Forman un cuerpo de doctrina admirable, por su firmeza y por su fluidez, las tesis pontificias sobre los fueros de la autoridad y los deberes de la obediencia, tesis derivada de un mismo principio: el origen divino del poder.
El principio de autoridad se contrapone al de anarquía. En toda sociedad humana es necesaria una autoridad que la gobierne. No puede ni siquiera concebirse una comunidad de hombres sin que haya alguien que aúne sus voluntades. Mucho menos puede existir de hecho y conservarse ninguna sociedad sin un jefe supremo que mueva a todos sus miembros con un mismo impulso eficaz encaminado al bien común.
Dios, autor de la sociedad, es quien lo ha dispuesto así. El ha querido que en la comunidad civil haya quienes gobiernen a la multitud; sin este vínculo del poder, la sociedad se disuelve. Quien creó la sociedad, creó también la autoridad.
POR SU ORIGEN DIVINO
Por lo mismo que la existencia de la autoridad se debe a disposición divina, todo poder legítimo proviene de Dios. El origen del poder político hay que ponerlo, pues, en Dios, no en la multitud ni en el pueblo. Los que tienen el derecho de mandar, de nadie lo reciben si no es de Dios: de El toman los gobernantes la autoridad. Porque ningún hombre tiene en sí o por si el derecho de sujetar la voluntad de los demás con los vínculos de este imperio.
No se trata ya del origen histórico del poder, sino también de su raíz filosófica. Por eso, tanto vale origen como fundamento, dependencia y sanción. Si la autoridad recibe de Dios el poder, éste de Dios depende y en El encuentra su apoyo y su sanción, esto es, su fuerza de obligar.
Importan poco al caso la forma de gobierno y el sistema político; sean éstos cuales sean, la autoridad que mediante ellos se ejerza de Dios deriva. Y no sólo se funda en El la autoridad del soberano, también la de sus subalternos.
Dimana de aquí el carácter sagrado de la autoridad. Siendo el poder legítimo de los gobernantes una participación del poder divino, alcanza el poder político una dignidad mayor que la meramente humana, dignidad verdadera y sólida como recibida por don de Dios. Y esto aunque fuese indigno el que ejerce la autoridad, porque es en ésta y no en su titular en quien se ve una como imagen de la majestad divina.
Negar, como lo hace el racionalismo, que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política, es arrancarle a ésta su dignidad y su vigor, es despojarla de su majestad, privarla de su universal fundamento.
Por eso sucede tantas veces que, recibida la autoridad como venida, no de Dios, sino de los hombres, los fundamentos mismos del poder quedan arruinados; como que se ha suprimido la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. Faltando la persuasión de ser divinos el origen, la dependencia y la sanción de la autoridad civil, pierde ésta su más grande fuerza de obligar y el más alto título de acatamiento y de respeto.
No. Los gobernantes son ministros de Dios y como delegados suyos. No mandan por derecho propio, sino en virtud de un mandato y de una representación del Rey divino que comporta el derecho de mandar.
LA DESIGNACIÓN DE LOS GOBERNANTES
Pero, si el poder en sí es de origen divino, la forma de su ejercicio y la designación de los gobernantes, esto es, de los titulares que han de ejercerlo, no tienen, por lo menos de modo inmediato, el mismo divino origen, sino que derivan de la voluntad de los hombres. La distinción es clara: una cosa es el poder considerado en sí mismo, el cual Dios lo confiere, y otra las formas que reviste y las personas que lo encarnan, unas y otras establecidas por modos humanos.
Los textos pontificios son también en esto terminantes: Si el poder político es siempre de Dios, no se sigue de aquí que la designación divina afecte siempre e inmediatamente a los modos de transmisión de este poder, ni a las formas contingentes que reviste, ni a las personas que son sujeto del poder mismo. Porque los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud. Bien entendido que con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer.
Tiene esta doctrina particular importancia en los casos de cambio de régimen. Toda la novedad se reduce entonces, según ella, a la distinta forma política que adopta el poder civil o al sistema nuevo de transmisión de este poder; pero en modo alguno afecta al poder en sí mismo, que persevera inmutable y digno de todo respeto.
