JESUCRISTO, SU PROCESO ANTE LOS TRIBUNALES JUDÍO Y ROMANO (II)

EL PROCESO DE JESUCRISTO ANTE EL SANEDRÍN JUDÍO

                                           (Mt. XXVI. 57-68; XXVII, 1-2.  Mc. XIV. 33-65; XV, 1.  Lc. XXII, 63-71; XXIII, 1. Io. XVIII, 13-24)

Qué explosión de regocijo morboso, causó a los Príncipes de Sacerdotes, a los Escribas y Fariseos, la prisión de Jesús, en el Huerto de los Olivos.

Por fin le tenían en sus manos.

La iba a pagar definitivamente.

Ya no les iba a reprender más, Jesucristo.

Ya no les volvería a llamar raza de víboras, sepulcros blanqueados por de fuera y llenos de huesos podridos por dentro.

Durante 3 años, habían acumulado los príncipes de los sacerdotes, los escribas y fariseos, un odio reconcentrado, a Jesús.

Su conducta llena de santidad, sus prodigiosos y patentes milagros, la veneración y admiración que el pueblo le tenía; les carcomía de envidia.

Pero todo había ya terminado.

La iba a pagar Jesucristo, de una vez por todas.

Iba a ver el pueblo, quién era aquel a quien había recibido en triunfo cuatro días antes, tendiendo sus vestiduras en el suelo, para que sobre ellas pasase Jesús y llevando en sus manos ramos de palmas y gritando “¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!”

Además, con la prisión de Jesucristo, se quitaban los sacerdotes, escribas y fariseos, la enorme pesadilla, de que no fuera que los Romanos tomasen la conducta del pueblo con Jesús, como un levantamiento contra Roma, y viniesen a destruirles la Ciudad y el Templo.

* * *

—Ya te han apresado, Jesucristo; cierto que porque Tú lo has permitido libremente; pero te han apresado Jesucristo.

La cara ensangrentada, por el sudor de sangre que acababa de sudar momentos antes, durante la Oración en el Huerto de las Olivas; atado fuertemente por las muñecas; tirado por una soga; a golpes de palos…: por ahí va camino abajo, Jesucristo.

le llevan a casa de Caifás, el Sumo Sacerdote.

Y le llevan para ser juzgado.

* * *

— ¡Jesucristo, ¿en qué manos has caído!

—¿Jueces esos, llenos de odio contra ti y roídos por la envidia que te tienen?

—¿Juez Caifás, el que antes de prenderte, había ya dicho en plena sesión de concilio, que era necesario que Tú murieses, para que así quedasen libres y salvos todos los demás?

—Hay un cuadro de Van Holen, en el que se ha pintado muy bien cómo te recibieron los Sanedritas: con caras cuajadas de odio, reventando en desprecio, con los puños cerrados y los brazos levantados en alto.

—¡Jesucristo, en qué manos has caído!

En las de tus más encarnizados enemigos.

* * *

Allí estaba reunido el Sanedrín. Tal vez faltaba alguno de los 72 de sus miembros; pero estaba reunido pública y oficialmente.

Y allí estaba Jesucristo en medio, ante ellos, de pie, maniatado.

A nadie le gusta decir, que condena por odio y por venganza.

Por eso habían tomado los sanedristas, todas las precauciones, para paliar la sentencia, que ya tenían determinado de antemano la que había de ser.

Para ello tuvieron buen cuidado de tener ya preparados testigos comprados, y testigos bien enseñados.

—Pero, Jesucristo, eran tan grande la santidad de tu vida y de tu doctrina; que ni con testigos comprados y amañados, pudieron lograr que esos testigos convinieran en algo para condenarte a muerte.

Dos testigos lograron por fin coincidir en la acusación.

—Declararon que Tú, Jesús, habías dicho, que podías destruir el Templo… y luego reedificarlo en tres días.

—¡Qué Santo eres Jesucristo, cuando ésta es la única acusación, en la que pudieron coincidir dos testigos!

