Complemento necesario de la doctrina sobre el orden interno del Estado es el magisterio pontificio acerca del orden internacional. Iniciado por Pío X y Benedicto XV con ocasión de la primera gran guerra europea, corresponde singularmente a Pío XII el mérito de haber desarrollado la doctrina sobre la comunidad de los Estados en términos de intrépida precisión. Arranca el pensamiento papal de este principio supremo: la unidad del género humano: uno en su origen común, que es Dios; uno en su naturaleza racional y en el fin próximo y en el último de todos los hombres; uno en su misma habitación sobre la tierra… Esta unidad, de hecho y de derecho, de la Humanidad, viene requerida por el orden absoluto de los medios y de los fines como exigencia moral y coronamiento de la vida social misma y se alimenta por el unificante precepto del amor de Dios y del prójimo, en el que se apoya la ley universal de la mutua solidaridad humana. Ahora bien, de la unidad del género humano deriva la unidad de la familia de pueblos que lo forman y constituyen, la cual hay que referirla también a una exigencia y a un impulso de la misma naturaleza, que le da carácter de necesidad moral. Si, históricamente, los pueblos se van diferenciando unos de otros, no por eso deben romper la unidad sustancial de la familia humana; antes bien, deben enriquecerla con la mutua comunicación de sus peculiares dotes espirituales y el recíproco intercambio de sus bienes y riquezas. Hoy, más que nunca, dado el gran progreso de la civilización y el maravilloso incremento de las comunicaciones, están los pueblos entrelazados por el doble vínculo de una común indigencia y de una benevolencia común. Jamás se han necesitado tanto unos a otros y nunca han podido ayudarse de tan eficaz manera.La misma ley de caridad que rige las relaciones entre los hombres, rige también el trato entre las naciones. De aquí que el odio entre los pueblos sea siempre de una injusticia cruel, absurda e indigna del hombre. Y del mismo modo que los hombres viven fraternalmente unidos en sociedad, también las naciones forman una comunidad natural que los liga con vínculos morales y jurídicos, tiene como designio el bien de todas las gentes y se regula por leyes propias. Esta comunidad universal de los pueblos es fruto de la voluntad divina, está querida como tal por el Creador, y por eso se ofrece y aun se impone como un hecho ineluctable al que las naciones se someten como a voz de la naturaleza y se esfuerzan por darle una regulación externa de carácter estable, una organización capaz de asegurar la independencia de cada una a la vez que la colaboración de todas en beneficio de la Humanidad.
EL DERECHO INTERNACIONAL: El consorcio entre las naciones se ve sujeto, como todo lo humano, a una norma universal de rectitud moral, en la cual, a la postre, se encuentra la única garantía sólida de colaboración entre los pueblos. Todo el orden internacional ha de alzarse sobre la roca inconmovible de esta ley moral, manifestada al hombre por el mismo Creador mediante el orden natural. Nada se puede asentar sobre la movediza arena de normas efímeras inventadas por el utilitario egoísmo de las naciones, más cerrado y temible, a veces, que el de los individuos.Sobre este subsuelo de orden moral se afirman los fundamentos jurídicos del orden supranacional, esto es, el derecho natural, que ha de servir de base, a su vez, a todo derecho de gentes positivo. La ley natural es para los pueblos la sólida base común de todo derecho y de todo deber, el lenguaje jurídico universal necesario para cualquier acuerdo, el fundamento de toda organización de Estados. Las relaciones normales y estables entre éstos exigen que todos y cada uno de ellos reconozcan y observen los principios normativos del derecho natural en cuanto regulador de la convivencia entre las naciones.Separar el derecho de gentes del derecho natural y divino, para apoyarlo en la voluntad autónoma de los Estados, es privarle de su asiento verdadero. La voluntad concorde de los Estados puede formular normas jurídicas que se impongan como obligatorias, pero ha de ser a condición de que respeten esa ley natural que es común a todos los pueblos, de la cual deriva toda norma de ser, de obrar y de deber, y cuya observancia asegura a la vez la convivencia pacifica y la mutua colaboración.Por su parte, el derecho positivo de los pueblos, indispensable a la comunidad de los Estados, tiene una doble misión: definir con mayor exactitud las exigencias de la naturaleza, acomodándolas a circunstancias concretas, y adoptar, por la vía de los convenios, otras disposiciones ordenadas siempre al bien de la comunidad.
