FUNDAMENTOS DEL ORDEN SOCIAL Y POLÍTICO

La sociedad y el Estado se asientan sobre cimientos no puramente humanos, sino divinos. Estos son religiosos, morales y jurídicos.
La pretensión de que no existe vínculo alguno entre el hombre o el Estado y Dios, Creador y legislador supremo, es totalmente contraria a la naturaleza. Como lo es la creencia de que sea lícito en la vida política apartarse de los preceptos divinos y legislar sin contar con ellos.
Este es el más grueso error del liberalismo filosófico, del cual derivan luego, en cadena, una parte de los errores socialistas y comunistas y los totalitarios.
La religión —lazo que liga al hombre con Dios— es esencial e inexcusable para vincular a los hombres entre sí, formando la sociedad civil; y lo es para sustentar la autoridad y asegurar la paz social y el bienestar público. No bastan los lazos puramente humanos para sujetar a los hombres en comunidad, y menos para rendirlos a obediencia. Si la relación de hombre a hombre tiene que pasar por Dios, más aún la de súbdito a soberano.
Deleznable asiento el de una vida social que se apoye sobre fundamentos puramente terrenos y fíe su autoridad a la fuerza externa. Sólo la religión impone con máxima autoridad a los gobernantes la medida de su poder y a los ciudadanos la sumisión a la autoridad y la obediencia a la ley.
Por la violencia del poder se sujetan los cuerpos, mas no los espíritus; y el miedo es débil fundamento para la sujeción; pues, si los amedrentados esperan escapar impunes, se levantan contra los gobernantes con mayor furia. Es la historia de muchas revoluciones. Ningún poder coercitivo del Estado, como ningún ideal puramente terreno, podrá sustituir por mucho tiempo a los profundos estímulos de la fe en Dios, que lleva al acatamiento de la autoridad que manda en su nombre. Sólo este apoyo moral, que viene de lo eterno, de lo divino, es capaz de domeñar la libérrima voluntad humana.
La obediencia absoluta al Creador se extiende a todas las esferas de la vida, y, al exigir la conformidad de todo orden moral con la ley divina, pide también la adecuación de los ordenamientos humanos, mudables y contingentes, al ciclópeo sistema de los inmortales ordenamientos divinos.

LOS PRINCIPIOS ÉTICOS
Sobre el cimiento religioso del Estado se asienta su fundamento moral. Se trata ahora de los vínculos éticos, no religiosos ni jurídicos, que ligan a los hombres dentro del orden social, determinando el conjunto de sus deberes, y que forman, a la vez, la trabazón intrínseca de este orden.
Existe una norma universal de rectitud moral que se aplica a la vida política, un sistema de principios éticos universales que obligan a súbditos y gobernantes; una ley moral, en fin, que preside el desenvolvimiento de la conducta humana, según conciencia.
La concepción materialista de la sociedad y del Estado niega abiertamente la existencia de esta norma moral universal y se satisface con un ordenamiento jurídico, no hay que decirlo, de origen puramente humano y positivo. El orden político, al decir de esta doctrina, excluye toda consideración ética, y, por tanto, según ella, la vida individual no está ligada con la social por vínculo moral ninguno.
La verdad es la contraria. El Estado no escapa al orden moral que rige al mundo; y son los conceptos de deber, virtud y conciencia los que sostienen su autoridad, más que la severidad de las leyes o la amenaza de los castigos. Por eso, la razón demuestra y la historia confirma que la libertad, la prosperidad y la grandeza de un Estado se hallan en razón directa de la moral de sus ciudadanos y de sus gobernantes.

MORAL RELIGIOSA
Se trata, claro está, de una moral fundada en la religión, sobre la fe en Dios, genuina y pura; sobre la ley eterna y las leyes divinas positivas. Se trata de una doctrina moral objetiva que obedece a directrices eternas; se trata de un orden de convivencia que se halla en relación de dependencia con la verdad, la justicia y la solidaridad humana.
No basta, como otros quieren, la llamada moral «independiente», apariencia de moral, puramente civil, que lleva a hacer de la propia voluntad del hombre la ley de sí mismo, por lo cual, bajo pretexto de libertad, le concede una licencia ilimitada. Tampoco sirve una moral hedonista o utilitaria, según la cual las normas éticas emanarían de la «razón de Estado», o bien del sistema económico subyacente, olvidando que el orden moral debe insuflar su espíritu así a la política como a la economía social. Ni sirve, en fin, una moral seudo-patriótica, por la que lo bueno o lo malo en la conducta humana depende de que se haga o no por amor a la patria y en su obsequio.
No. La moral que sirve de base al Estado es la que tiene su fuente en la religión. Y el intento de separarla de la base granítica de la fe para reconstruirla sobre la arena movediza de normas convencionales, por puramente humanas, conduce, pronto o tarde, así a los individuos como a las naciones, a la decadencia moral y, tras de ésta, a la subversión social y a la anarquía.

