La palabra crucifixión viene hasta nosotros con un peso agobiante de suplicio y deshonor. Extremo castigo, la llamó Apuleyo; suplicio de esclavos, dijo Tacito; el más cruel y horroroso de todos los suplicios, sentenció Cicerón. En la misma Sagrada Escritura se lee: “Es maldito de Dios el que cuelga del madero” (Deuter. XXI, 22).
Y he aquí que el Evangelio, hablando de nuestro Dios humanado, nos dice: crucifixerunt Eum…
De nuevo, en la persona de Cristo, el encuentro y la unión sorprendente de los extremos: antes, Dios y Hombre, Dios y Niño, Dios y Obrero, Dios y Hostia… Ahora, Dios y cruz…
Así se comprende la Impresión que entre los paganos de la época apostólica causaba la predicación de un Dios crucificado. Predicamos a Jesús, y éste, crucificado, pregonaba San Pablo. Escándalo para los Judíos y locura para los gentiles.
Y era tal la Infamia de la cruz, su simple representación gráfica llegaba tan mancillada de afrenta y de Ignominia, que durante los cinco primeros siglos de la Iglesia se evitó el hacer crucifijos. Se aceptaba como un bello Ideal el de San Pablo: estar crucificado con Cristo en la cruz. Se reclamaba como título de gloria santa el llamarse, con Justino, herederos del Crucificado; pero es lo cierto que el crucifijo hería vivamente la sensibilidad de los mismos cristianos.
Del siglo VI hasta nuestros días la cruz se fue rehabilitando, y ya la vemos materialmente cubierta de oro, de gemas y esmeraldas; espiritualmente Iluminada de gloria y ungida de veneración.
Ya no es la cruz maldita; es la cruz bendita. Y ya es bendito de Dios y de los hombres el que cuelga del madero… Entre tantos redimidos de la cruz e Indignos herederos del crucificado, me acerco yo para poner de rodillas todo mi ser y contemplar y aprender…
Porque esto madero es una cátedra, y el predicador, hecho una llaga, nos predica a gritos con la elocuencia de la sangre.
Al religioso, el crucifijo le dicta la más sublime lección de vida espiritual.
Le muestra, como ejemplo supremo, la realización del Ecce y del fíat, que son las dos actitudes sustanciales del religioso.
Del ecce, que es la actitud de la ofrenda; la palabra que Jesús dijo al Padre cuando entraba al mundo para cumplir su misión. Del fíat, que es la actitud de aceptación total de la voluntad divina y del sacrificio consumado. Como cuando Cristo, ante el Cáliz de amargura y la cruz de los dolores supremos dijo al Padre: Fiat, hágase tu voluntad.
Ecce y fiat, dijo también la Madre del Crucificado cuando se doblegaba sumisamente al mensaje de Dios. Y ecce y fiat debe decir el religioso al crucificarse con Cristo en la cruz mediante la emisión de sus votos y la entrega de su voluntad a Dios.
El crucifijo nos enseña el sentido del valor santificador del sufrimiento, que es uno de los aspectos esenciales del espíritu cristiano. El sufrimiento y el dolor nos hacen llegar de golpe, casi siempre, hasta el fondo mismo de las cosas. La prueba terrible nos pone de rodillas ante Dios, de modo instantáneo. Entonces, el modelo y el confidente supremo será tu crucifijo. Conviene que yo sea exaltado en la cruz. Conviene que yo beba este cáliz…
El crucifijo nos enseña la renuncia, el despojo, la desnudez espiritual, el grito al Padre en la hora de la tiniebla y del abandono. Y estrujándolo entre las manos o contra el pecho, en donde late un corazón agitado, o contra los labios, que besan y profieren palabras de aceptación y de inmolación, él representa y comunica la fuerza suprema, la gracia confortadora, el refugio postrero.
El crucifijo nos habla de redención.
Nunca se aprecia tan bien el valor de una sola alma como de rodillas a los pies de un crucifijo.
El crucifijo recuerda, simboliza y pregona la exaltación suprema del amor y del dolor padecido por amor.
Es también la victoria del amor sobre el padecer.
Es el magisterio de la misericordia. He aquí un Dios que se ofrece para reparar por amor y con afrentas los pecados afrentosos cometidos contra el amor.
Es el amor llagado y doliente que invita a la penitencia.
Es el amor agobiado, pero de brazos abiertos y corazón franqueado que inspira confianza y acoge dulcemente al pecador, todo llagas y debilidad.
Cuando yo veo el crucifijo, me dirá: ¡Así amó Dios al hombre!
Siempre que lo vea, mi corazón le dirá: Pues que me amas, perdóname. Y porque me amas, no te ofenderé más.
El crucifijo, escribió el Padre D’Alzon, ha de ser para ti un amigo, un confidente.
Nada santifica tanto como la comunión frecuente; nada enfervoriza tanto como la adoración al Sacramento. No puede reiterarse diariamente la comunión, ni se puede permanecer de continuo ante el Sagrario. Pero si puedes llevar contigo el pequeño crucifijo.
Bésalo por la mañana y prométele llevar tu cruz durante la nueva jornada.
En tus minutos de meditación, estréchalo en tus manos y únete a la inmolación de Cristo en el altar.
En la monotonía del terrible cuotidiano, dedícale el peso de tu quehacer.
Practica, por amor a tu crucifijo, el silencio sabio, la conversación discreta, la paciencia invicta, la oculta misericordia.
Y al final del día, ya en las fronteras del reposo merecido, deposita a sus pies el manojo de tus obras.
Dale cuenta de tu jornada y pon ante sus ojos, para que cancele todo, tus orgullos y vanidades, tus cobardías y perezas, tus impaciencias y despechos, tu egoísmo, tan contrario a su amor infinito y dadivoso.
Y recuerda siempre que el cristiano no es más que un heredero del crucificado, y el religioso, el hombre que profesa imitarlo.
¡Bendito seas, mi crucifijo, compañero y confidente de tantas horas de mi vida varia! Tú me recuerdas la blancura de nácar de la primera comunión… Tú eres de los pocos que conocen mis lágrimas ocultas… Mis ojos te han buscado en horas muy cerradas y sombrías, cuando Tú eras la única esperanza y el único alivio. No me faltes, Crucifijo mío, en la hora del tránsito, para recibir mi último suspiro, hecho todo de amor, de confianza y de arrepentimiento.
R.P. Carlos E. Mesa, C.M.F.
Consignas y sugerencias para militantes de Cristo