Acaso sea la doctrina de las relaciones entre la Iglesia y el Estado la que recibe más desarrollo en los documentos pontificios. Y es natural, no sólo por la singular autoridad de los Papas para formularla, sino, además, porque esta materia ha sido una de las más controvertidas en los últimos cien años. Resumiré sus principales tesis.
Iglesia y Estado coexisten en el mundo como sociedades, ambas, perfectas y soberanas. Pero son distintas entre sí, sin que quepa confusión, entre ellas.Se distinguen por sus fines.
Existen, en efecto, dos supremas sociedades: la una, el Estado, cuyo fin próximo es proporcionar al género humano los bienes temporales de esta vida; y la otra, la Iglesia, que tiene por designio conducir al hombre a la felicidad verdadera, celestial y eterna, para la que ha nacido.
Reconoce la doctrina católica, sin ambages, que es el Estado sociedad perfecta, pero afirma en seguida que también la Iglesia, no menos que el Estado, es una sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta, porque tiene todos los elementos necesarios para su existencia y su acción. Dios ha repartido, por tanto, el género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil, y los pueblos tienen el deber de estar sujetos a ambos a un mismo tiempo.
Reside la dificultad para delimitar ambas potestades en la coincidencia de Iglesia y Estado en punto a territorio, súbditos, bienes e instituciones. La Iglesia se encuentra con los Estados en un mismo territorio, abraza a los mismos hombres, usa de los mismos bienes y utiliza a veces las mismas instituciones. Difieren, como queda dicho, en razón de sus fines. La Iglesia es distinta de la sociedad política, porque el fin de aquélla es sobrenatural y espiritual, y el de ésta, temporal y terreno. Cada una de estas soberanas potestades, en consecuencia, queda circunscrita dentro de ciertos límites que vienen definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo; ellos determinan la esfera jurídica de su peculiar jurisdicción y competencia. Iglesia y Estado son, pues, sociedades que tienen cada una su propia autoridad; no son en sí contradictorias ni se confunden entre sí.
Tal distinción arranca de los orígenes mismos de la Iglesia. Jesucristo, su divino Fundador, quiso que el poder sagrado fuese distinto del poder civil y que ambos gozasen de plena libertad en su terreno propio. En la gestión de los asuntos de su propia competencia ninguno está obligado a obedecer al otro. Tal distinción, además, no es circunstancial o pasajera; es inmutable y perpetua.
ERRORES CONDENADOS
Ideologías heterodoxas niegan que la Iglesia sea soberana y perfecta. Le niegan, unas, la naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta. Otras, su poder legislativo, judicial y coactivo, atribuyéndole tan sólo una función exhortante, suasoria, orientadora… Algunas se limitan a atacar su universalidad.
En nuestros días, la Iglesia sufre particularmente de esta última agresión; por parte, ayer, del nacionalismo, y ahora, de las llamadas democracias populares. La voz del Pontífice reinante clama sin cesar contra tal tentativa de escisión. Por su propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad del género humano; es supranacional, porque es un todo indivisible y universal. Es un sacrílego atentado, un golpe nefasto contra la unidad del género humano, confinar a la Iglesia en los angostos límites de una nación.
Pero no es de hoy la condenación de estos intentos. Las supuestas iglesias nacionales que tratan los comunistas de establecer en Hungría, en China o en otras naciones de ocupación soviética están ya anatematizadas desde el Syllabus, que condena la proposición de que se puedan establecer iglesias independientes.
LA IGLESIA, FUNDAMENTO SOCIAL.
Importa considerar el aspecto social, no sólo el religioso, de la Iglesia. Su Santidad Pío XII lo subraya, y en uno de sus discursos se contiene una notable definición social de la Iglesia. Puede definirse, dice, la sociedad de quienes, bajo el influjo sobrenatural de su gracia, en la perfección de su dignidad personal de hijos de Dios y en el desarrollo armónico de las inclinaciones y energías humanas, edifican la potente armazón de la convivencia humana.