—Pero ni eso era verdad, Jesucristo; pues ni te referiste Tú al Templo, ni dijiste que Tú lo podías des­truir; sino que refiriéndote a tu propio cuerpo, les anu­ciastes tu resurrección, aseverándoles que ellos podrían destruir tu cuerpo por la muerte, pero que Tú, al tercer día lo resucitarías glorioso.

—Pero aunque Tú hubieras dicho Jesucristo, que Tú podías destruir el Templo, y que tenías poder para reconstruirlo en tres días, ¿qué tenía que ver ello, para quitarte la vida?

Bien contra lo pensado y preparado, les estaba resultando a los sacerdotes, escribas y ancianos, esta farsa de testigos, que con soborno y lecciones, habían minuciosamente preparado.

* * *

Pero si los testigos fallaban, no iba a fallar la astuta habilidad del Sumo Sacerdote.

Con toda la Suprema Autoridad de su poder reli­gioso, pregunta Caifás oficialmente a Jesús, sobre sus discípulos y sobre su doctrina…

—¡Qué fino eres Jesucristo!

—De tus discípulos ¿qué ibas a decir, Jesucristo?

—En el Huerto cuando te prendieron, dejándote a Ti solo, todos huyeron.

—Judas te había vendido por 30 monedas de plata a tus mortales enemigos, y acababa de entregarte al pelotón que te apresó en el Huerto, dándote un beso traicionero en el rostro.

—En aquellos mismos momentos, Pedro estaba ne­gándote afirmando hasta con juramento que ni te conocía.

—De tus discípulos, ¿qué ibas a decir Jesucristo?

Por eso Jesús, nada respondió sobre sus discípulos.

Sobre su doctrina, sí dio respuesta bien terminante.

“Yo manifiestamente he hablado al mundo: yo siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, adonde concurren todos los judíos: y en oculto yo nada he hablado. ¿Qué me preguntas a mí? Pregunta a aquellos que han oído lo que yo les hablé: bien saben éstos, lo que yo he dicho”.

Qué Entereza y qué Dignidad y qué Seguridad de la Verdad, brillan en esta respuesta de Jesucristo.

¿Por qué no preguntas a los que me han oído?

Te quedarás Caifás, más seguro con preguntarles a ellos, que preguntándomelo a mi, no sea que temas que yo ahora falseo mí doctrina en estos momentos, por defenderme

Decir respuesta tan juiciosa, y recibir un bofetón en la cara, dado por un criado, todo fue uno.

“¿Sic respondes potifici? ¿Así respondes al Pontífice?”

Jesucristo se tambaleó… El rostro le quedó encendido… Sintió vergüenza Jesucristo…

El… delante de público Tribunal religioso… y abofeteado por un criado, entre las carcajadas y guiños de regocijo de los jueces!

Con un tono lleno de suavidad y de insinua­ción, preguntó con entereza Jesucristo, al que le había abofeteado:

“Si he dicho alguna cosa inconveniente dime cuál sea. Y si no ¿por qué me has dado este bofetón?”

—¡Qué bueno eres Jesucristo! ¡Qué fino eres! No te quejas por quejarte. Te quejas por enseñarme.

¿Qué es el dolor y la afrenta de ese bofetón, en comparación de las afrentas y de los dolores que te esperan, y a los que libremente te entregas?

Te quejas ahora, la primera y única vez en la Pasión. Y te quejas, para que caigamos bien en la cuenta de que Tú, Jesucristo, Tú sientes como nadie las afrentas y los dolores.

Por eso te has quejado, Jesucristo. Para que no pen­sáramos, que eras impasible ante el dolor y las afrentas.

Para que no creyéramos, que puesto que a los mártires les diste tantas veces, la gracia de no sentir los tormentos, que por Tí sufrían, Tú también en tu Pasión, la sufrías impasible.

* * *

Los testigos comprados, acumulaban ridículas acusaciones.

—Tú, Jesucristo, callabas y nada respondías.

—¿Qué ibas a responder a tanta calumnia, amasada con odio y con soborno?

La apariencia de forma legal que quisieron dar a esta parodia de juicio, se complicaba por la misma necedad e inconsistencia de las acusaciones.

Entonces, tomó Caifás por su cuenta el conse­guir la condenación que pretendían.

