JESUCRISTO, SU PROCESO ANTE LOS TRIBUNALES JUDÍO Y ROMANO (II)

EL PROCESO DE JESUCRISTO ANTE EL SANEDRÍN JUDÍO

                                           (Mt. XXVI. 57-68; XXVII, 1-2.  Mc. XIV. 33-65; XV, 1.  Lc. XXII, 63-71; XXIII, 1. Io. XVIII, 13-24)

Qué explosión de regocijo morboso, causó a los Príncipes de Sacerdotes, a los Escribas y Fariseos, la prisión de Jesús, en el Huerto de los Olivos.

Por fin le tenían en sus manos.

La iba a pagar definitivamente.

Ya no les iba a reprender más, Jesucristo.

Ya no les volvería a llamar raza de víboras, sepulcros blanqueados por de fuera y llenos de huesos podridos por dentro.

Durante 3 años, habían acumulado los príncipes de los sacerdotes, los escribas y fariseos, un odio reconcentrado, a Jesús.

Su conducta llena de santidad, sus prodigiosos y patentes milagros, la veneración y admiración que el pueblo le tenía; les carcomía de envidia.

Pero todo había ya terminado.

La iba a pagar Jesucristo, de una vez por todas.

Iba a ver el pueblo, quién era aquel a quien había recibido en triunfo cuatro días antes, tendiendo sus vestiduras en el suelo, para que sobre ellas pasase Jesús y llevando en sus manos ramos de palmas y gritando “¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!”

Además, con la prisión de Jesucristo, se quitaban los sacerdotes, escribas y fariseos, la enorme pesadilla, de que no fuera que los Romanos tomasen la conducta del pueblo con Jesús, como un levantamiento contra Roma, y viniesen a destruirles la Ciudad y el Templo.

* * *

—Ya te han apresado, Jesucristo; cierto que porque Tú lo has permitido libremente; pero te han apresado Jesucristo.

La cara ensangrentada, por el sudor de sangre que acababa de sudar momentos antes, durante la Oración en el Huerto de las Olivas; atado fuertemente por las muñecas; tirado por una soga; a golpes de palos…: por ahí va camino abajo, Jesucristo.

le llevan a casa de Caifás, el Sumo Sacerdote.

Y le llevan para ser juzgado.

* * *

— ¡Jesucristo, ¿en qué manos has caído!

—¿Jueces esos, llenos de odio contra ti y roídos por la envidia que te tienen?

—¿Juez Caifás, el que antes de prenderte, había ya dicho en plena sesión de concilio, que era necesario que Tú murieses, para que así quedasen libres y salvos todos los demás?

—Hay un cuadro de Van Holen, en el que se ha pintado muy bien cómo te recibieron los Sanedritas: con caras cuajadas de odio, reventando en desprecio, con los puños cerrados y los brazos levantados en alto.

—¡Jesucristo, en qué manos has caído!

En las de tus más encarnizados enemigos.

* * *

Allí estaba reunido el Sanedrín. Tal vez faltaba alguno de los 72 de sus miembros; pero estaba reunido pública y oficialmente.

Y allí estaba Jesucristo en medio, ante ellos, de pie, maniatado.

A nadie le gusta decir, que condena por odio y por venganza.

Por eso habían tomado los sanedristas, todas las precauciones, para paliar la sentencia, que ya tenían determinado de antemano la que había de ser.

Para ello tuvieron buen cuidado de tener ya preparados testigos comprados, y testigos bien enseñados.

—Pero, Jesucristo, eran tan grande la santidad de tu vida y de tu doctrina; que ni con testigos comprados y amañados, pudieron lograr que esos testigos convinieran en algo para condenarte a muerte.

Dos testigos lograron por fin coincidir en la acusación.

—Declararon que Tú, Jesús, habías dicho, que podías destruir el Templo… y luego reedificarlo en tres días.

—¡Qué Santo eres Jesucristo, cuando ésta es la única acusación, en la que pudieron coincidir dos testigos!

—Pero ni eso era verdad, Jesucristo; pues ni te referiste Tú al Templo, ni dijiste que Tú lo podías des­truir; sino que refiriéndote a tu propio cuerpo, les anu­ciastes tu resurrección, aseverándoles que ellos podrían destruir tu cuerpo por la muerte, pero que Tú, al tercer día lo resucitarías glorioso.