No ya en tesis, también en la realidad, en la Historia, la Iglesia contribuye a asentar el fundamento de la vida social. En virtud de su universalidad supranacional, da forma y figura perdurables a la sociedad humana, por encima de toda vicisitud y más allá de los límites de tiempo y espacio. Y merced a su misión providencial de formar hombres, «el hombre completo», proporciona a la sociedad y al Estado los mejores súbditos y los más cabales ciudadanos. La Iglesia eleva al hombre a la perfección de su ser y de su vitalidad. Con hombres así formados, la Iglesia depara a la sociedad civil la base en que pueda descansar con seguridad.
DERECHOS INVIOLABLES
Por ser sociedad perfecta y soberana, los derechos de la Iglesia son inviolables. El derecho a ejercer su misión religiosa, que consiste en realizar en la tierra el plan divino de restaurar todas las cosas en Cristo, procurar la paz y la santificación de las almas y gobernarlas en orden a su salvación eterna. El derecho a regirse a sí misma contando con todos los medios necesarios para ello, esto es, con pleno y perfecto poder, legislativo, judicial y coactivo, que ha de ejercer con plena libertad. El derecho a enseñar, en cumplimiento de su divina misión y del mandato imperativo de llevar a las almas tesoros de verdad y de bien. El derecho a adquirir y poseer los bienes materiales de que necesite como sociedad de hombres que es.
Los Pontífices, ante los continuos ataques a las prerrogativas y derechos de la Iglesia, los reivindican una y otra vez contra toda suerte de errores y atropellos. Claman contra la falsa y mezquina concepción que quisiera confinar a la Iglesia, ciega y muda, en el retiro del Santuario; contra quienes discuten su potestad legislativa y su jurisdicción; contra aquellos que cercenan su derecho a adoctrinar, reduciéndolo a lo puramente religioso; contra los que, reconociendo a todos la libertad de poseer, se la niegan a la Iglesia y pretenden conferir al gobierno de los Estados la propiedad o la administración de los bienes eclesiásticos, sin detenerse ni ante los templos o los seminarios.
RELACIÓN UNITIVA
Punto importante del presente capítulo es el de las relaciones entre Iglesia y Estado a la luz de la doctrina pontificia. ¿Identificación? ¿Separación? ¿Independencia? ¿Colaboración?…
Iglesia y Estado son, ya lo hemos visto, sociedades distintas. Pero son inseparables. Rotundamente lo afirma León XIII: son dos cosas inseparables por naturaleza. Por ello, es necesario que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, que es comparable a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Entre la sociedad política y la religiosa, las relaciones deben ser no sólo externas, sino también internas y vitales.
Es, pues, menester que exista una positiva colaboración mutua entre ambas potestades, una relación de armonía, una estrecha concordia. Lo exige así la voluntad divina, que dispuso la existencia concurrente de las dos sociedades; lo pide , el bien general de toda la sociedad, que se lucra de tal cooperación; lo reclama el bien personal de los hombres, súbditos a la vez de una y otra potestad.
La causa radical de esta armonía está en que el orden sobrenatural sobre el que se basan los derechos de la Iglesia no sólo no destruye ni menoscaba el orden natural al que pertenecen los derechos del Estado, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona.
Prestan base a esta colaboración, de un lado, el recíproco respeto de las privativas esferas de competencia: al Estado, sus derechos y obligaciones; a la Iglesia, los suyos; y de otro, la supeditación del orden temporal al sobrenatural, que obliga al Estado a prestar de un modo positivo a la Iglesia los medios externos propios del Estado de que aquélla puede necesitar.
La dificultad se presenta, supuesta la profesión de la buena doctrina y la recta intención de ambas partes, en el deslinde de los campos privativos y en el trato que se dé a las materias de competencia mixta.
El orden religioso y moral, está claro, es privativo de la Iglesia. Todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea por el fin al que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Así, el gobierno de las almas, la formación de las conciencias, la administración de los sacramentos, y entre ellos el matrimonio, el magisterio religioso… Pero las demás cosas que el régimen civil abraza y comprende —declaran los propios Papas— es de justicia que queden sometidas a éste.