SOBERANÍAS Y AUTORIDAD SUPRANACIONAL: Entrando ya en los problemas del orden internacional, se ofrece como el primero de ellos la conciliación de la soberanía de los Estados con la autoridad supranacional, y la concordancia de los derechos de las naciones con los propios derechos de la comunidad. Porque también las naciones, en cuanto personas morales, tienen sus derechos fundamentales, que guardan un cierto paralelo con los derechos individuales. Helos aquí enunciados en una cita de Pío XII, quien los califica de exigencias del derecho de gentes: el derecho a la existencia, el derecho al respeto y a la buena reputación, el derecho a una manera de ser propia y a una cultura peculiar, el derecho al propio desenvolvimiento, el derecho a la observancia de los tratados internacionales… La conciencia de una universal solidaridad fraterna, que la doctrina cristiana suscita y favorece, no se opone al amor de la tradición y de las glorias de la propia patria ni al fomento de la prosperidad nacional. No se trata de abolir las patrias ni de fundir arbitrariamente las razas. Se trata sólo de que cada nación muestre comprensión y respeto hacia los sentimientos patrióticos de las demás. El amor a la patria no debe significar jamás desprecio a las otras naciones ni menos enemistad hacia ellas, porque no puede ser obstáculo al precepto cristiano de la caridad universal. La ley natural nos impone la obligación de amar singularmente el país en que hemos nacido hasta dar la vida por él; si además nos manda amar a la comunidad de las naciones, se entiende que ha de ser sin detrimento del amor a la propia patria.Las relaciones internacionales y el orden interno de los Estados se hallan, por otra parte, estrechamente unidos, porque el equilibrio y la armonía entre las naciones dependen del interno equilibrio y de la madurez intrínseca de cada uno de los Estados, así en el orden económico como en el moral y el intelectual. No deben, pues, ser tratados como cosas separadas y mucho menos contrapuestas.
LIMITES: Se trata de potestades y de derechos perfectamente conciliables, si el concepto de soberanía del Estado y el de autoridad supranacional se mantienen en su acepción verdadera. Porque ni uno ni otro concepto son absolutos; ambos conocen límites.Soberanía, en el orden internacional, significa autarquía y jurisdicción exclusiva dentro del territorio nacional y en las materias de la competencia interna, sin dependencia alguna del ordenamiento jurídico interior de cualquier otro Estado. Esta soberanía estatal, así entendida, ya se ve que es perfectamente compatible con una autoridad supranacional que refiera exclusivamente su jurisdicción a las relaciones de esos Estados soberanos entre sí y a la vida colectiva de la comunidad que todos ellos formen. Porque, en esta comunidad de los pueblos, cada Estado queda encuadrado dentro del común ordenamiento del derecho internacional, en el cual su soberanía exterior encuentra sus límites. Por decirlo todo, el Estado, en realidad, no ha sido nunca soberano en el sentido de una ausencia total de limitaciones. No lo ha sido en el orden interno; mucho menos en el exterior. Pero tampoco la autoridad supranacional puede tener pretensiones de soberanía. En primer lugar, porque ha de respetar íntegramente esa esfera de interior supremacía de cada uno de los Estados miembros. Pero, además, porque su autoridad en la esfera internacional está condicionada al bien común de la colectividad de las naciones. Por eso, la futura organización política mundial, de que más adelante se habla, gozará de una autoridad efectiva en la medida que salvaguarde y favorezca la vida propia de una comunidad internacional cuyos miembros todos concurran conjuntamente al bien de la humanidad entera.