—Pero aunque Tú hubieras dicho Jesucristo, que Tú podías destruir el Templo, y que tenías poder para reconstruirlo en tres días, ¿qué tenía que ver ello, para quitarte la vida?

Bien contra lo pensado y preparado, les estaba resultando a los sacerdotes, escribas y ancianos, esta farsa de testigos, que con soborno y lecciones, habían minuciosamente preparado.

* * *

Pero si los testigos fallaban, no iba a fallar la astuta habilidad del Sumo Sacerdote.

Con toda la Suprema Autoridad de su poder reli­gioso, pregunta Caifás oficialmente a Jesús, sobre sus discípulos y sobre su doctrina…

—¡Qué fino eres Jesucristo!

—De tus discípulos ¿qué ibas a decir, Jesucristo?

—En el Huerto cuando te prendieron, dejándote a Ti solo, todos huyeron.

—Judas te había vendido por 30 monedas de plata a tus mortales enemigos, y acababa de entregarte al pelotón que te apresó en el Huerto, dándote un beso traicionero en el rostro.

—En aquellos mismos momentos, Pedro estaba ne­gándote afirmando hasta con juramento que ni te conocía.

—De tus discípulos, ¿qué ibas a decir Jesucristo?

Por eso Jesús, nada respondió sobre sus discípulos.

Sobre su doctrina, sí dio respuesta bien terminante.

“Yo manifiestamente he hablado al mundo: yo siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, adonde concurren todos los judíos: y en oculto yo nada he hablado. ¿Qué me preguntas a mí? Pregunta a aquellos que han oído lo que yo les hablé: bien saben éstos, lo que yo he dicho”.

Qué Entereza y qué Dignidad y qué Seguridad de la Verdad, brillan en esta respuesta de Jesucristo.

¿Por qué no preguntas a los que me han oído?

Te quedarás Caifás, más seguro con preguntarles a ellos, que preguntándomelo a mi, no sea que temas que yo ahora falseo mí doctrina en estos momentos, por defenderme

Decir respuesta tan juiciosa, y recibir un bofetón en la cara, dado por un criado, todo fue uno.

“¿Sic respondes potifici? ¿Así respondes al Pontífice?”

Jesucristo se tambaleó… El rostro le quedó encendido… Sintió vergüenza Jesucristo…

El… delante de público Tribunal religioso… y abofeteado por un criado, entre las carcajadas y guiños de regocijo de los jueces!

Con un tono lleno de suavidad y de insinua­ción, preguntó con entereza Jesucristo, al que le había abofeteado:

“Si he dicho alguna cosa inconveniente dime cuál sea. Y si no ¿por qué me has dado este bofetón?”

—¡Qué bueno eres Jesucristo! ¡Qué fino eres! No te quejas por quejarte. Te quejas por enseñarme.

¿Qué es el dolor y la afrenta de ese bofetón, en comparación de las afrentas y de los dolores que te esperan, y a los que libremente te entregas?

Te quejas ahora, la primera y única vez en la Pasión. Y te quejas, para que caigamos bien en la cuenta de que Tú, Jesucristo, Tú sientes como nadie las afrentas y los dolores.

Por eso te has quejado, Jesucristo. Para que no pen­sáramos, que eras impasible ante el dolor y las afrentas.

Para que no creyéramos, que puesto que a los mártires les diste tantas veces, la gracia de no sentir los tormentos, que por Tí sufrían, Tú también en tu Pasión, la sufrías impasible.

* * *

Los testigos comprados, acumulaban ridículas acusaciones.

—Tú, Jesucristo, callabas y nada respondías.

—¿Qué ibas a responder a tanta calumnia, amasada con odio y con soborno?

La apariencia de forma legal que quisieron dar a esta parodia de juicio, se complicaba por la misma necedad e inconsistencia de las acusaciones.

Entonces, tomó Caifás por su cuenta el conse­guir la condenación que pretendían.

Y como Sumo Sacerdote que era, usando de aquella su Suprema Autoridad religiosa, se dirigió a Jesucristo y le conminó con esta pregunta: “Te conjuro por Dios vivo, que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”.             Sublime momento, señores.

El Sumo Sacerdote, en ejercicio de su Plenitud de Autoridad religiosa, delante de todo el consejo oficial del Sanedrín, de los sacerdotes, escribas y ancianos, le intima a Jesucristo, que diga claramente, si es o no, el Cristo, el Hijo de Dios.