LIMITES DEL PODER
El poder político, en su ejercicio, no es nunca absoluto; tiene limitaciones. Las principales de ellas derivan de su obligada fidelidad a la causa o finalidad del poder, a su razón de ser, a su misión; esto es, el servicio del bien público. Helo aquí dicho con frase lapidaria de labios pontificios: la última legitimidad moral y universal del regnare es el servire. El poder político, en efecto, no ha sido dado para el provecho de ningún particular ni para utilidad de aquellos que lo ejercen, sino para bien de los súbditos que les estuvieren confiados.
Oficio propio de gobernantes es, por tanto, procurar el bien común. Y éste debe entenderse no sólo de los intereses materiales, sino también de los bienes del espíritu. El fin próximo del gobierno es proporcionar a los gobernados la prosperidad terrena; pero su fin remoto mira más lejos. Como quiera que el bien común está, a la postre, al servicio de la persona, quiérese decir que entra también en la misión del gobierno proporcionar las mayores facilidades para que los súbditos consigan el sumo y último bien.
Quien ejerce el poder debe penetrarse de la alta misión que se le confía: realizar en la vida pública el orden querido por Dios, y sólo podrá cumplir con ella si tiene una clara visión de los fines señalados por la divina ordenación a la sociedad humana y un profundo sentido de sus deberes de gobernante y de su responsabilidad. Por eso, debe ejercerse el poder de modo justo y no despótico; firme, pero no violento. Y austero; la administración pública debiera desenvolverse siempre con una sobriedad grande.
SUMISIÓN Y ACATAMIENTO
El poder y la autoridad exigen sumisión, acatamiento y obediencia por parte de los súbditos.
El principio general es sumamente preciso y apremiante: los súbditos deben sumisión al poder legítimo y obediencia a la autoridad que lo ejerce; y esto por dos modos: por deber de conciencia y en obsequio al bien común.
A los que están investidos de autoridad se les ha de obedecer, no de cualquier modo, sino religiosamente, por obligación de conciencia. Los ciudadanos están obligados a aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a guardarles fidelidad. Por eso, el no obedecer a la autoridad constituye manifiestamente un pecado.
La subordinación sincera que se debe a los gobiernos constituidos se funda en la razón del bien social. Cuando en una sociedad existe un poder constituido y actuante, el interés común se halla ligado a este poder, y por esta razón debe aceptarse éste tal cual existe.
Entramos con esta tesis en la doctrina del acatamiento al poder constituido aun cuando se tratare de gobiernos de hecho. El gran definidor de la sutil doctrina es León XIII. He aquí los textos más expresivos: cuando de hecho queda constituido un nuevo régimen político, representante del poder en sí mismo inmutable, su aceptación no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común, que le da vida y lo sostiene. Por eso es obligado aceptar sin reservas, con la lealtad perfecta que conviene al cristiano, el poder civil en la forma que de hecho exista. Y esto aun cuando la nueva forma política no fuera en su origen legítima.
Estos cambios de régimen están muy lejos de ser siempre legítimos en el origen; es incluso difícil que lo sean. Sin embargo, el criterium supremo del bien común y de la tranquilidad pública impone la aceptación de estos nuevos gobiernos establecidos de hecho, sustituyendo a los anteriores que de hecho ya no existen. De esta manera quedan suspendidas las reglas ordinarias de la transmisión de los poderes y hasta puede suceder que con el tiempo queden abolidas.
RAÍZ DE LA OBEDIENCIA
Es el esplendor augusto y sagrado que la religión imprime a la autoridad política lo que ennoblece la obediencia civil, que encuentra, como ya se ha dicho, la razón de obligar de lo mandado en ser el poder humano una participación del divino. La obediencia, por tanto, no daña a la dignidad humana, porque, más que a los hombres, a Dios se obedece; se presta obediencia a la más justa y elevada autoridad.