Y como Sumo Sacerdote que era, usando de aquella su Suprema Autoridad religiosa, se dirigió a Jesucristo y le conminó con esta pregunta: “Te conjuro por Dios vivo, que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”.             Sublime momento, señores.

El Sumo Sacerdote, en ejercicio de su Plenitud de Autoridad religiosa, delante de todo el consejo oficial del Sanedrín, de los sacerdotes, escribas y ancianos, le intima a Jesucristo, que diga claramente, si es o no, el Cristo, el Hijo de Dios.

Sublime momento, señores.

Jesucristo, reo, maniatado, contesta clara y terminan­temente al Sumo Sacerdote:

“Tú lo has dicho. Yo soy el Hijo de Dios”.

Solemne y oficial declaración, que tiene la fuerza de todo un juramento.

Solemne y oficial declaración, que acompaña Jesucristo con la formal profecía, que indica la plenitud de su poder.

“Y en verdad os digo, —continuó Jesucristo—, que veréis de aquí a poco al Hijo del Hombre, sentado a la derecha de la virtud de Dios, y venir en las nubes del cielo”.

* * *

Oír la categórica respuesta de Jesucristo, y saltar Caifás lleno de indignación, todo fue uno.

Se rasgó sus vestiduras, que era la señal que usaban los judíos para indicar lo sumo de la execración y del dolor exacerbado, y prorrumpió, dirigiéndose a los miembros del Sanedrín: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¿Qué os parece?”

todos ellos respondieron diciendo:

“Reo es de muerte”.

*  *  *

Y al decir esto, descargó la tempestad de odio y de envidia, que tanto tiempo atrás venía formándose contra Jesús, en el corazón de los escribas y fariseos y de los Sacerdotes.

Como cuando a continuación del estallido de un rayo, descargan las nubes el pedrisco; así sucedió en ese momento sublimemente trágico.

Tunc: Entonces”, en frase de los Evangelistas, cayó sobre Jesús, una tempestad de golpes, de salivazos y de insultos.

Salieron de sus sitiales los mismos jueces y sanedristas, se arremolinaron esbirros mezclados con ancianos y escribas, y mientras unos le escupían a Jesucristo en la cara, otros le herían a golpes en todo el cuerpo.

—¡Cómo te pusieron Jesucristo! ¡Cómo desahogaban el odio y la envidia que te tenían!

—¡Salivazos en tu cara, Jesucristo!.

Si un salivazo, es lo último de la ignominia, aun entre la gente de condición más ínfima y salvaje, ¿qué no contendrán de escarnio y de oprobio, los salivazos escu­pidos en tu rostro divino, Jesucristo?

—Y Tú Jesucristo, los recibes serena y mansamente, para indicarnos a nosotros, cuánto aborreces nuestras ofensas y pecados, puesto que para que nos libremos de ellas y de sus eternas consecuencias, tienes el amor infinito, de sufrir que te golpeen y te escupan.

Y qué detalle, tan fino en contenido psicológico, nos refieren los Evangelistas.

Ellos nos cuentan, que le vendaron los ojos a Jesu­cristo, y le taparon la cara con un trapo, mientras le abo­feteaban y le escarnecían,

—Eres de una mirada, tan mirada de Dios, Jesucristo, que aun cubierto tu rostro de coajarones de sangre, amoratadas a golpes tus mejillas y recubiertas de salivazos, todavía impone tanto tu mirada, Jesucristo, que para golpearte a mansalva e insultarte, tuvieron que velarte la cara y vendarte los ojos.

—Pues si tanto, Señor, impone tu mirada, cubierto de salivas y de baldones, preso y maniatado ante un Tribunal que te juzga como reo, ¿qué no tendrá de impo­nentemente terrible tu mirada, cuando vengas a juzgar como Dios ultrajado y escarnecido?

*  *  *

La media noche, avanzaba en su carrera.

Los escribas y fariseos, los ancianos y los Sacerdotes, se retiraron, para tomar su descanso.

Jesús, quedó entregado en custodia, a merced de los criados y de la chusma.

