HEREJE

HEREJE: Es el sectario o defensor de una opinión contraria a la creencia de la Iglesia católica. Bajo este nombre se comprende no solo a los que han inventado un error, le han abrazado por su propia elección, sino también a los que han tenido la desgracia de haber sido imbuidos en él desde la infancia, y porque nacieron de padres herejes. Un hereje, dice M. Bossuet, es el que tiene una opinión suya, que sigue su propio pensamiento y su sentir particular; un católico, por el contrario, sigue sin titubear la doctrina de la Iglesia universal. Con este motivo tenemos que resolver tres cuestiones: la primera, si es justo castigar a los herejes con penas aflictivas, o si, por el contrario, es preciso tolerarlos; la segunda, si está decidido en la Iglesia romana, que no se deba guardar la fe jurada a los herejes, la tercera, si se hace mal en prohibir a los fieles la lectura de los libros heréticos.

I.- A la primera, respondemos desde que los primeros autores de una herejía emprenden el extenderla, ganar prosélitos y hacerse un partido, son dignos de castigo como perturbadores del orden público. Una experiencia de diez y ocho siglos (ahora 20 siglos) ha convencido a todos los pueblos que una nueva secta jamás se establece sin causar tumultos, sediciones, sublevaciones contra las leyes, violencias, y sin que haya habido tarde o temprano sangre derramada.

Por más que se diga que, según este principio, los judíos y los paganos hicieron bien condenar a muerte a los apóstoles y a los primeros cristianos; no hay nada de esto, los apóstoles probaron que tenían una misión divina; jamás ha probado la suya un heresiarca. Los apóstoles predicaron constantemente la paz, la paciencia, la sumisión a las potestades seculares; los heresiarcas han hecho lo contrario. Los apóstoles y los primeros cristianos no causaron ni sediciones, ni tumultos, ni guerras sangrientas; por lo tanto se derramó su sangre injustamente, y jamás tomaron las armas para defenderse. En el Imperio romano y en la Persia, en las naciones civilizadas y entre los bárbaros observaron la misma conducta.

En segundo lugar, respondemos que cuando los miembros de una secta herética, ya establecida, son apacibles, sumisos a las leyes, fieles observadores de las condiciones les han sido prescritas, cuando por otra parte su conducta no es contraria ni a la pureza de las costumbres ni a la tranquilidad pública, es justo tolerarlos; entonces no debe emplearse más que la dulzura y la instrucción para atraerlos al seno de la Iglesia. En los dos casos contrarios, el gobierno tiene derecho para reprimirlos y castigarlos; y sí no lo hace bien pronto tendrá motivo de arrepentirse. Pretender en general que se deban tolerar todos los sectarios, sin atender a sus opiniones, a su conducta, al mal que pueda resultar de ello; que todo rigor, toda violencia ejercida con respecto a esto es injusta y contra al derecho natural, es una doctrina absurda que choca al buen sentido y a la sana política: los incrédulos de nuestro siglo que se han atrevido a sostenerla, se han cubierto de ignominia.

Le Clerc, a pesar de su inclinación a excusar a todos los sectarios, conviene en que desde el origen de la Iglesia, y aun desde la época de los apóstoles, hubo herejes de estas dos especies, que los unos parecían errar de buena fe, en cuestiones de poca consecuencia, sin causar sedición ni ningún desorden; que otros obraban por ambición y con designios sediciosos; que sus errores atacaban esencialmente al cristianismo. Al sostener que los primeros debían ser tolerados, confiesa que los segundos merecían el anatema que se pronunció contra ellos. (Hist. ecclés., año 83, § 4 y 5).

Leibnitz, aunque protestante, después de haber observado que el error no es un crimen, si es involuntario, confiesa que la negligencia voluntaria de lo que es necesario para descubrir la verdad en las cosas que debemos saber, es sin embargo un pecado, y aun pecado grave, según la importancia de la materia. Por lo demás, dice, un error peligroso, aunque fuera completamente involuntario y exento de todo crimen, puede ser sin embargo reprimido muy legítimamente por el temor de que perjudique, por la misma razón que se encadena a un furioso, aunque no sea culpable. (Espíritu de Leibnitz, t. 2,  p. 64).