Nada más contrario a la verdad que suponer en manos del pueblo el derecho de negar la obediencia a la autoridad cuando le plazca. Cuando el poder legítimo manda lo justo, no se le puede, en consecuencia, desobedecer sin ofensa a Dios. Los que resisten al poder político, resisten a la divina voluntad. Más: los que rehúsan honrar a los gobernantes, rehúsan honrar al mismo Dios. No importa el titular; despreciar el poder legítimo, sea quien sea su titular, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios.
Caen por tierra, ante la doctrina cristiana del origen divino del poder, los falsos dogmas de la soberanía popular tan caros al racionalismo liberal como a los totalitarismos de cualquier clase. Según ellos, la autoridad deriva del arbitrio de la muchedumbre, o bien del pueblo jurídicamente organizado, del consentimiento de los gobernados o de la voluntad de la nación. El pueblo, además, confiere a sus gobernantes la autoridad a título de mandato revocable, pues se entiende que él continúa detentándola. Quienes la ejercen lo hacen por delegación del pueblo y en su nombre. Y, en fin, la obediencia no es sino una subordinación de todos a la decisión de una mayoría numérica…
CUÁNDO ES LÍCITO DESOBEDECER
La sumisión al poder constituido no implica una obediencia ilimitada a sus leyes y mandatos. Hay que distinguir entre poder y legislación y, consiguientemente, entre acatamiento y obediencia. El acatamiento a la autoridad se exige siempre; la obediencia a sus mandatos no siempre se puede exigir. Sigue hablando León XIII. El respeto al poder constituido no puede exigir ni imponer como cosa obligatoria una obediencia ilimitada o incondicionada a las leyes que él promulgue.
Pero la causa que justifica la desobediencia es una sola: la injusticia de lo mandado. Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Porque, cuando el poder humano manda algo claramente contrario a la voluntad divina, traspasa los límites que tiene fijados, entra en conflicto con la divina autoridad, y en este caso es justo no obedecer. Pues hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Cuando no existe el derecho de mandar o se manda algo contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, es justo entonces desobedecer a los hombres para obedecer a Dios. En todos estos casos se ha pervertido la justicia; y la autoridad sin la justicia es nula.
LEGITIMA RESISTENCIA
Un paso más: no sólo es justo, a veces, el desobedecer; puede serlo también el resistir por medios lícitos a los poderes injustos. Siempre es lícito, ante un gobierno que abusa del poder, coartar la tiranía y procurar al Estado otra organización política más moderada bajo la cual se pueda obrar libremente. Ya se entiende que usando de medios lícitos. Pero también lo es, más en concreto, unirse los ciudadanos para defenderse contra un gobierno injusto, en coalición de conciencias que no están dispuestas a renunciar a la libertad. Esta doctrina es de Pío XII. Cuando los poderes constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y para defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados.
Tal suerte de resistencia a la tiranía, como recurso supremo y excepcional contra un gobierno injusto, exige la concurrencia de unos requisitos muy precisos: que tales reivindicaciones tengan razón de medio o de fin relativo y no de fin último y absoluto; que sean acciones licitas y no intrínsecamente malas; que no causen a la comunidad daños mayores. En todo caso deben quedar fuera de esta acción así el clero como el apostolado seglar, porque no es de su incumbencia el uso de tales medios.
LA REBELIÓN NO ES LICITA
Si todos los ciudadanos tienen la obligación de acatar el poder y aceptar los regímenes constituidos, no les es lícito derrocarlos por la violencia, aunque abusen de su poder. El derecho de rebelión —escribe León XIII— es contrario a la razón. Porque acarrea el peligro de una perturbación mayor, de un daño más grande. La religión manda la sumisión a los poderes legítimos, prohibiendo toda revolución y todo conato que pueda turbar el orden y la pública tranquilidad. La Iglesia condena la insurrección violenta —que sea «arbitraria», dice León XIII; «injusta», se lee en Pío XII— contra los poderes constituidos. Y esto aun cuando los gobernantes ejerzan el poder con abusos y extralimitaciones. En todo caso, provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad no solamente humana, sino divina.