Sublime momento, señores.

Jesucristo, reo, maniatado, contesta clara y terminan­temente al Sumo Sacerdote:

“Tú lo has dicho. Yo soy el Hijo de Dios”.

Solemne y oficial declaración, que tiene la fuerza de todo un juramento.

Solemne y oficial declaración, que acompaña Jesucristo con la formal profecía, que indica la plenitud de su poder.

“Y en verdad os digo, —continuó Jesucristo—, que veréis de aquí a poco al Hijo del Hombre, sentado a la derecha de la virtud de Dios, y venir en las nubes del cielo”.

* * *

Oír la categórica respuesta de Jesucristo, y saltar Caifás lleno de indignación, todo fue uno.

Se rasgó sus vestiduras, que era la señal que usaban los judíos para indicar lo sumo de la execración y del dolor exacerbado, y prorrumpió, dirigiéndose a los miembros del Sanedrín: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¿Qué os parece?”

todos ellos respondieron diciendo:

“Reo es de muerte”.

*  *  *

Y al decir esto, descargó la tempestad de odio y de envidia, que tanto tiempo atrás venía formándose contra Jesús, en el corazón de los escribas y fariseos y de los Sacerdotes.

Como cuando a continuación del estallido de un rayo, descargan las nubes el pedrisco; así sucedió en ese momento sublimemente trágico.

Tunc: Entonces”, en frase de los Evangelistas, cayó sobre Jesús, una tempestad de golpes, de salivazos y de insultos.

Salieron de sus sitiales los mismos jueces y sanedristas, se arremolinaron esbirros mezclados con ancianos y escribas, y mientras unos le escupían a Jesucristo en la cara, otros le herían a golpes en todo el cuerpo.

—¡Cómo te pusieron Jesucristo! ¡Cómo desahogaban el odio y la envidia que te tenían!

—¡Salivazos en tu cara, Jesucristo!.

Si un salivazo, es lo último de la ignominia, aun entre la gente de condición más ínfima y salvaje, ¿qué no contendrán de escarnio y de oprobio, los salivazos escu­pidos en tu rostro divino, Jesucristo?

—Y Tú Jesucristo, los recibes serena y mansamente, para indicarnos a nosotros, cuánto aborreces nuestras ofensas y pecados, puesto que para que nos libremos de ellas y de sus eternas consecuencias, tienes el amor infinito, de sufrir que te golpeen y te escupan.

Y qué detalle, tan fino en contenido psicológico, nos refieren los Evangelistas.

Ellos nos cuentan, que le vendaron los ojos a Jesu­cristo, y le taparon la cara con un trapo, mientras le abo­feteaban y le escarnecían,

—Eres de una mirada, tan mirada de Dios, Jesucristo, que aun cubierto tu rostro de coajarones de sangre, amoratadas a golpes tus mejillas y recubiertas de salivazos, todavía impone tanto tu mirada, Jesucristo, que para golpearte a mansalva e insultarte, tuvieron que velarte la cara y vendarte los ojos.

—Pues si tanto, Señor, impone tu mirada, cubierto de salivas y de baldones, preso y maniatado ante un Tribunal que te juzga como reo, ¿qué no tendrá de impo­nentemente terrible tu mirada, cuando vengas a juzgar como Dios ultrajado y escarnecido?

*  *  *

La media noche, avanzaba en su carrera.

Los escribas y fariseos, los ancianos y los Sacerdotes, se retiraron, para tomar su descanso.

Jesús, quedó entregado en custodia, a merced de los criados y de la chusma.

—¡Qué noche de tormentos y de injurias, pasaste, Jesucristo!

—Tú, con tu ciencia divina, viste, Jesucristo, la conducta con que los hombres, íbamos a pagarte aquellas finezas de tu amor.

—Tú, Jesucristo, lo viste todo, todo.

—¡Cómo te tuvo que oprimir el corazón, la ingratitud de nuestra conducta para contigo!.

—Mucho, muchísimo más, te desgarraron de dolor el corazón, nuestras ofensas y nuestros pecados, que las injurias y golpes que estabas recibiendo.

—¡Lo que Tú viste, Jesucristo!

¿Quien de vosotros amados oyentes, quiere atormentar a Jesucristo?