—¡Qué noche de tormentos y de injurias, pasaste, Jesucristo!

—Tú, con tu ciencia divina, viste, Jesucristo, la conducta con que los hombres, íbamos a pagarte aquellas finezas de tu amor.

—Tú, Jesucristo, lo viste todo, todo.

—¡Cómo te tuvo que oprimir el corazón, la ingratitud de nuestra conducta para contigo!.

—Mucho, muchísimo más, te desgarraron de dolor el corazón, nuestras ofensas y nuestros pecados, que las injurias y golpes que estabas recibiendo.

—¡Lo que Tú viste, Jesucristo!

¿Quien de vosotros amados oyentes, quiere atormentar a Jesucristo?

Lo que tú haces… eso, eso… exactamente eso, es lo que conoció Jesucristo.

Si lo que hacemos, es lo que no debemos de hacer; eso que hoy hacemos, eso real y físicamente, causó do­lor, congoja y tristeza al Corazón de Jesucristo.

Si lo que hacemos, es lo que debemos de hacer; eso que hoy hacemos, eso real y físicamente, causó alivio, y consuelo al Corazón de Jesucristo.

¿No habrá quien quiera, con sus obras buenas, aliviar los sufrimientos del Corazón de Jesucristo?

¿Habrá en cambio, quienes quieran con su conducta desarreglada, con sus impudores, y con sus provocadores desnudos; y con su indiferencia religiosa; y con sus ava­ricias; y con sus altanerías y con su soberbia; y con su lujuria; y con sus infidelidades conyugales; y con la tasación de la natalidad, acrecentar los dolores y las afrentas de Jesucristo, abofeteado y escupido, solamente por el amor que nos tiene?

¡Espantosa y horrible mirada, la que a esas desgraciadas almas, ha de dirigir Jesucristo, cuando, como Juez Supremo, venga a juzgarlas!

*  * *

Empezaba a despuntar el día.

Apenas amanecido, volvió el Sanedrín a reunirse.

Urgía e inquietaba a los sacerdotes y ancianos y a los escribas, legalizar la sentencia de muerte, que horas antes habían dictado contra Jesucristo. Toda sen­tencia dictada de noche, era nula, según el Talmud.

Apareció de nuevo Jesucristo, en medio de aquellos sus mortales enemigos, que parodiaban de jueces.

Tomó el Sanedrín la causa de Jesús, allí donde la habían dejado horas antes por la noche.

Y así preguntaron taxativamente a Jesucristo:

“Si tú eres el Cristo, dínoslo”.

Bien claro lo había, no sólo dicho, sino probado con su doctrina, con su vida y con sus milagros, durante los años de la predicación evangélica.

Bien clara y rotundamente, lo había atestiguado Jesucristo, horas antes, al ser interrogado por Caifás, en ejercicio de su Supremo cargo Sacerdotal.

Otra pregunta sobre el mismísimo tema, era claro que no llevaba la intención de conocer la verdad, sino la malicia de pronunciar una condena.

Así, que Jesucristo respondió, serena y tranquilamente a esa pregunta: “Si os lo dijere, no me creeréis. Y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis”.

Que era lo mismo que decirles; vosotros no me hacéis esa pregunta para cercioraros de quién soy Yo, sino para procurarme la muerte, que de antemano a este simulacro de juicio la tenéis decretada para mí.

Entendieron bien los del Sanedrín, el sentido y significado de esa respuesta de Jesucristo, y llenos de indignación le dijeron:

“Luego, ¿Tú eres el Hijo de Dios?”

Respondió Jesucristo: “Así es como vosotros lo decís: lo soy”.

* * *

No era esta ni la primera ni la única vez, que clara y terminantemente, había Jesucristo proclamado que El era el Hijo de Dios.

Toda su predicación evangélica, giraba en torno de esta categórica afirmación, que El, El era el Cristo, el Legado Divino, el Mesías anunciado por los profetas, que EL era el Hijo de Dios.

Por eso Jesucristo, a la pregunta de si El era el Hijo de Dios, contestó que si lo dijere no le creerían.