EL NACIONALISMO EGOCÉNTRICO: Es, en cambio, incompatible del todo con la solidaridad internacional el nacionalismo intransigente y egocéntrico, que la buena doctrina condena por eso mismo, porque niega o conculca los deberes de solidaridad para con la gran familia de las naciones. A este propósito, es necesario distinguir entre vida nacional y política nacionalista. La vida nacional, derecho y gloria de un pueblo, es el conjunto operante de todos aquellos valores de civilización que son propios y característicos de un determinado grupo humano. Debe ser promovida, porque, lejos de estorbar a la vida internacional, la ayuda y enriquece. Pero el nacionalismo, en cuanto mentalidad egocéntrica al servicio de las ambiciones ilimitadas de uno de esos grupos nacionales, debe ser reprimido, porque desconoce o viola la convivencia internacional y es la causa preponderante de los conflictos internacionales y aun de las conflagraciones bélicas.Profesa el nacionalismo una concepción hegeliana de la soberanía, según la cual ésta equivale a la omnipotencia del Estado, por lo que, entregadas al arbitrio de los gobernantes las relaciones internacionales, la prepotencia casi infinita del Estado rompe la unidad que vincula entre si a todos ellos, abre camino a la violación de los derechos ajenos y hace casi imposible la convivencia pacífica y más aún la colaboración entre las naciones. Contra las desviaciones del nacionalismo intransigente, los Papas predican de modo cada vez más apremiante la solidaridad internacional, sometida a un ordenamiento jurídico, el cual tanto abarca las relaciones normales entre Estados como las situaciones de crisis y conflicto.
REGULACIÓN JURÍDICA CONVENCIONAL: Esa regulación jurídica de las relaciones entre Estados, en épocas de convivencia normal, ve formuladas sus normas por vía de pactos y tratados. Base común del propio régimen convencional son los siguientes postulados fundamentales: el respeto íntegro de la independencia y libertad de todos los Estados, así como de sus derechos fundamentales; la justicia y equidad en los tratos, de modo que aquello que una nación reivindique para si deba concederlo, en igualdad de situaciones, a las otras; la aceptación de los deberes inherentes a los derechos que se invocan y ejercen, puesto que van deberes y derechos tan íntimamente unidos, que constituyen una sola y única totalidad jurídica; la observancia inviolable de los pactos estipulados y la fidelidad a la palabra que se empeña; la equitativa, prudente y leal revisión conjunta de sus tratados cuando el transcurso del tiempo y el cambio de situación lo exigiere o simplemente lo aconsejare; la denuncia previa en forma clara y regular del tratado cuya resolución estuviese prevenida; la apelación formal a las instituciones encargadas de garantizar el sincero cumplimiento de los contratos… Importa singularmente afianzar la seguridad jurídica merced al respeto de los pactos; porque considerar los convenios ratificados como cosa efímera y caduca y atribuirse la tácita facultad de rescindirlos o quebrantarlos unilateralmente cuando la propia utilidad parezca aconsejarlo, es proceder que echa por tierra toda confianza.
LOS CONFLICTOS, SUJETOS A DERECHO: Pero no sólo las relaciones normales de los Estados han de sujetarse al derecho; también los conflictos internacionales deben tener un tratamiento jurídico, en lugar de ser entregados a la decisión de las armas.Se entra, con esto, a exponer la doctrina pontificia sobre la guerra, doctrina que avanza audazmente con relación a las teorías tradicionales de filósofos y teólogos, puesto, que trata de conducir la mentalidad cristiana a la plena reprobación de toda guerra que no sea la puramente defensiva.Parece, en efecto, llegada la hora en que la Humanidad, dado el progreso alcanzado, se pregunte francamente —dice Pío XII— si debe resignarse a lo que en el pasado pareció una dura ley histórica o si, por el contrario, debe buscar caminos y hacer esfuerzos para librar al género humano de la pesadilla perpetua de los conflictos bélicos.El precepto de la paz es de derecho divino, y su fin es la protección de los bienes de la Humanidad en cuanto son bienes del Creador. Por eso hay que salvar la paz a toda costa, haciendo que, sobrevenido un caso de conflicto, la fuerza material de las armas sea sustituida por la fuerza moral del derecho. Viejos errores sobre la amoralidad de la guerra resucitados en los últimos años han tenido que ser explícitamente condenados por los Papas. Así, la proposición de que la guerra es un hecho ajeno a toda responsabilidad moral, por lo cual el gobernante que la declara, si bien puede incurrir en un error político cuando la guerra se pierde, no puede ser acusado de culpa moral ni de delito. Así también la simple condenación de la guerra por sus horrores y no, además, por su injusticia. Así, en fin, la tesis de que la guerra es una fase más de la acción política y tan natural y admisible corno cualquiera otra de ellas. La teoría que juzga la guerra como medio apto y proporcionado para resolver los conflictos internacionales está ya sobrepasada. Otros medios existen y otros procedimientos para vindicar los propios derechos, si hubiesen sido violados.