La Iglesia cristiana, desde su origen, se ha conducido respecto de los herejes, según la regla que acabamos de establecer; jamás ha implorado contra ellos el brazo secular, sino cuando han sido sediciosos, turbulentos, insociables, o cuando su doctrina tendía evidentemente a la destrucción de las costumbres, de los lazos de la sociedad y del orden público. Por el contrario, muchas veces ha intercedido por ellos cerca de los soberanos y magistrados para obtener la remisión o mitigar las penas en que habían incurrido los herejes. Este hecho está probado hasta la demostración en el Tratado de la unidad de la Iglesia por el P. Tomasino; pero como nuestros adversarios afectan continuamente desconocerlo, es preciso comprobarlo, echando una ojeada, por lo menos, sobre las leyes dadas por los príncipes cristianos contra los herejes.

Las primeras leyes dadas con este motivo fueron las de Constantino el año 331. Prohibió por medio de un edicto las reuniones de los herejes, mandó que sus templos fuesen devueltos a la Iglesia católica, o adjudicados al fisco. Nombra a los novacianos, a los paulíanístas, a los valentinianos, a los marcionitas y a los catafrigos o montanistas; pero declara terminantemente que es a causa de los crímenes y de los delitos de que eran culpables estas sectas, y que no era posible tolerar. (Eusebio, Vida de Constantino, l. 3, c. 64, 65, 66). Por otra parte, ninguna de estas sectas gozaba de la tolerancia en virtud de una ley; Constantino no comprendió en su edicto a los arrianos, porque todavía no tenía nada que vituperarles.

Mas después, cuando los arríanos protegidos por los emperadores Constancio y Valente emplearon las vías de hecho contra los católicos, Graciano y Valentiniano II, Teodosio y sus hijos conocieron la necesidad de reprimirlos. De aquí provinieron las leyes del código Teodosiano que prohíben las reuniones de los herejes, que les mandan devolver a los católicos las iglesias que les habían quitado, que les obligan a permanecer tranquilos bajo la pena de ser castigados a voluntad de los emperadores. No es cierto que estas leyes impongan la pena de muerte, como algunos incrédulos han dicho; no obstante muchos arríanos lo merecían, y esto se probó en el concilio de Sárdica el año 347.

Ya Valentiniano I, príncipe muy tolerante, alabado por su dulzura por los mismos paganos, proscribió a los maniqueos a causa de las abominaciones que practicaban. (Cod. Theod., l. 16. t. 5, n. 3). Teodorico y sus sucesores hicieron lo mismo. La opinión de estos herejes, respecto al matrimonio, era directamente contraria al bien de la sociedad. Honorio, su hijo, usó del mismo rigor respecto de los donatistas, a ruego de los obispos de África; pero se sabe a los furores y pillaje que se entregaron los circunceliones de los donatistas. San Agustín atestigua que tales fueron los motivos de las leyes dadas contra ellos; y por esta sola razón sostuvo su justicia y necesidad. (L. contra Epist. Parmen). Pero fue uno de los primeros que intercedieron, para que los más culpables, aun de los donatistas, no fuesen castigados con la muerte. Los que se convirtieron, guardaron las iglesias de que se habían apoderado, y los obispos quedaron en posesión de sus sillas. Los protestantes no han dejado de declamar contra la intolerancia de S. Agustín.

Arcadio y Honorio publicaron también leyes contra los frigios y montanistas, contra los maniqueos y los priscilianistas de España; les condenaron a la pérdida de sus bienes. Se ve la causa de esto en la doctrina misma de estos herejes y en su conducta. Las ceremonias de los montanistas son llamadas misterios execrables, y los parajes de sus reuniones cuevas de asesinos, o cuevas mortíferas. Los priscilianistas sostenían, como los maniqueos, que el hombre no es libre en sus acciones, sino dominado por la influencia de los astros; que el matrimonio y la procreación de los hijos son obra del hijo del demonio; practicaban la magia y torpezas en sus reuniones. (San León. Epist. 13 ad Turib). Todos estos desórdenes ¿pueden tolerarse en un estado civilizado?

Mosheim nos parece que interpretó mal el sentido de una ley de estos dos emperadores, del año 415; dice, según él, que es preciso mirar y castigar como herejes a todos aquellos que se separan del juicio y creencia de la religión católica, aun en materia leve, (vel levi argumento. Syntagm., disert. 3, § 2). Nos parece que levi argumento significa más bien con frívolos pretextos, por razones frívolas, como hacían los donatístas; ninguna de las sectas conocidas en aquella época erraba en materia leve.

