doctrinas, que tienen su viciada raíz en la negación del origen trascendente del Estado, pervierten y falsifican el orden natural y han sido causa de males inmensos para los pueblos.
No hay que decir que se desvía igualmente del pensamiento católico la tesis comunista, según la cual el Estado y su poder no son sino el medio, el instrumento más eficaz y más universal para conseguir el objetivo comunista de la subversión social.

LA SOCIEDAD CIVIL

Es de tradición en la doctrina católica distinguir entre sociedad y Estado. La sociedad civil se identifica con la colectividad humana y encierra en su seno un conjunto de sociedades. El Estado es una de ellas; encuentra sus límites en su ámbito territorial y en su naturaleza jurídica; se integra, a su vez, por otras sociedades que no debe absorber: familias, municipios, corporaciones económicas o culturales…; y coexiste con una sociedad universal, de naturaleza distinta, que es la Iglesia. Por su parte, está, en cierto modo, subordinado a la Comunidad de las Naciones, que agrupa el conjunto de los Estados.
El hombre es sociable por naturaleza, nace inclinado a la unión con sus semejantes. La unión de los hombres forma la sociedad civil, que es una comunidad nacional. Tal es el designio de Dios, autor de la Naturaleza. El manda que los hombres vivan en sociedad, y los hombres nacen ordenados para ello. Es, pues, falsa la idea roussoniana que coloca la causa eficiente de la comunidad civil en la libre voluntad de cada uno de los hombres, fingiendo que éstos, por propio consentimiento, ceden algo de su derecho y de su libertad para formarla.
La vida social, en sí misma, posee un carácter absoluto, que se halla por encima del mudar de los tiempos. Sus normas básicas, las últimas, lapidarias y fundamentales normas de la sociedad, son inmutables y no dependen tampoco del arbitrio humano. Nunca, por tanto, podrán ser abrogadas con eficacia jurídica por obra del hombre.
El principio creador de la sociedad humana y, a la vez, su elemento de conservación es el bien común, el cual, por lo mismo, se erige en la ley primera y última de toda sociedad.
La sociedad humana posee una unidad orgánica interna. No es una masa de individuos sin cohesión, ni tampoco una máquina que funcione por puro automatismo. Se concibe, por el contrario, como un cuerpo crecido y maduro, que tiende, bajo el gobierno de la Providencia y mediante la colaboración de los diversos órganos que la forman, a conseguir los eternos fines de la civilización humana. Por eso, su unidad esencial respeta las diferencias naturales de sus elementos constitutivos, diferencias que la enriquecen, formando dentro de ella varios órdenes que son diversos en dignidad, en poder, en derechos, que mutuamente se necesitan y que juntos conspiran al bien común. En una palabra, la noción de sociedad comporta la de jerarquía; es una ordenación en que las cosas ínfimas alcanzan sus fines a través de las intermedias, y éstas por medio de las superiores. Todo este vasto sistema, en fin, implica la existencia de un ordenamiento jurídico en vital conexión con el genuino orden social.

SOCIEDAD Y PERSONA
Pero la sociedad es medio, y no fin, con relación a la persona humana. Es éste un punto sumamente grave de la buena doctrina. La sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que el hombre la busque como fin último, sino para que, en ella y por medio de ella, posea los medios eficaces para alcanzar su propia perfección. Por eso, toda autoridad social es, por naturaleza, subsidiaria; debe servir de sostén a los miembros del cuerpo social y no absorberlos. La sociedad es para el hombre y no el hombre para la sociedad.
Siendo un medio la sociedad, su fin es servir al hombre para que alcance el suyo propio. El desarrollo de los valores personales del hombre completo, el pleno desenvolvimiento de la persona, éste es el fin supremo de toda la vida social. El bienestar material, la perfección de la virtud moral e indirectamente la salvación eterna de los hombres: he aquí los objetivos de la comunidad civil. Y el supuesto previo a ellos es la paz social, esto es, la tranquilidad del orden público, que hace posible la convivencia.
Opuesta per diametrum a este concepto social cristiano es la concepción materialista de la sociedad, que la imagina como un gigantesco artefacto para la producción de bienes por medio del trabajo colectivo y que subordina toda autoridad social al estímulo único de la utilidad o del interés. Como que se corresponde con un concepto pagano de la vida humana, que no asigna a ésta otra finalidad que el disfrute de los bienes terrenales.