Lo que tú haces… eso, eso… exactamente eso, es lo que conoció Jesucristo.

Si lo que hacemos, es lo que no debemos de hacer; eso que hoy hacemos, eso real y físicamente, causó do­lor, congoja y tristeza al Corazón de Jesucristo.

Si lo que hacemos, es lo que debemos de hacer; eso que hoy hacemos, eso real y físicamente, causó alivio, y consuelo al Corazón de Jesucristo.

¿No habrá quien quiera, con sus obras buenas, aliviar los sufrimientos del Corazón de Jesucristo?

¿Habrá en cambio, quienes quieran con su conducta desarreglada, con sus impudores, y con sus provocadores desnudos; y con su indiferencia religiosa; y con sus ava­ricias; y con sus altanerías y con su soberbia; y con su lujuria; y con sus infidelidades conyugales; y con la tasación de la natalidad, acrecentar los dolores y las afrentas de Jesucristo, abofeteado y escupido, solamente por el amor que nos tiene?

¡Espantosa y horrible mirada, la que a esas desgraciadas almas, ha de dirigir Jesucristo, cuando, como Juez Supremo, venga a juzgarlas!

*  * *

Empezaba a despuntar el día.

Apenas amanecido, volvió el Sanedrín a reunirse.

Urgía e inquietaba a los sacerdotes y ancianos y a los escribas, legalizar la sentencia de muerte, que horas antes habían dictado contra Jesucristo. Toda sen­tencia dictada de noche, era nula, según el Talmud.

Apareció de nuevo Jesucristo, en medio de aquellos sus mortales enemigos, que parodiaban de jueces.

Tomó el Sanedrín la causa de Jesús, allí donde la habían dejado horas antes por la noche.

Y así preguntaron taxativamente a Jesucristo:

“Si tú eres el Cristo, dínoslo”.

Bien claro lo había, no sólo dicho, sino probado con su doctrina, con su vida y con sus milagros, durante los años de la predicación evangélica.

Bien clara y rotundamente, lo había atestiguado Jesucristo, horas antes, al ser interrogado por Caifás, en ejercicio de su Supremo cargo Sacerdotal.

Otra pregunta sobre el mismísimo tema, era claro que no llevaba la intención de conocer la verdad, sino la malicia de pronunciar una condena.

Así, que Jesucristo respondió, serena y tranquilamente a esa pregunta: “Si os lo dijere, no me creeréis. Y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis”.

Que era lo mismo que decirles; vosotros no me hacéis esa pregunta para cercioraros de quién soy Yo, sino para procurarme la muerte, que de antemano a este simulacro de juicio la tenéis decretada para mí.

Entendieron bien los del Sanedrín, el sentido y significado de esa respuesta de Jesucristo, y llenos de indignación le dijeron:

“Luego, ¿Tú eres el Hijo de Dios?”

Respondió Jesucristo: “Así es como vosotros lo decís: lo soy”.

* * *

No era esta ni la primera ni la única vez, que clara y terminantemente, había Jesucristo proclamado que El era el Hijo de Dios.

Toda su predicación evangélica, giraba en torno de esta categórica afirmación, que El, El era el Cristo, el Legado Divino, el Mesías anunciado por los profetas, que EL era el Hijo de Dios.

Por eso Jesucristo, a la pregunta de si El era el Hijo de Dios, contestó que si lo dijere no le creerían.

Así había sucedido siempre, durante toda su vida

Pero, no terminó ahí la contestación dada por Jesucristo, sino que continuó: “y si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis”.

Contestación que contenía una argumentación idéntica, a la que tiempo atrás usó, cuando por declarar que El era el Mesías, le quisieron apedrear.

Estaba un día Jesús, paseando en el Templo de Jerusalén, por el pórtico de Salomón, cuando le rodearon los judíos y le preguntaron “¿Hasta cuándo has de traer suspensa nuestra alma? Si Tú eres Cristo, dínoslo abiertamente”.

Respondió Jesús: ‘’Os lo estoy diciendo y no lo creeréis, las obras que Yo hago en nombre de mi Padre, esas están dando testimonio de Mí.

Mi Padre y Yo, somos una misma cosa”.

Al oír esto los judíos, tomaron piedras para apedrearle.

Dijoles Jesús: “Muchas buenas obras he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre ¿por cuál de ellas me apedreáis?”