Cuando Pelagio y Nestorio fueron condenados por el concilio de Efeso, los emperadores proscribieron sus errores e impidieron su propagación; sabían por experiencia lo que hacen los sectarios desde el momento en que se conocen con fuerzas. Tampoco los pelagianos consiguieron formar reuniones separadas, y los nestorianos no se establecieron sino en la parte del Oriente que no estaba sujeta a los emperadores. (Assemani, Bibliot. oriental, t. 4, c. 4, § 1 y 2).

Después de la condenación de Eutiques en el concilio de Calcedonia. Teodosio el Joven y Marcian, en Oriente, y Mayoriano, en Occidente, prohibieron predicar el eutiquianísmo en el imperio; la ley de Mayoriano impone la pena de muerte, a causa de los asesinatos que los eutiquianos habían cometido en Constantinopla, en la Palestina y en Egipto. Esta secta se estableció por medio de una revolución; sus partidarios después favorecieron a los mahometanos en la conquista del Egipto, a fin de no estar ya sujetos a los emperadores de Constantinopla.

Desde mediados del siglo V, ya no se encuentran leyes imperiales en Occidente contra los herejes; los reyes de los pueblos bárbaros que se establecieron en él, y los cuales abrazaron la mayor parte el arrianismo, ejercieron con frecuencia violencias contra los católicos; pero los príncipes obedientes a la Iglesia no usaron de represalias. Recaredo, para convertir a los godos en España; Agilulfo, para hacer católicos a los lombardos; San Segismundo, para atraer a los borgoñones al seno de la Iglesia, no emplearon más que la instrucción y la dulzura. Desde la conversión de Clodoveo, los reyes de Francia no dieron leyes sangrientas contra los herejes.

En el siglo IX, los emperadores iconoclastas emplearon la crueldad para abolir el culto de las imágenes; los católicos no pensaron en vengarse. Focio, para atraer a los griegos al cisma, usó más de una vez de violencias; no fue castigado con tanto rigor como merecía. En el siglo XI y en los tres siguientes, muchos fanáticos fueron ajusticiados; pero por sus crímenes y torpezas, y no por sus errores. No se puede citar ninguna secta que haya sido perseguida por opiniones que en nada atacaban al orden público.

Se mete mucho ruido con la proscripción de los albigenses, con la cruzada publicada contra ellos, con la guerra que se les hizo, pero los albigenses tenían las mismas opiniones y la misma conducta que los maniqueos de Oriente, los priscilianistas de España, los paulicianos de Armenia y de los búlgaros de las orillas del Danubio; sus principios y moral eran destructores de toda sociedad, y tomaron las armas cuando se les persiguió a fuego y sangre.

Por espacio de doscientos años los vadenses permanecieron tranquilos, no se les envió mas que predicadores; en 1375 mataron dos inquisidores, y se empezó a perseguirlos. En 1545 se unieron a los calvinistas, é imitaron sus procederes; se organizaron y sublevaron cuando Francisco I les hizo exterminar.

En Inglaterra, el año 1381, Juan Balle o Vallée, discípulo de Wiclef, había excitado por medio de sus sermones una sublevación de doscientos mil paisanos; seis años despues, otro religioso, imbuido en los mismos errores, y sostenido por los caballeros encapillados, motivó una nueva sedición; en 1413, los wiclefistas, que tenían a su cabeza a Juan de Oldcastel, se sublevaron otra vez; los que fueron ajusticiados en estas diferentes ocasiones no lo fueron seguramente por sus dogmas. Juan Hus y Jerónimo de Praga, herederos de la doctrina de Wiclef, habian puesto en conmoción a toda la Bohemia cuando fueron condenados en el concilio de Constancia; el emperador Sigismundo fue quien los juzgó dignos de muerte; creía contener las sublevaciones por su suplicio, y no hizo más que aumentar el incendio.