SOCIEDADES INTERMEDIAS
El Estado no se alza sobre los individuos como un monolito en un desierto de arena. Entre el individuo y el Estado existen sociedades, cuerpos, instituciones, que aquél debe respetar. El primero, !a familia, como sociedad anterior al Estado y que posee su esfera de vida propia e intangible. Pero también las corporaciones públicas, ya sean locales o profesionales, y las asociaciones culturales y las ideológicas tienen su derecho a existir y deben ser reconocidas por el Estado y respetadas, cuando no estimuladas y apoyadas por él.
Esta es la esencia de la doctrina corporativa de la Iglesia, basada en el principio de subsidiaridad de que arriba se ha hecho mérito. Si es cierto que aquello que pueden hacer los individuos por sus propias fuerzas no se debe entregar a la comunidad, análogamente debe reservarse para las agrupaciones «menores» y de orden inferior aquello que puedan ellas realizar en la órbita de su competencia y no atribuirlo todo a las superiores y más amplias. El bien común, con miras al cual fue establecido el poder civil, culmina en la vida autónoma de las personas, así individuales como morales o colectivas. Por eso no se compadece con esta doctrina el carácter fuertemente centralizador de las naciones modernas, que reduce en exceso las libertades congénitas de individuos y de colectividades.
Más en particular, la Iglesia recomienda que en el seno de la nación crezcan y se desarrollen así las entidades municipales como los cuerpos profesionales que coordinan los intereses de esta clase. Unos y otros facilitan al Estado la gestión de los asuntos públicos, pues tienden al bien común del propio Estado. Si éste se atribuye y apropia iniciativas que deben ser privadas, no sólo será en daño del derecho de éstas, sino también en detrimento del bien público.

GRUPOS DE PRESIÓN
Ya se entiende que, asimismo, por el otro extremo se puede pecar, o sea cuando los cuerpos de que se habla, y singularmente los que agrupan y representan intereses profesionales o económicos, se hacen con exceso prepotentes y abusan de su fuerza, anteponiendo sus intereses parciales al bien general. Es éste un peligro grande del momento presente, dado el desarrollo y poderío que alcanzan así los sindicatos patronales y obreros como los grandes «trusts» y consorcios de carácter económico. Unos y otros, con frecuencia, se convierten en grupos de presión y hacen fuerza a los fueros de la autoridad y a los derechos del Estado. Si los responsables de estos organismos, al ensanchar sus horizontes, rompen las perspectivas nacionales, si no aciertan a supeditar lealmente sus intereses y aun su prestigio a lo que piden la justicia y el bien público, paralizan el ejercicio del poder político y comprometen, a la postre, la libertad y los derechos de aquellos a quienes pretenden servir.