Respondieron los judíos: No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por la blasfemia; y porque siendo Tú, como eres hombre, te haces Dios”.

*  *  *

Idéntica situación psicológica era, señores, la que sucedió en el pórtico de Salomón del Templo de Jerusalén, y la que sucedía ahora ante el Sanedrín.

Preguntaban a Jesús que dijese si El era o no, el Hijo de Dios

Pero no era una pregunta bien intencionada, ni para enterarse sinceramente de la verdad.

Por eso en el Templo de Jerusalén, como en tantas otras ocasiones, como ahora en el Sanedrín, la afirmación categórica de Jesucristo, fue tomada por blasfemia, y fue considerada como merecedora de la muerte.

Conocía bien Jesucristo, la obstinación obcecada de sus enemigos, y por eso, con una lógica irrebatible, les arguyó en el pórtico de Salomón, cuando le quisieron apedrear por haberles respondido que El era el Hijo de Dios.

Me preguntáis y os respondo; me pedís que os declare quién soy y no me creéis.

Entonces ¿para qué me venís a preguntar quién soy Yo?

Pero si a Mí no me dais crédito a lo que os afirmo, no lo creáis porque os lo digo, pero eso sí, crecd a mis obras.

*  *  *

Irrecusable argumentación, señores.

Que es la misma argumentación, que insinúa Jesucristo ante el Sanedrín.

Me preguntáis, si soy el Hijo de Dios.

“Si os dijere quien soy Yo, no me creeréis; y si os preguntare, no me responderéis”.

—¡Cuántas cosas les podías preguntar, Jesucristo, a todos aquellos jueces reunidos en público tribunal, Doctores de la Ley, escribas, sacerdotes y ancianos!

—Tú Jesucristo les podías preguntar a los del Sanedrín: “Decidme, ¿conocisteis al ciego de nacimiento, que pedía limosna a la puerta del Templo? ¿Sí?

—¿Me podéis decir, cómo Yo, si no fuera el Mesías, el Legado divino, y el Hijo de Dios, le pude dar vista, de repente, con solo untarle los ojos con el barro hecho del polvo del suelo y mi saliva?

—Tú podías, Jesucristo, preguntar a los del Sanedrín: Decidme ¿Conocisteis a Lázaro el de Betania? Era amigo de todos vosotros, allá os ví yo a muchos de los que ahora estáis aquí, cuando fuisteis a dar el pésame por su muerte a sus hermanas Marta y María.

—¿Os acordáis cómo cuando Yo llegué, hacia ya cuatro días que había muerto?

—¿Me podéis decir, cómo Yo si no fuera el Mesías, el Hijo de Dios, pude, delante de vosotros mismos, al solo imperio de mi mandato, hacer salir vivo del sepulcro a aquel Lázaro, que ya estaba putrefacto de tal modo, que no era posible aguantar el hedor en los alrededores de su sepulcro?

—¡Cuántas cosas les podías preguntar a los del Sanedrín, Jesucristo, cuántas cosas!

—Tú les podías preguntar con las divinas escrituras en la mano, en quién tuvieron cumplimiento preciso, exacto, concretísimo, las profecías que durante once siglos, fueron vaticinando los profetas, para designar con absoluta e inconfundible precisión la Persona del Mesías.

Dos coordenadas, señores, nos bastan en las cartas de navegación, para precisar con entera exactitud la posición de un puerto.

Y, señores, en Jesucristo coinciden, exactas, precisas, en lugar, en tiempo, en múltiples detalles concretos e individualísimos, más de treinta de los vaticinios con que los Profetas designaron la Persona del Cristo.

—Tú, Jesucristo, pudieras preguntar, más que a ningún otro, a aquellos Doctores de la Ley y a aquellos Sacerdotes, que te dijesen si se cumplían, o no, en Ti, las Profecías.

Tiempos atrás había usado Jesucristo de este argumento contra sus adversarios: “Vosotros escudriñáis las Escrituras, porque creéis que en ellas se encuentra la vida eterna; pues ellas precisamente son las que testifican de Mí”.

—¡Cuántas cosas les podías preguntar, Jesucristo, a los del Sanedrín, ¡cuántas cosas!

—Pero por eso no se las preguntaste, Jesucristo, porque sabías bien, que no te iban a dar respuesta alguna a tus preguntas.