INDEPENDENCIA, NO SEPARACIÓN
Cada una de estas potestades, en la esfera de su competencia, debe gozar de plena libertad. La Iglesia se la reconoce al Estado en los asuntos propios de la esfera civil; pero pide que el Estado, a su vez, respete la suya en su ámbito propio. Porque en el cumplimiento de su misión divina no puede depender de voluntad ajena ninguna.
En tal sentido hay que proclamar la independencia de la Iglesia respecto del poder civil, que quiere decir su absoluta libertad de acción y su derecho a gobernarse por sus propias leyes y según sus métodos privativos, incluido el llamado poder temporal de la Santa Sede, que se juzga necesario para la conservación de su plena independencia espiritual.
Pero esta independencia de los dos poderes nada tiene que ver con la doctrina llamada de la separación, que está abierta y explícitamente condenada por los Papas como contraria a aquel principio de relación unitiva que los vincula como cosas por naturaleza inseparables.
Proposición es ésta anatemizada en el Syllabus: la Iglesia debe estar separada del Estado. Separación hostil que se decreta en nombre de la libertad y desemboca en la negación de la misma libertad que se promete. La Iglesia, pues, por principio, o sea, en tesis, no puede aprobar la separación completa entre los dos poderes, entendiendo por tal la completa independencia de la legislación política respecto del poder legislativo religioso, la absoluta indiferencia del poder secular con relación a los intereses y los derechos de la Iglesia; esto es, que todo el ordenamiento jurídico, las instituciones, las costumbres, las leyes, las funciones públicas, la educación de la juventud, etc., queden al margen de la Iglesia, como si ésta no existiera, como si no hubiera razón en el mundo moderno para obedecer a la Iglesia.
Los católicos, por consiguiente, nunca se guardarán bastante de admitir tal separación.
CONCORDIA EN MATERIA MIXTA
Queda por tratar el punto relativo a la jurisdicción en materias mixtas. Se dan éstas y es necesario prevenir el caso de un posible conflicto jurisdiccional. El poder político, en efecto, y el religioso, aunque tengan fines y medios específicamente distintos, al ejercer sus respectivas funciones, pueden llegar, en algunos casos, a encontrarse; v.gr.: al legislar de una misma materia, aunque por razones distintas. Tal es el caso, entre los más importantes, de la educación de la juventud, materia que pertenece conjuntamente a la Iglesia y al Estado, si bien bajo diferentes aspectos.
La norma para resolver estas cuestiones es la mutua concordancia acerca de tales materias de jurisdicción común, aunque, en último extremo, el poder humano se subordinará como conviene al poder divino. En las cuestiones de derecho mixto adoctrinan los Papas, en aquellas materias que afectan simultáneamente, aunque por causas diferentes, a ambas potestades, es plenamente conforme a la naturaleza y a los derechos de Dios el común acuerdo, la concordia.
Esta es la principal razón de ser de los Concordatos, expresión escrita de ese espíritu de colaboración entre Iglesia y Estado y normación sistemática de las relaciones jurídicas entre ellos, singularmente por lo que atañe a las materias de mixta jurisdicción.
No siempre el Concordato expresa el desiderátum de la Iglesia; a veces se acoge a fórmulas de mal menor o de bien posible, Por eso, la firma de la Iglesia al pie de un pacto puede significar una expresa aprobación, pero puede también expresar una simple tolerancia.
El Concordato, en todo caso, es, jurídicamente, un pacto o contrato bilateral que obliga a ambas partes a observar inviolablemente todas sus cláusulas. Debe garantizar a la Iglesia una estable condición de derecho y de hecho dentro del Estado con el que se concierta y firma. Cuando la Iglesia ha puesto su firma a un Concordato, éste es válido en todo su contenido. Pero su sentido íntimo puede ser graduado con la mutua aquiescencia de las dos altas partes contratantes.
Los Concordatos, como todo tratado internacional, se rigen por el derecho de gentes y de ninguna manera pueden anularse unilateralmente. Desde el Syllabus viene condenada la proposición de que el poder civil tiene autoridad para rescindirlos. La Iglesia mantiene con rigor este principio, que con frecuencia se ve impugnado y conculcado por parte de toda suerte de absolutismos.