Los escritores protestantes repitieron cien veces que las revoluciones y crueldades de que sus padres se hicieron culpable no eran más que la represalia de las persecuciones que los católicos habían ejercido contra ellos. Es una impostura demostrada por los hechos más palpables. El año 1520 Lutero publicó un libro De la libertad cristiana, en el cual excitaba a los pueblos a sublevarse; el primer edicto de Carlos V contra él no apareció hasta el año siguiente. Cuando se vio apoyado por los príncipes, declaró que el Evangelio, es decir su doctrina, no podía establecerse sino de mano armada y derramando sangre; en efecto, el año 1525 causó la guerra de Muncero y de los anabaptistas. En 1526 Zuinglio hizo proscribir en Zurich el ejercicio de la religión católica; era pues el verdadero perseguidor: se vió aparecer el tratado de Lutero con respecto al fisco común, en el cual excitaba a los pueblos a apoderarse de los bienes eclesiásticos; moral que se siguió con la mayor exactitud. En 1527, los luteranos del ejército de Carlos V saquearon a Roma, y cometieron allí crueldades inauditas. En 1528, el catolicismo fue abolido en Berna: Zuinglio hizo castigar con la muerte a los anabaptistas; una estatua de la Virgen fue mutilada en Paris; en esta ocasión fue cuando apareció el primer edicto de Francisco I contra los novadores; se sabe que habían puesto ya en conmoción la Suiza y la Alemania. En 1529 se abolió la misa en Estrasburgo y en Basilea; en 1530 so suscitó la guerra civil en Suiza entre los zuinglianos y los católicos; fue muerto en ella Zuinglio. En 1533 hubo la misma disensión en Ginebra, cuya consecuencia fue la destrucción del catolicismo: Calvino en muchas de sus cartas predicó la misma moral que Lutero, y sus emisarios vinieron a practicarla a Francia, cuando vieron el gobierno dividido y poco fuerte. En 1534, algunos luteranos fijaron en Paris pasquines sediciosos, y trataron de formar una conspiración; seis de ellos fueron condenados al fuego, y Francisco I dio el segundo edicto contra ellos. Las vías de hecho de estos sectarios no eran seguramente represalias.

Todo el mundo sabe con el tono que predicaron los calvinistas en Francia, cuando se vieron protegidos por algunos grandes del reino; nunca tuvieron designio de limitarse a hacer prosélitos por la seducción, sino destruir el catolicismo, y emplear para esto los medios más violentos; se desafía a sus apologistas a que citen una sola ciudad en la cual hayan permitido el ejercicio de la religión católica. ¿En qué sentido y ocasión puede sostenerse que los católicos hayan sido los agresores?.

Cuando se les opone en el día la intolerancia brutal de sus primeros jefes, responden con la mayor frialdad que era un resto del papismo. ¡Nueva calumnia! Jamás el papismo enseñó a sus discípulos a predicar el Evangelio con la espada en la mano. Cuando condenaron a muerte a los católicos, era para hacerles abjurar su religión; cuando se ha castigado de la misma suerte a los herejes, fue por sus crímenes, así que nunca se les prometió la impunidad si renunciaban al error.

Se encuentra, pues, probado hasta la evidencia que los principios y conducta de la Iglesia católica fueron constantemente los mismos en todos los siglos; el no emplear más que la instrucción y la persuasión para atraer a los herejes cuando son pacíficos; implorar contra ellos el brazo secular cuando son brutales, violentos y sediciosos.

Mosheim calumnia a la Iglesia, cuando dice que en el siglo IV se adoptó generalmente la máxima, de que todo error en materia de religión, en el que se persistía después de haber sido amonestado debidamente, era digno de castigo, y merecía las penas civiles y aun los tormentos corporales, (Híst. ecclés., IV siglo, 2° part., c. 3. § 16). Jamás han sido considerados como dignos de castigo más que los errores que interesaban al orden público.

No dejamos de confesar el horror que tenían los PP. al cisma y a la herejía, ni la nota de infamia que los decretos de los concilios imprimieron a los herejes. San Cipriano, en su libro de la Unidad de la Iglesia, prueba que el crimen de los herejes es más capital que el de los apóstatas que sucumbieron al temor de los suplicios. Tertuliano, San Atanasio, San Hilario, San Jerónimo y Lactancio no quieren que los herejes sean puestos en el número de los cristianos; el concilio de Laodicea, que casi puede considerarse como ecuménico, les niega este título. Una fatal experiencia ha probado que estos hijos rebeldes de la Iglesia son capaces de hacerla más daño que los judíos y paganos.

Es falso que los PP. hayan calumniado a los herejes, imputándoles muchas torpezas abominables. Es cierto que todas las sectas que condenaron el matrimonio, incurrieron poco más o menos en los mismos desórdenes, y esto ha acontecido también a las de los últimos siglos. Es particular que Beausobre y otros protestantes hayan querido acusar a los PP. de mala fe, que a los herejes de malas costumbres.