GUERRA DE AGRESIÓN Y DEFENSIVA: Conviene, llegado este punto, distinguir la guerra de agresión y la guerra defensiva. En cuanto a la primera, su inmoralidad aparece cada día más evidente. Toda guerra de agresión contra aquellos bienes que el ordenamiento divino de la paz obliga a respetar es pecado, delito, atentado contra la majestad de Dios, creador y ordenador del mundo. Es más, la guerra ofensiva, aun cuando sólo revista la forma de la llamada guerra fría, debe ser condenada absolutamente por la moral. La conciliación, el arbitraje, son las instituciones jurídicas a que se debe acudir en caso de conflicto. Y deben hacerse obligatorias, hasta el punto que se impongan sanciones al Estado que rehúse someterse a ellas o se niegue a aceptar sus decisiones. En fin, para evitar la guerra de agresión deben ser limitados los armamentos, con lo cual se esquivarán la tentación y el riesgo de que la fuerza material, en vez de servir para tutelar el derecho, apoye la tiránica violación de éste. Con la limitación de los excesivos armamentos quedarán, además, liberados los pueblos de la pesada servidumbre económica que hoy les aflige a causa de los grandes dispendios militares. Pero no todo se remedia con la restricción de los armamentos. Cae en un materialismo práctico o en un sentimentalismo superficial quien considera, en el problema de la paz, única o principalmente la amenaza de las armas y no da valor alguno a la ausencia del orden cristiano, que es la verdadera garantía de la paz. Otro es el caso de la guerra defensiva, la cual es lícita y hasta puede ser obligada si es el único medio que queda al pueblo atacado para repeler la agresión. Contra el moderno irenismo y contra la propaganda pacifista, que abusa de la palabra paz para ocultar designios nada pacíficos, los Papas recuerdan que ni la sola consideración de los dolores y males que derivan de la guerra ni la ponderación cuidadosa del daño y de la utilidad que de ella puedan seguirse valen para determinar si es moralmente lícito e incluso, en algunas concretas circunstancias, obligatorio rechazar con la fuerza al agresor. Porque algunos de los bienes que constituyen el patrimonio de las naciones son de tanta importancia para la convivencia humana, que su defensa bélica contra la injusta agresión es, sin duda, plenamente legítima. Por otra parte, una propaganda pacifista que provenga de quien niega la fe en Dios es un simple medio de provocar efectos tácticos de excitación y confusión.Vale igualmente esta doctrina para la guerra fría, y, cuando se produce, el atacado tiene no solamente el derecho, sino también el deber de defenderse. Porque ningún Estado puede aceptar impasible la esclavitud política o la ruina económica. Hay que ir más lejos. El deber de resistir la agresión puede alcanzar a los demás Estados que no son el agredido. Se da como una suerte de obligación general de venir en socorro del atacado. Ante una injusta agresión, la solidaridad que une a la familia de los pueblos prohíbe a los demás comportarse como simples espectadores en una actitud de impasible neutralidad. La comunidad de las naciones tiene el deber de no abandonar al pueblo agredido.
LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES: Para garantía de una paz justa y durable, la Comunidad de las Naciones debe organizarse jurídicamente. Punto esencial de todo futuro arreglo del mundo, según el Papa Pio XII, es la existencia de un órgano para el mantenimiento de la paz, órgano investido, por consentimiento común, de una suprema autoridad y cuyo oficio será sofocar en su raíz cualquier amenaza de agresión, aislada o colectiva, y tratar luego de resolver el conflicto por medios pacíficos. El tema de la autoridad supranacional es siempre el más difícil. Esta deberá ser verdadera y efectiva sobre los Estados miembros, pero de tal forma que todos conserven igual derecho a su soberanía relativa. El común consenso de todos, ellos será el sostén de esta autoridad. Otro punto delicado es el de la sanción al Estado rebelde. Se apunta en la doctrina pontificia algo como un juicio internacional y una condena de ostracismo. El violador del derecho en la comunidad de los pueblos debe ser condenado como criminal y, en tal concepto, llamado a rendir cuentas de sus acciones. Y debe ser apartado, como perturbador de la paz, en infamante soledad, lejos de la sociedad civil. Por el método, tan usual en los Papas, de enunciar deseos y aspiraciones, se contienen en los diversos mensajes del Pontífice reinante algunos juicios muy concretos sobre la Organización de las Naciones Unidas: ¡Ojalá que la Organización de las Naciones Unidas pueda llegar a ser la plena y pura expresión de la solidaridad internacional de la paz! Claro que para ello habrá de borrar antes de sus instituciones y de sus estatutos todo vestigio de su origen, que fue, por necesidad, una solidaridad de guerra. Y, para comenzar esta transformación, deberá asociar gradualmente a los vencidos a la obra de reconstrucción general, reconociéndoles la misma consideración y los mismos derechos que a los demás Estados.