 *  *  *

—Tú conoces bien, Jesucristo, los efectos psicológicos del odio y de la envidia.

Es inútil dar razones al que está reventando de odio y cuajado de envidia.

—Por eso, Jesucristo, optaste por apuntar el argumento nítido e incontrovertible en favor de lo que eras, y callarte con mansedumbre divina.

—Con qué dolor de corazón viste, Jesucristo, aquella ceguera de pasión de tus jueces, reunidos en el Sanedrín.

—Cuán triste y amargamente te quejaste de ese ciego proceder, producto del odio, cuando dijiste, Jesucristo, estas palabras tan tremendas: “Si Yo hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de no haber creído en mí… Si Yo no hubiera hecho obras, como ninguno otro las ha hecho, no tendrían culpa; pero ahora ellos las han visto, y, con todo, me han aborrecido a Mí, y no sólo a Mí, sino también a mi Padre”.

*  *  *

Así fue, señores. En cuanto Jesucristo contestó a la pregunta del Sanedrín, sí era el Hijo de Dios, con el tranquilo y aseverante “Yo soy el Hijo de Dios”, estallaron frenéticos, olvidando su puesto de jueces:

“Qué necesitamos más testimonios. Nosotros mismos acabamos de oír de su boca”.

Y le condenaron a muerte a Jesucristo.

*  * *

Era el Sanedrín, señores, el que condenó a muerte a Jesucristo.

Esto es, era el Tribunal religioso judío, el que había juzgado y sentenciado a muerte a Jesucristo.

Todo el proceso de esa parodia de juicio, se desarrolló dentro del marco religioso: solo se atendió, a si Jesucristo afirmaba o no, que El era el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios.

Pero, señores, ¿qué valor tenía todo ese proceso religioso llevado a cabo por el Sanedrín, en orden a poder realizar la sentencia de muerte a que Jesús había sido condenado?

Hacía ya muchos años que el pueblo judío, había perdido su libertad e independencia.

Era Roma la que mandaba en Judea, a la que había reducido, como país conquistado e incorporado al Imperio.

Y una de las cosas, que además del cobro de los impuestos y tributos, se reservaba Roma en los países sometidos, era el jus gladii, o sea, el derecho de sentenciar y de aplicar la sentencia de pena de muerte.

De ahí, señores, que toda la labor del Sanedrín y la sentencia de muerte dada contra Jesús, tenían necesariamente, que ser sometidas a la aprobación del gobernador que Roma tenía en Palestina.

Gran humillación para los judíos, tener que mendigar en su propia casa, la venía del opresor, para ejecutar los fallos de Su Supremo Tribunal.

Pero era aún mucho mayor el odio que tenían a Jesucristo, y el deseo de quitarle del medio de una vez, aplicándole la afrentosa sentencia de ser condenado a muerte por blasfemo.

Por eso, pasaron por la humillación de acudir a Pilatos, para que confirmase la sentencia dada por el Sanedrín.

José A. de Laburu, S.J.

JESUCRISTO, SU PROCESO ANTE LOS TRIBUNALES JUDÍO Y ROMANO (I)

PROLOGO

Las conferencias que he tenido dos años consecutivos en la Iglesia del Salvador de la Compañía de Jesús, en Buenos Aires, sobre el proceso de Jesucristo ante los tribunales judío y romano y sobre sus últimas horas en su vida mortal, son las que ahora se publican.

Al trasladar a este libro, lo que fue dicho, queda siempre un algo que pierde de fuerza, por no poder expresarse en el escrito, ni el tono, ni el gesto con que las ideas fueron pronunciadas.

A pesar esa falta de total correspondencia, entre lo dicho oratoriamente y eso mismo expresado por escrito, creo que lo que va en este libro es reflejo fiel de las conferencias que dí en el Salvador.

No he querido reducir a uniformidad, los diálogos con N. S. Jesucristo, para dejarlos con el sabor que tuvieron en el mismo momento de pronunciarlos. Unos van en segunda persona del singular y otros en segunda persona del plural.

Esa diferencia gramatical, tiene una uniformidad psicológica, que depende del estado afectivo correspondiente al hecho y al momento que se pronunciaron.