Su inconsecuencia es palpable; hicieron de los filósofos paganos en general un cuadro odioso, y no se atrevieron a contradecir el que trazó San Pablo: ahora bien, es seguro que los herejes de los primeros siglos eran filósofos que llevaron al cristianismo el carácter vano, disputador, pertinaz, embrollón y vicioso que habían contraído en sus escuelas: ¿por qué, pues, toman los protestantes el partido de los unos más bien que el de los otros? (Le Clerc. Hist. ecclés., sec. 2‘, c. 3; Mosheim, Hist. crist., proleg., c. -1, §23 y siguientes).

Mosheim principalmente ha llevado la prevención hasta el último extremo, cuando dice que los PP., y con particularidad San Jerónimo, usaron de disimulo, de doblez y fraudes piadosos, disputando contra los herejes para vencerlos con más facilidad. (Dissert. sintagm., dissert. 3, § 11). Ya hemos refutado esta calumnia.

II.- Muchos escribieron también que, según la doctrina de la Iglesia romana, no se está obligado a guardar la fe jurada de los herejes; que el concilio de Constanza lo decidió así, que por lo menos se condujo de esta suerte respecto de Juan Hus; los incrédulos lo afirmaron así. Pero es también una calumnia del ministro Jurieu, y Bayle la refutó; sostiene con razón que ningún concilio ni teólogo de nota enseñó esta doctrina; y el pretendido decreto que se atribuye al concilio de Constanza, no se encuentra en las actas pertenecientes a dicho concilio.

¿Qué resulta de su conducta respecto de Juan Hus? Que el salvoconducto concedido por un soberano a un hereje no quita a la jurisdicción eclesiástica el poder formarle un proceso, condenarle y entregarle al brazo secular, si no se retracta de sus errores: según este principio se procedió contra Juan Hus. Este, excomulgado por el papa, apeló al concilio; protestó solemnemente que si se podía convencerle de algún error, no rehusaba incurrir en las penas dadas contra los herejes. Según esta declaración, el emperador Sigismundo le concedió un salvoconducto para que pudiera atravesar la Alemania con seguridad, y presentarse en el concilio, pero no para ponerle a cubierto de la sentencia del concilio. Cuando Juan Hus fue convencido por el concilio, aun en presencia del mismo emperador, de haber enseñado una doctrina herética y sediciosa, no quiso retractarse, y probó de esta suerte que era el autor de los desórdenes de la Bohemia: este príncipe juzgó que merecía ser condenado al fuego. En virtud de esta sentencia, y de haberse negado a retractarse, fue por lo que se condenó a este hereje al suplicio. Todos estos hechos se encuentran consignados en la historia del concilio de Constanza, compuesta por el ministro Lenfant, apologista decidido de Juan IIus.

Nosotros sostenemos que la conducta del emperador y del concilio es irreprensible, que un fanático sedicioso tal como Juan Hus merecía el suplicio que padeció, que el salvoconducto que se le concedió no fue violado, que él mismo dictó su sentencia de antemano, sometiéndose al juicio del concilio.

III. Otros enemigos de la Iglesia dijeron que hizo mal en prohibir a los fíeles la lectura de los libros de los herejes, a menos que no alcanzase esta prohibición a los de los ortodoxos que los refutan. Si estos, dicen, refieren fielmente, como deben, los argumentos de los herejes, tanto dejar leer las obras de los mismos herejes. Es en raciocinio falso. Los ortodoxos, al referir fielmente las objeciones de los herejes, manifiestan su falsedad y prueban lo contrario; los simples fieles que leyeran estas obras, no siempre tienen instrucción para encontrar por si mismos la respuesta y conocer lo débil de la objeción Lo mismo sucede con los libros de los incrédulos.

Una vez que los apóstoles prohibieron a los simples fieles el escuchar los discursos herejes, frecuentarlos, ni tener ninguna sociedad con ellos, (II Tim. II, 16; III, 5; II Joan 10. etc.), con más razón hubieran condenado la temeridad de los que hubiesen leído sus libros. ¿Qué pueden ganar con esa curiosidad frívola? Dudas, inquietudes, una tintura de incredulidad, con frecuencia la perdida completa de la fe. Pero la Iglesia no rehúsa este permiso a los teólogos, que son capaces de refutar los errores de los herejes, y de evitar la seducción de los fieles.