Queda por decir, en materia de relaciones entre Iglesia y Estado, que el estatuto de libertad de la Iglesia alcanza a las Ordenes y Congregaciones religiosas, a las Obras pías, a las Asociaciones de seglares y en particular a la Acción Católica. Textos explícitos de los Papas así lo establecen y lo recuerdan desde la encíclica Quas primas hasta los discursos de Pío XII. Son derecho de la Iglesia y son derecho de las almas así los estados de perfección como el apostolado seglar. La Iglesia está dentro de su divino mandato cuando se ocupa de preparar iluminadas y valiosas cooperaciones seglares al apostolado jerárquico. Las almas apostólicas tienen el derecho de hacer que participen en los tesoros de la revelación otras almas, colaborando de esta manera en la actividad del apostolado jerárquico.
LA IGLESIA Y LA POLÍTICA
La Iglesia, celosa de su libertad y de su independencia, respeta las del Estado y no trata de sobrepasar a costa de él su órbita propia. La Iglesia no es ningún imperio ni actúa como un poder político supranacional con la mira de ningún género de universal dominación.
Acusada la Iglesia muchas veces de ambiciones políticas y solicitada para mezclarse en la política activa de los Estados, los Papas, sobre todo en los últimos años, han denunciado aquella calumnia y se han negado a este requerimiento. La Iglesia no puede ponerse al servicio de intereses meramente políticos y tiene el derecho y el deber de rechazar de plano toda fusión partidista. Ni puede avenirse tampoco a juzgar con criterios exclusivamente políticos; no puede ligar los intereses de la religión a conductas determinadas por motivos terrenos, ni puede siquiera exponerse al peligro de que se dude con fundamento de su carácter puramente religioso.
No es la Iglesia enemiga del Estado, ni usurpadora de sus derechos, ni invasora del campo político. El reconocimiento de su autoridad divina no merma en nada los derechos de las legitimas autoridades humanas. Por ello, con la mayor autoridad condena las extra-limitaciones del Estado cuando pretende éste tenerla sujeta, privarle, por la fuerza, de su libertad, subordinar su autoridad al arbitrio de la autoridad civil, someter su acción a la vigilancia del Estado, exigiéndole su previo permiso o su asentimiento como si fuera una mera asociación civil.
ERRORES LIBERALES
El Syllabus anatematiza la proposición que atribuye a la autoridad civil un poder, siquiera sea indirecto y negativo, sobre las cosas sagradas, y aquella otra que le reconoce la facultad de determinar por sí los derechos de la Iglesia y los limites de estos derechos, como si ellos dependieran del favor de la autoridad civil y fuesen los eclesiásticos funcionarios de Estado.
Tales errores tienen su fuente en la doctrina liberal de la separación, que llega hasta atribuir la tutela del culto público no a la jerarquía divinamente establecida, sino a una supuesta asociación civil a la cual el Estado da forma y personalidad jurídica.
Fórmulas engendradas de tal errónea concepción son las siguientes: la inmunidad de la Iglesia tiene su origen en el derecho civil y puede ser derogada; el fuero eclesiástico debe ser suprimido; corresponde al poder civil por si mismo el derecho de presentación de los obispos —otra cosa es que lo haga, como en el caso de España, por benévola concesión de la Iglesia— y el de deponerlos; los obispos necesitan del permiso del gobierno para publicar sus letras apostólicas; la autoridad civil puede impedir la comunicación de los fieles con los obispos y de unos y otros con el Papa; puede el poder civil limitar numéricamente el clero de una nación, prohibir la profesión de los religiosos o romper sus votos solemnes y aun suprimir las Congregaciones religiosas o disolver las que hagan voto de obediencia al Papa; los decretos de los Romanos Pontífices necesitan la sanción o, al menos, la aquiescencia del poder civil; el Romano Pontífice debe de ser despojado de su principado civil y poder temporal; en caso de conflicto prevalece el poder político; en materias de competencia mixta, son las autoridades del Estado las que establecen por sí las reglas de jurisdicción; el poder civil tiene autoridad parta rescindir los Concordatos…
Todas estas proposiciones, no hay que decirlo, están expresamente condenadas por los Papas.