FUNDAMENTOS DEL ORDEN SOCIAL Y POLÍTICO

La sociedad y el Estado se asientan sobre cimientos no puramente humanos, sino divinos. Estos son religiosos, morales y jurídicos.
La pretensión de que no existe vínculo alguno entre el hombre o el Estado y Dios, Creador y legislador supremo, es totalmente contraria a la naturaleza. Como lo es la creencia de que sea lícito en la vida política apartarse de los preceptos divinos y legislar sin contar con ellos.
Este es el más grueso error del liberalismo filosófico, del cual derivan luego, en cadena, una parte de los errores socialistas y comunistas y los totalitarios.
La religión —lazo que liga al hombre con Dios— es esencial e inexcusable para vincular a los hombres entre sí, formando la sociedad civil; y lo es para sustentar la autoridad y asegurar la paz social y el bienestar público. No bastan los lazos puramente humanos para sujetar a los hombres en comunidad, y menos para rendirlos a obediencia. Si la relación de hombre a hombre tiene que pasar por Dios, más aún la de súbdito a soberano.
Deleznable asiento el de una vida social que se apoye sobre fundamentos puramente terrenos y fíe su autoridad a la fuerza externa. Sólo la religión impone con máxima autoridad a los gobernantes la medida de su poder y a los ciudadanos la sumisión a la autoridad y la obediencia a la ley.
Por la violencia del poder se sujetan los cuerpos, mas no los espíritus; y el miedo es débil fundamento para la sujeción; pues, si los amedrentados esperan escapar impunes, se levantan contra los gobernantes con mayor furia. Es la historia de muchas revoluciones. Ningún poder coercitivo del Estado, como ningún ideal puramente terreno, podrá sustituir por mucho tiempo a los profundos estímulos de la fe en Dios, que lleva al acatamiento de la autoridad que manda en su nombre. Sólo este apoyo moral, que viene de lo eterno, de lo divino, es capaz de domeñar la libérrima voluntad humana.
La obediencia absoluta al Creador se extiende a todas las esferas de la vida, y, al exigir la conformidad de todo orden moral con la ley divina, pide también la adecuación de los ordenamientos humanos, mudables y contingentes, al ciclópeo sistema de los inmortales ordenamientos divinos.

LOS PRINCIPIOS ÉTICOS
Sobre el cimiento religioso del Estado se asienta su fundamento moral. Se trata ahora de los vínculos éticos, no religiosos ni jurídicos, que ligan a los hombres dentro del orden social, determinando el conjunto de sus deberes, y que forman, a la vez, la trabazón intrínseca de este orden.
Existe una norma universal de rectitud moral que se aplica a la vida política, un sistema de principios éticos universales que obligan a súbditos y gobernantes; una ley moral, en fin, que preside el desenvolvimiento de la conducta humana, según conciencia.
La concepción materialista de la sociedad y del Estado niega abiertamente la existencia de esta norma moral universal y se satisface con un ordenamiento jurídico, no hay que decirlo, de origen puramente humano y positivo. El orden político, al decir de esta doctrina, excluye toda consideración ética, y, por tanto, según ella, la vida individual no está ligada con la social por vínculo moral ninguno.
La verdad es la contraria. El Estado no escapa al orden moral que rige al mundo; y son los conceptos de deber, virtud y conciencia los que sostienen su autoridad, más que la severidad de las leyes o la amenaza de los castigos. Por eso, la razón demuestra y la historia confirma que la libertad, la prosperidad y la grandeza de un Estado se hallan en razón directa de la moral de sus ciudadanos y de sus gobernantes.

MORAL RELIGIOSA
Se trata, claro está, de una moral fundada en la religión, sobre la fe en Dios, genuina y pura; sobre la ley eterna y las leyes divinas positivas. Se trata de una doctrina moral objetiva que obedece a directrices eternas; se trata de un orden de convivencia que se halla en relación de dependencia con la verdad, la justicia y la solidaridad humana.
No basta, como otros quieren, la llamada moral «independiente», apariencia de moral, puramente civil, que lleva a hacer de la propia voluntad del hombre la ley de sí mismo, por lo cual, bajo pretexto de libertad, le concede una licencia ilimitada. Tampoco sirve una moral hedonista o utilitaria, según la cual las normas éticas emanarían de la «razón de Estado», o bien del sistema económico subyacente, olvidando que el orden moral debe insuflar su espíritu así a la política como a la economía social. Ni sirve, en fin, una moral seudo-patriótica, por la que lo bueno o lo malo en la conducta humana depende de que se haga o no por amor a la patria y en su obsequio.
No. La moral que sirve de base al Estado es la que tiene su fuente en la religión. Y el intento de separarla de la base granítica de la fe para reconstruirla sobre la arena movediza de normas convencionales, por puramente humanas, conduce, pronto o tarde, así a los individuos como a las naciones, a la decadencia moral y, tras de ésta, a la subversión social y a la anarquía.