Estas conferencias, fueron radiadas por la cadena de emisoras de varias naciones de América Latina, que contribuyeron así a que llegase al desconocido sin número de radioescuchas, las escenas de la vida de Jesucristo en el solemne día de la Pasión y Muerte

Marinos que cruzaban el mar, me comunicaron que en medio del Atlántico, a tres días de la Costa Americana, escucharon reverentes y conmovidos, lo que yo iba diciendo en Buenos Aires.

Quiera Dios, que al ser leídas estas Conferencias, produzcan también en las almas, una emoción reverencial, que en todo corazón bien nacido, causa el recuerdo de lo que por nosotros sufrió Jesucristo; y que de esa emoción profunda reverente, nazca un sincero deseo de corresponder con obras, a las fineza de su Amor.

José A. de Laburu S.J.

Buenos Aires, junio 4 de 1944

 

INTRODUCCIÓN

Es un hecho histórico que se repite cada año, en el decurso ya de veinte siglos, el de la conmemoración de la muerte de Jesucristo.

Hecho histórico, único en toda la Historia de la Humanidad.

Y este hecho histórico único, presenta una peculiarísima característica, que parece ser ella la nota más adecuada, para que esa muerte de Jesucristo, no fuese jamás por hombre alguno, ni recordada, ni menos religiosamente conmemorada.

Porque si atendemos solamente al criterio natural y a los factores humanos, nada tiene la muerte de un ajusticiado, ejecutado por pública sentencia, para que ella concilie amor reverencial y perdure por 2.000 años, en el recuerdo de todas las razas que pueblan todas las naciones de la tierra.

Y, señores, el hecho histórico es, que esa muerte de Jesucristo, nosotros la estamos recordando hoy, y con nosotros la recuerda el mundo entero.

* * *

Y es, señores, que en Jesucristo y en su Pasión y muerte, hay algo más que un hombre recto y justo, que muere en un patíbulo, víctima de la envidia y del odio.

Poco pensador tiene que ser el que no vea, que no tiene explicación alguna ni histórica ni psicológica, el que a través de dos milenios, gente de toda raza y cultura, dedique cada año una semana a recordar y venerar la muerte de un infeliz judío ajusticiado.

Algo más, es necesario que se encierre en la Pasión y muerte de Jesús de Nazareth.

*  *

Y ese algo más, señores, es que ese Jesús, con su doctrina y con su vida, con sus obras y con sus patentes y públicos y portentosos milagros, dejó palmariamente probada la divinidad de su Persona.

Más aun, señores, ese algo más, es que ese Jesús, Dios-Hombre, en un exceso de amor a los hombres, libremente y porque quiso, se ofreció a los tormentos de la Pasión y a las afrentas de la muerte en un patíbulo, para reconciliarnos a los hombres con Dios Su Padre, y redimimos de la culpa en que habíamos incurrido, como consecuencia del pecado original, en el que incurrió el primer hombre y Cabeza jurídico del género humano.

* * *

Y ahora sí, que comprendemos el porqué de este hecho Único en la Historia de la humanidad, de recordar por 20 siglos la Pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

Es el recuerdo de la muerte de Dios, y de la muerte aceptada por Jesucristo paro darnos a los hombres la reconciliación con Dios Su Padre; y con ella la posibilidad de librarnos de tormentos eternos y de adquirir la bienaventuranza de una vida que no tendrá fin.

Ese hecho, que es el más sublime que ha existido y ha podido existir en la Historia de la humanidad; se comprende bien que sea también el único, que así perdure en el recuerdo bimilenario, año tras año, en los corazones y en las mentes de los hombres.

* * *

La humanidad entera lo recuerda.

Pero, tal vez, no todos los que conmemoran la Pasión y muerte de Jesucristo, lo hagan con la reflexión que piden tan solemnes acontecimientos.

Hay algo exclusivamente peculiar en la vida de los pueblos, en los días que llamamos Jueves y Viernes santo.

Aun los que no frecuentan su entrada en el recinto de los Templos, acuden esos días a ellos.

Esa enorme masa humana, que va desfilando ante Jesucristo Sacramentado colocado en el Monumento cuajado de luces; esa afluencia a las Iglesias para escuchar, aunque no sea sino por algunos momentos, la palabra de los sacerdotes que hablan de la Pasión de Jesucristo y de su muerte; ese peculiar atavío de dolor y de aire de seriedad y de luto; está indicando patentemente, que algo completamente distinto del diario vivir de los hombres, se está en esos días conmemorando.