Desde el origen de la Iglesia, los herejes no se han contentado con dar libros para c der y sostener y extender sus errores, sino que los forjaron y supusieron bajo el nombre de los personajes más respetables del antiguo y nuevo Testamento. Mosheim no ha podido menos de convenir en esto, con respeto a los gnósticos que aparecieron Inmediatamente después de los apóstoles. (Inst. Hist. crist., 2* párt., c. 5, pág. 367). Por lo tanto es muy injusto el que los herejes modernos atribuyan estos fraudes a los cristianos en general y aun a los PP. de la Iglesia, deduciendo de esto que la mayor parte no tienen el menor escrúpulo en mentir y engañar por el interés de la religión. ¿Existe algo de común entre los verdaderos fieles y los enemigos de la Iglesia? Es llevar muy adelante la malignidad el atribuir a los PP. los crímenes de sus enemigos.

DICCIONARIO DE TEOLOGIA

Por el Abate Bergier

Segunda edición

Año de 1854

HEREJIA

Se define la herejía un error voluntario y pertinaz contra algún dogma de la fe de parte del que profesa la cristiana. Los que quieren excusar este crimen, preguntan cómo se puede juzgar si un error es voluntario o involuntario, criminal o inocente, originado de una pasión viciosa más bien que de una falta de conocimiento. A esto respondemos:
1° que como la doctrina cristiana es revelada por Dios, es ya un crimen el querer conocerla por nosotros mismos, y no por órgano de los que Dios ha establecido para enseñarla; que tratar de elegir una opinión para erigirla en dogma, es ya sublevarse contra la autoridad de Dios;
2° puesto que Dios estableció la Iglesia o el cuerpo de los obispos con su jefe para enseñar a los fieles, cuando la Iglesia ha hablado, es ya por nuestra parte un orgullo pertinaz el resistir a su decisión, y preferir nuestras luces a las suyas, la pasión que ha dirigido a los jefes de secta y a sus partidarios, se ha puesto de manifiesto por su conducta, y por los medios que han empleado para establecer sus opiniones. Bayle, al definir un heresiarca, supone que se puede abrazar una opinión falsa por orgullo, por la ambición de ser jefe de partido, por envidia y odio contra un antagonista, etc.; lo probó con las palabras de San Pablo. Un error sostenido por tales motivos es seguramente voluntario y criminal.
Algunos protestantes dicen que no es fácil saberlo que es una herejía, y que siempre es una temeridad el tratar a un hombre de hereje. Pero, puesto que San Pablo manda a Tito que no se asociase a un hereje después de haberle amonestado una o dos veces, (III, 10), supone que puede conocerse si un hombre es hereje o no lo es, si su error es inocente o voluntario, perdonable o digno de censura.
Los que dicen que no deben mirarse como herejías más que los errores contrarios a los artículos fundamentales del cristianismo, nada dicen, puesto que no hay una regla segura para juzgar si un artículo es o no fundamental.
Un hombre puede engañarse a primera vista de buena fe, pero desde el momento que se resiste a la censura de la Iglesia, que trata de hacer prosélitos, formar un partido, cabalas, meter ruido, ya no obra de buena fe, sino por orgullo y ambición. El que ha tenido la desgracia de nacer y ser educado en el seno de la herejía, mamar el error desde la infancia, sin duda alguna es mucho menos culpable; pero no se puede deducir de esto que sea absolutamente inocente, principalmente cuando está en estado de conocer la Iglesia católica, y los caracteres que la distinguen de las diferentes sectas heréticas.
En vano se dirá que no conocía la pretendida necesidad de someterse al juicio o a la enseñanza de la Iglesia; que le basta estar sumiso a la palabra de Dios. Esta sumisión es absolutamente ilusoria:
1° no puede saber con certeza qué libro es la palabra de Dios, sino por el testimonio de la Iglesia,
2° a cualquier secta que pertenezca, solo la cuarta parte de sus miembros están en estado de ver por si mismos si lo que se les predica es conforme o contrarío a la palabra de Dios;
3° todos empiezan por someterse a la autoridad de su secta, por formar su creencia según el catecismo y las instrucciones públicas de sus ministros, antes de saber si esta doctrina es conformen o contraria a la palabra de Dios;
4° es un rasgo por su parte de orgullo insoportable el creer que están iluminados por el Espíritu Santo para entender la Sagrada Escritura, más bien que la Iglesia católica que la comprende de otra manera que ellos. Excusar a todos los herejes, es condenar a los apóstoles, que los han pintado como hombres perversos.

