Clara, valiente y sugestiva es la doctrina de los Papas acerca de la relación de individuo a Estado.
El hombre, pequeño cosmos, señor de la Creación, el solo ser dotado de razón y de voluntad moralmente libre, es, por lo mismo, el centro de la sociedad política.
Los hombres ante el Estado no son masa, son personas, esto es, sujetos de derechos y de deberes inviolables. El Estado no es una aglomeración de hombres a la manera de masa sin alma, sino una sociedad de seres individualizados que gozan de una dignidad personal inviolable.
De aquí que en la relación de individuo a Estado sea menester salvar siempre la libertad de la persona humana, de la cual la Iglesia es la más firme defensora. La doctrina de la encíclica Libertas, de León XIII, es la mejor prueba de ello.
Pero la libertad humana no es absoluta e ilimitada. Ya en
su definición auténtica lleva sus límites. Porque la libertad no es la facultad de obrar lo que la voluntad apetezca; es la facultad racional de obrar precisamente el bien, según las normas de la ley eterna. No hay libertad para profesar el error ni para obrar el mal, mejor dicho, ésa no es libertad, sino libertinaje y desenfreno y, a la postre, esclavitud a la tiranía de las pasiones.
Dentro del Estado, la libertad verdadera del ciudadano consiste en poder vivir cada uno según la recta razón y con arreglo a ley. Dicho de otro modo, la libertad pública sólo es legítima cuando se ordena a facilitar la vida virtuosa. La verdadera libertad, en el campo de la vida política, consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual vivir según los preceptos de la ley de Dios.
Toda libertad en los particulares y en la comunidad, en gobernantes y en gobernados, implica obediencia a una razón suprema y eterna y está sujeta el derecho natural y a la ley eterna de Dios. Rechazar el supremo dominio de Dios sobre el hombre y la sociedad no es libertad, sino rebeldía, esto es, perversión de la libertad.
LIBERTAD Y AUTORIDAD
Conjugar el binomio libertad y autoridad, referidos ambos términos a la comunidad jurídica, al Estado, ha sido y es el problema más grave y difícil de la ciencia política. Se trata de deslindar los campos de dos grandes y poderosos señores. Y esta cuestión sólo se resuelve partiendo, como lo hace la doctrina católica, del concepto verdadero de la libertad humana, esto es, de un albedrío personal sujeto a la ley divina, y del concepto auténtico de la humana autoridad, o sea, en cuanto participación de la autoridad de Dios, de la que emana, por tanto, el deber de obediencia. Sólo la Iglesia ha acertado siempre a unir en fecundo acuerdo el principio de la legítima libertad con el de la autoridad legítima.
El libertinaje, el desenfreno, el espíritu de sedición, la desobediencia, nada tienen que ver con la libertad cristiana; no puede decirse siquiera que sean excesos o abusos de la libertad; son lo contrario de la libertad verdadera. Por el contrario, la seguridad y la grandeza de la libertad están en razón directa de los frenos que se opongan a la licencia.
Aun la misma libertad verdadera del individuo no carece, en su uso, de limitaciones, que vienen determinadas por el interés general, por el bien común. Dañarlo o ponerlo en riesgo es abusar de la propia libertad, aunque ésta sea legítima.
La libertad de la persona humana, así concebida, es inviolable. El Estado debe respetarla y está obligado a revocar las medidas que le sean lesivas y a la reparación consiguiente.
Pero el Estado, además, es el custodio de la libertad, tiene que proteger la libertad verdadera y reprimir la falsa. No puede declararse neutro, equiparando los derechos de la verdad a los del error, los de la virtud a los del vicio, y otorgando análoga libertad a unos y a otros.
Doctrina es ésta difícil de imbuir en los espíritus modernos después de tantos lustros de errores acerca de la libertad, fruto del liberalismo racionalista. Sin embargo, las tesis pontificias son terminantes; el derecho, facultad moral, no puede suponerse concedido por la naturaleza de modo igual a la verdad y al error, a la virtud y al vicio; es contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos; la libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien.
DOCTRINA SOBRE LA TOLERANCIA
La tesis acerca de la libertad es, pues, clara y rotunda. Entra aquí en juego, no obstante, un nuevo elemento, un factor de hecho, la hipótesis que permite salvar la conducta de la autoridad cuando, en determinadas situaciones, no puede ajustarse a la tesis. Esta es la doctrina de la tolerancia, que, por lo mismo que es materia delicada, se pasa a exponer con la mayor fidelidad no sólo al pensamiento, sino a las propias expresiones usadas por los Papas.
Concediendo derechos, sólo y exclusivamente, a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia a la tolerancia, por parte de los poderes públicos, de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia, para evitar un mal mayor o para conseguir un mayor bien.
El bien común es, como siempre, el criterio definidor. El hecho de no impedir por medio de leyes estatales o de disposiciones coercitivas lo que daña a la verdad o a la norma moral, puede hallarse justificado por el interés de un bien superior y más general. Y el deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no siempre puede ser una última norma de acción; ha de estar subordinado a normas más altas y generales, las cuales, en determinadas circunstancias, permiten no impedir el error a fin de promover un mayor bien. Pero se trata de una simple permisión; si por causa del bien común, y únicamente por ello, puede la ley humana tolerar el mal, no puede ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo.
Hay que cuidar también de no excederse en la tolerancia, porque su abuso puede traer males mayores, con lo cual deja de estar justificado. Al ser la tolerancia del mal un postulado de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites requeridos por la causa o razón de esa tolerancia, esto es, por el bien público. Por eso, si la tolerancia daña al bien público, la consecuencia es su ilicitud.
En ningún caso, por último, debe faltar la tolerancia para el bien, cosa que ocurre a veces cuando la manejan mentes liberales que indebidamente prodigan la tolerancia para lo malo; pues es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del catolicismo.
IGUALDADES Y DESIGUALDADES
Tras la doctrina de la libertad personal en relación con la sociedad, es pertinente exponer las tesis católicas sobre la igualdad y fraternidad de los hombres, también en lo que concierne a la vida pública.
Es un principio sagrado el de la igualdad de los hombres por naturaleza, que lleva aparejado el de la paridad jurídica de los ciudadanos ante la ley. Consiste esta igualdad de los hombres en que, teniendo todos la misma naturaleza, están abocados todos a la misma eminente dignidad de hijos de Dios y todos y cada uno deben ser juzgados según una misma ley eterna.
Pero la igualdad por naturaleza no comporta una igualdad de condición, una igualación social. Por el contrario, la misma naturaleza de la vida social exige una desigualdad de situación y, en consecuencia, de derecho y de autoridad. No porque los hombres sean iguales por naturaleza han de ocupar el mismo puesto en la vida social; cada cual tendrá el que adquirió por su conducta, pues, aunque la vida social exige unidad interior, no excluye las diferencias causadas por la realidad. El principio de que toda desigualdad de condición social implica una injusticia es, como contrario a la naturaleza de las cosas, un principio subversivo del orden social.
Ahora bien, una concepción ideal pide que se acentúe progresivamente la unidad interior de la sociedad, aunque no lleguen a desaparecer las diferencias. El orden nuevo que sea base de la vida social tenderá a realizar de modo cada vez mas perfecto la unidad interior de la sociedad; pero no igualando como con un rasero a todos. En un Estado que se abandona al arbitrio de la masa, la igualdad degenera en una nivelación mecánica, en una monocroma uniformidad. Por el contrario, en una concepción política impregnada por el pensamiento religioso, la igualdad teórica y la diferencia funcional de los hombres deben tener su adecuada conjugación.