El Estado, o sea la sociedad jurídicamente organizada bajo una autoridad soberana, no es ninguna abstracción. Es una entidad viva, emanación normal de la naturaleza humana. Es, además, una sociedad necesaria, con necesidad de medio, para la propia vida humana, en cuanto forma de unidad y de orden entre los hombres. La familia, fuente de vida, y el Estado, tutor del derecho, son las dos columnas que sostienen la sociedad.
Tiene sus raíces en el orden de la Creación, y es por ello uno de los elementos constitutivos del derecho natural. Dicho de otro modo, se funda en el orden moral del mundo. Pero si su origen trascendente está en Dios, el próximo o inmediato se encuentra en el hombre y en la sociedad. De aquí que su fin último sea servir a la persona humana, directamente o a través de la sociedad, entendida en su sentido más amplio.
MEDIO Y NO FIN
Se puede repetir en este punto lo que queda dicho acerca de la sociedad civil, a saber: que el Estado es medio y no fin de sí mismo. Como también que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. El Estado, el Poder político, ha sido establecido por el supremo Creador con el designio de facilitar a la persona humana su perfección física, intelectual y moral, y para ayudarle, además, a que consiga su fin sobrenatural. No debe ser su único objetivo obtener la prosperidad y el bienestar públicos, pero sí el primordial, el preferente. Los gobiernos deben consagrar su principal preocupación a crear los medios materiales de vida necesarios para el ciudadano.
El modo como ordinariamente el Estado contribuye a los fines de la persona es a través de la comunidad, sirviendo al bien común. Por eso, en cierto modo, puede decirse que el fin del Estado es, a la vez, la persona individual y la colectiva. Su imperio debe ponerse a un tiempo al servicio de la sociedad y al del individuo. Su función, su «magnífica función», consiste en favorecer, ayudar, promover la cooperación activa de sus miembros en orden al bien de la comunidad. Los verbos que se emplean para expresar las funciones del Estado están escogidos por los Papas con sumo cuidado. Véase en este otro pasaje: el Estado tiene esta noble misión: reconocer, regular y promover en la vida nacional las actividades de los individuos y dirigir estas actividades al bien común, definido éste en función con el perfeccionamiento natural del hombre. El Estado no puede absorber ni suplantar a la sociedad ni a la persona.
Se produce en el funcionamiento del Estado como una corriente que circula del individuo a la colectividad, para refluir de nuevo sobre el individuo. Toda su actividad está como presidida por este designio: la realización permanente del bien común en la sociedad, mirando siempre a la persona.
PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
Las funciones del Estado son concurrentes con las de otras sociedades intermedias y son subsidiarias de éstas. Veamos cómo se entiende este «principio de subsidiaridad», que, viene determinado por el bien común como objetivo de la actividad del Estado.
El bien común dijérase que es como el sistema de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de su vida, así económica como profesional, intelectual y religiosa, en tanto en cuanto no basten o no alcancen a conseguirlas las energías de la familia y los esfuerzos de otras sociedades a las que corresponde una precedencia «natural» sobre el Estado y en cuanto no correspondan a la Iglesia, sociedad universal deparada por la voluntad salvífica de Dios al servicio de la persona humana, y singularmente de sus fines religiosos.
El Estado, por tanto, no puede ser una omnipotencia opresora de las autonomías legítimas. Su misión no es la de asumir directamente las funciones económicas, culturales o sociales que pertenecen a otras competencias. Su misión está en coordinar y orientar los esfuerzos de todos al fin común superior. Por eso, debe reconocer una justa parte de autonomía y de responsabilidad a cuanto represente en el país un poder efectivo y valioso.
Crece la importancia de esta doctrina a medida que se extienden, de día en día, las atribuciones del Estado en todos los campos: en el social, en el técnico, en el económico. Nadie pone hoy en duda la necesidad de ensanchar su campo de acción para el mejor servicio del bien colectivo, como tampoco la precisión de acrecer sus poderes. Pero esta ampliación creciente de las funciones del Estado sólo se hará sin daño ni peligro si se tiene una apreciación justa del fin del Estado y del carácter supletorio de una parte de sus funciones con relación a las demás sociedades.
La misión del Estado, en resumen, el bien común de orden temporal, consiste en una paz y seguridad de las cuales puedan disfrutar las familias y los individuos en el libre ejercicio de sus derechos; y en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible; todo ello mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos. La función de la autoridad política del Estado es, pues, garantizar y promover, pero nunca absorber a la familia y al individuo o suplantarlos.
ESTATOLATRÍA
Incompatible con este concepto cristiano de la misión del Estado es cualquier suerte de totalitarismo o estatolatría que diviniza al Estado considerándole como fin de sí mismo, al que hay que subordinarlo todo y como suprema norma, fuente y origen de todos los derechos. Tales doctrinas, que tienen su viciada raíz en la negación del origen trascendente del Estado, pervierten y falsifican el orden natural y han sido causa de males inmensos para los pueblos.
No hay que decir que se desvía igualmente del pensamiento católico la tesis comunista, según la cual el Estado y su poder no son sino el medio, el instrumento más eficaz y más universal para conseguir el objetivo comunista de la subversión social.