Tristísimo sería, que esa conmemoración fuese quedando vacía de contenido ideológico; y no fuera otra cosa, que un movimiento semiconsciente, debido a la inercia que proviene del impulso de la tradición.

Movimientos semiconscientes, no son dignos de los hombres, que quieren agradecer al Hijo de Dios, los excesos de amor que en su pasión y muerte tuvo por todos ellos.

Cierto que más vale, aunque sea algo rutinaria, esa tradición del pueblo cristiano en los días de la Semana Santa, que el olvido total del beneficio, de la Pasión y Muerte de Jesucristo.

Pero hemos de procurar vivificar los tradicionales sentimientos, con un espíritu lleno de profundo conocimiento de los misterios, que en Semana Santa conmemoramos.

Esta es la única conducta, que es digna del que se precie de proceder como hombre y como cristiano.

* * *

Y a eso nos vamos a reunir, estas tres noches de los tres primeros días de la Semana Santa.

Hace mucho que Dios Nuestro Señor me ha dado el deseo de contribuir, a que las tradicionales prácticas, tal vez para muchos rutinarias y superficiales, de los días dedicados a recordar la Pasión y Muerte de Jesucristo, sean vivificadas por un conocimiento íntimo de los misterios, que en esta Semana Santa se conmemoran.

Y para conseguirlo, quisiera ser fidelísimo guardador de la fundamentalísima ley psicológica, que tan acertadamente nos dejó señalada San Ignacio de Loyola, al mandarnos que al meditar los misterios de la vida de Jesucristo, lo hagamos con aquella viveza e intuición, que es fruto único del que medita las escenas de la vida de Jesús, como si uno se hallara realmente presente a ellas.

¡¡Es tan distinto, señores, el conocimiento meramente especulativo y didáctico, del conocimiento intuitivo, profundamente afectivo y entuetanado con todo lo más íntimo del alma humana!!

Intimo conocimiento de Jesucristo en sus Misterios de su vida dolorosa, en su doble sentido; en cuanto conocimiento que penetre en lo más hondo del Corazón paciente de Jesucristo y en cuanto se nos adentre de tal modo, que quede indeleblemente impreso en nuestras almas.

* * *

De ese conocimiento, necesariamente han de brotar los frutos, que la Pasión y muerte de Jesucristo deben de producir en toda alma bien nacida.

Es el primero, un agradecimiento sincerísimo a Jesucristo, por haberse dignado redimirnos, a costa de sus dolores y de su vida.

Es el segundo, un vivísimo dolor, al ver que yo soy el causante de esos dolores y de esa muerte; porque por mis pecados va el Señor a la Pasión y por librarme del pecado y de la muerte eterna y por hacerme de su parte feliz por toda una eternidad, da su Vida Jesucristo, en el patíbulo de la Cruz.

Y el tercer fruto del conocimiento consciente y profundo de lo que hizo Jesucristo por redimirnos, es la exclamación que brota espontánea, de lo mas hondo del alma: exclamación, que es pregunta cuajada de admiración y ofrecimiento empapado en en total renunciamiento:

¿Qué debo de hacer yo, por ese Jesucristo, que sin irle a Él nada, solo porque me quiso, se entregó por mí, a los tormentos cruelísimos de la Pasión y a la ignominia afrentosa de su muerte?

* * *

Vamos, señores, en estas tres noches, a vivir, más que a oir, aquellas escenas, cuajadas de enseñanzas, que tuvieron lugar en el proceso que se llevó a cabo contra Jesucristo, en los tribunales judío y romano, cuando le condenaron a la Crucifixión.

Poned de vuestra parte, oyentes amados, vuestra atención y vuestro corazón.

Y no dudo, confiado en la gracia divina, que al ir recorriendo las escenas del proceso que en los tribunales judío y romano, se entabló contra Jesucristo, nacerán y se acrecentarán y se arraigarán, en vuestros corazones, esos tres frutos que acabamos de indicar, son los frutos que en toda alma noble y bien nacida, produce la atenta consideración de la Pasión y Muerte de Jesucristo.

JESUCRISTO

SU PROCESO ANTE LOS TRIBUNALES JUDÍO Y ROMANO

Sus últimas horas mortales

José A. de Laburu S.J.