LA JUSTICIA Y EL DERECHO
Siguiendo el símil de la construcción de un edificio, enteramente apropiado, sobre el doble cimiento religioso y moral, la edificación de la sociedad y del Estado requiere un tercer suelo: el jurídico, que se refiere a las normas que rigen la convivencia entre los hombres y las relaciones entre la autoridad y los súbditos, no en nombre de la religión ni de la moral, sino en nombre de la justicia.
La civilización se apoya en las leyes inmutables del derecho y de la justicia, y el primado de éstas es el fundamentó más firme de los Estados.
Este derecho de que se habla, apenas hay que decirlo, emana a su vez de la religión y de la moral. El ordenamiento jurídico no es, no debe ser otra cosa que una refracción externa del orden social querido por Dios; por eso no se pueden desgajar los fundamentos del derecho de la verdadera fe en Dios y de las normas de la revelación divina.
Yerran, por tanto, quienes quieren ponerlos en otra parte: el positivismo jurídico, que, separando el derecho de la moral, atribuye una majestad engañosa a leyes puramente humanas; el utilitarismo, que entiende por derecho lo que es útil para la nación; y toda suerte de materialismos, ya pongan la raíz del derecho en la propia realidad de su existencia, ya en los fenómenos económicos, en el buen éxito de lo mandado o en la fuerza que lo impone. Nada de esto crea el verdadero derecho, como tampoco lo legitima; antes bien, el derecho debe prevalecer sobre tales factores; sobre la utilidad, sobre la razón de Estado, sobre la fuerza.
El fundamento jurídico del orden social y político se encuentra formulado por el derecho natural, o sea, aquel sistema de normas impresas por Dios en el corazón del hombre, que éste descubre mediante la razón. La ley natural es la misma ley eterna, que, grabada en los seres racionales, inclina a éstos a las obras y al fin que les son propios. El derecho natural no es, por tanto, creación del Estado: es anterior a él.
El derecho natural no es vago e impreciso y como inaprensible. Por el contrario, es claro y bien determinado, está preestablecido y encierra tal riqueza de preceptos, que de él pueden extraerse, como de inexhausta cantera, nuevas formas para las nuevas situaciones que crea la marcha de los tiempos. Tampoco es una regla puramente negativa, una frontera que cierra el paso en sus avances a la legislación positiva. Por el contrario, es el alma que da forma, sentido y vida al derecho positivo.

EL DERECHO NATURAL Y EL POSITIVO
Por eso, todo derecho humano positivo debe conformarse con el derecho natural. Porque la ley humana —usando la lapidaria definición de Santo Tomás— no es otra cosa que la ordenación de la recta razón, promulgada por la autoridad legítima para el bien común. Su ámbito lo constituyen las reglas peculiares de la convivencia humana. Su eficacia deriva de su conformación con la ley eterna, de la que recibe su sanción.
Cuando las leyes tienen por objeto lo que es bueno o malo por naturaleza, la misión del legislador civil se limita a lograr, por medio de una disciplina común, la obediencia de los ciudadanos a los preceptos naturales. Cuando regulan cosas que sólo de un modo general y en conjunto han sido determinadas por la naturaleza, queda a la prudencia humana fijar el modo, la medida y el objeto de esos preceptos genéricos. Esto quiere decir que derivan del derecho natural las leyes humanas, unas de modo inmediato y directo y otras sólo de manera indirecta y mediata. Pero todas han de «conformarse» a él.
De aquí que las leyes que están en oposición insoluble con el derecho natural adolezcan de un vicio original que no puede ser subsanado ni con el imperio de la autoridad ni con el aparato de la fuerza externa.
Encierra esta doctrina una singular importancia para la vida pública. Porque el derecho humano positivo, en tanto resulta legítimo en cuanto se conforma con el derecho natural; y sólo en esto obliga a obediencia. Por consiguiente, si una ley, aunque establecida por legítima autoridad, es contraria a la recta razón y perniciosa para la comunidad, su fuerza legal es nula. Más: si estuviese en abierta oposición con el derecho divino y contradijese a los deberes religiosos, entonces la resistencia a la ley es un deber; la obediencia, un crimen.

TESIS CONDENABLES
Huelga casi decir que son condenables las doctrinas que establecen la independencia de todo derecho positivo respecto del derecho natural. Y mucho más las que se atreven a impugnar la existencia de éste. El Syllabus contiene una explícita condenación de las proposiciones que dicen que «no es necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural» y que «las leyes civiles pueden y deben separarse de la autoridad divina». Más tarde, León XIII condena el llamado a la sazón, «derecho nuevo», por contrario, en muchas de sus tesis, al derecho natural.
Igual repulsa merecen las tesis liberales que tratan de asentar la majestad de la ley simplemente sobre la voluntad del pueblo, con independencia de todo derecho divino. Según ellas, la razón colectiva, la fuerza de una mayoría numérica, la voluntad del partido prevalente, son la raíz única del derecho y la razón de su fuerza de obligar. Desde León XIII a Pío XII abundan las declaraciones condenatorias de tales errores. Para la doctrina católica, el augusto poder de las leyes humanas, como queda dicho, proviene de más alto: proviene de la ley natural y de la ley eterna.