No pretendemos sostener que no haya un buen número de hombres nacidos en la herejía, que en razón a sus pocas luces estén en una ignorancia invencible, y por consiguiente sean excusables ante Dios: ahora bien, por confesión misma de todos los teólogos sensatos, esos ignorantes no deben colocarse en el número de los herejes. Esta es la doctrina terminante de San Agustín, Epist. 43, ad Glorium et alios, n. I. San Pablo dice: “Evitad a un hereje, después de haberle reprendido una o dos veces, sabiendo que semejante hombre es perverso, que peca y que está condenado por su propio juicio. En cuanto a los que defienden una opinión falsa y mala, sin pertinacia, principalmente si no la han inventado por una presunción audaz, sino que la han recibido de sus padres seducidos y caídos en el error, si buscan la verdad con cuidado y están prontos a corregirse cuando la hayan encontrado, no debe colocárseles entre los herejes”
(L. I, de Bapt. contra Donat., c. 4, n. 5): “Los que caen entre los herejes sin saberlo, creyendo que es la Iglesia de Jesucristo, están en un caso muy diferente de los que saben que la Iglesia católica es la que está extendida por todo el mundo.»
(L. 4, c. 1, n. 1): “La Iglesia de Jesucristo, por el poder de su esposo, puede tener hijos de sus criadas; si no se ensoberbecen, tendrán parte en la herencia; si son orgullosos, permanecerán fuera.»
(Ibid., c. 16, n. 23). «Supongamos que un hombre tenga la opinión de Fotino respecto a Jesucristo, creyendo que es la fe católica, no le llamo todavía hereje, a menos que después de haber sido instruido quiera mejor resistirse a la fe católica, que renunciar a la opinión que había abrazado.»
(de Unit. Eccles., c. 25, n. 73), dice de muchos obispos clérigos y seglares donatistas convertidos: «Al renunciar a su partido han vuelto a la paz católica, y antes de hacerlo formaban ya parte del buen grano; entonces combatían, no contra la Iglesia de Dios que produce fruto en todas partes, sino contra hombres de los cuales se les había hecho formar mala opinión.»
San Fulgencio, (L. de fide ad Petrum, c. 30): «Las buenas obras, el martirio mismo no sirven de nada para la salvación del que no está en la unidad de la Iglesia, en tanto que la malicia del cisma y de la herejía persevere en él.»
Salviano, (de Gubern. Dei, l. 5, c. 2), hablando de los bárbaros que eran arríanos: «Son herejes, dice, pero lo ignoran…. Están en el error, pero de buena fe, no por odio, sino por el amor a Dios, creyendo honrarle y amarle: aunque no tengan una fe pura, creen tener una caridad perfecta. ¿Cómo serán castigados en el día del juicio por su error? Nadie puede saberlo más que el Juez soberano.»
Nicole, Tratado de la unidad de la Iglesia, I. 2, c. 3: «Todos los que no han participado por su voluntad y con conocimiento de causa del cisma y de la herejía forman parte de la verdadera Iglesia.»
También los teólogos distinguen la herejía material de la herejía formal. La primera consiste en sostener una proposición contraria a la fe, sin saber que la es contraria, y por consiguiente sin pertinacia y con disposición sincera de someterse al juicio de la Iglesia. La segunda tiene todos los caracteres opuestos, y es siempre un crimen que basta para excluir a un hombre de la salvación. Tal es el sentido de la máxima: Fuera de la Iglesia no hay salvación.
Dios ha permitido que hubiese herejías desde el origen del cristianismo y aun viviendo los apóstoles a fin de convencernos que el Evangelio no se estableció en las tinieblas, sino en medio de la luz; que los apóstoles no siempre tuvieron oyentes dóciles sino que muchas veces estaban prontos contradecirlos; que si hubiesen publicado hechos falsos, dudosos o sujetos disputas no habrían dejado de refutarlos y convencerlos de impostura. Los apóstoles mismos se quejan de esto; ellos nos dicen en lo que les contradecían los herejes sobre los dogmas y no sobre los hechos.
«Conviene, dice San Pablo, que haya herejías, a fin de que se conozcan aquellos cuya fe se pone a prueba.» I Cor., XI, 19. De la misma suerte que las persecuciones sirvieron para distinguir a los cristianos adictos verdaderamente a su religión de las almas débiles y de virtud dudosa, así las herejías establecen una separación entre los espíritus ligeros y los que están constantes en la fe. Esta es la reflexión de Tertuliano.