Así había sucedido siempre, durante toda su vida

Pero, no terminó ahí la contestación dada por Jesucristo, sino que continuó: “y si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis”.

Contestación que contenía una argumentación idéntica, a la que tiempo atrás usó, cuando por declarar que El era el Mesías, le quisieron apedrear.

Estaba un día Jesús, paseando en el Templo de Jerusalén, por el pórtico de Salomón, cuando le rodearon los judíos y le preguntaron “¿Hasta cuándo has de traer suspensa nuestra alma? Si Tú eres Cristo, dínoslo abiertamente”.

Respondió Jesús: ‘’Os lo estoy diciendo y no lo creeréis, las obras que Yo hago en nombre de mi Padre, esas están dando testimonio de Mí.

Mi Padre y Yo, somos una misma cosa”.

Al oír esto los judíos, tomaron piedras para apedrearle.

Dijoles Jesús: “Muchas buenas obras he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre ¿por cuál de ellas me apedreáis?”

Respondieron los judíos: No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por la blasfemia; y porque siendo Tú, como eres hombre, te haces Dios”.

*  *  *

Idéntica situación psicológica era, señores, la que sucedió en el pórtico de Salomón del Templo de Jerusalén, y la que sucedía ahora ante el Sanedrín.

Preguntaban a Jesús que dijese si El era o no, el Hijo de Dios

Pero no era una pregunta bien intencionada, ni para enterarse sinceramente de la verdad.

Por eso en el Templo de Jerusalén, como en tantas otras ocasiones, como ahora en el Sanedrín, la afirmación categórica de Jesucristo, fue tomada por blasfemia, y fue considerada como merecedora de la muerte.

Conocía bien Jesucristo, la obstinación obcecada de sus enemigos, y por eso, con una lógica irrebatible, les arguyó en el pórtico de Salomón, cuando le quisieron apedrear por haberles respondido que El era el Hijo de Dios.

Me preguntáis y os respondo; me pedís que os declare quién soy y no me creéis.

Entonces ¿para qué me venís a preguntar quién soy Yo?

Pero si a Mí no me dais crédito a lo que os afirmo, no lo creáis porque os lo digo, pero eso sí, crecd a mis obras.

*  *  *

Irrecusable argumentación, señores.

Que es la misma argumentación, que insinúa Jesucristo ante el Sanedrín.

Me preguntáis, si soy el Hijo de Dios.

“Si os dijere quien soy Yo, no me creeréis; y si os preguntare, no me responderéis”.

—¡Cuántas cosas les podías preguntar, Jesucristo, a todos aquellos jueces reunidos en público tribunal, Doctores de la Ley, escribas, sacerdotes y ancianos!

—Tú Jesucristo les podías preguntar a los del Sanedrín: “Decidme, ¿conocisteis al ciego de nacimiento, que pedía limosna a la puerta del Templo? ¿Sí?

—¿Me podéis decir, cómo Yo, si no fuera el Mesías, el Legado divino, y el Hijo de Dios, le pude dar vista, de repente, con solo untarle los ojos con el barro hecho del polvo del suelo y mi saliva?

—Tú podías, Jesucristo, preguntar a los del Sanedrín: Decidme ¿Conocisteis a Lázaro el de Betania? Era amigo de todos vosotros, allá os ví yo a muchos de los que ahora estáis aquí, cuando fuisteis a dar el pésame por su muerte a sus hermanas Marta y María.

—¿Os acordáis cómo cuando Yo llegué, hacia ya cuatro días que había muerto?

—¿Me podéis decir, cómo Yo si no fuera el Mesías, el Hijo de Dios, pude, delante de vosotros mismos, al solo imperio de mi mandato, hacer salir vivo del sepulcro a aquel Lázaro, que ya estaba putrefacto de tal modo, que no era posible aguantar el hedor en los alrededores de su sepulcro?

—¡Cuántas cosas les podías preguntar a los del Sanedrín, Jesucristo, cuántas cosas!

—Tú les podías preguntar con las divinas escrituras en la mano, en quién tuvieron cumplimiento preciso, exacto, concretísimo, las profecías que durante once siglos, fueron vaticinando los profetas, para designar con absoluta e inconfundible precisión la Persona del Mesías.