LA JUSTICIA Y EL DERECHO
Siguiendo el símil de la construcción de un edificio, enteramente apropiado, sobre el doble cimiento religioso y moral, la edificación de la sociedad y del Estado requiere un tercer suelo: el jurídico, que se refiere a las normas que rigen la convivencia entre los hombres y las relaciones entre la autoridad y los súbditos, no en nombre de la religión ni de la moral, sino en nombre de la justicia.
La civilización se apoya en las leyes inmutables del derecho y de la justicia, y el primado de éstas es el fundamentó más firme de los Estados.
Este derecho de que se habla, apenas hay que decirlo, emana a su vez de la religión y de la moral. El ordenamiento jurídico no es, no debe ser otra cosa que una refracción externa del orden social querido por Dios; por eso no se pueden desgajar los fundamentos del derecho de la verdadera fe en Dios y de las normas de la revelación divina.
Yerran, por tanto, quienes quieren ponerlos en otra parte: el positivismo jurídico, que, separando el derecho de la moral, atribuye una majestad engañosa a leyes puramente humanas; el utilitarismo, que entiende por derecho lo que es útil para la nación; y toda suerte de materialismos, ya pongan la raíz del derecho en la propia realidad de su existencia, ya en los fenómenos económicos, en el buen éxito de lo mandado o en la fuerza que lo impone. Nada de esto crea el verdadero derecho, como tampoco lo legitima; antes bien, el derecho debe prevalecer sobre tales factores; sobre la utilidad, sobre la razón de Estado, sobre la fuerza.
El fundamento jurídico del orden social y político se encuentra formulado por el derecho natural, o sea, aquel sistema de normas impresas por Dios en el corazón del hombre, que éste descubre mediante la razón. La ley natural es la misma ley eterna, que, grabada en los seres racionales, inclina a éstos a las obras y al fin que les son propios. El derecho natural no es, por tanto, creación del Estado: es anterior a él.
El derecho natural no es vago e impreciso y como inaprensible. Por el contrario, es claro y bien determinado, está preestablecido y encierra tal riqueza de preceptos, que de él pueden extraerse, como de inexhausta cantera, nuevas formas para las nuevas situaciones que crea la marcha de los tiempos. Tampoco es una regla puramente negativa, una frontera que cierra el paso en sus avances a la legislación positiva. Por el contrario, es el alma que da forma, sentido y vida al derecho positivo.

EL DERECHO NATURAL Y EL POSITIVO
Por eso, todo derecho humano positivo debe conformarse con el derecho natural. Porque la ley humana —usando la lapidaria definición de Santo Tomás— no es otra cosa que la ordenación de la recta razón, promulgada por la autoridad legítima para el bien común. Su ámbito lo constituyen las reglas peculiares de la convivencia humana. Su eficacia deriva de su conformación con la ley eterna, de la que recibe su sanción.
Cuando las leyes tienen por objeto lo que es bueno o malo por naturaleza, la misión del legislador civil se limita a lograr, por medio de una disciplina común, la obediencia de los ciudadanos a los preceptos naturales. Cuando regulan cosas que sólo de un modo general y en conjunto han sido determinadas por la naturaleza, queda a la prudencia humana fijar el modo, la medida y el objeto de esos preceptos genéricos. Esto quiere decir que derivan del derecho natural las leyes humanas, unas de modo inmediato y directo y otras sólo de manera indirecta y mediata. Pero todas han de «conformarse» a él.
De aquí que las leyes que están en oposición insoluble con el derecho natural adolezcan de un vicio original que no puede ser subsanado ni con el imperio de la autoridad ni con el aparato de la fuerza externa.
Encierra esta doctrina una singular importancia para la vida pública. Porque el derecho humano positivo, en tanto resulta legítimo en cuanto se conforma con el derecho natural; y sólo en esto obliga a obediencia. Por consiguiente, si una ley, aunque establecida por legítima autoridad, es contraria a la recta razón y perniciosa para la comunidad, su fuerza legal es nula. Más: si estuviese en abierta oposición con el derecho divino y contradijese a los deberes religiosos, entonces la resistencia a la ley es un deber; la obediencia, un crimen.