Era preciso por otra parte que la Iglesia fuese agitada para que se viese la sabiduría y solidez del plan que Jesucristo había establecido para perpetuar su doctrina. Era conveniente que los obispos encargados de la enseñanza estuviesen obligados a fijar siempre sus miradas sobre la antigüedad, a consultar los monumentos, a renovar sin cesar la cadena de la tradición y velar de cerca sobre el depósito de la fe; se han visto obligados a ello por los asaltos continuos de los herejes. Sin las disputas de los últimos siglos acaso estaríamos todavía sumidos en el mismo sueño que nuestros padres. Después de la agitación de las guerras civiles es cuando la Iglesia acostumbra a hacer sus conquistas.
Cuando los incrédulos han tratado de hacer un motivo de escándalo de la multitud de herejías que menciona la Historia eclesiástica, no han visto:
I° Que la misma herejía se ha dividido comúnmente en muchas sectas, y ha llevado a veces hasta diez o doce nombres diferentes; así sucedió con los gnósticos, los maniqueos, los arríanos, los eutiquianos y los protestantes.
2° Que las herejías de los últimos siglos no fueron más que la repetición de los antiguos errores, de la misma manera que los nuevos sistemas de filosofía no son más que las visiones de los antiguos filósofos.
3° Que los incrédulos mismos están divididos en varios partidos y no hacen más que copiar las objeciones de los antiguos enemigos del cristianismo.
Es necesario a un teólogo conocer las diferentes herejías, sus variaciones, las opiniones de cada una de las sectas a que han dado lugar; sin esto no se puede conocer el verdadero sentido de los PP. que las refutaron, y se exponen a atribuirles opiniones que jamás tuvieron. Esto es lo que ha sucedido a la mayor parte de los que han querido deprimir las obras de estos santos doctores. Para adquirir un conocimiento más detallado que el que podemos suministrar, es preciso consultar el                   Diccionario de las herejías, hecho por el abate Pluquet: se encuentra en él no solo la historia, los progresos y las opiniones de cada una de las sectas, sino también la refutación de sus principios.
Los protestantes han acusado muchas veces a los autores eclesiásticos que han hecho el catálogo de las herejías, tales como Teodoreto, San Epifanio, San Agustín, Filastro, etc., de haberlas multiplicado sin venir a cuento, haber colocado en el número de los errores opiniones ortodoxas o inocentes. Pero, porque haya agradado a los protestantes renovar las opiniones de la mayor parte de las antiguas sectas heréticas, no se deduce que sean verdades, y que los PP. hayan hecho mal en calificarlas de error; tan solo se deduce que los enemigos de la Iglesia católica son malos jueces en punto a doctrinas.
No quieren que se atribuyan a los herejes, por vía de consecuencia, los errores que se deducen de sus opiniones, principalmente cuando estos herejes las rechazan y desaprueban; pero estos mismos protestantes jamás han dejado de atribuir a los PP. de la Iglesia y a los teólogos católicos todas las consecuencias que pueden sacarse de su doctrina, aun por falsos raciocinios; y por esto principalmente es por lo que han conseguido hacer odiosa la fe católica. Se debe perdonarles todavía menos la prevención con que se persuaden que los Padres de la Iglesia expusieron mal las opiniones de los herejes que refutaron, ya por ignorancia y falta de penetración, ya por odio y resentimiento, ya por un falso celo, y a fin de separar con más facilidad a los fieles del error.
Con frecuencia, dicen, los PP. atribuyen a la misma herejía opiniones contradictorias. Esto no debe admirar a los que afectan olvidar que los herejes jamás estuvieron de acuerdo ni entre si, ni consigo mismos, y que los discípulos nunca se hacen una ley de seguir exactamente las opiniones de sus maestros. Un pietista fanático llamado Arnold, muerto en 1714, llevó la demencia hasta sostener que los antiguos herejes eran pietistas, más sabios y mejores cristianos que los PP. que los refutaron.

DICCIONARIO DE TEOLOGIA
Por el Abate Bergier
segunda versión año 1854