LA UNIFICACIÓN DE EUROPA: Sin detrimento de la organización universal de los Estados, pueden y deben determinadas naciones asociarse en familias de pueblos. Tal es singularmente el caso de Europa, cuya unidad se hace cada vez más necesaria y apremiante. Muchos discursos ha dedicado al tema europeo el Papa Pío XII. He aquí sus ideas principales:La unidad de Europa es necesaria, y es, por tanto, acertada la política de unificación. Hay todo un cúmulo de razones que invitan hoy a las naciones europeas a federarse. La Europa maltrecha y decaída siente la necesidad de unirse para poner fin a las rivalidades seculares; ve los territorios antes sujetos a su tutela llegar a la edad de su emancipación: comprueba que el mercado de primeras materias ha pasado de la escala nacional a la continental: siente, en fin, y el mundo entero con ella, que todos los hombres son hermanos y están llamados a unirse para acabar con el escándalo del hambre y la ignorancia de la pobre Humanidad.Una común política exterior europea, susceptible, por otra parte, de admitir diferenciaciones, se hace indispensable en un mundo que tiende a agruparse en bloques más o menos compactos. Los países europeos que han admitido el principio de delegar una parte de su soberanía en un organismo supranacional, entran en una vía saludable, de donde puede salir, para ellos y para Europa, una vida nueva en todos los órdenes, no solamente en el económico y el cultural, sino también en el espiritual y religioso. El designio de la Europa unida será garantizar la subsistencia de cada uno de sus miembros y la del todo constituido por ellos, de suerte que su poder político pueda hacerse respetar como conviene en el concierto de las potencias mundiales. La comunidad europea, bajo forma federal o de otro modo —el Papa no se asusta de hablar de la constitución de un organismo político único—, es,esencial que cuente con una verdadera autoridad supranacional, aunque se entienda fundada en una delegación parcial de la soberanía de sus miembros. Es punto decisivo, del que depende la constitución de una comunidad en sentido propio, la presencia de este poder real, responsable, y su encarnación en un órgano ejecutivo.
SOBRE BASES CRISTIANAS: Más que la técnica política de la unión europea, es natural que al Papa le preocupe el espíritu que debe animar la nueva comunidad. Esta ha de ser la fe cristiana, que constituye la base de su civilización y cuya difusión en el mundo ha sido y es la misión histórica de Europa. Era la religión el alma de Europa en sus siglos de esplendor, y cuando la cultura europea se separó de ella, la unidad de Europa quedó rota. Por eso, hoy, por encima del fin económico y del político, la Europa unida debe asumir como misión propia la afirmación y la defensa de los valores espirituales que en otro tiempo constituyeron el fundamento de su existencia, y que ella tenía la vocación de transmitir a las restantes partes de la tierra. Porque el mensaje cristiano permanece, hoy como ayer, el más genuino de los valores de que Europa es depositaría y sigue siendo capaz de mantener en su integridad y en su vigor las libertades fundamentales de la persona humana, la función inviolable de la familia y los fines de la sociedad nacional; y de garantizar en el ámbito de una comunidad supranacional el respeto de las diferencias culturales y el espíritu de conciliación y de elaboración entre todos sus miembros. La misión civilizadora de Europa abarca al mundo entero, sobre el cual distribuye las riquezas espirituales acumuladas por cada una de las naciones que la forman. Hay, sin embargo, una mención especial para el continente africano. Nos parece necesario -ha dicho Pío XII— que Europa mantenga en África la posibilidad de ejercer su influencia educativa y de aportar una ayuda material amplia y comprensiva que contribuya a elevar el nivel de vida de los pueblos africanos y a revalorizar las riquezas materiales de aquel continente. He aquí una orientación y un consejo de actualidad palpitante.