TESIS CONDENABLES
Huelga casi decir que son condenables las doctrinas que establecen la independencia de todo derecho positivo respecto del derecho natural. Y mucho más las que se atreven a impugnar la existencia de éste. El Syllabus contiene una explícita condenación de las proposiciones que dicen que «no es necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural» y que «las leyes civiles pueden y deben separarse de la autoridad divina». Más tarde, León XIII condena el llamado a la sazón, «derecho nuevo», por contrario, en muchas de sus tesis, al derecho natural.
Igual repulsa merecen las tesis liberales que tratan de asentar la majestad de la ley simplemente sobre la voluntad del pueblo, con independencia de todo derecho divino. Según ellas, la razón colectiva, la fuerza de una mayoría numérica, la voluntad del partido prevalente, son la raíz única del derecho y la razón de su fuerza de obligar. Desde León XIII a Pío XII abundan las declaraciones condenatorias de tales errores. Para la doctrina católica, el augusto poder de las leyes humanas, como queda dicho, proviene de más alto: proviene de la ley natural y de la ley eterna.

LA CONCEPCIÓN CRISTIANA DE LA VIDA PUBLICA

Existe un concepto cristiano de la vida, y de él forma parte el orden cristiano de la vida pública.
Dios Creador, realidad suprema, autor de la vida individual, familiar y social, ha marcado a la Humanidad unos caminos. Hombres y pueblos los recorren más o menos, porque su obrar es libre. El orden cristiano, hay que recordarlo desde el principio, es esencialmente un orden de libertad. Los planes divinos acerca de la Humanidad resultan, en su ejecución, imperfectos, porque los hombres los descomponemos, cosa que el propio Dios permite por respetar nuestro libre albedrío. Pero existe ese «orden querido por Dios» e importa conocerlo.
Cristo, Redentor nuestro, dueño y señor de los hombres y
soberano de todas y cada una de las realidades sociales y políticas del mundo, no sólo regeneró al hombre caído, sino también a la sociedad, igualmente degenerada. De la doctrina de su Evangelio brota espontáneamente el sistema mejor para constituir y gobernar la sociedad civil y aun el propio Estado.
La Iglesia católica y, a su frente, el Pontífice romano, guardianes de las normas inmutables de la moral y de la justicia, depositarios e intérpretes de la doctrina evangélica, son, por misión divina, los definidores de la doctrina que sirve de sólido fundamento a la sociedad civil y al orden de los Estados y los propulsores de las grandes instituciones públicas, nacionales y ecuménicas.
Nunca ha pretendido la Iglesia que, fuera de su seno y sin su enseñanza, el hombre no pueda conocer alguna verdad moral. Lo que dice es que por la institución recibida de su fundador, Jesucristo, y por la asistencia del Espíritu Santo, enviado del Padre, es ella la única que posee «originaria e inamisiblemente la verdad moral toda entera».

