LA CONCEPCIÓN CRISTIANA DE LA VIDA PUBLICA

Existe un concepto cristiano de la vida, y de él forma parte el orden cristiano de la vida pública.
Dios Creador, realidad suprema, autor de la vida individual, familiar y social, ha marcado a la Humanidad unos caminos. Hombres y pueblos los recorren más o menos, porque su obrar es libre. El orden cristiano, hay que recordarlo desde el principio, es esencialmente un orden de libertad. Los planes divinos acerca de la Humanidad resultan, en su ejecución, imperfectos, porque los hombres los descomponemos, cosa que el propio Dios permite por respetar nuestro libre albedrío. Pero existe ese «orden querido por Dios» e importa conocerlo.
Cristo, Redentor nuestro, dueño y señor de los hombres y
soberano de todas y cada una de las realidades sociales y políticas del mundo, no sólo regeneró al hombre caído, sino también a la sociedad, igualmente degenerada. De la doctrina de su Evangelio brota espontáneamente el sistema mejor para constituir y gobernar la sociedad civil y aun el propio Estado.
La Iglesia católica y, a su frente, el Pontífice romano, guardianes de las normas inmutables de la moral y de la justicia, depositarios e intérpretes de la doctrina evangélica, son, por misión divina, los definidores de la doctrina que sirve de sólido fundamento a la sociedad civil y al orden de los Estados y los propulsores de las grandes instituciones públicas, nacionales y ecuménicas.
Nunca ha pretendido la Iglesia que, fuera de su seno y sin su enseñanza, el hombre no pueda conocer alguna verdad moral. Lo que dice es que por la institución recibida de su fundador, Jesucristo, y por la asistencia del Espíritu Santo, enviado del Padre, es ella la única que posee «originaria e inamisiblemente la verdad moral toda entera».

CAMINOS ERRADOS
No quiere esto decir que la Iglesia deba inmiscuirse en el gobierno de los Estados, porque religión y política son, por su naturaleza específica, diferentes. Pero sí, que es erróneo buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas de la Iglesia, y montar sus instituciones, trazar su ordenamiento jurídico o dictar sus leyes fundamentales sin tenerlas en cuenta.
En tal error han caído y recaído, por no hablar sino de los Estados cristianos y en los últimos cien años, muchas doctrinas y sistemas políticos: el modernismo, el racionalismo, el laicismo científico, el liberalismo filosófico, la masonería, el materialismo dialéctico, el totalitarismo nacionalsocialista, el comunismo ateo… Otros, que se profesaban católicos, han incurrido en desviaciones reprobables, tales: el movimiento de la «Acción Francesa» y el del «Sillón»
Por las encíclicas papales y por los mensajes y discursos pontificios de todo este tiempo, desde Gregorio XVI a Pío XII, desfilan en imponente procesión, execradas por la condenación papal, las doctrinas erróneas de estos cien años con el triste cortejo de los males que han traído al mundo. Como desfilan también, siendo objeto, a veces, de explícita condena, los regímenes y sistemas que han hecho traición a las doctrinas cristianas y en ocasiones han perseguido a la propia Iglesia: la política atea de la Francia de fin de siglo, la obra masónica de la segunda República española, las leyes persecutorias de la revolución mejicana, los excesos estatistas del fascismo italiano, el comunismo ateo de la U.R.S.S.
La civilización no está por crear, ni la «ciudad nueva» por construir. Existen; son la civilización cristiana y la ciudad católica. No hay sino restaurarlas sobre sus fundamentos naturales y divinos y acomodarlas a la marcha de los tiempos, según una ley vital de continua adaptación que conjuga certeramente la tradición con el progreso.
Las sociedades humanas se encuentran en una continua evolución, siempre a la búsqueda de una organización mejor; y a veces no sobreviven sino desapareciendo y dando así lugar al nacimiento de formas de civilización más luminosas y fecundas. Y es el Cristianismo el que da a todas ellas elementos de desarrollo y de estabilidad.

LA CONSTITUCIÓN CRISTIANA
La constitución cristiana de los Estados presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. En ella los derechos de los ciudadanos son respetados como inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas. Sus deberes se ven definidos con sabia exactitud, y su cumplimiento, sancionado con eficacia. Las leyes se ordenan al bien común y no son dictadas por el juicio y el voto falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y se ve frenada para que no se aparte de la justicia ni degenere en abuso de poder. La obediencia de los ciudadanos tiene por compañera una honrosa dignidad, porque no es sumisión de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres.
La igualdad que proclama una constitución cristiana del Estado conserva intacta la distinción entre los varios órdenes sociales exigida por la naturaleza; la libertad que defiende no lesiona los derechos de la verdad, que son superiores a los de la libertad; ni los de la justicia, que deben prevalecer sobre los del número y la fuerza; ni los derechos de Dios, que son superiores a los del hombre.
La Iglesia acepta con gusto los adelantos que trae consigo el tiempo, y es calumnia afirmar que mira con malos ojos los sistemas políticos modernos. Por el contrario, ella hace servir al bien común las transformaciones más profundas de la Historia, aporta la solución verdadera a los más intrincados problemas y promueve el primado del derecho y de la justicia, que son los fundamentos más firmes de los Estados.
Para ello, la Iglesia no tiene que renegar del pasado. Le basta con tomar los organismos rotos por la revolución y, devolviéndoles el espíritu cristiano que los inspiró, adaptarlos al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea.

RETORNO AL CRISTIANISMO
El retorno al Cristianismo es, en consecuencia, el único remedio de los males públicos que padece la época presente.
En el loco intento de emanciparse de Dios, la sociedad civil rechazó lo sobrenatural y la revelación-divina, substrayéndose así a la eficiencia vivificante del Cristianismo, es decir, a la más sólida garantía del orden, el más poderoso vínculo de fraternidad, a la inexhausta fuente de las virtudes públicas. Al Cristianismo debe, por tanto, retornar la sociedad extraviada si quiere el reposo, el bienestar, la salud. No hay más que un solo remedio: volver a un verdadero Cristianismo en el Estado y en la sociedad de los Estados.