Dos coordenadas, señores, nos bastan en las cartas de navegación, para precisar con entera exactitud la posición de un puerto.

Y, señores, en Jesucristo coinciden, exactas, precisas, en lugar, en tiempo, en múltiples detalles concretos e individualísimos, más de treinta de los vaticinios con que los Profetas designaron la Persona del Cristo.

—Tú, Jesucristo, pudieras preguntar, más que a ningún otro, a aquellos Doctores de la Ley y a aquellos Sacerdotes, que te dijesen si se cumplían, o no, en Ti, las Profecías.

Tiempos atrás había usado Jesucristo de este argumento contra sus adversarios: “Vosotros escudriñáis las Escrituras, porque creéis que en ellas se encuentra la vida eterna; pues ellas precisamente son las que testifican de Mí”.

—¡Cuántas cosas les podías preguntar, Jesucristo, a los del Sanedrín, ¡cuántas cosas!

—Pero por eso no se las preguntaste, Jesucristo, porque sabías bien, que no te iban a dar respuesta alguna a tus preguntas.

 *  *  *

—Tú conoces bien, Jesucristo, los efectos psicológicos del odio y de la envidia.

Es inútil dar razones al que está reventando de odio y cuajado de envidia.

—Por eso, Jesucristo, optaste por apuntar el argumento nítido e incontrovertible en favor de lo que eras, y callarte con mansedumbre divina.

—Con qué dolor de corazón viste, Jesucristo, aquella ceguera de pasión de tus jueces, reunidos en el Sanedrín.

—Cuán triste y amargamente te quejaste de ese ciego proceder, producto del odio, cuando dijiste, Jesucristo, estas palabras tan tremendas: “Si Yo hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de no haber creído en mí… Si Yo no hubiera hecho obras, como ninguno otro las ha hecho, no tendrían culpa; pero ahora ellos las han visto, y, con todo, me han aborrecido a Mí, y no sólo a Mí, sino también a mi Padre”.

*  *  *

Así fue, señores. En cuanto Jesucristo contestó a la pregunta del Sanedrín, sí era el Hijo de Dios, con el tranquilo y aseverante “Yo soy el Hijo de Dios”, estallaron frenéticos, olvidando su puesto de jueces:

“Qué necesitamos más testimonios. Nosotros mismos acabamos de oír de su boca”.

Y le condenaron a muerte a Jesucristo.

*  * *

Era el Sanedrín, señores, el que condenó a muerte a Jesucristo.

Esto es, era el Tribunal religioso judío, el que había juzgado y sentenciado a muerte a Jesucristo.

Todo el proceso de esa parodia de juicio, se desarrolló dentro del marco religioso: solo se atendió, a si Jesucristo afirmaba o no, que El era el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios.

Pero, señores, ¿qué valor tenía todo ese proceso religioso llevado a cabo por el Sanedrín, en orden a poder realizar la sentencia de muerte a que Jesús había sido condenado?

Hacía ya muchos años que el pueblo judío, había perdido su libertad e independencia.

Era Roma la que mandaba en Judea, a la que había reducido, como país conquistado e incorporado al Imperio.

Y una de las cosas, que además del cobro de los impuestos y tributos, se reservaba Roma en los países sometidos, era el jus gladii, o sea, el derecho de sentenciar y de aplicar la sentencia de pena de muerte.

De ahí, señores, que toda la labor del Sanedrín y la sentencia de muerte dada contra Jesús, tenían necesariamente, que ser sometidas a la aprobación del gobernador que Roma tenía en Palestina.

Gran humillación para los judíos, tener que mendigar en su propia casa, la venía del opresor, para ejecutar los fallos de Su Supremo Tribunal.

Pero era aún mucho mayor el odio que tenían a Jesucristo, y el deseo de quitarle del medio de una vez, aplicándole la afrentosa sentencia de ser condenado a muerte por blasfemo.

Por eso, pasaron por la humillación de acudir a Pilatos, para que confirmase la sentencia dada por el Sanedrín.

José A. de Laburu, S.J.