CAMINOS ERRADOS
No quiere esto decir que la Iglesia deba inmiscuirse en el gobierno de los Estados, porque religión y política son, por su naturaleza específica, diferentes. Pero sí, que es erróneo buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas de la Iglesia, y montar sus instituciones, trazar su ordenamiento jurídico o dictar sus leyes fundamentales sin tenerlas en cuenta.
En tal error han caído y recaído, por no hablar sino de los Estados cristianos y en los últimos cien años, muchas doctrinas y sistemas políticos: el modernismo, el racionalismo, el laicismo científico, el liberalismo filosófico, la masonería, el materialismo dialéctico, el totalitarismo nacionalsocialista, el comunismo ateo… Otros, que se profesaban católicos, han incurrido en desviaciones reprobables, tales: el movimiento de la «Acción Francesa» y el del «Sillón»
Por las encíclicas papales y por los mensajes y discursos pontificios de todo este tiempo, desde Gregorio XVI a Pío XII, desfilan en imponente procesión, execradas por la condenación papal, las doctrinas erróneas de estos cien años con el triste cortejo de los males que han traído al mundo. Como desfilan también, siendo objeto, a veces, de explícita condena, los regímenes y sistemas que han hecho traición a las doctrinas cristianas y en ocasiones han perseguido a la propia Iglesia: la política atea de la Francia de fin de siglo, la obra masónica de la segunda República española, las leyes persecutorias de la revolución mejicana, los excesos estatistas del fascismo italiano, el comunismo ateo de la U.R.S.S.
La civilización no está por crear, ni la «ciudad nueva» por construir. Existen; son la civilización cristiana y la ciudad católica. No hay sino restaurarlas sobre sus fundamentos naturales y divinos y acomodarlas a la marcha de los tiempos, según una ley vital de continua adaptación que conjuga certeramente la tradición con el progreso.
Las sociedades humanas se encuentran en una continua evolución, siempre a la búsqueda de una organización mejor; y a veces no sobreviven sino desapareciendo y dando así lugar al nacimiento de formas de civilización más luminosas y fecundas. Y es el Cristianismo el que da a todas ellas elementos de desarrollo y de estabilidad.

LA CONSTITUCIÓN CRISTIANA
La constitución cristiana de los Estados presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. En ella los derechos de los ciudadanos son respetados como inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas. Sus deberes se ven definidos con sabia exactitud, y su cumplimiento, sancionado con eficacia. Las leyes se ordenan al bien común y no son dictadas por el juicio y el voto falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y se ve frenada para que no se aparte de la justicia ni degenere en abuso de poder. La obediencia de los ciudadanos tiene por compañera una honrosa dignidad, porque no es sumisión de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres.
La igualdad que proclama una constitución cristiana del Estado conserva intacta la distinción entre los varios órdenes sociales exigida por la naturaleza; la libertad que defiende no lesiona los derechos de la verdad, que son superiores a los de la libertad; ni los de la justicia, que deben prevalecer sobre los del número y la fuerza; ni los derechos de Dios, que son superiores a los del hombre.
La Iglesia acepta con gusto los adelantos que trae consigo el tiempo, y es calumnia afirmar que mira con malos ojos los sistemas políticos modernos. Por el contrario, ella hace servir al bien común las transformaciones más profundas de la Historia, aporta la solución verdadera a los más intrincados problemas y promueve el primado del derecho y de la justicia, que son los fundamentos más firmes de los Estados.
Para ello, la Iglesia no tiene que renegar del pasado. Le basta con tomar los organismos rotos por la revolución y, devolviéndoles el espíritu cristiano que los inspiró, adaptarlos al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea.

RETORNO AL CRISTIANISMO
El retorno al Cristianismo es, en consecuencia, el único remedio de los males públicos que padece la época presente.
En el loco intento de emanciparse de Dios, la sociedad civil rechazó lo sobrenatural y la revelación-divina, substrayéndose así a la eficiencia vivificante del Cristianismo, es decir, a la más sólida garantía del orden, el más poderoso vínculo de fraternidad, a la inexhausta fuente de las virtudes públicas. Al Cristianismo debe, por tanto, retornar la sociedad extraviada si quiere el reposo, el bienestar, la salud. No hay más que un solo remedio: volver a un verdadero Cristianismo en el Estado y en la sociedad de los Estados.